El viaje a Cuba del ministro de
Asuntos Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, ha vuelto a suscitar las protestas
agrias, y rituales, de buena parte de nuestra derecha. Si la preocupación,
aparente o real, que el grueso de esta última muestra por los derechos humanos
en Cuba se extendiese a los muchos lugares del planeta en los que aquellos son
pisoteados, nuestros conservadores deberían acoger en sus filas a decenas de
millares de activistas. Al calor de las fórmulas de financiación asumidas por
el PP, hay que convenir que la inclusión en nómina de esas gentes no sería
tarea inabordable para la primera fuerza política de la derecha española.
Pero lo cierto es que toda la
atención que los derechos humanos suscitan en nuestro mundo conservador se
concentra en Cuba. Apréciese que en el magma político-ideológico que hoy nos
atrae faltan llamativamente las críticas a un país, Arabia Saudí, en el que los
derechos más básicos son sistemáticamente conculcados, sin que ello provoque
ninguna mala conciencia entre nuestros conservadores, acaso más preocupados por
mantener indemnes los flujos de abastecimiento de petróleo y algunas fórmulas
de financiación que afectan a reales instituciones. Tampoco han menudeado las
quejas en lo que se refiere a las criminales políticas que los dirigentes
israelíes han abrazado en Gaza y en el Líbano, o a los asesinatos de
sindicalistas y maestros en Colombia; cuando quienes conculcan los derechos son
nuestros aliados, es preferible –parece– mirar hacia otro lado. Cerremos una
lista que podría ser mucho más amplia con la mención del singularísimo caso de
China, un modelo calurosamente elogiado por Esperanza Aguirre y que, como todo
el mundo sabe, refleja en plenitud las virtudes de la democracia pluralista y
los derechos humanos; poderoso caballero es, claro, y de nuevo, don dinero.
Así las cosas, hay que preguntarse
por las razones que explican la obsesión que nuestros conservadores muestran
por los derechos humanos –a menudo maltrechos, sí– en Cuba. Sin menoscabar el
ascendiente que corresponde a la colonia cubana exiliada, parece que las
explicaciones al respecto son tres. La primera da cuenta, claro, del designio
de repudiar un sistema político y económico que se rechaza, no por las
violaciones de unos u otros derechos, sino por su condición ideológica
intrínsecamente perversa; para reactivar el debate correspondiente, ahí está,
por cierto, la convocatoria por el PP de una manifestación que, en Madrid, debe
celebrar la desaparición, 20 años atrás, de lo que sus portavoces entienden que
fue el comunismo. Si la segunda remite a la pervivencia orgullosa de cierto
vínculo colonial que se traduciría en el firme designio de seguir tutelando lo
que ocurre en América Latina, la tercera y última nos recuerda que, en este
como en tantos otros terrenos, los populares no han hecho otra cosa en los
últimos decenios que acatar sin rebozo las políticas que, con respecto a Cuba,
han defendido los gobernantes de EEUU.
No está de más que subrayemos que,
en lo que hace a esto último y entre tanta podredumbre, las posiciones
contemporáneas de nuestra derecha son bien distintas de las que avalaron muchos
de sus mentores ideológicos, antes dispuestos a recordar la afrenta que supuso
1898 que a contestar los presuntos desmanes a los que se habría entregado el comandante
Castro.
Carlos Taibo, miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO,
es profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.