La brevedad de una quimera

Desde mi perspectiva personal, el discurso pronunciado por Raúl Castro el pasado 26 de julio clasifica como el más gris, mediocre y desalentador que se haya producido desde 1959, sobre todo teniendo en cuenta que nunca antes de ahora estuvimos en una situación más crítica o en una coyuntura tan compleja (para gobernante y gobernados) en este país. Cualquiera podría opinar que resulta un tanto atrasado este comentario, en pleno mes de agosto, sin embargo, como en febrero pasado publiqué en este blog un artículo (Cambios, el reto para Raúl), en el cual hacía referencia a algunos puntos interesantes de su discurso de asunción frente a la Asamblea Nacional, luego de ser elegido unánimemente como Presidente del Consejo de Estado y de Gobierno por esa instancia, en lo que prometía ser una agenda proclive a las reformas: institucionalización y reajuste del funcionamiento de instituciones que no satisfacen las demandas del pueblo, la eliminación de prohibiciones y regulaciones, fomento de la iniciativa local, entre otras; me siento obligada a pronunciarme para retractarme de mi posición anterior.

En febrero pasado parecía que el menor de los Castro estaba dispuesto a sacudir la vieja estructura obsoleta y propiciar la era de los cambios. Sin dudas, su alocución era una propuesta arriesgada: remover el inmovilismo de décadas de ineficiencia  permitiendo el desarrollo de “iniciativas” no dimanadas desde el poder y eliminar prohibiciones en un país donde se precisa de permiso especial hasta para respirar, constituían un reto gigantesco. Otro desafío era la necesidad de la rápida implementación de las medidas como recurso para paliar la aguda crisis socioeconómica del país. Evidentemente, Raúl Castro no ha tenido calibre para enfrentarlo. Y conste que no me refiero a calibre balístico, sino político y estratégico.

La expectativa que despertó la presentación del 24 de febrero naufragó dramáticamente solo 5 meses después en el discurso de cierre del acto que conmemoró el 55 aniversario del ataque al Cuartel Moncada, cuando el programa de desarrollo nacional quedó oficialmente circunscrito al abastecimiento de agua potable para la ciudad de Santiago de Cuba y la única mención a la política exterior se redujo a las tradicionales invectivas contra el enemigo externo que nos acecha y amenaza inmisericorde… Como si no hubiese ocurrido nada en la arena internacional en el transcurso de este mismo año, como si no se hubiesen firmado por el gobierno cubano dos importantes pactos de Derechos Humanos, no se hubiese derogado la Posición Común por parte de los países de la Unión Europea y no hubiese elecciones próximamente en ese país “enemigo” que tenemos a un tiro de piedra frente a nuestras costas. Nadie sabe tampoco qué ocurrió con el ramo de olivo que había tejido el presidente cubano (cuando era interino) y que extendió conciliadoramente al gobierno de Estados Unidos el 26 de julio de 2007 y después el 2 de diciembre de ese mismo año. Esta alocución  de ahora no solo contrastó con aquella aparente voluntad política de cambios para Cuba que pudieran atisbarse (de leerse entre líneas y con buena voluntad) entre las crípticas volutas de su discurso frente a los parlamentarios menos parlantes del planeta el pasado 11 de julio de 2008, sino que todo el ritual de este 26 de julio -gala preliminar y discurso presidencial incluidos- acusan un abrumador retroceso, incluso si se le compara con el de la misma “celebración” del año pasado.

Si, por algunas semanas, me conté entre los que favorecimos al benjamín de la realeza verdeolivo con el beneficio de la duda atribuyéndole un átomo de sentido común, aquí y ahora me desapunto públicamente de ese grupo. Me reafirmo en la creencia de que una quimera no es más que eso. Ahora ya estamos más abocados al caos que a los tan esperados cambios para Cuba. Podría afirmarse que a seis meses de asumir oficialmente el poder, Raúl Castro demostró su incapacidad política para dirigir los destinos de la nación, en un momento verdaderamente delicado y urgido de transformaciones efectivas, tanto en el plano económico como en el sociopolítico; pero igualmente es preciso reconocer la incapacidad de los gobernados para exigir del gobierno, al menos, los plazos para el cumplimiento de los compromisos mínimos contraídos después de medio siglo de promesas vacías.

Los medios de difusión masivos, la gente en los centros de trabajo, en la calle, las familias en las casas, casi todo el mundo expresa una opinión en la que prima el consenso: la sociedad cubana, en particular los jóvenes, está sumida en una crisis de valores. Para fundamentar este aserto se utilizan ejemplos múltiples y de muy variada naturaleza, tales como la falta de respeto y la grosería generalizadas, el desprecio por los valores familiares, la ruptura, la ausencia de los más elementales rudimentos de educación, la violencia verbal y física, el incremento del alcoholismo, el desinterés por el trabajo, la indisciplina social, la indiferencia o la apatía, el consumismo…. Y así, hasta elaborar una interminable lista.

