La Habana Antigua
Sergio Jorge Pastrana
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=19051Rebelión
Texto literario con ribetes de añoranza. Es interesante lo que propone Joseba en “La Habana no aguanta más”. Se lee agradable. Por eso es doblemente incisivo. No se donde está Joseba. Parece que “afuera”. Afuera en Cuba quiere decir en el extranjero.
El Norte, la Yuma, la Acera de los Pares (todas las direcciones del Malecón habanero son de números nones), es en los Estados Unidos. El resto es afuera. Da lo mismo si es Buenos Aires, Madrid, Londres, Roma, o también puede ser Dakar, Delhi, Managua, o hasta Novosibirsk. La diáspora cubana es mundial. Recientemente me encontré en un salón de tránsito de un aeropuerto europeo a nueve cubanos en un total de veintitantas personas. Iban para Sri Lanka, Serbia, Rusia y hasta Egipto. Hay cubanos en casi cualquier parte. Cierto que también hay personas de otras nacionalidades allí. Pero, cosa notable, los cubanos siguen siempre siendo cubanos. Y los cuentan.
En el ajiaco que formó la nacionalidad cubana no queda nadie puro. Mi abuelo paterno era libanés. El de mi esposa era chino. El resto son diferentes nacionalidades españolas, que ya de por si con bastante mezcla venían de más atrás. Pero todo ello se fundió en el cubano. Una identidad que sólo se forma culturalmente (¡y que fuerte es esa cultura!) No hay identidad religiosa, étnica, racial que supere la identidad de ser cubano. Ser cubano puede ser hoy para todos los que se acercan a esta nacionalidad desde admiración hasta condena. Lo interesante también es que nunca es neutral.
Mucha gente no sabe que en Cuba no hay indígenas. Hay quienes en el extranjero piensan que todos los cubanos somos prietecitos. Hay quienes piensan que nos pasamos la vida bebiendo ron y bailando. Reciéntemele un amigo arquitecto ya mayor, nieto de asturianos y de visita en Madrid hizo algunos ahorros y decidió que podía hacer tres cosas: comprarse un refrigerador nuevo, sustituir el equipo de música de los años 60, o irse a un paseo turístico por el Nilo. Mi amigo no lo pensó dos veces. Cuando le visité en su casa de la Habana me dijo: el agua está caliente y si quieres música agarra la guitarra, pero yo no me iba a morir sin ver Luxor y Abu Simbel. Lo interesante es que iba con un tour de españoles y otros europeos y a la segunda noche, cuando se hicieron ya todas las presentaciones, nadie podía creer que era cubano. ¿Cubano? ¿De dónde? ¿Quién ha visto un cubano blanco? ¿Quién te dio permiso para salir? ¿Qué hace un cubano en una gira turística? ¿Dónde están tu tumbadora y
tus maracas? ¡Tú no sabes bailar! ¡Debe de ser un agente del régimen! Todos los pasajeros tomaron parte en el debate. Igual, al final del viaje, todos los pasajeros le tomaron aprecio y se despidieron con besos. El cubano se dejó querer.
Y esa identidad del cubano, es la impronta de la Habana. La Habana descascarada, descarada y cosmopolita es el caldero donde se mezcló el ajiaco cubano. Por casi quinientos años, la Habana fue el ombligo por donde pasó toda la conquista americana, el flujo y reflujo de la plata y el oro, de los esclavos africanos o chinos, del azúcar, la melaza y el ron, de todas esas cosas que construyeron las fortunas de tantos países desarrollados de hoy y fue también el trampolín de todos los ciudadanos del planeta que se involucraron en la aventura americana. Construida por las manos de todos esos inmigrantes, la Habana es tan retrato de todo el mundo como Nueva York (ma non troppo, vale). Durante quinientos años la Habana recibió inmigrantes de todo el mundo. No hay en la Habana ni un indígena cubano. Todos somos venidos del extranjero. Ahora nos cuentan uno a uno a cualquiera que se pretende devolver al extranjero; pero es que ahora ya somos cubanos.
