Desaparezca la filosofía del despojo y habrá desaparecido la filosofía de la guerra.
Fidel Castro
El tercer capítulo de la serie «Cuba: caminos de revolución» consta del documental Los 4 años que estremecieron al mundo más tres extras del abundante archivo del ICAIC y todos ellos se ocupan de los terribles pormenores que hubo de soportar la recién nacida Revolución cubana entre 1959 y 1962.
Los 4 años que estremecieron al mundo, dirigido por Daniel Díaz Torres, no solamente narra los hechos con material de archivo, sino que tiene el aliciente añadido de dar un salto temporal cuando ya está todo a punto de terminar para ofrecernos la visión retrospectiva de los principales protagonistas. Las imágenes iniciales del film le recuerdan al espectador que en La Habana solía haber un monumento con un águila estadounidense, cínicamente erigido en honor a las víctimas del Maine, asesinadas por su propio gobierno. Dicho monumento fue derribado por un ciclón en 1956 y reconstruido antes de que los revolucionarios entrasen triunfantes en la capital. Tras esto, la voz narradora pasa entonces a contar que, ya desde los primeros días del nuevo gobierno, la prensa de los Estados Unidos empezó su campaña contra Cuba. Vemos luego los juicios revolucionarios a los torturadores del batistato, en los que la justicia prevaleció sobre la venganza, pues sólo se condenó a la pena capital a aquellos culpables de crímenes probados y la mayor parte de los acusados fueron puestos en libertad. Las primeras medidas del gobierno tuvieron que ver con el abaratamiento de la vivienda y las medicinas, así como con el inicio de la reforma agraria, que repartió la tierra entre los campesinos tras haber indemnizado a los antiguos propietarios. Ya entonces el presidente Eisenhower puso mala cara y pocos meses después, en abril de 1959, no recibió a Fidel Castro cuando éste viajó a los Estados Unidos en visita amistosa.
Pronto empezaron las agresiones directas. Es de señalar que un documento del Departamento de Estado estadounidense –clasificado de TOP SECRET con fecha del 1 de julio de 1959–, ya decía textualmente que «El gobierno de Castro no es del tipo que merezca salvarse». La cosa empezaba mal. En octubre de aquel año, un B25 proveniente de los Estados Unidos bombardeó La Habana causando 47 muertos. Al mismo tiempo, los cañaverales eran incendiados en actos de sabotaje y las presiones económicas iban en aumento, por lo que Cuba se vio en la obligación de buscar mercados ajenos a los Estados Unidos –su mercado «natural», dada la proximidad geográfica– y firmó un acuerdo comercial con la URSS. El nuevo paso del imperio ante dicha respuesta fue tratar de asfixiar la isla desde el punto de vista energético, para lo cual las compañías Shell, Texaco y Esso se negaron a refinar el crudo cubano adquirido en la Unión Soviética. Esto, a su vez, condujo a la radicalización del gobierno revolucionario, que nacionalizó las sucursales de dichas multinacionales en la isla.
1960, el «Año de la reforma agraria», se inició en aquel ambiente de escalada y en marzo tuvo lugar en el puerto de La Habana un enorme atentado con explosivos que causó 101 muertos y más de 200 heridos. En el sepelio de aquellas víctimas nació el célebre lema de la revolución: «Patria o muerte». Luego, siguieron múltiples actos terroristas en centros de trabajo, tiendas, lugares públicos, escuelas, etc., todo ello como parte del programa de acción encubierta contra el régimen de Castro, emanado desde el Consejo Nacional de Seguridad de los Estados Unidos. En agosto, el gobierno cubano nacionalizó todas las compañías estadounidenses de la isla, pero los Estados Unidos no aceptaron la indemnización. Llegó el mes de septiembre y Castro viajó por segunda vez a Nueva York, ésta para hablar ante la Asamblea General de las Naciones Unidas. Por presiones políticas no le permitieron que se alojase en Manhattan y lo hizo en un hotel del barrio negro de Harlem. Ya en la ONU, no se mordió la lengua: «En este hemisferio todo el mundo sabe que el gobierno de los Estados Unidos siempre impuso su ley, la ley del más fuerte. Desaparezca la filosofía del despojo y habrá desaparecido la filosofía de la guerra.» No es de extrañar que su prestigio ante el pueblo cubano creciese como la espuma tras haber escuchado que su líder máximo no le tenía miedo al gigante y osaba desafiarlo en su propio territorio. Pero continuaron los sabotajes e incluso se inició una guerrilla contrarrevolucionaria en la Sierra del Escambray, de tal manera que 1960 concluyó con el peligro inminente de una agresión militar directa desde el exterior.