Claro, no faltarán los “sociólogos” del sistema, que ven en esto una especie de indicador que demuestra que Cuba se inserta así en una tendencia universal. Créanme que yo he escuchado estos criterios más de una vez. Siempre respondo a ellos manifestando lo lamentable que resulta que en este país solo seamos capaces de insertarnos en las tendencias más negativas de la aldea global y nunca recibamos nada de sus avances más positivos. Pero, en fin, no va de eso el tema. Lo verdaderamente esencial es que en la actualidad nadie parece saber a ciencia cierta qué valores se deben transmitir. Ni siquiera el gobierno, principal encargado de todo lo que aquí dentro ocurre (o acaso debiera decir “lo que nunca ocurre”).

Digo esto porque es sabido que a nivel macrosocial los valores “ideales” (es decir, aquellos que rebasan el marco familiar, escolar o laboral y trascienden al espacio común, a los ambientes colectivos, a las plazas públicas y constituyen “el modelo ciudadano” al que de jure se aspira) se transmiten mediante símbolos, que en los tiempos que corren se han tornado tan caóticos como la propia sociedad cubana. Es a esa realidad nacional a la que responde la tan llevada y traída crisis de valores y no a la influencia de la globalización. Si alguien se siente extrañado por este texto, si se siente confundido, o cree que escribo bajo los efectos de alguna sustancia tóxica, solo tiene que detenerse a observar atentamente, por ejemplo, el espacio que ocupa la explanada que se extiende frente al Hotel Riviera, en la cual, en el año 1978 y con motivo de la celebración en La Habana del XI Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, se inauguró la llamada Fuente de la Juventud, que en sus tiempos iniciales incluso vertía agua, como corresponde a cualquier fuente que se respete.

Rememorando aquel verano en que la ciudad de llenó de jóvenes de tantas latitudes, próxima yo misma a cumplir entonces 19 años, puedo recordar mi ingenuidad y la de muchos otros que entonábamos entusiasmados la canción de Mike Purcel, que fuera tema de aquel lejano Festival y que se popularizó en la armoniosa voz de Argelia Fragoso. Lejos estábamos de imaginar que alguna vez, a un lado de la fuente que simbolizaba la paz y la amistad entre los jóvenes de todo el mundo se colocaría una gigantesca botella de ron Habana Club, junto a una lata de cerveza Cristal, que sirven de propaganda y “gancho” para atraer al público a las carpas que se observan en la fotografía sobre este post, en las que se expenden estas bebidas y otros productos en CUC, la moneda de los más favorecidos (que son los menos). Al otro extremo de la misma plaza de la fuente devenida urinario público y abierto, se levanta un timbiriche que perfuma el ambiente con esencias de grasa rancia por tanto refrito. Cruzando la calle, a un costado, hay un expendio de gasolina con sus correspondientes tiendecitas de chucherías, mientras frente a la simbólica plaza de la Juventud se ubica la tienda Galerías de Paseo. No será preciso aclarar otra vez qué moneda debe llevarse en el bolsillo para acceder a lo que se vende en todos estos locales. Y para que no queden dudas de lo confuso de los símbolos, junto al mencionado timbiriche de refritos de pollo (o de pollos refritos), se yerguen orgullosas y juntas en sendas astas tres banderas, a cuál de ellas más disímil: la tricolor cubana, la rojinegra del 26 de julio… ¡y la de la corporación CIMEX!

En fin, que no me queda claro si un conglomerado tan fuerte de símbolos que se suponían contrapuestos son una invitación a los jóvenes al consumo de alcohol, si la bandera de CIMEX junto a la cubana y a la otra es una referencia a la importancia que tiene la divisa para la supervivencia de la nación o si el consumismo es uno de los valores a inculcar en las nuevas generaciones. Con seguridad mis coetáneos recuerdan que, en los “días de gloria” de nuestra fea fuente, usar jeans, pulóveres con iconos tribales o letreros en inglés, zapatillas adidas y otros accesorios no procedentes del CAME, eran signo inequívoco (y demoníaco) de diversionismo ideológico. Y conste que no me estoy quejando porque hayan quedado atrás aquellos tiempos en que el Santo Oficio portaba credenciales del PCC y se cernía amenazador sobre cualquier inocente sueño juvenil que oliera a “capitalismo”. Todo lo contrario. Lo que realmente me tiene alarmada es mi incapacidad para interpretar los nuevos símbolos en las viejas ágoras; sobre todo, porque provienen exactamente del mismo centro de poder que los emitía hace 30 años.