El pasado mes de agosto se desalojó un lugar de vergüenza compartida por Saddam Hussein y George W. Bush. La cárcel de Abu Ghraib es el lugar en que los funcionarios de Saddam torturaban (y a veces asesinaban) a muchos de los enemigos de su régimen, tal y como han revelado muchas series de célebres fotografías digitales, cometiendo lo que la prensa estadounidense aún gusta de llamar abusos sobre los presos. Ahora no hay presos de los que abusar y la propia cárcel se devolverá al gobierno iraquí, bien para convertirla en museo, bien para que siga siendo una cárcel para otro régimen cuyo trato a los presos sea realmente horrible. El desalojo fue interpretado claramente como un momento redentorio o, como sugería Nancy A. Youssef en el McClatchy Newspapers, un «mojón» de una enorme estructura. Después de que toda la mala prensa golpeara cada vez más al «prestigio» americano en todo el mundo, Abu Ghraib finalmente se había acabado. Evidentemente, los presos, que estaban en ella generalmente sin cargos y sin acceso a los tribunales iraquíes, no quedaron precisamente en libertad. Antes bien, se redistribuyó a más de 3.000 en otras dos cárceles estadounidenses, Camp Bucca, al sur de Irak, y Camp Cropper, en la enorme base adyacente al Aeropuerto Internacional de Bagdad, una vez destinada a presos de «alto valor» como Saddam Hussein y la cúpula de oficiales de su régimen. El propio Camp Cropper constituye una historia interesante, pero con un problema: mientras que el desalojo de Abu Ghraib fue motivo de noticia en todas partes, la saturación de Camp Cropper no produjo noticia de tipo alguno. Y todavía resulta que Camp Cropper, que empezó como un puñado de tiendas de campaña, se ha convertido en una cárcel «puntera» de 60 millones de dólares. La ampliación del escenario desde 2004 ha acabado recientemente y apenas se ha escrito sobre ello. No tenemos una idea real de en qué consiste o qué parece, a pesar de ser uno de los escasos lugares de Irak que un reportero americano puede visitar seguro, ya que está en una vasta base militar americana construida , como la cárcel, con dólares de los contribuyentes. Si alguien le hubiera prestado la mínima atención —que no sea el Pentágono, la administración Bush o cualquier compañía o compañías que tenían el contrato para construir las instalaciones—, todavía se habría dado por descontado que Camp Cropper no era ningún negocio para los estadounidenses comunes (e incluso para sus representantes en el Congreso). A pesar de que los 60 millones de dólares que hicieron el campamento «puntero» eran sin duda nuestros, nadie ha debatido o discutido en Estados Unidos la ampliación. Tampoco se sometió a seria consideración en el Congreso el aumento del dinero ni que el Congreso o el pueblo americano estén de algún modo implicados en el constante aumento de nuestras bases militares en Irak. Mientras que Irak y la futura política iraquí aparecen constantemente en las noticias, casi todas las actuaciones americanas en los asuntos de ese país —de las cuales Camp Bucca es una— se han llevado a cabo sin consultar a la población estadounidense o, de algún modo serio, al Congreso (o sometiéndolas al control de los tribunales). Camp Bucca es una historia que no puede leerse en ninguna parte, a pesar de que puede ser, en cierto sentido, la historia americana más importante en el derecho iraquí actual. Mientras aquí en casa las discusiones se alargan indefinidamente en torno a la naturaleza de los «calendarios» de la retirada y al recorte de quién y a la huida de qué, y a cuántas tropas tendremos o no en el país en 2007, 2008 o 2009, en el fondo prosigue un proceso que se ha convertido en el hazmerreír del debate en Washington y en todo el país. Mientras que la «reconstrucción» de Irak se ha asemejado cada vez más a su deconstrucción, la construcción de un paisaje de imagen cada vez más americana en ese país ha procedido rápidamente y con razonable eficiencia. En primer lugar tenemos esas enormes bases militares que los oficiales cuidadosamente nunca etiquetan como permanentes. (Durante algún tiempo el Pentágono les dio el atractivo nombre de campos duraderos). Apenas hubo quien se molestara en escribir sobre ellas entre la corriente dominante durante un par de años, mientras se gastaban literalmente miles de millones de dólares en ellas y se formaban con la extensión de ciudades americanas, con líneas de autobuses, instalaciones deportivas, Pizza Hut, metros, Burger King y campos de minigolf. Siguen aumentando continuamente, igual de enormes como hasta ahora. Actualmente parece que en una de ellas tenemos la primera «cárcel americana permanente» de Irak, valorada en 60 millones de dólares. Mientras tanto, la administración Bush está construyendo en el corazón de Bagdad la que es probablemente la mayor y mejor fortificada «embajada» del sistema solar, con