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General: Transsición a la cubana
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De: RudolfRocker1  (Mensaje original) Enviado: 23/01/2006 18:40
   
Transición a la cubana
por Canek Sanchez Guevara
(Enero 2006, para Cuba Nuestra)

Fidel Castro tiene un enemigo en sí mismo, más poderoso que el mercado y el capital, más eficaz que cualquier disidencia y tan inevitable como la vida misma. No morirá porque así lo deseen sus furibundos enemigos, ni por anuncio de babalao alguno, mucho menos por envenenamiento o bala; será la muerte quien acabe con él, cerrando, simplemente, su ciclo vital. Morirá porque todos hemos de morir; morirá en cama, arropado por el Aparato, mimado por los órganos de propaganda. Claro que sería muy inteligente, tanto en términos prácticos —inmediatos— como en aquellos históricos que tanto obsesionan al Comandante, que iniciara él mismo las necesarias reformas políticas, económicas y culturales que Cuba requiere hoy día.
El empobrecimiento generalizado de la sociedad cubana no es una alucinación de disidentes, es una realidad palpable para cualquiera con un poco de sensibilidad social. En los últimos años la isla intenta convertirse de nuevo en un bello aparador turístico, acentuando aún más las profundas disparidades de la sociedad sin clases. El Estado explota descaradamente a los trabajadores; en los pasados treinta años la moneda (el poder adquisitivo) se ha devaluado por lo menos un trescientos por ciento y los salarios han aumentado tan poco que no pueden hacer frente al encarecimiento de la vida cotidiana. El otrora impresionante sistema de educación pública es ya un daguerrotipo de sí mismo, una imagen borrosa que no esconde su decadencia. Los hospitales se derrumban de tanta inoperancia (y recurren para su supervivencia al turismo médico), los órganos del Poder Popular operan en vertical y los sindicatos obreros están de parte del patrón. El cáncer del burocratismo devora toda institución, la censura sigue siendo implacable y con ello se cancela la discusión y la intervención de los ciudadanos en los asuntos públicos. La perspectiva de superar a las democracias occidentales ejerciendo un poder verdaderamente popular, que mandara desde abajo, se canceló por obra y gracia del arbitrarismo absolutista de una pequeña oligarquía política —un monopolio en el poder. La disidencia de izquierda es tan proscrita como la de derecha, y el socialismo se anula al anular la discusión: las verdades eternas se imponen sin derecho a réplica.
Sin embargo, el capitalismo existe plenamente en Cuba y lo ejerce el Estado revolucionario a pesar de los discursos en sentido opuesto, conviviendo el mercado estatal, el dolarizado y el de estraperlo regidos todos por el capital, y no por otra cosa. Todas las desigualdades del capitalismo conviven en Cuba, pero muy pocos de sus beneficios llegan al ciudadano de a pie. La cantidad de fuerzas productivas y creativas ancladas en el desempleo es apabullante; la prostitución, que Fidel siempre relacionó con la república mediatizada, contonea la cadera por las calles de las urbes cubanas. La libreta de abastecimiento adelgaza, la policía engorda y la corrupción muestra los dientes a plena luz del día. El fidelismo morirá con Fidel; es inevitable porque nadie más es Fidel; pero la corrupción quedará ahí, así como las desigualdades y la miseria. La criminalidad también. Y las muchas fracturas sociales.
Pero la sociedad no se ahoga con ello ni pierde su dynamis. Como cualquier otra, la cubana es una sociedad en constante movimiento, con diferencias profundas entre los diversos sectores que la componen, con corrientes ideológicas, políticas y culturales que la recorren de lado a lado, a veces, incluso, enfrentadas entre sí. Sólo un Estado monolítico puede imaginar —erróneamente— que la sociedad también lo es. Todos sabemos eso. La pregunta hoy es qué pasará mañana. ¿Qué ocurrirá en Cuba cuando Fidel muera? Nos lo preguntamos todos, cubanos o no. Ninguna de las posibles respuestas está a su vez libre de nuevas interrogantes; y aunque se elaboran muchas conjeturas la realidad no siempre sigue los dictados de las ideas (casi nunca en verdad). Ya en el discurso oficial comienza a contemplarse la inevitabilidad de la ausencia del Comandante y surgen preguntas en torno al futuro del país (es evidente que todo tiene un ciclo, el suyo propio y ni uno más). El gobierno de los Estados Unidos, en contraparte, tampoco se enajena del problema y plantea ya la necesidad de una transición en la que “no participen los elementos de la jerarquía fidelista”. Pero, ¿es posible esto último? Precisamente transición indica el paso de un estadio a otro, de una forma de ser o estar a otra distinta. Implica que la construcción de la Cuba del mañana tiene que partir, indefectiblemente, de la Cuba de hoy, y eso, nos guste o no, incluye a su sistema político-económico, militar-cultural. El gobierno bushista gusta de la imposición de la democracia, cosa tan carente de sentido como la imposición de la sociedad sin clases. Precisamente, el fracaso del socialismo consistió en que fue impuesto y no se trató de algo emergido de la sociedad misma; con la democracia puede ocurrir otro tanto. Los apologistas de la democracia absoluta —a rajatabla y sin cortapisas— parecen olvidar que la democratización política de la Isla no resolverá por sí sola los graves conflictos sociales que la subyugan. Para muchos exiliados en países del primer mundo (trátese de los propios Estados Unidos, o de alguna nación europea) la democracia aparece como solución total e inmediata; pero para quienes vivimos en Latinoamérica tal cosa no resulta clara, pues conocemos bien las limitaciones del capitalismo y el “libre mercado” tercermundista —siempre sujeto a intereses extrasociales y, no pocas veces, extranacionales. ¿Lleva esto a un pronunciamiento antidemocrático? De ninguna manera; tan sólo indica que la democracia cubana debe surgir de lo que hay: en otras palabras, que si no nace de las entrañas mismas del Sistema resultará ficticia y por tanto una imposición profundamente antidemocrática.
