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General: CAPITALISMO
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Sent: 27/11/2010 21:34 |
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From: albi |
Sent: 27/11/2010 21:37 |
Vigilar y castigar
michael Foucault
SUPLICIO
I. EL CUERPO DE LOS CONDENADOS
Damiens fue condenado en 1757 a “pública retractación ante la Iglesia de París”. Había cometido parricidio (considerado contra el rey, a quien se equiparaba al padre). Fue brutalmente torturado (atenaceado, quemado). Finalmente, se lo descuartizó. Fue una operación muy larga, y no bastando esto, fue forzoso para desmembrar los muslos, cortarle los nervios y romperle a hachazos las coyunturas. Los restos fueron quemados.
Aunque se decía que era un gran maldiciente, no dejó escapar blasfemia alguna; tan sólo los extremados dolores le hacían proferir horribles gritos y a menudo pedía a Dios que se apiadara de él. Le Breton, el escribano, se acercó repetidas veces al reo para preguntarle si no tenía algo que decir. Decía que no. A pesar todos los sufrimientos, levantaba de cuando en cuando la cabeza y se miraba valientemente, hasta morir.
Foucault cita luego parte del reglamento redactado en 1838 “para la Casa de Jóvenes delincuentes de París”. Allí transcribe diversos artículos, que reglamentan todos los detalles de la vida allí: desde a qué hora se deben levantar los internos, pasando por cuándo ingresan al trabajo, qué es lo que hacen allí, a qué hora comen, cuántas horas están asignadas a la enseñanza, cuándo deben ir a dónde y de qué forma, cuándo se deben lavar las manos, y hasta la hora en que deben acostarse, quedando entonces los vigilantes haciendo la ronda por los corredores.
He aquí un empleo del tiempo. No sancionan los mismos delitos, no castigan el mismo género de delincuentes. Con menos de un siglo de separación, cada uno define un estilo penal determinado. Época en que fue redistribuida, en Europa y EEUU, toda la economía del castigo. Nueva teoría de la ley y del delito, nueva justificación moral o política del derecho de castigar. Redacción de códigos “modernos”. Una nueva era para la justicia penal.
Señalaré una de las modificaciones: la desaparición de los suplicios. Castigos menos inmediatamente físicos, cierta discreción en el arte de hacer sufrir, un juego de dolores más sutiles, más silenciosos. Es el efecto de reordenaciones más profundas. En unas cuantas décadas ha desaparecido el cuerpo supliciado, descuartizado, marcado simbólicamente en el rostro o en el hombro, expuesto vivo o muerto, ofrecido en espectáculo. Ha desaparecido el cuerpo como blanco mayor de la represión penal.
A fines del S XVIII y comienzos del XIX, la sombría fiesta punitiva está extinguiéndose. En esta transformación, han intervenido dos procesos, que no han tenido por completo ni la misma cronología ni las mismas razones de ser.
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1) La desaparición del espectáculo punitivo. El ceremonial de la pena tiende a entrar en la sombra. La retratación pública en Francia había sido abolida por primera vez en 1791, y reafirmada en 1837. Los trabajos públicos se suprimen casi en todas partes a fines del S XVIII, o en la primera mitad del XIX. La exposición en Francia se suprime finalmente en 1848. El castigo ha cesado poco a poco de ser teatro. El rito que “cerraba” el delito se hace sospechoso de mantener con él turbios parentescos: de habituar a los espectadores a una ferocidad de la que se les quería apartar, de mostrarles la frecuencia de los delitos, de emparejar al verdugo con un criminal y a los jueces con unos asesinos, de hacer del supliciado un objeto de compasión o de admiración. La ejecución pública se percibe ahora como un foro en el que se reanima la violencia. El castigo tenderá pues a convertirse en la parte más oculta del proceso penal. Consecuencias: abandona el dominio de la percepción casi cotidiana, para entrar en el de la conciencia abstracta; se pide su eficacia a su fatalidad, no a su intensidad visible; es la certidumbre de ser castigado y no ya el teatro abominable. Por esto, la justicia no toma sobre sí públicamente la parte de violencia vinculada a su ejercicio. Es la propia condena la que se supone que marca al delincuente con el signo negativo; publicidad, por tanto, de los debates y la sentencia; pero la ejecución misma es como una vergüenza suplementaria que a la justicia le avergüenza imponer al condenado; mantiénese a distancia, tendiendo siempre a confiarla a otros y bajo secreto. Es feo ser digno de castigo, pero poco glorioso es castigar. Lo esencial de la pena que los jueces infligimos no crean Uds. que consiste en castigar; trata de corregir, reformar, “curar”; una técnica del mejoramiento rechaza, en la pena, la estricta expiación del mal, y libera a los magistrados de la fea misión de castigar. Hay en la justicia moderna una vergüenza de castigar. Sobre esta herida, el psicólogo pulula así como el modesto funcionario de la ortopedia moral.
