La mezcla de intervencionismo armado y desregulación económica aplicada por las políticas conservadoras está detrás del incontenible alza del petróleo y las burbujas especulativas.

Por Oscar Raúl Cardoso - Clarín

Uno de los nuevos negocios florecientes es el del miedo. Y funciona, por cierto, en ese día del antiguo calendario celta que los estadounidenses llaman Halloween (31 de octubre). Durante todo el año las empresas investigan los temores más íntimos del público y luego en un período de dos meses --setiembre y octubre-- los corporizan en varios sitios temáticos especiales, como "La casa embrujada" en Nueva York.

Para este año se espera que unos 30 millones de consumidores gasten 650 millones de dólares en una oferta nacional de 1.200 de aquellos sitios de peculiar diversión. ¿Mucha plata para sentir la adrenalina que acompaña al miedo? Es una pregunta sin respuesta, en verdad. Pero ese dinero tiene aún menos sentido si lo que se busca es sólo el susto.

La realidad inmediata de los estadounidenses ofrece muchos más motivos para el temor --para el terror liso y llano quizá exageran algunos agoreros-- y por cierto no demandan el pago de canon alguno para poder experimentarlo. Sólo tienen que mirar en derredor. En este sentido el futuro cercano parece un único gran fantasma esperando el momento apropiado para aparecer pero que, en tanto, se insinúa ya en varios escenarios.

Con el barril de petróleo que ya dejó atrás los 90 dólares, la nación que más consume esa forma de energía tiene ya motivos serios para pensar cuál será el impacto real sobre el ingreso nacional de esta continua escalada que, a diferencia de otros momentos de espiral, no ofrece promesa alguna de cesar y retroceder de modo significativo en los valores. Y esto es motivo de preocupación sin introducir los muchos factores de riesgo adicional que hoy están latentes.

Por ejemplo, el presidente George W. Bush aumentó las sanciones contra Irán en un gesto esperado, pero que dramatizó asegurando que si no se paraba su programa nuclear habría que pensar en "una nueva guerra mundial".

El mercado de crudo acusó el golpe del mismo modo en que lo hizo apenas tomó nota de la amenaza de una invasión militar punitiva de Turquía contra las provincias kurdas de Irak que estaban bombardeando nuevamente mientras se escribían estas líneas. Este último factor fue responsable, dicen los analistas del mercado de casi el 4% en la última suba del precio del barril.

Aunque no hubo en lo de Bush una señal que sugiriera una amenaza concreta, la industria petrolera salió rápidamente a advertir sobre el escenario de un, al menos, miniapocalipsis energético.

En un informe publicado ayer por The Washington Post sus voceros advirtieron sobre el caos que traería una acción militar contra Irán. "Si estalla la guerra anticipen que todo el infierno se desatará sobre los mercados petroleros", aseguró Robin West, presidente de PFC Energy, una importante consultora en temas de petróleo. Los memoriosos recordarán que, en oportunidades anteriores de precrisis en Oriente Medio, otros augures pronosticaron un infierno petrolero que no duró demasiado.

Pero esta vez las cosas son diferentes, en un medio de demanda creciente no existe colchón real de sobreproducción --aquella que se hace por encima del consumo diario-- para enfrentar una disrupción en el flujo internacional. Por ejemplo, para suplir los 2.500.000 barriles diarios que hoy entrega Irán al mercado.

Pero dejemos de lado la energía y volvamos a las condiciones del atribulado mercado financiero estadounidense, aún aquejado por la crisis de los préstamos hipotecarios.

Desde hace unas semanas el ingreso de dinero de los bancos centrales contribuyó a reducir el impacto de la desolación que se había instalado entre los inversores. Muchos quisieron creer que el mal momento estaba superado o a punto de superarse. No es el caso.

Nada menos que el ex titular de la Reserva Federal, el venerado Alan Greenspan, salió a decir que lo hecho por el gobierno estadounidense --la creación de un fondo especial a partir de los bancos-- no mejoraría las cosas sino que las empeoraría.

Es el mismo Greenspan que en el 2004 elogió la aplicación de precios ajustables a los créditos hipotecarios, lo que originó el problema presente. Un año después negó que hubiera una "burbuja" en el mercado inmobiliario y aun más tarde afirmó que lo peor del fenómeno había pasado. Es casi irónico que después de tanto error esta vez Greenspan tuviese razón y así parece.

Esta semana, el Comité Económico Conjunto del Congreso anticipó que habrá otros dos millones de ejecuciones hipotecarias antes de que concluya el año. La banca de inversión Merryl Lynch anunció que pasaba al rojo de su contabilidad 8.400 millones de dólares asociados a préstamos irredimibles y las cuentas siguen trepando. El mercado de la construcción se ha reducido en un 30% sólo en lo que va del 2007.

Pero todo esto es más que tan solo el producto de decisiones económicas equivocadas o de la fiebre especulativa, aunque todo esto forma parte del cuadro.

Es el resultado, descubren ahora en el poder político, la consecuencia directa de la desregulación --la ausencia de supervisión estatal-- que en Estados Unidos ha sido la melodía predominante en las últimas dos décadas.

Tanto insistieron los conservadores en que el Estado es parte del problema, no de la solución que hicieron pasar por la tráquea colectiva estas crisis. El Congreso está intentando recuperar parte de ese poder regulatorio, pero aun con el desastre a flor de piel los fondos de inversión --arquitectos principales del desaguisado-- siguen gritando contra la intervención estatal. Como dijo Greenspan, "ahora todos tenemos miedo". Así que ¿por qué esperar a Halloween y pagar para sentirlo?