Independencia y socialismo: Un debate urgente
por Rafael Rodriguez Cruz Monday, Jan. 16, 2006 at 4:37 AM
rguayama@aol.com
Discusión de la cuestión nacional y el pensamiento de Don Filiberto Ojeda
INDEPENDENCIA Y SOCIALISMO: UN DEBATE URGENTE
Rafael Rodriguez Cruz
El problema nacional puertorriqueño, valga la redundancia, es un fenómeno de una complejidad enorme. No se trata, como sabemos, de una mera condición colonial en sentido jurídico. Aquí interviene una multiplicidad de determinaciones y factores –culturales, raciales, económicos, sociales y políticos- que se entrecruzan a menudo de formas completamente impredecibles y que adoptan, separada o juntamente, hoy una importancia grande, mañana una menor. Pero eso no quiere decir que los boricuas seamos un pueblo distinto a los demás, que escapemos a las leyes generales del desarrollo humano, incluyendo el potencial para la acción revolucionaria y transformadora de la sociedad.
La idea de que nuestra población tenía en sus genes la predeterminación de ser súbditos coloniales de Estados Unidos para siempre, de que éramos naturalmente vagos y estúpidos, se enseñaba en las escuelas treinta o cuarenta años atrás, pero hoy nadie se la toma muy en serio. Además, por más excepcionales que sean las condiciones en que vive un pueblo -incluyendo el ser víctima de genocidio cultural- puede llegar a asimilar críticamente las experiencias revolucionarias de otros países y alcanzar su emancipación definitiva. La clave está, como decían Lenin y el Che, en hacer las comparaciones entre distintos países de una forma sensata, en no subsumir lo particular en lo general hasta tal punto que se borren las determinaciones inmediatas que le dan concreción plena y viviente al problema. Esto pasa mucho en Puerto Rico; concebimos la teoría revolucionaria como una colección de enunciados perfectamente desarrollados y que se aplican en una operación de calco a la realidad. Lo cierto es que esto no ha funcionado. A la hora de las batatas, de enfrentarnos al sistema represivo y de formular guías de acción concretas, los enunciados generales nos han servido de muy poco, como pudimos ver en Vieques. El Che decía que “la revolución puede hacerse si se interpreta correctamente la realidad histórica y se utilizan correctamente las fuerzas que intervienen en ella, aun sin saber teoría” [EGS. Notas para el estudio de la ideología de la Revolución cubana. Discurso 8 de octubre de 1960]. Que esto lo dijera el Che, un marxista de una formación teórica formidable, que estudió críticamente todas las vertientes del pensamiento socialista internacional, es cosa que debería movernos a una reflexión cuidadosa. Ningún enunciado abstracto es superior a la teoría revolucionaria, en cuanto ésta logra expresar correctamente la verdad social. Además, al final del camino son las masas las que tienen la última palabra acerca de la certeza de una consigna o estrategia revolucionaria.
Es desde la perspectiva anterior que debemos analizar la visión de Filiberto Ojeda acerca de la necesidad inmediata de la independencia de Puerto Rico para adelantar la lucha por el socialismo en nuestra isla, lo que he llamado su quinta tesis fundamental. Ésta se encuentra, a su vez, histórica y lógicamente favorecida por varios puntos. En primer lugar, está la necesidad de distinguir claramente, a nivel de programa, entre la lucha anticolonial en sentido jurídico y la conquista de la soberanía plena. Históricamente, el reclamo del derecho de los puertorriqueños a la autodeterminación política no ha sido exclusivo de las fuerzas progresistas. En mayor o menor medida, todos los partidos políticos lo han hecho. En eso, por supuesto, no somos distintos a otras experiencias de pueblos oprimidos dentro de un Estado burgués nacionalmente heterogéneo. Hablando del caso de Rusia, por ejemplo, Trotsky señalaba: “Ciertamente, siguiendo la tradición establecida, los bolcheviques defendían el derecho de las naciones a la autodeterminación. Pero los mencheviques también endosaban la formula al menos en palabras. El texto de los dos programas era idéntico. La cuestión del poder era lo que los distinguía” [Trotsky, León. Historia de la revolución rusa. Pathfinder, 1961, p. 898]. Más adelante volveremos sobre el señalamiento relativo a la cuestión del poder, pues me parece que es el verdadero meollo del asunto. Por ahora, sólo quiero discutir las posibles consecuencias negativas de utilizar a nivel de programa un lenguaje que no sea del todo claro.