Y la Habana es cierto que es un hervidero de pasiones. El cubano es apasionado. Se va a Abu Simbel aunque tenga que tomar el agua caliente en cualquiera de los restantes veranos de su vida. Es cierto que la Habana es terreno de la lucha eterna por la supervivencia. Los cubanos que nos “ombligamos” y obligamos a la Habana tenemos muchas privaciones. Y a pesar de ello, hay más de dos millones que insisten en seguirla viviendo, y en seguir construyendo y removiendo (que es otra forma de cambiar y moldear) su futuro.
Pretender que “La Habana No Aguanta Más” no es más que otra figura literaria útil para una parábola de ocasión. Lo mismo que dijeron los Van Van en los ochenta, palabras más o menos, se dijo después del saqueo de Jaques de Sores, el pirata francés en el siglo XVI, de la toma de la Habana por los Ingleses en 1762, de la guerra del 1895, de la ocupación yanqui de 1902, en plena dictadura de Machado en los años 30, o durante la de Batista en los cincuenta, en la Crisis de Octubre de 1962, o en tantos de cualquiera de los vaivenes de la fortuna por más de cuarenta y cinco años de la hostilidad continuada de los gobiernos de los Estados Unidos contra la Revolución cubana.
Pero yo puedo asegurar a todos que la Habana seguirá aguantando, resistiendo, viviendo intensamente cada día en su extrema voluntad de sobrevivir, porque la Habana es un lugar en donde se conoce y se reconoce casi todo el mundo. En todas partes vivir es trabajar para ganar el pan y sostenerse en medio del proceso social.
Avanzar a un proyecto de vida en la búsqueda de ser y vivir mejor. En todas partes hay dificultades y contratiempos, golpes de la suerte malos y buenos. En la Habana todas esas circunstancias existen igual; aunque insisto en creer que se viven con más intensidad. Debe ser el vivir casi siempre al límite, desde la madrugada de 1962 en que estuvimos en la mira de todas las armas nucleares. De todos aquellos turistas de la gira del Nilo, seguramente ninguno lo disfrutó más, ni lo recuerda mejor, que mi amigo habanero.
Y la Habana está viva. No es la que dejó cualquier emigrante en su último día antes de tomar el avión o el barco. No es la que despidió la Avellaneda “Al Partir”. Es la que amaneció hoy con otros tantos que se enamoraron ayer, o murieron de repente dejando amigos desconsolados, o fueron a una fiesta y bailaron hasta hacerse puro sudor en este caliente verano que nos cocina año tras año. Después de ser habanero, primero por nacimiento y después por opción irrenunciable, por más de cincuenta años, les puedo asegurar a todos que la Habana seguirá aguantando o disfrutando; pero viviendo cada día como si fuera el último. Existirá imperturbable con todas sus virtudes y defectos. Y seguirá siendo recordada como un familiar querido por cada quién que la vivió algún día.
Quiero pensar que es pura casualidad que Joseba escribiera su página el 13 de agosto, y que no sea esta un regalo con una gota de acibar para el cumpleaños de Fidel. Un granito de arena para entorpecer los engranes que tratan de llevar adelante el proyecto de una sociedad más justa ante la constante agresión del imperio más poderoso de la historia.
Y si de parábolas literarias se trata, pues prefiero mandarles esta, que creo que es mucho más La Habana que la triste remembranza de Joseba:
EN LINEA.
El Chevrolet era de abolengo. Del 52. De cuando los autos se hacían para siempre con chapa de tanques, residuos de otra guerra que no les tocaba a los gringos; pero que de todas formas echaron para convertirse al final en la única potencia indemne.
La pelea era de león a mono amarrado. La estatua llevaba las de perder desde el principio de la historia. Viena había hecho cuatro estatuas doradas iguales en homenaje a Strauss, el hombre que le cantó al Danubio. y las quiso poner en cuatro continentes. Dejó una en un paseo vienés, regaló otra a Tokio, la tercera a Johannesburgo, y la cuarta decidió entregarla a La Habana.
Primero pensaron en ponerla frente al Auditórium sede de la Orquesta Sinfónica Nacional, pero ahí mismo estaba desde siempre una estatua de Diana cazadora, y claro está que no se puede quitar a Diana por machacada que esté para poner a Strauss. Además, la estatua que Viena había regalado era toda dorada, como un bombón envuelto en papel de regalo. Dondequiera que la pusieran iba a resaltar con chillona estridencia en una ciudad que se distingue por la arquitectura sobresaliente despintada. Menudo dilema.