1961 se inició con una campaña de alfabetización. Pronto, los Estados Unidos rompieron las relaciones diplomáticas con Cuba y el 15 de abril se inició la célebre invasión de Playa Girón, también llamada de Bahía de Cochinos, que empezó con una serie de bombardeos por sorpresa a diversos aeropuertos cubanos, tras lo cual tuvo lugar el desembarco de siete batallones venidos por mar en cinco barcos escoltados por la marina de los Estados Unidos. Sin embargo, la invasión fue neutralizada en menos de 72 horas por un ejército de milicianos, que hizo prisioneros a 1197 de los más de 1500 hombres iniciales y se incautó de un enorme arsenal. Los prisioneros, integrados por ex propietarios, hijos de latifundistas y de la alta sociedad, antiguos soldados de Batista y torturadores, no fueron capaces de conservar una cabeza de playa que hubiese permitido la intervención posterior directa de los Estados Unidos.
Hay una regla de oro en el arte narrativo cinematográfico, maravillosamente expresada por Howard Hawks, según la cual «si en un plano de un film aparece un revólver, en el siguiente ese revólver tiene que ser disparado», lo cual equivale a decir que la economía del relato exige que toda causa tenga un efecto y toda imagen su consecuencia. Es en este momento del documental cuando Daniel Díaz Torres utiliza dicha regla de manera magistral y se hace evidente por qué al principio de su película nos había contado la que parecía innecesaria historia del monumento al águila estadounidense en La Habana. Ahora, nos explica, tras la segunda agresión directa de los Estados Unidos –la que siguió a la voladura del Maine fue la primera– el águila de bronce cae de nuevo desde lo alto del pedestal, pero ya no derribada por un ciclón, sino por el pueblo cubano levantado en armas, y el espectador asiste gozoso a su último vuelo.
Los Estados Unidos asumieron públicamente la autoría de la invasión e intercambiaron los prisioneros contra sesenta y dos millones de dólares en medicinas y alimentos. Más tarde, impasible el ademán, utilizaron la vía diplomática e intentaron expulsar a Cuba de la OEA, pero la operación fue un fracaso, lo cual propició que la CIA iniciase una operación secreta contra la isla, denominada «Operación Mangosta», cuyos propósitos expresó claramente Robert Kennedy, el entonces fiscal general de los Estados Unidos: «Mi idea es aguijonear sobre la isla con espionaje, sabotajes, desórdenes generales, empujando a los cubanos». En febrero de 1962 se inició el bloqueo total.
Y, de repente, en vez de seguir con el relato y presentarnos la crisis de los misiles que vino a continuación, Daniel Díaz Torres da un salto temporal hacia adelante y las imágenes, hasta ahora en blanco y negro, adquieren color: estamos en las sesiones de la Conferencia Tripartita de 1992 celebrada en La Habana, treinta años después de la crisis que mantuvo en vilo al mundo, y en ella, sentados en la misma sala, vemos a Robert MacNamara, Secretario de Defensa de John F. Kennedy en aquella época; a Arthur M. Schlesinger, asistente especial del presidente; a William Y. Smith, general yanqui retirado; a Anatoly Gribkov, general soviético retirado… y a Fidel Castro. El intercambio entre ellos es uno de esos momentos mágicos que nadie debería perderse.