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2) La desaparición de los suplicios es, pues, el espectáculo que se borra; y es también el relajamiento de la acción sobre el delincuente. Se dirá: la prisión, la reclusión, los trabajos forzados, el presidio, la interdicción de residencia, la deportación son realmente penas “físicas”; a diferencia de la multa, recaen, y directamente, sobre el cuerpo. Pero la relación castigo-cuerpo no es en ellas idéntica a lo que era en los suplicios. El cuerpo se halla aquí como instrumento o como intermediario; si se interviene sobre él encerrándolo o haciéndolo trabajar, es para privar al individuo de una libertad considerada como un derecho y como un bien. El cuerpo queda prendido de un sistema de coacción y de privación, de obligaciones y de prohibiciones. El sufrimiento físico no son ya los elementos constitutivos de la pena. Hay una anulación del dolor. El castigo ha pasado de un arte de las sensaciones insoportables a una economía de los derechos suspendidos. Y si le es preciso todavía a la justicia manipular y llegar al cuerpo, será de lejos y según unas reglas austeras. Un ejército entero de técnicos ha venido a relevar al verdugo, anatomista inmediato del sufrimiento: los vigilantes, los médicos, capellanes, psiquiatras, psicólogos, educadores. A la justicia le garantizan que el cuerpo y el dolor no son los objetivos últimos de su acción punitiva. Hoy un médico debe establecer una vigilancia sobre los condenados a muerte. Cuando se los está por ejecutar, se les inyecta un tranquilizante. Utopía del pudor judicial: quitar la existencia evitando sentir el daño. El recurso a la psicofarmacología se encuentra dentro de la lógica de esta penalidad “incorporal”.
De este doble proceso –desaparición del espectáculo, anulación del dolor– son testigos los rituales modernos de la ejecución capital. Se acabaron los largos procesos en los que la muerte se halla a la vez aplazada por interrupciones calculadas, y multiplicada por una serie de ataques sucesivos. La reducción de estas “muertes” a la estricta ejecución capital define toda una nueva moral propia del acto de castigar. Ya en 1760 se había probado en Inglaterra una máquina de ahorcar, perfeccionada y adoptada definitivamente en 1783. En Francia en 1791 se establece que a todo condenado a muerte se le cortaría la cabeza, implicando una muerte igual para todos, una solo muerte por condenado, obtenida de un solo golpe y sin recurrir a esos suplicios prolongados y crueles. La guillotina, utilizada a partir de 1792, es el mecanismo adecuado. Procura una muerte instantánea. Casi sin tocar el cuerpo, ésta suprime la vida, del mismo modo que la prisión quita la libertad, o una multa descuenta bienes. Se supone que aplica la ley menos a un cuerpo real capaz de dolor, que a un sujeto jurídico, poseedor del derecho de existir. La guillotina había de tener la abstracción de la propia ley.
