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General: La libertad cumplió dos siglos y nadie se dió por enterado
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De: Matilda (Mensaje original) |
Enviado: 25/01/2010 13:54 |
Haití: La maldición blanca; un artículo de Eduardo Galeano inSurGente.- El
primer día de este año, la libertad cumplió dos siglos de vida en el
mundo. Nadie se enteró, o casi nadie. Pocos días después, el país del
cumpleaños, Haití, pasó a ocupar algún espacio en los medios de
comunicación; pero no por el aniversario de la libertad universal, sino
porque se desató allí un baño de sangre que acabó volteando al
presidente Préval.
Haití fue el primer país donde se abolió la
esclavitud. Sin embargo, las enciclopedias más difundidas y casi todos
los textos de educación atribuyen a Inglaterra ese histórico honor.
Es
verdad que un buen día cambió de opinión el imperio que había sido
campeón mundial del tráfico negrero; pero la abolición británica
ocurrió en 1807, tres años después de la revolución haitiana, y resultó
tan poco convincente que en 1832 Inglaterra tuvo que volver a prohibir
la esclavitud.
Nada tiene de nuevo el ninguneo de Haití.
Desde hace dos siglos, sufre desprecio y castigo. Thomas Jefferson,
prócer de la libertad y propietario de esclavos, advertía que de Haití
provenía el mal ejemplo; y decía que había que “confinar la peste en
esa isla”. Su país lo escuchó. Los Estados Unidos demoraron sesenta
años en otorgar reconocimiento diplomático a la más libre de las
naciones.
Mientras tanto, en Brasil, se llamaba
haitianismo al desorden y a la violencia. Los dueños de los brazos
negros se salvaron del haitianismo hasta 1888. Ese año, el Brasil
abolió la esclavitud. Fue el último país en el mundo.
Haití ha
vuelto a ser un país invisible, hasta la próxima carnicería. Mientras
estuvo en las pantallas y en las páginas, a principios de este año, los
medios trasmitieron confusión y violencia y confirmaron que los
haitianos han nacido para hacer bien el mal y para hacer mal el bien.
Desde
la revolución para acá, Haití sólo ha sido capaz de ofrecer tragedias.
Era una colonia próspera y feliz y ahora es la nación más pobre del
hemisferio occidental. Las revoluciones, concluyeron algunos
especialistas, conducen al abismo. Y algunos dijeron, y otros
sugirieron, que la tendencia haitiana al fratricidio proviene de la
salvaje herencia que viene del África.
El mandato de los ancestros. La maldición negra, que empuja al crimen y al caos. De la maldición blanca, no se habló.
La
Revolución Francesa había eliminado la esclavitud, pero Napoleón la
había resucitado: –¿Cuál ha sido el régimen más próspero para las
colonias? El anterior. Pues, que se restablezca–. Y, para reimplantar
la esclavitud en Haití, envió más de cincuenta naves llenas de
soldados. Los negros alzados vencieron a Francia y conquistaron la
independencia nacional y la liberación de los esclavos. En 1804,
heredaron una tierra arrasada por las devastadoras plantaciones de caña
de azúcar y un país quemado por la guerra feroz. Y heredaron “la deuda
francesa”. Francia cobró cara la humillación infligida a Napoleón
Bonaparte.
A poco de nacer, Haití tuvo que comprometerse a pagar
una indemnización gigantesca, por el daño que había hecho liberándose.
Esa expiación del pecado de la libertad le costó 150 millones de
francos oro. El nuevo país nació estrangulado por esa soga atada al
pescuezo: una fortuna que actualmente equivaldría a 21,700 millones de
dólares o a 44 presupuestos totales del Haití de nuestros días. Mucho
más de un siglo llevó el pago de la deuda, que los intereses de usura
iban multiplicando. En 1938 se cumplió, por fin, la redención final.
Para entonces, ya Haití pertenecía a los bancos de los Estados Unidos.
A
cambio de ese dineral, Francia reconoció oficialmente a la nueva
nación. Ningún otro país la reconoció. Haití había nacido condenada a
la soledad. Tampoco Simón Bolívar la reconoció, aunque le debía todo.