Consideremos, a modo de ilustración, el movimiento burgués a favor de la conversión de Puerto Rico en una provincia “estado” típica de Estados Unidos, lo que nosotros llamamos los estadistas del patio. Este sector ha llamado históricamente –y llama aún- al fin del coloniaje en Puerto Rico. Pero su llamado se limita a una mera anulación de las distinciones formales jurídicas que todavía existen entre Puerto Rico y cualquier provincia estadounidense, en particular la ausencia del voto presidencial y de representación en la legislatura federal. De manera muy parecida al programa nacional de la burguesía rusa antes del triunfo bolchevique, este reclamo deja de lado los demás aspectos constitutivos del problema nacional de la isla, entre ellos, el genocidio cultural, la distorsión de la economía por los monopolios, el absentismo y el impacto de todo lo anterior sobre la estructura social de la isla. La diferencia consiste en que en Rusia la mera igualdad formal dentro de las fronteras del imperio creado por los zares era el programa de la nación que oprimía a las demás, mientras que en Puerto Rico se trata del horizonte estrecho de las aspiraciones de un sector de la burguesía dominada. La razón de esta inversión programática es la extrema debilidad de la clase capitalista puertorriqueña y la naturaleza explosiva de cualquier discusión seria –a nivel de masas- del problema nacional.
Lo anterior se torna visible si comparamos a Puerto Rico nuevamente con otra región azucarera anexada por los Estados Unidos en 1898: Hawai. En el caso de estas islas del Océano Pacífico, existía a fines del siglo XIX una fuerte burguesía residente de origen anglosajón. Entre 1861 y 1898 los invasores de Hawai dominaron por la fuerza a la población originaria local mediante el genocidio y la imposición de una dictadura de corte claramente racial. Es decir, repitieron en el lugar lo que los nuevos pobladores europeos hacían al llegar a cualquier territorio nuevo del Oeste robado por Estados Unidos: mataban a una buena parte de los pobladores originales y se establecían ellos como el grupo étnicamente dominante vía un régimen de opresión racial y de genocidio cultural. Durante la segunda mitad del siglo XIX, la relación política entre Estados Unidos y Hawai era de abierto coloniaje. La burguesía anglosajona local rechazó ese estatus y pidió la conversión de Hawai en otro territorio o porción alícuota de la nación estadounidense con la garantía constitucional de una eventual igualdad de derechos al interior de las fronteras de la nación. El Congreso federal se opuso tenazmente, prefiriendo en su lugar mantener al archipiélago como una vulgar colonia, al igual que tenía planeado para Puerto Rico y Cuba. Los sectores burgueses anglosajones establecidos en Hawai optaron entonces por organizarse en una guerrilla e iniciar de inmediato una revuelta violenta en contra de las tropas federales en las islas. El reclamo fue uno de igualdad de derechos formales o, alternativamente, separación plena de Estados Unidos. Lo esencial era que el grueso del comercio exterior y de la riqueza inmueble de Hawai estaba no en manos de intereses absentistas –como vendría a ser el caso de Puerto Rico-, sino de capitalistas y agricultores anglosajones residentes.