sus propios complejos de apartamentos e instalaciones de entretenimiento, destinada a una plantilla de 3.500 personas. Si aquí en casa uno se para a escuchar por un momento las discusiones, o incluso las noticias, sobre Irak y sólo se concentra en la realidad ignorada de los hechos en ese terreno, probablemente juzgará nuestro mundo de manera algo diferente. Al fin y al cabo, esos hechos de fondo —esencialmente políticas puestas en marcha sin ornamentaciones de debate, democracia, cobertura mediática o controles y balances de suerte alguna— es improbable que se alteren o detengan en algún futuro previsible por debates o encuestas de opinión en nuestro país. Todo lo que podría alterarlos son otros hechos de fondo: crecimiento de la insurgencia, muerte de americanos e iraquíes en número cada vez mayor, una región cada vez más sumergida en la confusión y quizás, algún día de éstos, una escalada total en la reacción callejera de los chiítas de Irak a la ocupación de su país por un poder extranjero, intento de ir a ninguna parte que puede producirse en cualquier momento próximo. Un Triángulo de las Bermudas de la injusticia Recientemente, hablando del deseo de la administración Bush de redefinir públicamente y así abrogar las convenciones de Ginebra, el ex secretario de Estado Colin Powell decía: «Sólo si se mira cómo se nos considera en el mundo y el tipo de críticas que hemos recibido por Guantánamo, Abu Ghraib y los traslados ilegales de detenidos, lo creamos o no, la gente se está empezando a cuestionar si estamos cumpliendo nuestras propias normas». No es un comentario infrecuente en el debate actual de Washington y posiblemente refleja sentimientos del país. Los medios de comunicación insisten en las valientes posiciones de los senadores republicanos McCain, Graham y Warner de retrotraernos a esas «elevadas normas». En el proceso desaparecen los detalles de cuánto o qué podemos emplear para interrogar y qué modestas protecciones pueden o no recibir los presos en nuestro sistema carcelario exterior. Pero no importa lo que se decida sobre cualquiera de estas cuestiones, ya que en el mundo real nuestras «elevadas normas» están muy por encima de este punto —siendo éste la creación de un sistema penal mundialmente subcontratado. Por ejemplo, el presidente anunció recientemente que Estados Unidos estaba desalojando otras cárceles —las anteriormente no reconocidas oficialmente «cárceles secretas» de alrededor del globo—, así como a 14 presos de «alto valor» de Al Qaeda. «Actualmente no hay terroristas en el programa de la CIA», dijo, si bien es poco probable que sea realmente el caso. Enfocado de otra forma, sin embargo, el sistema secreto de detención de la CIA parece consistir en instalaciones provisionales, compartidas o prestadas alrededor del mundo y situadas en lugares siempre dispuestos para su uso. No se va a ningún lugar y en el más básico de los sentidos probablemente no puedan cerrarse. Tampoco parece que vayan a lugar alguno los casi 14.000 presos que tenemos en Irak, los 500 (o más) en Afganistán y los cerca de 500 en Guantánamo. Incluso con Abu Ghraib y el sistema de cárceles secretas oficialmente desalojadas, Estados Unidos tiene a cerca de 15.000 presos básicamente incomunicados, la mayoría fuera del control de cualquier sistema de justicia y del alcance de cualquier juez o jurado. En muchos casos, como en el de Bilal Hussein, fotoperiodista iraquí galardonado con un Premio Pulitzer, que estuvo retenido, probablemente en Camp Cropper, sin cargos ni juicio por «sospechoso de colaborar con insurgentes» durante los últimos cinco meses, careciendo incluso de los derechos más elementales, como saber exactamente por qué se le retiene y con qué cargos. Cualquier discusión en Washington puede consistir en qué «instrumentos» o «técnicas de interrogatorio» debe utilizar la CIA o cómo serán juzgados los 14 detenidos de Al Qaeda recientemente trasladados a Guantánamo. Este conjunto de hechos de fondo se suma a nuestro propio Triángulo de las Bermudas de la injusticia global, en que un sinnúmero de seres humanos puede simplemente desaparecer. La «joya de la Corona» de nuestro minigulag es evidentemente Guantánamo. Y, de nuevo, aquí cualquier discusión virulenta puede versar sobre los «métodos» de Guantánamo o sobre qué tipo de comisiones o tribunales pueden finalmente designarse (si se designa alguno) para los vulgares presos de allí. Un hecho de fondo nos apunta hacia la situación real del país. Actualmente la marina estadounidense está acabando un escasamente publicitado módulo de máxima seguridad de 30 millones de dólares en Guantánamo, igual que el de la cárcel americana en la base aérea de Bagram en Afganistán, donde se ha realizado una ampliación. En todos los mundos —también reales— más allá de nuestro alcance todo tiende a la permanencia. Puede haber cualquier