Ya no vale el cuento de la gusanera reaccionaria. Los disidentes actuales del castrismo no son neoliberales deslumbrados por el fulgor de Miami sino los nietos de una revolución fracasada en un marasmo de desesperanza. A gente como el negro Zapata o la bloguera Yoani no les caben los despectivos descalificadores propios del neoestalinismo; son -eran, en el caso del pobre albañil victimado por la crueldad de esa tiranía carcelaria- miembros de una generación cansada de yugos que no sueña con horizontes de codicia capitalista sino con un simple paisaje de libertades cotidianas, una atmósfera social emancipada de consignas sectarias y de dogmas trasnochados. Su rebeldía no es contra el igualitarismo sino contra la intolerancia; ni siquiera contra el socialismo sino contra un régimen policial, represivo y asfixiante que se sostiene sobre una red de delatores emboscados en los pliegues del vecindario, las amistades y hasta las familias. En una democracia normal, esos opositores serían militantes de izquierdas, activistas de los derechos humanos, miembros de oenegés solidarias; en la Cuba fósil del tardocastrismo se trata de resistentes agónicos que intentan mantener vivos los rescoldos de una débil llama de libertad.
Por eso duele más la sorda indiferencia o la terca contumacia de un Gobierno que, como el zapaterista, debería sintonizar más que nadie con esa sencilla aspiración humanitaria. Por eso hiere la dureza dogmática de cierta irreductible izquierda española que sigue anclada en un gastado maniqueísmo, que se tapa los ojos con la venda de un prejuicio rocoso, que se niega a admitir la evidencia del naufragio de la utopía colectivista que, si alguna vez tuvo algún dudoso sentido, ha perdido toda razón de ser en la despótica perpetuación del fracaso. Sin coartadas ni excusas, sin disculpas ni pretextos. Liquidados los últimos conatos de reformismo, ya no hay esperanza de evolución, de transición ni de avance; la Cuba de los hermanos Castro es tan sólo un ámbito de crueldad estéril y de miseria prolongada, el falso símbolo de una vía muerta, un camino cerrado hacia ninguna parte. Un bloque de nada.
Las voces de los nuevos disidentes, las de los blogueros de Internet, las de los presos de conciencia, las de las antígonas del pueblo como la madre de Orlando Zapata, son el enérgico testimonio de ese clamor de auxilio que debería interpelar al sedicente progresismo español que aún no ha desertado de un ciego numantinismo sin razones. La causa de los ideales, la del progreso, la de la libertad, es hoy la de Yoani Sánchez, la de Reina Tamayo, la de Guillermo Fariñas, la de los miles de represaliados silenciosos, la de las víctimas del último, residual delirio represivo de la gerontocracia castrista. Quien no lo entienda por exceso de sectarismo o por ausencia de lucidez, debería sentirlo al menos por compasión, por altruismo, por honradez