Hila, hila, que te hila,
hilaban las dos infantas.
La mayor hilos de oro
la segunda hilos de plata.
La más niña de las tres,
se distraía y no hilaba.
Sobre el faldellín de raso
ociosa la mano blanca,
los ojos claros perdidos
más allá de la ventana,
en la noche, toda llena
de estrellas y luna clara.
Con la sonrisa en los labios
la miran las dos hermanas.
Como era jorobadita
todos la menospreciaban.
Entrara, en esto, la dueña,
la dueña temblona y cana:
-¿Qué están hilando a estas horas,
mis señoras las infantas?
-Yo hilo un vestido de corte,
yo hilo un vestido de plata,
para esperar al buen príncipe,
el de la pluma de grana.
-Y mi infanta la ociosa
¿qué tiene que no hila nada?
-No espero bodas ni príncipes,
no hilo con oro ni plata.
Hilo rayos de luna clara,
sin otra devanadera
que el anhelo de mi alma.
Un vestido voy tejiendo
claro sutil como el alba.
Cuando lo tenga acabado
vendrá por mí el que me ama.
No sé si será esta noche.
No sé si será mañana.
Sólo sé que allá, muy lejos,
alguien me quiere y me llama.
Con la sonrisa en los labios
la oían sus dos hermanas.
Como era jorobadita
todos la menospreciaban.
Esto fue a la prima noche...
Cuando sonreía el alba,
murió la jorobadita,
como se muere una lámpara.
Corrió por todo el palacio
la noticia comentada.
-No vivía en este mundo.
-Era una criatura extraña.
Sus hermanas, recelando
por sus trajes de oro y plata,
preguntaban a la dueña:
-¿Qué dura el luto de infantas?
A la noche la regaron
de lirios y rosas blancas.
La sacaron de puntillas
por una puerta excusada.
Como si fuera al encuentro
del novio que ella soñaba,
iba la risa en sus labios,
la paz en su frente blanca.
Las estrellas y la luna,
la vestían de oro y plata.