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La persistencia de la vieja leyenda del guerrillero “heroico” Ernesto “Che” Guevara, 40 años después de su muerte, es prueba palpable y dolorosa de la decadencia ideológica, política y moral que envuelve a nuestros países. Una vez más, con celo religioso, la izquierda radical recordó el fallecimiento de su héroe máximo con interminables alabanzas al espíritu indómito que luchó por la libertad y dignidad de los pueblos latinoamericanos. La realidad es muy diferente. El Che fue un combatiente feroz, sanguinario, una verdadera máquina de matar. Y él mismo jamás pretendió ser otra cosa.
El Che libertador y justiciero al que hoy le rinde culto la izquierda existe solamente en la enfermiza imaginación de fanáticos que se avocaron a idealizarlo. La auténtica historia debe ser contada. El 1 de enero de 1959, el dictador Fulgencio Batista escapó de Cuba acosado por los revolucionarios. Dos años más tarde, la isla ya era una gran prisión, hasta el punto que uno de cada 18 cubanos se convirtió en prisionero político. Hoy Cuba sigue siendo una inmensa mazmorra. Los campos de concentración soviéticos palidecen en comparación. Freedom House estima que unas 500 mil personas pasaron por las cárceles cubanas.
Las ejecuciones no fueron todas clandestinas. En las Naciones Unidas el Che reconocía en sorna: “nosotros ejecutamos” y “seguiremos ejecutando”. Y no exageraba. Para 1964, 14 mil personas ya habían sido ejecutadas. Consideraba el derecho a la defensa y el juicio previo una pérdida de tiempo de la burguesía. “Ante la duda”, decía, “es mejor matar”. Así ejecutó a 216 personas en la Sierra Maestra, en Santa Clara y en la prisión de La Cabaña.
El oscurantismo que prevalece entre líderes de la izquierda latinoamericana se evidencia en que el Che aún sigue siendo uno de sus máximos ídolos. Sobre una burda caricatura de idealismo revolucionario continúan rindiendo homenaje al sanguinario guerrillero. Olvidan que el Che solía firmar “Stalin II”, a quién emulaba en su ferocidad, enseñando que los soldados deben vivir del odio porque un pueblo sin odio no puede triunfar sobre un enemigo brutal.
El Che no solo utilizó el odio y la intolerancia como símbolos, sino que los llevó a la práctica como armas de guerra. Promovía “El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar”. ¿Qué idealismo puede existir en un hombre cuya máxima aspiración era convertirse en una “fría máquina de matar”? ¿Son éstos los ideales que ofrece a la juventud el “socialismo del siglo XXI” de Hugo Chávez?
El Che ha sido neciamente idolatrado, no solo por la torpeza y miopía de los dirigentes e intelectuales de izquierda, sino también por la prolongada barbarie que impuso la “revolución cubana”. Alvaro Vargas Llosa en “La máquina de matar: El Che Guevara, de agitador comunista a marca capitalista”, expone al Che de carne y hueso, sadista, arrogante, sectario y entusiasta de los pelotones de fusilamiento.
Pero los intelectuales socialistas nunca entendieron que su política de “odio intransigente al enemigo” y su visión apocalíptica de la “reforma agraria” llevadas a la práctica en Cuba resultaron en un rotundo fracaso Pero sí lo comprendieron los rudos campesinos bolivianos que lo rechazaron. El Che reconoció desde las selvas bolivianas: “las masas campesinas no nos ayudan en absoluto”, lo cual contribuyó a su captura y posterior ejecución.
La verdad sobre el Che comienza a surgir por encima de la ignorancia y el fanatismo. Tarde o temprano la historia lo recordará en su dimensión real, como un símbolo de la monstruosidad a que pueden llegar los hombres cuando se dejan llevar por utopías intransigentes que, utilizando el odio y el terror, prometen llevarnos al paraíso socialista. Esa será la única contribución del Che a la humanidad.