Asomando a la noche en la terraza de un
rascacielos altísimo y amargo pude tocar la bóveda nocturna y en un acto
de amor extraordinario me apoderé de una celeste
estrella.
Negra estaba la noche y yo me deslizaba por
la calle con la estrella robada en el bolsillo. De cristal
tembloroso parecía y era de pronto como si llevara un paquete de
hielo o una espada de arcángel en el cinto.
La guardé temeroso debajo de la
cama para que no la
descubriera nadie, pero su luz atravesó primero la lana del
colchón, luego las tejas, el techo de mi
casa.
Incómodos se hicieron para mí los más
privados menesteres.
Siempre con esa luz de astral acetileno que
palpitaba como si quisiera regresar a la noche, yo no podía preocuparme
de todos mis deberes y así fue que olvidé pagar mis cuentas y me quedé
sin pan ni provisiones.
Mientras tanto, en la calle, se
amotinaban transeúntes, mundanos vendedores atraídos sin duda por el
fulgor insólito que veían salir de mi ventana.
Entonces recogí otra vez mi estrella, con
cuidado la envolví en mi pañuelo y enmascarado entre la
muchedumbre pude pasar sin ser reconocido. Me dirigí al oeste, al río
Verde, que allí bajo los sauces es sereno.
Tomé la estrella de la noche fría y
suavemente la eché sobre las aguas.
Y no me sorprendió que se alejara como un pez
insoluble moviendo en la noche del río su cuerpo de diamante.
Pablo Neruda
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