El movimiento que favorece la estadidad para Puerto Rico siempre ha estado consciente de su terrible debilidad frente al imperio. Sus reclamos en todo momento han sido en la forma de súplicas y ruegos ante el gobierno estadounidense. Albizu Campos, por ejemplo, decía que los estadistas de Puerto Rico no se atrevían a exigir enérgicamente la estadidad ante el Congreso porque temían que les dieran con las columnas del Capitolio federal por la cabeza. Es posible que eso haya cambiado un poco desde la década de los treinta del siglo XX, aunque todavía hoy los estadistas del patio dan al Congreso la potestad final de decidir los destinos de Puerto Rico y se oponen a iniciativas procesales que no se originen en Washington. El problema colonial de Puerto Rico es para ellos un asunto interno de Estados Unidos.
Pero, consciente de los aspectos culturales y raciales del problema nacional puertorriqueño, el movimiento anexionista local siempre ha sido un aliado fiel del imperialismo en lo que toca al genocidio cultural de nuestro pueblo. Así como la burguesía anglosajona residente en Hawai impuso una dictadura racial y cultural sobre los pueblos originarios de ese archipiélago, los estadistas puertorriqueños se han dedicado sistemáticamente a destruir todo sentido de identidad propia de nuestra gente, a combatir el uso del lenguaje español y a mantenernos aislados de las hermanas repúblicas de América Latina. Constituyen el sector más retrogrado, reaccionario e irracional de la enclenque burguesía puertorriqueña, que no escatima esfuerzos para minimizarnos frente a Estados Unidos, ya sea en la cultura, los deportes o cualquier expresión autóctona. Son por naturaleza irracionales, aunque no por ello menos “real existentes”, para usar una expresión de Hegel y Marx. Conciben el ganarse el beneplácito y respeto del imperialismo estadounidense fomentando incluso la cultura lumpen y criminal en la isla, pues eso los pone -en sus mentes- en una posición análoga a la de la burguesía residente en lugares como Hawai o Texas, donde el genocidio cultural fue la clave del tránsito a la estadidad. En sus etapas más recientes, los estadistas se han dedicado a promover que nuestra ciudad capital, San Juan, sea un enclave de extranjeros reaccionarios que actúan de contrapeso ideológico a la cultura de las grandes masas de la isla. El resultado, sin embargo, ha sido reforzar la visión estereotipada de nuestra gente, de que somos vagos, sucios y criminales por naturaleza, dando así más aliento a la postura imperialista -favorecedora del coloniaje sin adornos- de la clase dominante estadounidense hacia Puerto Rico. Es decir, los líderes estadistas puertorriqueños se dan ellos mismos con las columnas del Capitolio federal en la cabeza, buscando congraciarse con sus amos. Nadie que tenga una visión de conjunto del problema nacional puertorriqueño, celebraría un documento como el emitido recientemente en Washington, escrito en un lenguaje enteramente prepotente, arrogante y soez.
El segundo punto que favorece la tesis de Ojeda Ríos acerca de la necesidad inmediata de la independencia para avanzar las luchas socialistas en Puerto Rico, es el vínculo histórico e innegable del independentismo revolucionario y la discusión radical, no-reformista, del problema nacional boricua, en todas sus dimensiones. Tiene mucha razón Filiberto Ojeda Ríos cuando dice que en nuestro poeta nacional, Juan Antonio Corretjer (1908-1985), se dio una armonización revolucionaria entre nación, patria, pueblo, justicia social y socialismo. Corretjer no sólo representó el clímax del pensamiento marxista en Puerto Rico en el siglo XX, sino, además, una de las prácticas nacionalistas revolucionarias más consecuentes. Su programa incluía la nacionalización y socialización de la riqueza extranjera, la defensa de la cultura nacional y el establecimiento del tránsito a una sociedad socialista, en el contexto de la unidad de nuestra América. Entre su pensamiento y el reclamo burgués y reformista de supresión del coloniaje, existe una contradicción tan irreconciliable como la que existía entre el programa bolchevique y la solución de Kerensky al problema de las nacionalidades en Rusia. Pero –al igual que Marx frente al caso de Irlanda- Corretjer impulsaba la solución revolucionaria del problema nacional.