La era Bush marca una suerte de retorno a las condiciones (y por ello a las discusiones) de la Guerra Fría, y esto incide tanto en la derecha como en aquellos sectores de la izquierda que insisten en creer que en Cuba se desarrolla el socialismo. La oposición al imperialismo avala —y alaba— a la dictadura fidelista; por otro lado, el rechazo al “socialismo” lleva a muchos a asumir posturas derechistas —algunas, incluso, francamente anexionistas. Estos extremismos políticos no sólo son tremendistas, son además, tremendamente reduccionistas. Para empezar, en Cuba impera una suerte de capitalismo de Estado bastante subdesarrollado. Claro que hay propiedad privada, tanto por parte de las empresas capitalistas extranjeras que operan en la Isla con consenso del Estado, como por parte del propio Estado, que siempre ha asumido el control total de la producción, de los mercados laborales y del mercado, propiamente dicho.
La llamada abolición de la propiedad privada sólo devino instauración del control estatal sobre los medios de producción, algo muy lejano al concepto de propiedad social y colectiva. En la sociedad el Estado no es concebido como parte de sí misma, sino como un ente extraño que enajena su fuerza laboral y su producción, de ahí el robo constante al que la sociedad cubana somete a las propiedades estatales. El marxista Heinz Dieterich ha escrito sólidamente al respecto en su artículo Cuba: tres premisas para salvar la Revolución, análisis del discurso de Felipe Pérez Roque del pasado 23 de diciembre, que tanto revuelo ha armado a nivel nacional e internacional (aunque Dietrich habla de salvar algo que en rigor ya está muerto —el proceso revolucionario en sí— debemos entender con ello que en realidad se refiere a lo más puro del socialismo, implícitamente opuesto al fidelismo).
Sin embargo, la discusión entre la permanencia del sistema de partido único o la implantación del pluripartidismo es falaz en tanto no exista un verdadero proceso de democratización en ese único partido realmente existente, pero sobre todo, en tanto no exista un verdadero proceso de discusión política en la superestructura que llamamos Estado (en sus medios de comunicación, en sus sindicatos, en sus organizaciones de masas, en sus cuerpos armados y por supuesto, en su sistema educativo). La democracia —como el socialismo— es un ejercicio social, no la imposición vertical de una serie de códigos políticos, y esa es precisamente la discusión actual en las democracias occidentales.
La existencia de partidos políticos no garantiza realmente el ejercicio social democrático y se ve a la partidocracia como cáncer social en la medida en que dichos partidos (todos) actúan de forma clientelar, siempre en busca de una masa de votantes que garanticen su continuidad en el poder. El término partido alude a una parte de la sociedad y no al conjunto de ésta. Es el Poder en sí lo que busca todo partido y, en la medida de lo posible, que éste no sea un poder compartido. Tal aserto es válido lo mismo para el Partido Comunista de Cuba que para el Partido Republicano de los Estados Unidos —por mencionar dos opuestos absolutos.
En el fondo, la confianza en el pluripartidismo es tan ingenua como la confianza en el sistema de partido único pues ambos responden a intereses “anónimos” —el Estado, la Empresa, el Mercado, el Poder—; es decir, a abstracciones de lo que en realidad es la sociedad en tanto todo. La partidocracia se define como el poder de los partidos políticos (y por ende, de los políticos “profesionales”) sobre las decisiones comunes a todos los individuos, basados en intereses político-empresariales —los vínculos que los políticos establecen con los sectores económicos más poderosos, dispuestos a financiar sus campañas a cambio de beneficios otorgados desde el Estado: contratos de construcción, exenciones de impuestos, implantación de leyes laborales a favor del sector patronal—. En este sentido, la lucha por la ciudadanización del Estado resulta fundamental en las sociedades contemporáneas y la cubana no puede enajenarse de tal proceso —por el contrario, en Cuba tales cuestionamientos resultan aún más oportunos que en cualquier otro país del orbe.