Barcos, armas y soldados le había dado Haití en 1816, cuando Bolívar
llegó a la isla, derrotado, y pidió amparo y ayuda. Todo le dio Haití,
con la sola condición de que liberara a los esclavos, una idea que
hasta entonces no se le había ocurrido. Después, el prócer triunfó en
su guerra de independencia y expresó su gratitud enviando a
Port-au-Prince una espada de regalo. De reconocimiento, ni hablar. En
realidad, las colonias españolas que habían pasado a ser países
independientes seguían teniendo esclavos, aunque algunas tuvieran,
además, leyes que lo prohibían. Bolívar dictó la suya en 1821, pero la
realidad no se dio por enterada. Treinta años después, en 1851,
Colombia abolió la esclavitud; y Venezuela en 1854.
En 1915,
los marines desembarcaron en Haití. Se quedaron diecinueve años. Lo
primero que hicieron fue ocupar la aduana y la oficina de recaudación
de impuestos. El ejército de ocupación retuvo el salario del presidente
haitiano hasta que se resignó a firmar la liquidación del Banco de la
Nación, que se convirtió en sucursal del Citibank de Nueva York.
El
presidente y todos los demás negros tenían la entrada prohibida en los
hoteles, restoranes y clubes exclusivos del poder extranjero. Los
ocupantes no se atrevieron a restablecer la esclavitud, pero impusieron
el trabajo forzado para las obras públicas. Y mataron mucho.
No
fue fácil apagar los fuegos de la resistencia. El jefe guerrillero,
Charlemagne Péralte, clavado en cruz contra una puerta, fue exhibido,
para escarmiento, en la plaza pública. La misión civilizadora concluyó
en 1934. Los ocupantes se retiraron dejando en su lugar una Guardia
Nacional, fabricada por ellos, para exterminar cualquier posible asomo
de democracia.
Lo mismo hicieron en Nicaragua y en la República
Dominicana. Algún tiempo después, Duvalier fue el equivalente haitiano
de Somoza y de Trujillo.
Y así, de dictadura en dictadura, de
promesa en traición, se fueron sumando las desventuras y los años.
Aristide, el cura rebelde, llegó a la presidencia en 1991. Duró pocos
meses. El gobierno de los Estados Unidos ayudó a derribarlo, se lo
llevó, lo sometió a tratamiento y una vez reciclado lo devolvió, en
brazos de los marines, a la presidencia. Y otra vez ayudó a derribarlo,
en este año 2004, y otra vez hubo matanza. Y otra vez volvieron los
marines, que siempre regresan, como la gripe. Pero los expertos
internacionales son mucho más devastadores que las tropas invasoras.
País
sumiso a las órdenes del Banco Mundial y del Fondo Monetario, Haití
había obedecido sus instrucciones sin chistar. Le pagaron negándole el
pan y la sal. Le congelaron los créditos, a pesar de que había
desmantelado el Estado y había liquidado todos los aranceles y
subsidios que protegían la producción nacional. Los campesinos
cultivadores de arroz, que eran la mayoría, se convirtieron en mendigos
o balseros. Muchos han ido y siguen yendo a parar a las profundidades
del mar Caribe, pero esos náufragos no son cubanos y raras veces
aparecen en los diarios. Ahora Haití importa todo su arroz desde los
Estados Unidos, donde los expertos internacionales, que son gente
bastante distraída, se han olvidado de prohibir los aranceles y
subsidios que protegen la producción nacional.
En la frontera
donde termina la República Dominicana y empieza Haití, hay un gran
cartel que advierte: El mal paso. Al otro lado, está el infierno negro.
Sangre y hambre, miseria, pestes. En ese infierno tan temido, todos son
escultores. Los haitianos tienen la costumbre de recoger latas y
fierros viejos y con antigua maestría, recortando y martillando, sus
manos crean maravillas que se ofrecen en los mercados populares. Haití
es un país arrojado al basural, por eterno castigo de su dignidad. Allí
yace, como si fuera chatarra. Espera las manos de su gente.
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