Indudablemente, algo de los suplicios se sobreimpuso en Francia, por un tiempo, a la sobriedad de las ejecuciones. Los parricidas y regicidas eran conducidos al patíbulo cubiertos por un velo negro. Acordémonos de Damiens, y notemos el nuevo velo de luto. El condenado no tiene ya que ser visto. La sola lectura de la sentencia sobre el cadalso, enuncia un delito que no debe tener rostro.
Desaparece, pues, en los comienzos del S XIX, el gran espectáculo de la pena física; se disimula el cuerpo supliciado; se excluye del castigo el aparato teatral del sufrimiento. Se entra en la era de la sobriedad punitiva. Esta desaparición de los suplicios es conseguida alrededor de los años 1830-1848. Esta afirmación global exige paliativos. Primero, las transformaciones no se realizan en bloque ni según un proceso único. Ha habido demoras. Paradójicamente, Inglaterra fue uno de los países más refractarios a esta desaparición de los suplicios.
A esto se agrega que si bien lo esencial de la transformación se ha logrado hacia 1840, el proceso se halla lejos de estar terminado. La práctica del suplicio ha obsesionado durante mucho tiempo nuestro sistema penal, y alienta en él todavía. La guillotina había marcado en Francia una nueva ética de la muerte legal. Pero la Revolución la revistió inmediatamente de un gran ritual teatral. Fue preciso colocar finalmente la guillotina dentro del recinto de las prisiones y hacerla inaccesible al público para que la ejecución se desarrolle en secreto, para que deje de ser un espectáculo y para que se convierta en un extraño secreto entre la justicia y su sentenciado. Pero la muerte penal sigue siendo en su fondo, todavía hoy, un espectáculo, que es necesario prohibir.
En cuanto a la acción sobre el cuerpo, tampoco se encuentra suprimida por completo a mediados del S XIX. La pena ha dejado de estar centrada en el suplicio, ha tomado como objeto principal la pérdida de un bien o de un derecho. Pero un castigo como los trabajos forzados o incluso como la prisión –mera privación de la libertad– no ha funcionado jamás sin cierto suplemento punitivo que concierne al cuerpo mismo: racionamiento alimenticio, privación sexual, golpes, celda. La prisión ha procurado siempre cierta medida de sufrimiento corporal. Un postulado que jamás se ha suprimido francamente: es justo que un condenado sufra físicamente más que los otros hombres. La pena se disocia mal de un suplemento de dolor físico. ¿Qué sería un castigo no corporal?
Mantiénese, pues, un fondo “supliciante” en los mecanismos modernos de la justicia criminal, un fondo envuelto cada vez más por una penalidad de lo no corporal.
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La atenuación de la severidad penal es un fenómeno muy conocido por los historiadores del derecho. Pero durante mucho tiempo, se ha tomado como un fenómeno cuantitativo: menos crueldad, menos sufrimiento, más benignidad, más respeto, más “humanidad”. Estas modificaciones van acompañadas de un desplazamiento en el objeto mismo de la operación punitiva.
Si no es ya el cuerpo el objeto, ¿cuál es? La respuesta de los teorizantes es “Puesto que ya no es el cuerpo, es el alma.” A la expiación que causa estragos en el cuerpo debe suceder un castigo que actúe en profundidad sobre el corazón, el pensamiento, la voluntad, las disposiciones.
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From: albi |
Sent: 27/11/2010 21:38 |
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VIGILAR Y CASTIGAR Michel Foucault
(continuación) SUPLICIO
La antigua pareja del falso punitivo, el cuerpo y la sangre, ceden el sitio. Entra en escena, cubierto el rostro, un nuevo personaje, entidades impalpables. El aparato de la justicia punitiva debe morder ahora en esta realidad sin cuerpo. Hoy castigar no es simplemente convertir un alma.
Primero, una sustitución de objetos. No se ha pasado de pronto a castigar otros delitos. La definición de infracciones, los márgenes de indulgencia, todo esto se ha modificado ampliamente desde hace 200 años; muchos delitos han dejado de serlo, por ejemplo la blasfemia ha perdido su status de delito; el contrabando y el robo doméstico, una parte de su gravedad.