Que no puede haber socialismo sin democracia debería ser a estas alturas una cuestión de sentido común. No son los servicios sociales del Estado los que caracterizan a una sociedad como socialista (de ser así, habría que considerar que toda nación que tenga servicios de salud o educación pública masificados debería llamarse socialista, y no lo son, pues dichas garantías sociales forman parte ya de todo Estado moderno). El socialismo tampoco puede ser definido como un Estado férreo que controle toda la actividad económica, política, social y —en la medida de lo posible— cultural. Tampoco lo define la existencia de un partido comunista en el poder absoluto. No es socialismo lo que hay en Cuba, es fidelismo, nada más; capitalismo de Estado en el peor de los casos.
Entonces, ¿cómo salvar algo de los ideales sociales de la “revolución”? Desmantelando aquello que impide la continuidad del socialismo y reforzando aquéllo otro que garantiza su fortalecimiento. Es decir, descentralizando el poder, garantizando la participación plena de los ciudadanos en la discusión de los asuntos públicos y en la toma de decisiones en torno al bien común, liberalizando y estimulando la libre producción y por tanto el libre intercambio de mercancías, bienes y servicios a pequeña escala (negocios familiares, pequeña y mediana empresa y demás) como condición única capaz de contener o limitar el control económico por parte de las compañías trasnacionales —elaborar un sistema fiscal progresivo, garantizando que quienes menos ganen menos impuestos paguen, y a la vez, otorgando exenciones fiscales a las sociedades cooperativas de cualquier índole (siempre voluntarias) con el fin de promoverlas y fortalecerlas—, liberar los sindicatos obreros del control del Estado, horizontalizar los órganos del Poder Popular permitiendo así una participación efectiva desde lo microsocial hasta lo nacional, despenalizar la disidencia y liberar a la prensa de la censura estatal, despolitizar a la policía, el ejército y a todo el sistema judicial, reconstruir el sistema penal y, por supuesto, reordenar los ministerios e instituciones del Estado poniendo en los puestos claves a especialistas en la materia y no a cuadros del Partido, fieles al sistema pero inútiles en lo productivo. Nada de esto atenta contra los ideales socialistas y por el contrario los refuerza, dotando a la ciudadanía de herramientas de contención contra el asalto del capital.
Pérez Roque se equivoca cuando plantea la inexistencia de una burguesía “nacional”; claro que existe, está conformada precisamente por la cúpula en el poder a la que el mismo Pérez Roque pertenece y defiende. Ésa es nuestra burguesía autóctona, la que impide (ha impedido e impedirá) el desarrollo de un socialismo verdaderamente democrático, popular, social. Son ellos quienes se preguntan qué habrán de hacer mañana para subsistir en el Poder, pues sus intereses no son los del pueblo cubano, sino los de su propia clase social, política y económica; y para ello (para ellos) la única posibilidad de supervivencia en el proceso de transición radica en que los sectores más progresistas de dicha cúpula inicien ya el proceso de democratización del régimen mismo, garantizando a su vez la democratización de la sociedad desde sus cimientos. Pero no sólo eso, la única posibilidad de generar una transición sin traumas excesivos, sin desgastes innecesarios, sin violencia y sobre todo, sin la intervención de intereses ajenos a los cubanos radica ahí, en que dicho proceso nazca de las entrañas mismas del sistema y la sociedad cubanas. El Partido Comunista no representa a la sociedad cubana por cuanto se trata de un partido monolítico y cerrado (plagado también de corrupción y nepotismo, doblemoral e inmoralidad) y la sociedad —les disguste o no— ya no lo es en su totalidad.
No son incomunes las preguntas en torno a si la transición cubana se parecerá a la soviética, a la española, a la chilena; pero lo cierto es que la transición cubana sólo podrá parecerse a la transición cubana. Es decir, si las transiciones antes mencionadas fueron diferentes entre sí es porque diferentes fueron sus orígenes y finalidades; otro tanto ocurre en Cuba, que no se parece ni a la España de Franco, ni al Chile de Pinochet ni a la URSS de Gorbachov, sino única y exclusivamente a la Cuba de Fidel. La pregunta aquí es cómo transitar del “socialismo” de Estado a un socialismo plenamente democrático, que no eluda ya (ni siquiera en términos discursivos) la participación del capital en el proceso de enriquecimiento de la sociedad, que parta del principio de que el bien social debe nutrirse del bienestar individual, y viceversa —garantizando por tanto ambos—; que acepte la diversidad como eje de la vida en común, que estimule la productividad y el consumo, aunque no el consumismo, y sobre todo, que se desarrolle desde la sociedad misma y no desde una cúpula arbitraria que se niega a reconocer la discusión incluso en su propio seno. Lo cierto es que no hay modo posible de contener al capitalismo fuera de la patria “socialista”, y eso es algo que el propio régimen ha acabado por aceptar (la inversión extranjera, desde el turismo hasta la industria energética así lo indican), por lo que la cuestión aquí es explotar el capitalismo y no ser explotado por éste. ¿Que se trata de una utopía? Pues en verdad, no veo cuál es el problema para aceptarla en un país forjado, precisamente, a golpe de utopías.


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