El tercer punto es el nexo histórico entre el reclamo de independencia plena y las luchas de las masas trabajadoras puertorriqueñas en Estados Unidos. Este punto, poco estudiado por la izquierda de la isla, es de vital importancia. El sentimiento de afirmación nacional y la lucha por la independencia de Puerto Rico han sido factores ideológicos claves en la historia de la resistencia al racismo y la opresión étnica por los sectores más combativos de nuestra población en lugares como Chicago, Hartford y Nueva York. Además, ha sido de gran importancia en el establecimiento de lazos de solidaridad entre las luchas concretas en ambos lados, en la isla y en las comunidades nuestras en el exterior.
El cuarto, y quizás más importante, punto es la experiencia revolucionaria de Vieques. La batalla por sacar a la Marina estadounidense de la Isla Nena ha sido analizada rigurosamente desde múltiples ángulos, excepto quizás el más importante: el de la cuestión de la toma del poder. De lo que se trata, en ese análisis, es de si podemos identificar en los eventos en Vieques entre 1999 y 2003 una dinámica de masas que planteara en algún nivel el asunto de la toma del poder, tal y como éste se ha manifestado en procesos revolucionarios triunfantes. Yo creo que sí, aunque para entenderlo hay que hablar un poco más en detalle de la teoría marxista del poder en Lenin y el Che. Comencemos con el primero.
El 29 de septiembre de 1927, Lenin publicó un importante trabajo titulado La crisis ha madurado. Mucho y poco había cambiado Rusia en siete meses, desde la caída del zarismo y el establecimiento de un gobierno burgués republicano. El gigantesco problema agrario permanecía intocable, salvo algunas reformas aparentes. El país seguía desangrándose en la guerra imperialista y las nacionalidades oprimidas sólo habían recibido un régimen de democracia formal que ni remotamente aliviaba la profunda desigualdad económica existente y la terrible opresión cultural. Los bolcheviques, sin embargo, contaban en septiembre de 1917 no sólo con una mayoría en los Soviets, sino que disfrutaban además del apoyo general de la gente, incluyendo de los soldados. Dos factores, nos dice Lenin, vinieron a sumarse para crear una situación claramente prerrevolucionaria, de inminente toma del poder. El primero es la revuelta de los campesinos en contra del gobierno burgués y a favor de la solución radical del problema agrario. La segunda, es el comienzo de las revueltas de las minorías nacionales. En lugares como Ucrania, las nacionalidades oprimidas -según Lenin- dejaron de creer que la gran burguesía rusa iba a resolver el problema nacional y comenzaron a tomar acciones independientes -una a la vez- para obtener sus derechos directamente, en un proceso que los bolcheviques denominaron de toma revolucionaria o resolución parcial de aspectos importantes del problema nacional. El vínculo entre estas revueltas nacionales y el advenimiento del socialismo en Rusia fue importantísimo.
Es innegable que algo muy parecido ocurrió, salvando las diferencias, en Vieques. Por años los viequenses esperaron para que el gobierno colonial, e incluso federal, brindara una solución al problema del uso de la isla para prácticas militares. No había aspecto más doloroso del problema nacional puertorriqueño que Vieques. Pues bien, en Vieques lo que hubo fue el desarrollo de acciones independientes por las masas conducentes a una toma revolucionaria de un derecho nacional fundamental.
Ahora bien, es quizás mediante la aplicación del pensamiento estratégico del Che que podemos darle una concreción más plena a este planteamiento. En 1960, como sabemos, el Che tuvo que confrontar a varios intelectuales de izquierda que negaban la existencia misma de la revolución cubana porque ésta no se ajustaba a los esquemas preconcebidos que ellos tenían de cómo se hace una revolución. Los que no ponían en duda la existencia de la revolución, le atribuían rasgos y excepciones imposibles de repetirse en América Latina. De ahí sale un importante escrito que el Che tituló Cuba, ¿Excepción histórica o vanguardia en la lucha contra el colonialismo? En éste, Che reconoce los aspectos quizás excepcionales del proceso revolucionario cubano e indica que a los sumo son tres: la desorientación del imperialismo frente a la naturaleza real de las fuerzas revolucionarias, la actitud en alguna medida colaboradora de sectores de la burguesía cubana y la particular disposición de lucha antiimperialista del campesinado no proletarizado de la Sierra Maestra. El resto del artículo está dedicado a lo que él consideraba en 1960 más importante: las raíces permanentes de todos los fenómenos sociales de América.