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Pero estos desplazamientos no son el hecho más importante: la división entre lo permitido y lo prohibido ha conservado, de un siglo a otro, cierta constancia. En cambio, el objeto “crimen”, aquello sobre lo que se ejerce la práctica penal, ha sido profundamente modificado: la calidad, el carácter, la sustancia de que está hecha la infracción, más que su definición formal.
Bajo el nombre de crímenes y de delitos, se siguen juzgando efectivamente objetos jurídicos definidos por el Código, pero se juzga a la vez pasiones, instintos, anomalías, achaques, inadaptaciones, efectos de medio o de herencia; se castigan las agresiones, pero a través de ellas las agresividades; las violaciones, pero a la vez, las perversiones; los asesinatos que son también pulsiones y deseos. Son esas sombras detrás de los elementos de la causa las efectivamente juzgadas y castigadas. Juzgadas por el rodeo de las “circunstancias atenuantes”, que hacen entrar en el veredicto una cosa que no es jurídicamente codificable: el conocimiento del delincuente, la apreciación que se hace de él, lo que puede saberse de su pasado y de su delito, lo que se puede esperar de su futuro. Juzgadas, lo son también por el juego de esas nociones que han circulado entre la medicina y la jurisprudencia desde el S XIX (monstruos, anomalías psíquicas, perversos, inadaptados), y que con el pretexto de explicar un acto, son modos de calificar a un individuo. Castigadas, lo son con una pena que se atribuye por función la de volver al delincuente “deseoso y capaz de vivir respetando la ley y de subvenir a sus propias necesidades”; lo son por la economía interna de una pena que, si bien sanciona el delito, puede modificarse, según que se transforme el comportamiento del condenado; lo son también por el juego de esas “medidas de seguridad” de que se hace acompañar la pena (interdicción de residencia, libertad vigilada, tutela penal, tratamiento médico obligatorio), y que no están destinadas a sancionar la infracción, sino a controlar al individuo, a neutralizar su estado peligroso.
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El alma del delincuente no se invoca en el tribunal a los únicos fines de explicar su delito, ni para introducirla como un elemento en la asignación jurídica de las responsabilidades; si se la convoca, con tanto énfasis y con tan grande aplicación “científica”, es realmente para juzgarla, a ella al mismo tiempo que al delito, y para tomarla a cargo del castigo.
En todo el ritual penal, desde la instrucción hasta la sentencia y las últimas secuelas de la pena, se ha hecho penetrar un género de objetos que vienen a doblar, pero también a disociar, los objetos jurídicamente definidos y codificados. El examen pericial psiquiátrico, pero de forma más general la antropología criminal y el discurso de la criminología, encuentran aquí una de sus funciones precisas: inscribir las infracciones en el campo de los objetos susceptibles de un conocimiento científico, proporcionar a los mecanismos del castigo legal un asidero justificable no ya simplemente sobre las infracciones, sino sobre los individuos; no ya sobre lo que han hecho, sino sobre lo que son, serán y pueden ser. Los jueces, poco a poco, se han puesto, pues, a juzgar otra cosa distinta de los delitos: el “alma” de los delincuentes. Y se han puesto, por lo mismo, a hacer algo distinto de juzgar. Desde que la Edad Media construyó el gran procedimiento de la información judicial, juzgar implicaba un conocimiento de la infracción, un conocimiento del responsable, y un conocimiento de la ley. En el curso del juicio penal, se encuentra inscripta hoy en día una cuestión relativa a la verdad, muy distinta. Todo un conjunto de juicios apreciativos, diagnósticos, pronósticos, normativos, referentes al delincuente. Otra verdad ha penetrado la que requería el mecanismo judicial: una verdad que hace de la afirmación de culpabilidad un extraño complejo científico-jurídico. Tomemos la manera en que la cuestión de la locura ha evolucionado en la práctica penal. Según el Código francés de 1810, si el autor de un delito estaba loco, el delito mismo desaparecía. Era imposible declarar a alguien a la