Con flashbacks sincopados se nos narra lo sucedido en 1962, cuando aquel clima de hostilidades constantes por parte del imperio condujo inexorablemente al acuerdo militar firmado entre Cuba y la URSS para instalar en la isla cohetes nucleares de alcance medio. Cuba, celosa de su imagen en América Latina, quiso que éste fuera público, pero los soviéticos se negaron, pues pensaban que los cohetes podrían camuflarse entre las palmas. Por supuesto, los Estados Unidos no tardaron en descubrirlos en noviembre de 1962, lo cual condujo a la crisis abierta, que fue resuelta entre ambas superpotencias, a espaldas de Cuba. En la conferencia de 1992 el trío estadounidense, ya fuera de la vida política o militar activa, no tiene empacho en admitir que las acciones de su gobierno en aquel entonces fueron de una absoluta insensatez y el general soviético asume los errores de la URSS y «comprende» que Fidel Castro se hubiese sentido traicionado. Y, como siempre, el viejo Fidel se lleva el gato al agua de la dialéctica con la claridad de ideas que lo caracteriza y esa oratoria maravillosa suya –fruto de un cerebro bien amueblado– que para sí quisieran muchos políticos profesionales de las democracias burguesas de Occidente. Helo aquí: «No nos gustaban los cohetes, porque podrían dañar la imagen de la revolución… La presencia de los cohetes nos convertía, de hecho, en una base militar soviética y eso tenía un costo político alto…». Ante la amenaza inminente de los Estados Unidos, Cuba se puso en alarma de combate máximo, sus baterías antiaéreas derribaron un avión de reconocimiento estadounidense que volaba sobre el espacio aéreo cubano y el mundo creyó que llegaba el holocausto nuclear. Y, de repente, yanquis y soviéticos llegaron a un acuerdo enormemente desfavorable para Cuba. He aquí la síntesis de Castro: «El 28 nos enteramos del arreglo… La simple solución de que se retiran los proyectiles porque los Estados Unidos dan su palabra de que no nos van a agredir es incongruente con todos los pasos que se habían dado, y es incongruente con la existencia de una situación en nuestro país que tenía que ser superada, porque bastaba que Nikita hubiera dicho: estamos de acuerdo con retirar los proyectiles si se dan garantías satisfactorias para Cuba. Cuba no estaba en esa participación. Cuba hubiera ayudado, pero hubiera dicho, bueno, las garantías mínimas que nosotros queremos son éstas, no la garantía de no invadirnos. A la gente le habría parecido razonable buscar un acuerdo sobre bases que tuvieran que ver con Cuba, porque si realmente el motivo de los cohetes era Cuba, tenía que haberse pensado en Cuba y no en los cohetes de Turquía…». A lo cual Gribkov, dándole la razón con treinta años de retraso, apostilla: «Cuando se decidió traer los cohetes a Cuba se consultó a Fidel Castro y cuando se trató de sacar los cohetes de Cuba, entonces a espaldas de Castro se decidió». De esta manera, en falso, la crisis de los misiles terminó para el mundo, pero la isla siguió bloqueada. El amigo soviético la había sacrificado al juego de la política entre grandes potencias.
Paso ahora a reseñar los tres extras que contiene este DVD. El primero de ellos, Muerte al invasor, es un noticiero especial producido en su momento por el ICAIC para resumir los salvajes bombardeos de aeropuertos cubanos el 15 de abril de 1961, que precedieron en dos días el desembarco de los mercenarios en Playa Girón. Tal como había advertido Fidel Castro, «si vienen, quedan», y así fue. A mi parecer, Muerte al invasor es la pieza más floja del conjunto, pues con ojos actuales se le nota demasiado que fue un ejercicio de patriotismo complaciente –aunque justificado, dada la absoluta proximidad entre aquellos hechos tan dolorosos y su montaje como artefacto narrativo– destinado a reforzar la moral del pueblo cubano tras haberle infligido éste al imperialismo, en menos de 72 horas, su primera derrota en América Latina.
Mucho mejor, por otras razones, me ha parecido el documental titulado La crisis de los misiles, constituido por dos noticieros de 1962. Su visionado no dejará de provocar una ambivalente e irónica sonrisa en el espectador español de cierta edad, y ello debido a las indiscutibles similitudes de formato entre estos vetustos noticieros y nuestro No-Do, que cubanos y españoles de aquel entonces debíamos soportar estoicamente como aperitivo obligado de la película elegida cada vez que íbamos al cine. Dicho lo cual, preciso es añadir que aquellos artefactos audiovisuales producidos desde el poder para consumo y aleccionamiento de las masas (en este caso comparativo por regímenes totalmente opuestos) proceden de una época anterior a la actual sociedad de la información, en la que primero el televisor y después Internet los hizo obsoletos. En aquel tiempo se justificaban como una manera de tener al público informado en los asuntos de importancia y, pese a los inconvenientes doctrinarios de que sin duda adolecían, cumplieron una función cultural nada despreciable y, al igual que hoy el No-Do es en España una fuente ilimitada de material histórico para estudiosos capaces de saltarse los aspectos ideológicos y propagandísticos, aquellas Actualidades cubanas e internacionales del ICAIC, de las que el DVD ofrece un par de muestras «retro», son una delicia para la mirada y una prueba más de que en la Cuba del siglo XXI nadie busca