El último cadáver "apareció" hace dos semanas. Sí, apareció. Porque en Nueva Orleans los cadáveres "aparecen". Alguien buscaba a su madre y no pudo encontrarla en un año. Y al remover los dolorosos escombros de una casa en la que la víctima se refugió como último escondite contra el agua, apareció un cuerpo, su cuerpo. O lo que queda de él. Esa mujer muerta hace el frío número 1.464. Mil cuatrocientas sesenta y cuatro personas es el balance total de muerte que el Katrina dejó en Luisiana. Por ahora.
Nueva Orleans, un año después. Con cerca de 1.500 almas menos. Sin unos diques, una vez más, a la altura de las circunstancias para enfrentar la temporada de huracanes, que está en su máximo apogeo. Con sólo 200.000 de sus 460.000 habitantes retornados. Con casi tres cuartas partes de los hogares sufriendo las consecuencias de haber sido inundados por, cuando menos, un metro de agua. Sin electricidad y agua corriente todavía en algunas partes de la ciudad. Hace un año, una ciudad estadounidense se ahogaba. Pasado un año, Nueva Orleans intenta respirar en medio de algo parecido a una reconstrucción: chapucera, lenta y sin planificación.
El 29 de agosto de 2005, el violento Katrina tocaba tierra. El agua que traía ganó el pulso a los diques que contenían al lago Pontchartrain. A medida que subían las aguas, el miedo de los habitantes que se jugaron el todo por el todo y decidieron resistir en sus hogares alcanzó límites de terror cuando se llevaron a la boca, esperando estar equivocados, los dedos mojados de agua: era agua salada.
"No era agua de lluvia, no era dulce, no venía del cielo", dijo Ernestine Prendergast. Su peor pesadilla se hacía realidad. "Cedieron los diques", relató entonces. "Tuve la certeza de que moriríamos muchos". Prendergast no murió ahogada. Fue rescatada de un tejado. Pero la cuna del jazz quedó anegada. Los pronósticos más desesperados aconsejaban no reconstruir, "volverá a ocurrir", decían. Para bien o para mal, en cinco o diez años desde ahora, Nueva Orleans volverá a latir, dicen los expertos. Atrás quedarán los blues. Se recuperarán los buenos momentos. Y seguirán los mismos problemas.
El crimen. Desgraciadamente, marca registrada de la ciudad. Con el dudoso honor de haber llegado a ser uno de los más altos de la nación. No es el mismo que antes del Katrina. Es peor. Los crímenes del mes de julio superan ya a los de julio del año pasado, y con sólo la mitad de población. En las últimas semanas, se han desplegado 300 miembros de la Guardia Nacional para garantizar el orden tras varias ejecuciones que llevan el sello de bandas de gángsteres. Resulta difícil mantener el optimismo sobre una ciudad que necesita ser patrullada por vehículos Humvee para imponer la ley.
El huracán barrió la ciudad en cuestión de horas. Pero sus habitantes vivirán con su legado durante décadas. Hay en cada rincón una marca de la desolación. Nueva Orleans luce un inquietante vacío. Todavía se siente el olor del Katrina. Una peste dulzona, gases fétidos, agua emponzoñada... Olores que surgen de los residuos cuando se hurga en las tripas de una casa desvencijada. En el barrio Nueve, pobre hasta vaciar de sentido la palabra, no hay rastro de vida humana. Las ratas sí abundan. Se mire donde se mire hay desolación. Se pise donde se pise hay destrucción. Hasta donde alcanza la vista sólo se adivina un paisaje arrasado. Imposible imaginar que una vez allí vivió alguien. Imposible también esbozar que alguien vivirá algún día. Pero ahí están los más de 40.000 permisos para reconstruir pedidos al Ayuntamiento. Aunque volverán a levantar sus hogares desde el suelo, a pesar de que ya se inundaron una vez. "Estoy levantando la casa desde llano, desde cemento", dice Tanya Harris, quien vivía en la zona más devastada del barrio Nueve. "Tuve casi cinco metros de agua cubriendo mi casa", explica. "¿Cómo se construye para evitar cinco metros de agua?", se pregunta. Aunque Harris acabara mañana de arreglar su pobre casa no podría mudarse: no hay ni luz ni agua. Es un barrio fantasma. Los cascarones de lo que fueron hogares permanecen despanzurrados, reventados. Sobre algunas puertas todavía se ven las cruces naranjas que informaban de que allí dentro había cadáveres que recoger.
Desde otro lugar del país en el que hay agua y electricidad, el presidente de EE UU, George W. Bush, llegará mañana a la costa del golfo. Tras los atentados del 11 de septiembre, pese a lo dubitativo que se mostró en un principio, Bush supo revertir la situación. Megáfono en mano, escaló los escombros de lo que fueron las Torres Gemelas y, abrazado a un bombero, se dirigió a la nación. Demostró fuerza y determinación tras el mayor atentado terrorista sufrido en suelo estadounidense. La fotografía de hace un año de un presidente Bush que mira por la ventana del Air Force One, a miles de metros de distancia de la mayor tragedia natural de la historia moderna norteamericana, le hizo perder en una semana todo el prestigio ganado tras el 11-S.
Para la Casa Blanca, Bush tiene un mensaje importante que difundir mañana: la aprobación de una partida de más de 110.000 millones de dólares (86.200 millones de euros) destinados al golfo; 12 visitas previas del presidente a la región y 82 de miembros de su Gabinete; la reconstrucción de más de 350 kilómetros de muros y diques... Números. Para el congresista republicano de Carolina del Norte, Patrick T. McHenry, no hay cifra que Bush pueda dar ahora que tumbe sus malos índices. Desde su fallida puesta a punto de la Seguridad Social a la guerra en Irak, muchos son los factores que hacen que caiga su popularidad. Desde la Casa Blanca se hace saber que el presidente acepta la responsabilidad por la chapucera respuesta federal ante la catástrofe. Y se informa de que la Administración ha aprendido de los errores. Para el consejero presidencial Dan Bartlett es difícil saber qué parte de culpa en los malos índices del presidente tiene el impacto de la guerra de Irak u otros problemas, como el Katrina.
"El último año de mi vida ha sido como vivir en el infierno", dice Duff Jones. "Hemos subsistido en condiciones en las que jamás hubiéramos soñado que podríamos vivir. No sabemos qué va a pasar, pero será difícil que Nueva Orleans vuelva a ser la que era". Hace un año, el agua era el enemigo. Hoy, ha sido reemplazada por un adversario más insidioso: la incertidumbre.