Elsa se ha comprado un nuevo DVD-player y una olla de presión eléctrica, pero su marido le advierte que debe esperar un poco para abrirse una línea de móvil. Él, que ha visto cosas que estremecen, recuerda todavía la última “operación maceta” de los años noventa. En esa ocasión a su hermana la acusaron de enriquecimiento ilícito y le confiscaron dos aires acondicionados, un carro y algunos efectos electrodomésticos. Por eso, le aconseja a su mujer que no se deje llevar por el entusiasmo del consumo, generado por las últimas medidas aprobadas por el gobierno.
En su paranoia el matrimonio especula sobre supuestas listas con los nombres de quienes compran los nuevos artículos aparecidos en el mercado. Por sí o por no, Elsa ha puesto cada nuevo objeto a nombre de un miembro diferente de la familia. Así la niña de siete años es legalmente la dueña de la olla, mientras que el varón -de doce- ostenta el título de propietario del lector de DVD. El abuelo, que apenas oye, será el que aparezca en el contrato del celular, si se deciden a tenerlo. Ninguno debe aparentar que ha empezado a acumular más productos de los que le permite su salario.
La cautela no es exclusiva de Elsa y su desconfiado esposo, sino que se extiende entre los campesinos temerosos de que las parcelas de tierra que hoy les dan en usufructo, sean –cuando ya estén productivas y libres de marabú- nuevamente nacionalizadas por el Estado. También los que no han podido saltar sobre el colchón de un hotel, desconfían que la nueva entrada de nacionales a esos recintos pueda revertirse en cualquier momento.
El comprensible temor al paso atrás nos mantiene en vilo ante cada nuevo anuncio. Cualquiera pensaría que se trata de un exceso de sigilo por nuestra parte, pero los antecedentes hablan por sí solos. Los más prudentes esperaremos por el temido proceso de rectificación, mientras que los incautos son arrastrados por el arrebato de los cambios.