Un guiño a la vida

Y ella era de esas que remediaban los peores momentos. Con una broma, un retozo, una ocurrencia, un guiño a la vida.

En todo tiempo fue así: desde los estíos en
que recolectaba bibijaguas y las lanzaba al
bolsillo de un varón pretencioso; desde la época
en que, junto a las hermanitas en Media Luna, acostaba a la niña de un año en una tabla de
planchar.

En toda edad se atrevió a cruzar líneas vedadas: desde aquella escena de los cuatro años cuando
se tragó el frasquito de penicilina; desde que persiguió a un zepelín mientras otros infantes se horrorizaban con tal aparición celestial; desde la era de los disfraces de fantasmas para asustar a otros y de los galopes veloces a caballo en tierras rodeadas de cañaverales.

En toda fecha edificó, sin exigencia, lo increíble: cuando salvó a los dispersos de un naufragio guerrillero en diciembre de 1956; cuando se
clavó mil espinas de un marabuzal para esconderse de una persecución; cuando junto a su padre
subió el busto de Martí al Turquino; cuando se convirtió en la primera de ropa verde olivo en la Sierra Maestra.

Le alcanzaron 59 años y medio para erigirse en mito, un mito humano que conoció el fracaso amoroso en la juventud, hacía caligrafías embrolladas en los exámenes, fumaba sin parar aun sabiendo que a poco se extinguía.

Y hasta abrumada por el humo tuvo hora para el detalle, para dejarse robar de los paisajes, para la llamada en la madrugada, para el papelito doblado en la camisa, para los humildes hijos adoptivos salvados del olvido.

Nunca dejó de usar mariposas ni después de aquel 11 de enero de 1980… porque una flor fue parte de su apellido y de su esencia misma.

Nunca conoció la pompa o la jactancia, ni le hicieron falta los títulos, los pergaminos o sus
propios nombres. Porque una palabra endosada
de sonrisa y de blancura le bastaba, una palabra sobraba para curar la cicatriz de la paloma: ¡Celia!