Burócrata no es profesión, aunque sí carrera: no pocos han hecho del reciclaje de problemas públicos y la complicación de trámites, un cómodo y prolongado oficio de fomentar incomodidades y frustraciones en los demás. Burócrata es apego al buró y los papeles, a despecho de los seres humanos, las realidades a gritos y las urgencias.
Burócrata puede ser autócrata, por aquello de que ese componedor de problemas —que no de bateas—, casi siempre ejerce su negatividad de manera omnímoda, amparado en normativas, circulares y todo lo que venga «de arriba» y no requiera pensar ni particularizar. Mas, sería también «auto-crata», aquel que cuida el cargo, con auto y todo, para moverse fácilmente y no para transitar por los caminos difíciles de la eficacia y las soluciones reales.
Burócrata también me sugiere «cifrócrata», por la aberrada devoción hacia números sin rostros, que ignoran dramas humanos, reclamos y dilemas del barrio.
La burocracia es tan vieja como la humanidad misma, desde que la gens buscó líderes para organizar su porfía por la supervivencia, y estos a su vez delegaron en los meticulosos ayudantes que «se creyeron cosas» por tantas potestades para proteger los arcanos y abrir y cerrar los caminos cada vez más inaccesibles hacia esos jefes de tribus.
Burócratas han proliferado —y proliferan— en todos los sistemas sociales y formas de propiedad. Pero allá los del ojo ajeno, porque a mí siempre me ha preocupado cómo la burocracia corroe los más nobles propósitos del socialismo con sus mediatizaciones y zancadillas, y para colmo en nombre de los más caros ideales revolucionarios.
Lo preocupante, aquí en el pegajoso socialismo cubano de las 12 del día con calor y mil guirigay, es que la burocracia ha hecho de las suyas a la sombra de muchas buenas ideas. La centralización económica y de importantes programas sociales, el verticalismo excesivo en muchas tareas, han desarrollado en algunos funcionarios cierta postración ante las señales y «bendiciones» superiores, que les impide aplicar creadoramente, y con verdadero sentido revolucionario y dialéctico, la esencia humanista de la Revolución.
Lamentablemente, en nombre del socialismo muchas veces se aplican fórmulas estandarizadas y globales que, aun con muy buenas intenciones, ignoran las individualidades y los procesos particulares. La cantidad prevalece por sobre la calidad, y el molde de ciertas medidas y disposiciones, por loables que sean, no tiene en cuenta los caprichos de la realidad.
En esa montaña de cartas que es mi mesa de Acuse de Recibo, se acumulan insólitas historias sufridas por ciudadanos, experiencias que se desgajan del ideario de virtudes humanistas de la Revolución, y que no siempre tienen un tratamiento individualizado y eficaz, a partir de las rígidas disposiciones institucionales en unos casos, y de las interpretaciones dogmáticas de los ejecutores en otros. Eso, a pesar de toda la filosofía de atender hasta el último ciudadano —léase Fidel, Che, Celia—, y buscarle soluciones, o al menos explicaciones plausibles y creíbles.
Como ejemplo pudiera citar muchos: personas muy enfermas, postradas y solitarias, gente muy vulnerable que, ante sus gestiones oficiales, son «peloteadas» de abajo hacia arriba, de arriba hacia abajo, hacia el lado. Tratadas con el rasero común sin apreciar su particularidad, engañadas, embaucadas en promesas, y al final desconocidas. Se les dice no, no hay, espera. Así las personas languidecen aguardando por su oportunidad, y ante sus ojos se resquebraja la confianza en las instituciones. Así se resiente la imagen del Estado, de otros funcionarios que sí predican con su consecuencia pública. De la Revolución.
Ahora que se debate el discurso de Raúl a lo largo y ancho del país, y muchos cubanos «desembuchan» sus preocupaciones, es el momento propicio para reflexionar en que el socialismo necesita permanentemente esa retroalimentación democrática que permite corregir el camino de las políticas, de las medidas y sus aplicaciones.
De no escuchar más y corregir el tiro en consonancia, la Revolución tendrá siempre alrededor, como un virus oportunista, esa burocracia que todo lo premedita y acomoda a su inflexible designio de no oír, no ver ni atender, inmersa en los papeles, las cifras y otros galimatías.