reescribir la historia ni ocultar sus aspectos más ingenuos, sino que éstos se asumen como parte de un pasado en el que las cosas se hacían y se veían de otra forma (a este respecto, básteme citar aquí las palabras del propio Fidel Castro, el pasado 5 de diciembre, en su discurso del VIII Congreso de la Unión de Jóvenes Comunistas al referirse a sus comienzos revolucionarios: «Yo lo definiría todo como un largo aprendizaje en el que la propia ignorancia con que iniciamos aquel inédito camino nos asombra»). Así, junto a banalidades como las de esos trabajadores sonrientes que laboran felices en fábricas autogestionadas, o las de esas mujeres solidarias que se desplazan a la Sierra Maestra para reunirse con sus congéneres campesinas y ayudarlas en la recolección de la yuca, o los aplausos fervorosos al presidente Dorticós tras algún discurso protocolario de éste o, por último, el wishful thinking de una voz en off que se atreve a afirmar –así, por las buenas– que «el pueblo» de Brasil mantiene su lucha por la libertad... junto a todo esto, digo, el espectador tiene acceso en La crisis de los misiles a una descripción absolutamente perfecta de los métodos de acoso y derribo que los Estados Unidos han utilizado desde el principio contra la Revolución cubana. Veamos lo que dice el narrador Julio Batista –una suerte de Matías Prats caribeño, de voz inconfundible para varias generaciones– tras recordarle al espectador que el nazismo justificó su invasión de Polonia como una defensa frente a la agresión de este país: «Igual que [Hitler] en 1939, invocando peligros, el fascismo internacional, encabezado por los círculos guerreristas de los Estados Unidos y por el hipócrita Mr. Kennedy, después de realizar contra nuestro país una campaña de difamación y sabotaje, la invasión de Playa Girón y las constantes violaciones de nuestro territorio, pretende presentar a Cuba como un peligro para encubrir sus planes de agresión directa». El lector de estas líneas sólo debe ahora recordar que los republicanos españoles fueron juzgados/fusilados/exiliados por Franco, en el colmo del sarcasmo, por «apoyo a la sublevación», o bien que, en fechas muy recientes, el imperio ha destruido Irak en una guerra «preventiva» a causa de unas armas imaginarias o, por qué no, que Israel utiliza en su política de exterminio el desternillante argumento de que los palestinos amenazan con lanzar al mar a los judíos… y así podrá comprobar que la metodología de hacer pasar al agredido por agresor es una viejísima tomadura de pelo, pero funciona de maravilla. Y, como colofón, el documental ofrece las imágenes de un Fidel Castro siempre convincente, que en aquellos días de casi holocausto no se arredró frente a las amenazas y afirmó ante los suyos: «Nosotros sabemos lo que hacemos y sabemos cómo debemos defender nuestra integridad y nuestra soberanía».
El tercer extra, entre la ficción y el documental, es Girón, de Manuel Herrera (con un jovencísimo Fernando Pérez Valdés como asistente de dirección, años antes de que nos deleitara con Clandestinos o con la inolvidable Suite Habana), en donde se mezclan con suma habilidad las entrevistas de combatientes reales, que dejaron su huella de valentía en la resistencia a la invasión, con el juego de actores, y todo ello para lograr un producto muy eficaz –limitado, eso sí, por la pobreza de medios técnicos de la época– en su calidad de película de guerra con final feliz en la que ganan los buenos y pierden los malos, tal como establecen los cánones de este género cinematográfico (sin menoscabo de que, en este caso, es la absoluta verdad). Para mi gusto, el film se sostiene todavía merced a las declaraciones de algunos de los héroes, que hablan con palabras vacilantes, se equivocan, a veces balbucean, pero ofrecen revelaciones inolvidables de lo que sintieron en el fragor de la batalla, ya fuese la rabia de un piloto tras ver desaparecer en el mar a otro compañero abatido, lo cual le hizo enrabietarse y atacar sin ningún tipo de precauciones –pero con éxito– a los barcos invasores, o bien ese conmovedor testimonio de un joven militar que, según cuenta, vio en Girón la oportunidad de su vida para «probarse» como soldado y no tiene empacho alguno en hablar del miedo que sentía, somatizado por unos tremendos deseos de orinar. Lo cual, añado yo, debe ser verdad, pues sus palabras me hicieron recordar las sensaciones que contaba Bernal Díaz del Castillo antes de las batallas contra los aztecas en esa espléndida novela de caballerías –Alejo Carpentier dixit– que es La verdadera historia de la conquista de Nueva España: «Y, esto he dicho porque antes de entrar a las batallas se me ponía una como grima y tristeza en el corazón, y orinaba una vez o dos, y encomendábame a Dios y a su bendita madre nuestra señora, y entrar en las batallas, todo era uno, y luego se me quitaba aquel temor». En otra ocasión, uno de los combatientes dice que en la oscuridad de la noche reconoció que los mercenarios eran mercenarios porque se dirigían a sus jefes llamándoles «señor», lo cual, por oposición al ejército rebelde, es una muestra más del alto grado de compañerismo que la Revolución cubana ya había conseguido introducir entre la ciudadanía, en una isla antes esclava, durante sólo tres años de existencia.
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Capítulo 4.- Una isla en la corriente