Desde hace varios meses estoy recorriendo Estados Unidos, de Colorado a California, y conversando con estadounidenses de todas las capas de la sociedad sobre la cuestión de las libertades, sobre los ataques que estas están sufriendo en este momento y sobre el programa en diez etapas que se está aplicando para convertir este país en una sociedad cerrada y represiva.
La buena noticia es que los estadounidenses han despertado y están concientes de los peligros que les acechan. Cuando me comencé, creí que encontraría oposición, resistencia o como mínimo incredulidad cuando hablara de la oscuridad que lentamente se extiende sobre nuestro país y del legado de libertad que nos dejaron nuestros antepasados.
Pero resulta que estoy hablando ante gente que ya está inquieta, aún antes de oírme. Son gente que tiene miedo, que se han dado cuenta desde hace tiempo del creciente peligro y del tipo de sociedad que les están preparando.
Para mi consuelo, he redescubierto una sociedad estadounidense inteligente y alerta, valerosa e indomable, gente que no tiene miedo de oír malas noticias y de actuar conforme a ellas. Se trata además de patriotas, de verdaderos patriotas que quieren a su país por los valores sobre los que este ha sido construido.
Sufro sin embargo por las historias que acaban de contarme durante esas reuniones. Y los correos electrónicos que recibo traen tantos testimonios pasmosos que no logro leerlos en los últimos tiempos.
Y dondequiera que voy, siempre, por lo menos una vez al día, hay una persona del auditorio que se levanta para hablar. Siempre es alguien de aspecto sólido y fuerte, valeroso… y de pronto esa persona se pone a llorar, sumida en el miedo, en medio de su testimonio.
El otro día, en Boulder, una joven, madre de dos hijos, de unos treinta años, la viva imagen de la joven estadounidense dinámica, se desmoronó mientras me hablaba: «Estoy escandalizada por todo lo que oigo y lo que veo. ¡Cuánto quisiera hacer algo! Pero tengo tanto miedo. Miro a mis hijos y tengo miedo. ¿Cómo luchar contra el miedo que han sembrado dentro de nosotros? ¿Qué es lo mejor para porvenir y para la seguridad de mis hijos? ¿Acaso debo actuar y tratar de cambiar las cosas, o debo callarme y evitar que se fijen en mí? Tengo tanto miedo de que me fichen en algún lugar.»
En Washington DC, la semana pasada, un director de un servicio administrativo, ex jugador de fútbol, un hombre apuesto, probablemente miembro del Partido Republicano, me confesó, lejos de los micrófonos, que tenía miedo de firmar el papel que autoriza al FBI a tener acceso a toda la información sobre él, como le aconseja la agencia antiterrorista. «Pero al mismo tiempo, tengo miedo de no firmarlo. Si no lo hago, corro el riesgo de perder mi trabajo, mi casa… es como en Alemania, cuando se fichaba a los funcionarios», me dijo con voz resignada.
Esta mañana, en Denver, hablé durante más de una hora con un muy alto y muy valeroso oficial del ejército, que ha recibido altas condecoraciones, y que se encontró con que estaba en la lista de personas vigiladas (y a las que se les prohíbe viajar en avión) por haber criticado la política de la administración Bush. Me mostró los documentos que prueban no sólo que está siendo vigilado por los servicios secretos sino que toda su familia está siendo también objeto de espionaje y de hostigamiento. A través de toda su carrera como militar, este oficial ha cumplido numerosas misiones muy peligrosas al servicio de su país. Pero hoy, mientras me habla de su temor de que sus hijos sean hostigados por el gobierno por causa de sus opiniones, la voz se le quiebra.
En otro lugar, me aborda una jurista que trabajaba para el Departamento de Justicia. Un día se opuso al «interrogatorio fuerte» de un detenido que era objeto de una técnica reconocida como tortura. No sólo la enviaron a una comisión disciplinaria sino que además fue objeto de una investigación criminal, perdió categoría [en su trabajo], le revisaron su computadora y le borraron sus correos electrónicos… y ahora está en la lista negra y ya no puede viajar por avión.
Durante una conversación en una velada, un técnico en informática que trabaja para una importante compañía aérea –y que no esconde su simpatía por el Partido Republicano– me explica que después que usted está inscrito en la lista, es imposible salir de ella. «Aunque te digan que tu nombre ha sido borrado, no es verdad. Tenemos un doble sistema que nunca borra nada.»
Elisabeth Grant, de la Coalición contra la Guerra, mostró durante una conferencia de prensa la nota manuscrita y la banderita estadounidense encontradas dentro de su maleta después de un viaje por avión. La nota decía que a la agencia antiterrorista no le gustaba lo que ella leía.
Como en la época del muro de Berlín, cuando hago la cola para que me registren en los aeropuertos, me sorprendo a mí misma pasando nuevamente en revista el contenido de mi bolso.