De acuerdo con el Che, hay dos raíces permanentes de los problemas en nuestra América. La primera raíz es el latifundio y sus secuelas, la servidumbre y la explotación campesina. La segunda, es la distorsión monstruosa de las economías locales por los monopolios extranjeros. Estos dos factores sirven, a su vez, de base a lo que él llama el denominador común de los pueblos de América: el Hambre del Pueblo. Partiendo de este denominador común, el Che hace las siguientes observaciones famosas en cuanto a las condiciones objetivas y subjetivas de la revolución en los países de nuestra América: “Las condiciones objetivas para la lucha están dadas por el hambre del pueblo, la reacción frente a esa hambre, el temor desatado para aplazar la reacción popular y la ola de odio que la represión crea. Faltaron en América condiciones subjetivas de las cuales la más importante es la conciencia de la posibilidad de la victoria por la vía violenta frente a los poderes imperiales y sus aliados internos. Esas condiciones se crean mediante la lucha armada que va haciendo más clara la necesidad del cambio (y permite preverlo) y de la derrota del ejército por las fuerzas populares y su posterior aniquilamiento (como condición imprescindible a toda revolución verdadera)” [Guevara de la Serna, Ernesto. América Latina: Despertar de un continente. Ocean Press. 2003., p. 274].
La pregunta que surge naturalmente es si el análisis del Che -en particular su visión del papel de la lucha armada- es aplicable a la experiencia de Vieques y Puerto Rico. Al hablar de lo que él llamaba los denominadores comunes en América Latina, es obvio que nuestra isla presenta algunos rasgos similares y otros distintos. En primer lugar, la distorsión causada por los monopolios en la economía local es clara, incluso a niveles extremos. Esto provoca la presencia permanente de masas de desempleados y de gente marginada y empobrecida. El latifundismo y la servidumbre, sin embargo, son aquí cosas del pasado. El Che no conocía en ese sentido el caso de Puerto Rico, cuando generalizaba que en el resto de América Latina había más explotación campesina que en Cuba. Ése no era el caso de nuestro país. La proletarización del campesino boricua en las primeras cuatro décadas del siglo XX fue demoledora. La idea de una guerrilla campesina en nuestra isla en el momento actual es, pues, difícil de visualizar. Mas hay un caso en que el gran latifundio continuó jugando un papel importante y condicionando directamente la dinámica de las luchas populares después de 1940: Vieques y el control monopolista de las tierras por la Marina estadounidense. Aunque yo no lo llamaría un latifundio propiamente, el acaparamiento de la casi totalidad de las tierras de la Isla Nena por la Marina estadounidense era -y sigue siendo- un componente de los reclamos de la población viequense, como lo indicado repetidamente Ismael Guadalupe, uno de los líderes revolucionarios de ese pueblo.
Haciendo pues algunos ajustes, la interrogante anterior podría reformularse de la siguiente manera: ¿Se dio en Vieques una lucha -del tipo que fuera- que hizo progresivamente más clara la necesidad del cambio y de la derrota del ejército por las fuerzas populares? En mi humilde opinión, sí; eso fue precisamente lo que ocurrió en Vieques, aunque a una escala mucho menor que la inmensa mayoría de las batallas gloriosas que libró el Che. Esa experiencia de derrotar humillantemente a la Marina estadounidense a través de la organización y movilización popular confirma que los puertorriqueños no somos un pueblo al margen de las leyes generales del cambio social y de la lucha revolucionaria en contra del imperialismo. En lugar de refutar al Che, la victoria de Vieques reafirma, con sus matices, la aplicación general de sus teorías a los pueblos de la América, incluyendo a Puerto Rico.
