“Analfabeto no es solo el que no sabe escribir,
sino el que no sabe interpretar la realidad.”
Paulo Freire
A falta de capacidad para ver la realidad de las cosas, los sempiternos augures del desastre de la Revolución Cubana han fabricado siempre todo tipo de conflictos y hasta han competido entre ellos a ver cuál refleja mejor sus deseos. Son incontables las veces en que la llamada “prensa libre”, ya en la segunda mitad del siglo XIX, y representada “dignamente” en la colonia que fuimos por el Diario de la Marina, fabricaba intrigas o edulcoraba las relaciones entre los líderes revolucionarios y celebraba o anunciaba su muerte. Las mismas páginas que celebraron la muerte de José Martí celebrarían después la de Antonio Maceo, la de Antonio Guiteras, y tantos otros hasta la reiterada y nunca concretada muerte de Fidel Castro. Pudieran ellos, por el número y los años de frustraciones, repetir lo que un reconocido científico amigo de Cuba, cuando decía que no está demostrado científicamente que Fidel también tenga que morirse. Han sido tantas las cosas que ha hecho realidad contra todos los vaticinios y los vaticinadores, que es como para pensarlo.
El caso es que la reciente aparición del Caguairán en la televisión cubana echó a tierra a las intrigas y a los intrigantes, a los profetas y a sus profecías. y más allá de amigos o enemigos, de los que se alegran y los que se entristecen, medio mundo volvió a quedar desilusionado por la cacareada âprensa libreâ. Los tanques pensantes reciclan sus profecías, les dan un baño de autocrítica y la vuelven a lanzar al ruedo. No importa que sea mentira, lo que importa es repetirla, por aquello de Goebels.
Ante el âempeñoâ de Fidel de no morirse, no les queda más salida a los profetas del Apocalipsis revolucionario que pintarle al mundo un también reciclado cuadro alejandrino. No hablo de la métrica poética sino del mundo y el tiempo de Alejandro Magno.
Dibujan estos augures tal embrollo en las relaciones entre Fidel y Raúl, los Comandantes de la Revolución y otros cuadros civiles y militares cubanos, como si quisieran hacerle ver al mundo que una vez desaparecido el líder, su obra fuera a quedar a merced de los generales de Alejandro. No conocen a Cuba. No tienen idea de los valores que en este medio siglo, la Revolución ha sembrado en el alma de los hombres y las mujeres de esta Isla Infinita. No los culpo: nadie puede entender lo que no conoce.
Ah!, los oráculos de la derecha, que, si conocen las leyes de la dialéctica, tal vez las repitan de memoria pero jamás las entienden. Ah!, los oráculos de las izquierdas que olvidan que la política, como la Tierra, también es redonda y que mientras más navegas hacia el oriente más te acercas a occidente.
Para los augures del fin revolucionario de Cuba todo se reduce a operaciones bursátiles, como si entre los seres humanos no mediaran más relaciones que los intereses materiales. Tampoco los culpo. Solo el que sabe por cuánto se vendería, es capaz de ponerle precio a otro hombre.