Después de varias consideraciones, decidieron correctamente ponerla en un cuchillo que forman el encuentro de dos avenidas principales y una calle menor. Frente a una escuela y de espaldas a una cuñita de terreno que daba el espacio ideal a un café vienés y en donde hasta la fecha apenas había tres chozas en medio de la monumental arquitectura del Vedado. Tres casuchas de tablas que estaban muy fuera de lugar en una promenade importante de la Capital.
Los vieneses acordaron regalar un café para ese lugar; pero ello enfrentó la ira de los residentes, porque tablas más o menos da igual si uno vive en medio de todo, frente a la biblioteca, a dos pasos de la escuela y a diez cuadras del centro de la ciudad, así que ni modo. A los tableros no hay quien los mueva de la calle Línea. Por esas andaban las gestiones cuando un buen día, sin previo aviso, la estatua ya estaba emplazada, brillando escandalosa en su esplendor dorado frente a la escuela y dándole la espalda a las tablas, violín en ristre.
Claro que en esa locación llamó mucho la atención. Todo el mundo preguntó qué era aquella cosa dorada. A quién se le había ocurrido. Por qué. Luego, el que se enteró, a renglón seguido preguntó que por qué nadie mudaba a los de los tableros. En fin, fue comidilla de millones de preguntas y respuestas habidas y por haber ante su brillo insolente entre la escuela, la parada de guaguas y las tres chozas irredentas.
Hasta que un buen día desapareció.
Cuando indagué por la desaparición de estatua tan prominente me hicieron el cuento.
El Chevrolet tenía motor de Volga, ruedas y transmisión de Jeep, carburador de Lada, caja de velocidades de Gaz, matrícula de la Habana y chofer de Buenavista. Pero el sistema de dirección era el auténtico, el original del 52. Enfrentó la luz roja cuando se acercaba al cuchillo y al pisar el de Buenavista el pedal del freno se partió el yoqui derecho, lo que hizo fracturarse la esférica y el cangrejo. Bizco como quedó de ruedas, el Chevrolet le fue pa’ arriba al contén.
Como iba a quince kilómetros por hora, el Almendrón le dio tiempo a los que estaban en la parada de guaguas de esa esquina a esquivarlo. Se formó una carrera tipo toros en San Sebastián huyendo del Minotauro Chevrolet que llevaba a una parturienta que iba para la Maternidad de la otra cuadra, a una vieja que iba a ver a la nieta en la Habana Vieja y a un profesor de ruso devenido artista plástico que iba a vender sus pinturas a la feria de La Rampa.
Al saltar el bordillo, con el impulso de sus dos toneladas de latas gringas o rusas, alambres chinos, carburadores polacos, mangueras europeas, pasajeros cubanos y chofer de Buenavista la inercia lo llevó directo a Strauss, que tocaba el violín de espaldas a las tablas y a aquella conflagración. Inocente, tomó al minotauro de culo, lo que lo puso en órbita al transmitirle el auto en su embestida toda su constante de movimiento cuando tuvo que parar en seco sobre el pedestal. Strauss voló por los aires entonando en su violín las notas del azul Danubio sobre el acompañamiento heavy metal de los metales de cuatro continentes haciéndose mierda contra el concreto del pedestal hasta que aterrizó en el negro chapapote de la calle G.
Dicen que de allí le recogió el Historiador de la Ciudad para restaurarle y ver en donde diablos se pone a buen recaudo de Chevroleses, tableros y preguntas.
La parturienta fue llevada en los brazos del profesorderusopintor y dos pacientes pasajeros de las guaguas que nunca llegaron, detrás de la vieja de la Habana Vieja haciendo las veces de sirena de ambulancia, hasta el salón de parto de la Maternidad, a menos de cien metros, en donde al cabo de una hora nació un negrito lindísimo.
Al negrito le pusieron de nombre Estraus. Lo inscribió su madre en el Registro Civil esa misma tarde como Estraus Gutiérrez Desvernine.
Y eso. La Habana.