Digo con sus matices, porque si bien en Vieques no hubo una guerrilla campesina armada, el proceso no se redujo exclusivamente a la llamada desobediencia civil pacífica. Allí había, al menos desde 1979 –junto a la lucha legal abierta-, una tradición de acciones populares clandestinas que perseguían desestabilizar y hostigar las operaciones del aparato militar estadounidense en su funcionamiento diario. A partir de 1999 esto se convierte en algo muchísimo más organizado, en operaciones cuidadosa y secretamente preparadas para la interrupción de las actividades de los militares y en incursiones que contemplaban la destrucción selectiva de propiedad federal. La Marina estadounidense se fue de Vieques -en medida considerable- porque no pudo controlar las incursiones clandestinamente organizadas que interrumpían sus acciones normales y le costaban millones de dólares, particularmente el corte de verjas. En esas operaciones tuvo un lugar prominente la población de Vieques entrenada militarmente por Estados Unidos en sus ilegales guerras de invasión de otros pueblos. Algún día se escribirá toda la historia de esta desobediencia anónima en la que participaron decenas y decenas de compañeros y compañeras de Vieques, de la Isla Grande y Estados Unidos. Las verjas, contrario a los cocos, no se caen automáticamente de la noche a la mañana. No hay mañana sin maña.
Lo anterior no es poca cosa. Algunas de las batallas principales en Vieques ocurrieron simultáneamente con la invasión de Afganistán, cuando Estados Unidos reclamaba que el uso del territorio de Puerto Rico para prácticas militares era esencial para su defensa nacional. La gente no se creyó el cuento. Por otro lado –y esto es clave- hay que recordar que el verdadero poder político en Vieques por muchos años fue abiertamente la Marina estadounidense y no el gobierno colonial. Cualquier acción de rebeldía popular en contra de los militares planteaba inmediatamente la cuestión del poder político, en el contexto de una población cuya vida diaria estaba a merced de las arbitrariedades de los oficiales y soldados. Por eso, las múltiples escaramuzas y enfrentamientos físicos –a pedradas casi siempre- con los milicos asumían enseguida una tónica, un fuerte matiz, de insurrección de pueblo. El que los viequenses supieran utilizar inteligentemente otras formas de lucha, incluyendo las institucionales, no le quita peso a las acciones de tipo clandestino y de corte casi guerrillero, organizadas secreta y cuidadosamente. ¿Qué es una guerrilla sino un movimiento que utiliza el secreto para darle golpes efectivos al aparato militar opresor?
Parte del problema en el análisis de esta importante experiencia en las luchas revolucionarias nuestras, tiene que ver con que, salvo Filiberto Ojeda, nadie ha tratado de ofrecer por escrito una visión sistemática y científica del uso moderno de las acciones clandestinas en las luchas populares en Puerto Rico. Al hablar de éstas, se piensa a menudo con los conceptos y estereotipos que promueven los aparatos represivos. Me atrevo a decir que, contrario a la percepción prevaleciente, el grueso de los operativos de la llamada lucha clandestina en Puerto Rico ha estado dirigido a desestabilizar las operaciones normales del dominio imperialista y no a la destrucción de vidas humanas. Además, tanto la lucha en Vieques, como la reacción popular ante el asesinato de Filiberto Ojeda, apuntan a que el pueblo de esta isla acepta el uso de operaciones clandestinas en contextos claramente definidos sobre todo si están diseñadas para lograr la reivindicación –Lenin diría “captura revolucionaria”- de un derecho nacional o popular patentemente aplastado. Un buen ejemplo de esto es la destrucción por Los Macheteros de la toma de agua que abusiva e ilegalmente mantenía la Marina de Estados Unidos en el Río Blanco de Naguabo. Salvo los sectores anexionistas más recalcitrantes, en los que hay que incluir a los autonomistas de derecha, nadie condenó a nivel de pueblo esta acción de ese grupo. En cuanto a este particular, Filiberto Ojeda nos dejó sus reflexiones en el escrito Los Macheteros y la lucha revolucionaria en Puerto Rico y nadie mejor que él para exponer el asunto. Lo que me preocupa a mí es que, en esta época de abierta represión bajo el Acta Patriótica, caigamos en el error de considerar como armada todo tipo de operación clandestina por el pueblo y sus organizaciones de lucha.