discusión, cualquier cuestión puede parecer absorber la atención de Washington o de la nación, cualquiera que se vea en la televisión o se lea en los periódicos. Sigue sin pausa, control ni equilibrio por parte del Congreso o los tribunales, pero muy claramente sostenida por la bandera «por la que se sostiene», la construcción, ampliación, expansión y atrincheramiento en todas partes de un nuevo sistema mundial de encarcelamiento, que no admite parangón con ningún otro que los estadounidenses hubieran imaginado previamente. Contratistas y mercenarios Y no debe imaginarse que sea ello una anomalía sólo aplicable al encarcelamiento en el extranjero. Casi dondequiera que se mire, los hechos de fondo cuentan historias que no se compadecen con lo importante y real, tal y como los americanos nos lo imaginamos. Tomemos, por ejemplo, lo que actualmente se conoce como Comunidad de Inteligencia (IC), un conjunto de al menos 16 agencias, desde la Agencia Central de Inteligencia y la NSA hasta la Agencia Nacional de Inteligencia Geoespacial. Considérese luego el reciente artículo sobre la IC de Greg Miller en Los Angeles Times, intitulado «Spy Agencies Outsourcing to Fill Key Jobs» (‘Agencias de espionaje subcontratan para cubrir empleos clave’). Tal y como indica Miller, el presupuesto total de inteligencia ha subido a cerca de diez mil millones de dólares anuales durante los últimos años, y para ello se ha producido un incremento (o al menos un engrosamiento) de casi todas esas agencias más una completamente nueva, extendiendo la capa de la burocracia de inteligencia encabezada por John Negroponte, nuestro zar de inteligencia, quien dirige la nueva oficina del director de inteligencia nacional (ni siquiera incluida en dicha suma). Miller informa asimismo de otro interesante hecho de fondo: cifras enormes de contratistas privados inundan la IC. «En el Centro Nacional de Contraterrorismo —la agencia creada hace dos años para prevenir ataques como los del 11 de septiembre— más de la mitad de los empleados no son analistas o expertos en terrorismo del gobierno estadounidense. Antes bien, son contratistas externos. En los cuarteles de la CIA en Langley, Virginia, los oficiales superiores dicen que es rutina para los oficiales de carrera vigilar alrededor de la mesa durante las reuniones sobre operaciones secretas, que son cercadas por los denominados placas verdes (empleados externos que llevan unos documentos identificativos de colores especiales)». Miller informa de que en algunos puestos clandestinos de la CIA en el extranjero, como los de Islamabad o Bagdad, los contratistas privados pueden ocupar tanto como tres cuartas partes de los empleados, mientras que el número estimado de contratistas privados de la CIA en casa actualmente excede de 17.500. Concluye que «los oficiales superiores de inteligencia americana dicen que la dependencia de los contratistas es tan profunda que las agencias no podrían funcionar sin ellos. “Si se fueran los contratistas de apoyo, habría que precintar el edificio y cerrarlo”, afirma un ex oficial de la CIA que fue responsable de supervisión de contratos antes de abandonar la agencia este mismo año». Lo mismo podría afirmarse, por supuesto, del ejército, literalmente incapaz de existir sin sus contratistas privados, como KBR de Halliburton, y de proseguir sus guerras sin la proliferación de pistolas alquiladas —mercenarios—, que actualmente son un hecho en cualquier situación semejante. Esta transformación del ejército, primero totalmente de voluntarios, después crecientemente privatizado tanto como externalizado y, actualmente, convertido en una institución cada vez más mercenaria, es otro hecho de fondo, otro bloque en construcción de nuestro futuro. Una realidad construida sobre el miedo Alrededor de todo ese tipo de «hechos» surgen, evidentemente, grupos de interés cada vez más atrincherados y expansivos: compañías para organizar los contratos privados, negociar las subcontratas o encargar contratos y trabajos de construcción, por no hablar del mundo de consultores, especialistas y grupos de presión. Ésta es la realidad que ninguna administración futura ni ningún Congreso autorizado podrá revertir ni borrar en ningún tiempo próximo. No importan los detalles de las discusiones sobre el espionaje de la NSA. Por ejemplo, en lo esencial es un hecho que la Agencia Nacional de Seguridad seguirá creciendo, haciéndose cada vez más accesible de maneras cada vez más ingeniosas y circulando cada vez más extensamente a través de comunicaciones de todo tipo. Esos son los hechos de fondo, mientras en Washington se discute sobre los detalles (a veces importantes) y los medios de comunicación centran en ellos su atención, como si fueran la principal noticia del día. Considérese, por ejemplo, el Departamento de Seguridad Nacional (DHS), otra burocracia