El otro día, en Nueva York, tuvo que obligarme a mí misma a echar en la basura un ejemplar del último libro de Tara McKelvey Monstering que estaba leyendo. A pesar de que había comprado el libro en una gran librería de la ciudad… nunca se sabe, quizás contiene información «clasificada» y podrían acusarme de hacerle el juego a los terroristas al leerla. (…) En mi América, la que yo conocí en la escuela, uno no se comporta de esa manera. (...) Y todo el mundo me hace la misma pregunta: ¿qué podemos hacer?
Esta avalancha de testimonios de abusos y de violaciones de las libertades de los ciudadanos estadounidenses demuestra claramente que una red criminal y de vigilancia está atrapando en sus mallas cada vez más y más ciudadanos inocentes. Es evidente que nada de esto tiene nada que ver con la democracia –ni siquiera con la acostumbrada corrupción de la democracia. Está claro que vamos a necesitar una acción más enérgica que el simple envío de cartas a nuestro congresista.
Los que vienen a testimoniar no son locos anarquistas. Son gentes de diferentes tendencias políticas, conservadores, apolíticos, progresistas. La regla número 1 de una sociedad en proceso de cierre o ya cerrada es que tu alineamiento político con el partido político en el poder no te protege en lo absoluto; en un verdadero Estado policíaco, nadie está a salvo.
Leo mi periódico y no salgo de mi asombro:
• Siete soldados publicaron una carta en el New York Times criticando la guerra. Poco tiempo después, dos murieron, uno de ellos de un balazo en la cabeza disparado a quemarropa.
• Una contadora del ejército que quería denunciar los abusos y desvíos financieros murió en su barraca, al recibir un balazo en la cabeza, también a quemarropa.
• Pat Tillman escribió a un amigo un correo electrónico donde mencionaba la posibilidad de denunciar crímenes de guerra de los que él había sido testigo. Una bala en la cabeza.
• Donald Vance, empleado del ejército que había denunciado tráficos de armas en el seno del ejército en Irak. Secuestrado por soldados estadounidenses dentro de la mismísima Embajada de Estados Unidos en Bagdad, encerrado y torturado durante semanas en una base militar estadounidense, sin acceso a un abogado, y oficialmente amenazado con las peores represalias si hablaba con alguien a su regreso al país.
• Y en el último número de Vanity Fair un contratista del ejército que había denunciado malversaciones cuenta que fue secuestrado por soldados estadounidenses enmascarados y armados, golpeado durante toda una noche en un local prefabricado antes de ser expulsado de Irak al día siguiente. La administración militar se niega a escuchar su queja y lo expulsó de la oficina.
Esta mañana, el New York Times escribe que el Departamento de Estado (empleador de los mercenarios de Blackwater USA) se niega oficialmente a cooperar con el Departamento de Justicia o con el FBI en el marco de la investigación sobre el asesinato de 17 civiles iraquíes inocentes. La Casa Blanca apoya la actitud desdeñosa del Departamento de Estado hacia la justicia de este país.
No se trata de una noticia banal. Mis lectores, que recuerdan algo de la historia del siglo 20, se sentirán horrorizados pero no sorprendidos. La «Segunda Fase» del cierre de una sociedad abierta es la demostración a los ciudadanos, por parte del Estado, que la fuerza paramilitar está por encima de las leyes del país y que la ley ya no puede servir de refugio para la disidencia.
Al permitir que el FBI y la CIA arresten a cualquier ciudadano estadounidense y lo prive de sus derechos legales, el secretario de Justicia ha hecho que los ciudadanos estadounidenses entiendan una lección muy simple: Ninguno de ustedes está a salvo de la arbitrariedad del Estado. Podemos llegar como nos dé la gana, echar abajo tu puerta y hacerte desaparecer para siempre… de forma totalmente legal.
(...) Si la administración de este país anuncia públicamente que no castigará los actos criminales de sus propios empleados en Irak y que obstaculizará la acción de la justicia, ¿tendrán entonces los miembros del Congreso el coraje de hacer frente a los actos similares de Blackwater cuando esta empresa obtenga el contrato que ambiciona, el de la seguridad interna en Estados Unidos?
¿O será esta fuerza paramilitar [que goza de la protección del Estado,] lo suficientemente poderosa como para intimidar a nuestros representantes, y a nosotros mismos?
¿Nos atreveremos aún a hacer manifestaciones en las calles si sabemos que nos arriesgamos a recibir el mismo trato que los civiles de Bagdad, ametrallados desde los helicópteros de Blackwater? ¿Se atreverá algún congresista a proponer una ley contra Blackwater si sabe que puede ser asesinado de una bala en la cabeza, impunemente?
(...) No olvide usted que, en la situación actual, el Departamento de la Seguridad de la Patria (Homeland Security) tiene el derecho legal de desplegar a los mercenarios de la compañía Blackwater en la ciudad donde usted vive, esta misma noche.