El Che señaló en más de una ocasión que los revolucionarios no pueden prever de antemano todas las variantes tácticas que pueden presentarse en el curso de la lucha por su programa liberador. Nadie puede pronosticar tampoco cuándo Puerto Rico vivirá una crisis de una magnitud similar a la de Vieques. Pero lo que sí es innegable es que -dada la política burdamente arrogante e imperialista de Estados Unidos, junto a la crisis de gobernabilidad que vive la isla- situaciones de lucha como la de 1999 a 2003 no son sólo posibles sino probables. La experiencia revolucionaria de Vieques nos indica que el pueblo de Puerto Rico no sólo desconfía de los intentos reformistas de solucionar el problema nacional, sea vía la estadidad o el autonomismo reformado, sino que en momentos cruciales se comporta objetiva y subjetivamente como cualquier otro pueblo oprimido: toma revolucionariamente los derechos nacionales y humanos que le corresponden. La lógica que el Che expusiera magistralmente acerca de los “factores comunes a todos los pueblos de América y que expresan la necesidad interior de nuestras revoluciones”, aplica también con sus matices a Puerto Rico. Somos al final del camino hijos de América, y lo que se hereda no se quita.
La quinta razón para afirmar la importancia revolucionaria excepcional de la lucha por la independencia inmediata, es la conexión histórica entre el nacionalismo revolucionario y la crítica radical de la ideología autonomista. El autonomismo puertorriqueño -especialmente en su versión conservadora del alto liderato del Partido Popular- actuó a lo largo de todo el siglo XX, y lo que va del XXI, como una máquina desmovilizadora de las luchas populares. Vieques es el mejor ejemplo. El papel del autonomismo conservador fue el de desalentar las formas más enérgicas de lucha de la población de Vieques, incluyendo el corte de verjas y la paralización de las maniobras. Esto no niega el que existan dentro del autonomismo de nuestro país sectores progresistas con los cuales podemos trabajar en campañas concretas (negarlo sería irse al otro extremo), pero reafirma que el independentismo revolucionario tiene que hacerlo desde lo que el compañero Carlos Rivera Lugo llama una capacidad de decisión propia, manteniendo celosamente su integridad ideológica [Ver: Rivera Lugo, Carlos: La propuesta de Filiberto Ojeda Ríos. Claridad 2005]. Históricamente ha sido el nacionalismo revolucionario el que ha dado la crítica más penetrante de la ideología burguesa autonomista en Puerto Rico, y ese legado hay que preservarlo, no aguarlo gratuitamente. Un programa antiimperialista y anticolonial que no incorpore esa tradición nacionalista revolucionaria, está condenado al fracaso.
Finalmente, como sexta razón hay que recalcar la relación histórica entre las luchas revolucionarias en Puerto Rico y la cultura antiimperialista en el resto de América Latina. Es muy poco lo que se puede añadir a lo señalado por Filiberto Ojeda en el ensayo Puerto Rico, las Antillas, nuestra América toda. Lo único que quisiera mencionar, para finalizar, es la importancia de tener presente que, como tantas veces dijera Lenin, “el internacionalismo consiste, ante todo, de hechos, no de frases, no de expresiones de solidaridad o meras resoluciones”. La participación directa en las luchas de nuestra América, a todos los niveles, es una obligación fundamental de toda persona que aspire a la independencia plena y al socialismo en Puerto Rico. Filiberto Ojeda Ríos así lo hizo.