extensiva, mal organizada e ineficiente establecida después del 11-S y que probablemente no hará nada más que entrometerse en nuestras vidas. Alrededor de ella ha aflorado una industria de antiterrorismo y seguridad nacional (¡gracias, Osama Bin Laden!) de proporciones asombrosas. «Hace siete años», escribe Paul Harris en The British Guardian, «había nueve compañías con contratos federales de seguridad nacional. En 2003 había 3.512. Actualmente hay 33.890». Piénsese sobre ello. Hay una tarta de terrorismo/seguridad para dividir que desde el año 2000 da como resultado 130.000 millones de dólares en contratos y que actualmente, según el USA Today, es un negocio de un total de 59.000 millones de dólares anuales basado en ese éxito editorial asegurado, el miedo, cuyo único cliente es, por supuesto, el DHS. No es sorprendente que alrededor de esas 33.000 compañías haya aflorado una verdadera red de grupos de presión vinculados a Washington (incluida la empresa de nuestro ex fiscal general, el Group Ashcroft), una plétora de conferencias de seguridad y revistas comerciales; en suma, la panoplia entera de un próspero mundo de negocios. Al menos 90 oficiales han abandonado ya el Departamento de Seguridad Nacional para convertirse en miembros de grupos de presión o consultores en negocios que lo rodean, incluido Tom Ridge, el máximo responsable del departamento. Después de sólo cinco años, el negocio de la seguridad nacional ha eclipsado ya, según USA Today, «a sectores maduros como el cine o la industria musical en beneficios anuales». Esos son los verdaderos factores de fondo y no es probable que ninguna discusión sobre la seguridad nacional en Washington los airee demasiado. Un buscador de industrias, la Investigación de Seguridad Nacional, indica el camino de un posible futuro que los estadounidenses nunca podrán votar. «Una ataque mayor en Estados Unidos, Europa o Japón podría incrementar el mercado mundial en 2015 a 730.000 millones de dólares, más que un incremento doce veces mayor». O considérese el Northcom (Mando Septentrional de Estados Unidos) del Pentágono, actualmente responsable de «los Estados Unidos continentales, Alaska, Canadá, Méjico y las aguas circundantes hasta aproximadamente 500 millas», incluido el Golfo de Méjico y el Estrecho de Florida. Antes del 1 de octubre de 2002 no existía. Menos de cuatro años después no solamente existe y funciona, sino que tiene también múltiples misiones. Se está preparando para el próximo huracán (desde ahora sabemos que la FEMA no puede realizar ya esta tarea), despliega efectivos para combatir incendios en el oeste y se está preparando para la gripe aviaria. Y que no se piense que donde aparece una institución (especialmente cuando cuenta con el sustento presupuestario del Pentágono) no surge también un mundo de realidades de fondo. Tan pronto como ello sucede, el Pentágono redivide sus dominios imperiales mediante la creación de otro Africacom o Mando Estadounidense en África, supuestamente para «el asentamiento de las fuerzas estadounidenses en el continente africano». Una decisión que se presentará como si estuviera basada en el «terrorismo que amenaza la seguridad», pero que lo estará básicamente en los suministros energéticos y el petróleo. Cada nueva estructura como ésta, cada decisión, resultará en nuevos hechos de fondo, nuevos flujos monetarios y nuevos grupos de contratistas privados. Ésas son cada vez más las realidades cruciales de nuestro mundo. Y no es el mundo de una república. No es un mundo donde incluso un cambio de mayorías en una o ambas cámaras del Congreso en noviembre resulte factor determinante. No es un mundo donde la gente ahí fuera esté simplemente «empezando a cuestionarse si estamos siguiendo nuestras propias elevadas normas». No es ciertamente el mundo que a los americanos nos gustaría imaginar, pero es el mundo en que lamentablemente estamos. Es el mundo creado no solamente por una presidencia comandante en jefe, sino también por un gobierno dominado por el Pentágono en jefe y por un estilo de gobierno imperial de una corporación en jefe. Es un mundo que quiere permanecer, lo cual no significa que sea permanente, ni en Irak ni aquí. Pero podría ser útil que empezáramos a retener no sólo la última ráfaga de cualquier cosa que pasa por noticia, sino también los hechos de fondo que cada minuto, cada hora, cada día transforman nuestras vidas y nuestro planeta. Tom Engelhardt, que dirige el Nation Institute’s Tomdispatch.com (“un buen antídoto contra los medios mayoritarios”) es cofundador del America Empire Project, autor de The End of Victory Culture, una historia del triunfalismo americano en los tiempos de la Guerra Fría, The Last Days of Publishing, una novela, y en otoño, Mission Unaccomplished (Nation Books), la primera compilación de entrevistas del Tomdispatch. TomDispatch, octubre 2006 |