El hombre, desde que llegó a Miami hace casi 40 años, no deja una noche de soñar con Cuba. La idea que más le ha perseguido, en todo este tiempo, ha sido la de volver a caminar La Habana. Esa Habana que abandonó como mujer perjura. Esa en la que cada mañana, en las esquinas, los olores a comida y a basura fornican con el hollín de los carros y el de la perniciosa cortina de humo de la refinería del puerto.
A partir de hoy no tendrá que ir más al trabajo. Su nuevo estatus de hombre solo y jubilado le hizo tomar la única decisión posible. Traumática, pero solución al fin contra la soledad y la artritis que se trajo de Cuba.
Lo único que le alienta es que no tendrá que sufrir más la mordida en su paciencia de esa serpiente llamada Spressway; la carretera rápida que sirve de aliviadero al tráfico de la Cuba de cartón levantada, por la política norteamericana, a 90 millas de la verdadera.
Su corazón no deshizo las maletas el día en que llegó. Se negó a ser pasto de la rutina diaria y del último dentífrico. Dijo que quedaría en estado de reserva hasta tanto pudiera volver a respirar por las guayabas del campo cienfueguero que le vieron nacer casi con los rasponazos en las rodillas, balanceándose en las ramas de una mata de ciruela, bañando con su primera eyaculación la ceiba sagrada de los ancestros.
Pero cada día pone un nuevo grillete a su alma. Le recuerda que el «exilio» es ese sabor indefinible a tierra en la boca que provoca el vómito de la desesperanza. Está cansado ya de tanta historia falsa de los nuevos Pánfilos de Narváez de la política del condado que prometen y no cumplen una Cuba nueva; garrapatas que desangran al ingenuo con pomposos discursos y promesas del retorno al paraíso perdido, mientras sus cuentas engordan como marranos en los bancos financieros.
Se ha convertido en un animal sin hábitat. Se niega a ser uno de esos vejetes que, tarde por tarde, se toman el cafecillo corto en el Versailles de Miami, ese restaurante con olor a Revolución Francesa y guillotina que ha hecho a sus dueños millonarios no solo por el sabor de su comida cubana, sino por servir de catapulta a las más enconadas opiniones de cómo destruir Cuba y, sobre sus ruinas, construir un «perfecto orden de democracia» sin comunismo. Una Cuba reciclada en sus raíces de república lacaya que les devuelva el color de las paradas por el 20 de Mayo.
Tampoco leerá más El Herald, dice. Harto está ya de que todos los días aparezca un nuevo milagrero con sus tramposos remedios políticos; los que escriben y discuten una transición pacífica en Cuba; los que haciendo uso de su «caridad cristiana» piden de rodillas tres días de «bendita gracia» para sanear la patria mediante la violencia al estilo propio de un Ku Klux Klan caribeño; los que trazan estrategias para desbaratar el gobierno de Cuba con el ahora famoso Plan Bush; los que regresarán de terratenientes a cumplir el desalojo masivo prometido; los que comienzan ya a disputarse quién de ellos será el escogido, el profeta salvador del exilio que guíe al pueblo en diáspora al paraíso perdido.
No necesitará más el teléfono. ¿A quién llamará si todos estarán ocupados con lo suyo y nadie querrá perder el tiempo con un viejo chocho, fusilado por la edad, que extravió la llave del sueño americano? «No clasifica», dirán muchos de manera lacónica, como la frase que le persiguió toda la vida cada vez que iba a solicitar empleo.
Tampoco le estimula la tele y toda esa fauna de shows locales donde ciertos «artistas» llegados de Cuba rumian su nostalgia por el aplauso criollo y, en una especie de gheto consolador, se derriten como durofríos a la espera del anhelado crossovers que les abra las puertas de acero del gran público norteamericano.
El tipo es casi un muerto indocumentado. La señora del home, esa especie de almacenes del desamparo para viejos, le da la bienvenida a «casa» con la clásica sonrisa de los comerciales de Colgate. Mira a su alrededor y ve solo a nostálgicos ancianos, como él, que pensaron que el paseo a Miami era breve y viven ahora colgados, como murciélagos, a la levedad del recuerdo y la memoria de la tierra que les dio nombre, con las ilusiones perdidas.
Camina silencioso a su cuarto. Junto a una mesita, con la imagen de una Virgencita de la Caridad incrustada en la antigua madera, deposita su maleta. La misma que tuvo preparada tantas veces para el regreso. Un radiecillo da la noticia del día: Joven gana el Premio de Honor de la Sociedad de Arquitectos de Boston, el reconocimiento más importante en Estados Unidos a proyectos no realizados, por su maqueta de cómo será reconstruida La Habana luego que caiga el gobierno comunista. Comentan la hazaña; con solo la visita de una semana a Cuba logró atrapar el espíritu de la ciudad prometida por los nuevos anexionistas; la que desconocerá la amorosa impaciencia de su Historiador insomne; la que traerá otra vez el Wall Street a nuestra calle Obispo; la que permitirá a los nuevos senadores exhibir por el malecón sus limosinas perfectamente abrillantadas y sus choferes de uniforme; la que transgredirá la apacible calma del Capitolio para devolverle a los nuevos capos de la política de turno la estrategia de acordar cómo robarse, una vez más, el diamante sin que el pueblo se dé cuenta.
Se tira en la cama y cierra los ojos. Tendré que acostumbrarme al nuevo colchón, piensa. Cambia el dial. «Es tu Radio Amor 107.5 FM
—dice un joven locutor— para que te vayas de viaje con nosotros». Y una familiar voz de los ’70 le recuerda: «Yo no sé, qué será sin ti mi vida/ vacía/ un invierno/ más largo y más gris…».
Se pone, entonces, a imaginar los nuevos edificios «inteligentes» que invadirán La Rampa. Los Ford Galaxy enterrando a los diluvianos «almendrones» americanos del ’40; los marines yanquis en el puerto; el desfile de la nueva high life hacia los clubes privados de Miramar… Los niños sin escuelas limpiando parabrisas en el Malecón ante el sonrojo de los semáforos… El hombre se siente una lata de frijoles vacía. Cuba, sin prisa, se prepara para un cumpleaños este 13 de agosto.