Las hermosas mariposas que hoy vemos, llenas de vistosos
colores, no son más que una débil imagen de lo que una vez fue el murciélago:
el ave más bella de la creación.
Pero no siempre fue así, en un principio era como lo
conocemos, se llamaba biguidibela (biguidi=mariposa y bela=carne, es decir:
mariposa desnuda). Era la más fea y desventurada de todas las
criaturas.
Un día, acosado por el frío, subió al cielo y le pidió
plumas al creador. Y como el creador no vuelve a tareas ya cumplidas, no tenía
ninguna pluma. Le dijo que bajara a la tierra y suplicara en su nombre una
pluma a todas las aves.
Así lo hizo el murciélago, recurriendo a las aves de
más vistoso plumaje. Obtuvo hermosas plumas y orgulloso, volaba sobre las
sienes de la mañana. Las otras aves frenaban el vuelo para admirarlo. Sentado en
las ramas, aleteaba alegremente. Una vez, como un eco de su vuelo, creó el
arcoiris. Era la encarnación de la belleza.
El murciélago olvidó su origen y ahora hacía aspavientos de
su belleza. Demasiados.
Y lo que un día fue admiración entre sus compañeros, se
tornó en franca molestia.
Una parvada de pájaros, con el colibrí por delante, subió
al cielo para comunicarle al creador como el murciélago se burlaba de ellos;
además, con una pluma menos, padecían frío.
Una vez subió también el murciélago, el creador le hizo
repetir los ademanes que de aquel modo habían ofendido a sus compañeros.
Agitando las alas se quedó otra vez desnudo; se dice que todo un día
llovieron plumas del cielo.
Desde entonces sólo vuela en los atardeceres en rápidos
giros, cazando plumas imaginarias y no se detiene para que nadie advierta su
fealdad.