El que conoce de cerca la realidad cubana y a sus líderes civiles y militares, sabe cuanto de lealtad a las ideas por las que se han jugado la vida desde que eran casi adolescentes, hay en cada uno de ellos. Han seguido sin vacilar a un líder porque ese líder encarnó como nadie las ideas de justicia social y los principios éticos por los que decidieron guiarse en su paso por el mundo. No hubo para ellos después de cada combate, prebendas ni botines de guerra, sino más sacrificio, más exigencia y como consecuencia nuevas victorias. No han seguido a un âcaudilloâ a la usanza común de las matonerías históricas. Fidel ha sido más que el jefe, el amigo, el compañero, el que jamás abandonó a ninguno de sus hombres, el que nunca perdió la fe en la vergüenza de los hombres, el que los ha sabido conducir de victoria en victoria. Y la amistad, señores augures, no se traiciona sin traicionarse a uno mismo. Por eso los que han hecho tal y se han envanecido de lo que sin él no hubieran podido llegar a ser, han terminado consumidos por su mala conciencia, destilando el veneno de su propia frustración. Aunque no lo confiesen, es difícil después de haber sido útiles a una idea noble, resignarse a ser un resentido. No es fácil, señores augures, desertar de la dignidad y del honor. Ustedes no conocen esos âsitiosâ. Tal vez por eso mismo, tampoco puedan comprenderme ahora, y me acusen otra vez, unos de âtalibánâ o de âmatón de barrioâ, y otros de âidealistaâ y hasta de âreligiosoâ. Mi religión es tan sencilla como la propia vida: tratar de comprender el mundo en que vivo, no hacerle mal a nadie, y hacer todo el bien que esté a mi alcance.
A mí, formado por la Revolución, me cuesta mucho trabajo hablar de “civiles y militares”, por dos razones: una, porque en un proceso histórico empujado a fuerza del valor de sus mejores hijos, la mayoría de los cuales ha sido soldado por imperio de las circunstancias y no por amor a la guerra, desde el Padre de la Patria, Carlos Manuel de Céspedes, pasando por el Mayor General José Martí, hasta el Comandante en Jefe Fidel Castro, no logro establecer la diferencia entre unos y otros porque todavía hoy se cumple aquella verdad expresada por el inolvidable Camilo Cienfuegos, de que nuestro ejército es el pueblo uniformado. La otra razón es que eso de “civiles y militares” me trae a la mente las dictaduras de nuestras sufridas repúblicas americanas, y para más desgracia estamos en septiembre. Ya es suficiente con otros septiembres más cercanos que dieron motivo a las catástrofes mundiales que hoy padecemos.
No logro descifrar el acertijo de “casta militar” cuando recuerdo a mi bisabuelo mambí, mi abuelo miliciano, mi padre reservista. No, señores augures, revisen sus augurios o sus fuentes: los militares cubanos somos nosotros mismos, los maestros, los poetas, los obreros, los campesinos, los jóvenes, en fin, gente que siempre ha preferido sembrar la tierra, escribir poemas, bailar o cantar, antes que disparar contra otro ser humano. Cuando llegado el momento hemos sido obligados por nuestros enemigos a cambiar la pluma por la espada, lo hemos hecho sin vacilación pero también sin odio, por amor a lo nuestro, a lo que hemos podido construir en medio de increíbles sacrificios.
Nadie debe olvidar, concienzudos oráculos, que esta pequeña isla ha sido en quinientos años, durante cuatro siglos colonia de España, y 60 años neocolonia yanqui. Hace solo 48 años que estamos gobernándonos por nosotros mismos. Tenemos derecho a equivocarnos. Sin embargo, no necesitamos para recuperarnos el tiempo que demoraron nuestros dueños en hundirnos en el cieno de la ignominia y la vergüenza. En apenas medio siglo nos hemos levantado a los ojos del mundo como un gigante moral, gracias a la fuerza que dan los principios éticos que hemos defendido para todos los seres humanos, no solo para Cuba.
De cualquier forma, ahí está la realidad testaruda y tranquila, que no necesita de elucubraciones sonambulescas ni permite optimismos panglosianos. Mientras ustedes, augures, juegan sobre el tablero de Cuba el ajedrez macabro de la intriga y la maledicencia, armando dos presuntos ejércitos generacionales contendientes, para atizar el show que les dará más ingresos, el mundo va descubriendo entre las brumas y los tufos de tanta verborrea paniaguada y ridícula, una verdad insoslayable: ustedes siempre buscan buen dinero en su tarea profética. Desde hace 48 años escriben libros sobre nuestra próxima caída, sobre por qué resistimos, sobre por qué nos caeremos, y así continuarán… hasta el fin de los días.