vez culpable y loco; el diagnóstico de locura, si se planteaba, no podía integrarse en el juicio. Los tribunales del S XIX se equivocaron en cuanto al sentido de lo planteado en ese artículo anterior. Han admitido que podía ser culpable y loco; culpable pero para encerrarlo y cuidarlo más que para castigarlo. Desde el punto de vista del Código penal, eran otros tantos absurdos jurídicos. Ya la reforma de 1832, que introducía las circunstancias atenuantes, permitía modular la sentencia de acuerdo con los grados supuestos de una enfermedad o las formas de una semilocura. Y la práctica, general en los tribunales, del examen pericial psiquiátrico, hace que la sentencia, aunque siempre formulada en términos de sanción legal, implica juicios de normalidad, asignaciones de causalidad, apreciaciones de cambios eventuales, anticipaciones sobre el porvenir de los delincuentes. Operaciones que se integran directamente en el proceso de formación de la sentencia. En lugar de que la locura anule el delito, todo delito ahora, y en el límite, toda infracción llevan en sí mismo como una sospecha legítima de locura, de anomalía. Y la sentencia que condena o absuelve no es simplemente juicio de culpabilidad, sino que lleva una apreciación de normalidad y una prescripción técnica para una normalización posible. El juez de nuestros días hace algo muy distinto que “juzgar”.
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Y no es el único que juzga. A lo largo del procedimiento penal, y de la ejecución de la pena, bullen toda una seria de instancias anejas, de jueces paralelos: psiquiatras, psicólogos, magistrados de la aplicación de las penas, educadores, funcionarios de la administración penitenciaria se dividen el poder legal de castigar; se dirá que ninguno de ellos comparte realmente el derecho de juzgar. Los expertos no intervienen antes de la sentencia para emitir un juicio, sino para ilustrar la decisión de los jueces. Pero desde el momento en que se confía a otros que no son los jueces de la infracción el cometido de decidir si el condenado “merece” ser puesto en semilibertad o en libertad condicional, si es posible poner término a su tutela penal, son realmente mecanismos de castigo legal los que se ponen en sus manos y se dejan a su apreciación: jueces anejos, pero jueces después de todo. En cuanto a los expertos psiquiatras, desde la circular de 1958, les toca decir si el sujeto es “peligroso”, de qué manera protegerse de él, cómo intervenir para modificarlo, y si es preferible tratar de reprimir o de curar.
Resumamos, desde que funciona el nuevo sistema penal –el derecho definido por los grandes códigos de los siglos XVIII y XIX–, un proceso global ha conducido a los jueces a juzgar otra cosa que los delitos; han sido conducidos en sus sentencias a hacer otra cosa que juzgar; y el poder de juzgar ha sido transferido, por una parte, a otras instancias que los jueces de la infracción. La operación penal entera se ha cargado de elementos y de personajes extrajurídicos. Se dirá que no hay en ello nada extraordinario, que es propio del destino del derecho absorber elementos que le son ajenos. Pero hay algo singular en la justicia penal moderna: que si se carga tanto de elementos extrajurídicos, no es para poderlos calificar jurídicamente e integrarlos al estricto poder de castigar; es, por lo contrario, para poder hacerlos funcionar en el interior de la operación penal como elementos no jurídicos; es para evitar que esta operación sea pura y simplemente un castigo legal; para disculpar al juez de ser pura y simplemente el que castiga. La justicia criminal no funciona hoy ni se justifica sino por esta perpetua referencia a algo distinto de sí misma, por esta incesante reinscripción en sistemas no jurídicos y ha de tender a esta recalificación por el saber.
Una saber, unas técnicas, unos discursos “científicos” se forman y se entrelazan con la práctica del poder de castigar.
Objetivo de este libro: una historia correlativa del alma moderna y de un nuevo poder de juzgar; una genealogía del actual complejo científico-judicial en el que el poder de castigar toma su apoyo, recibe sus justificaciones y sus reglas, extiende sus efectos y disimula su exorbitante singularidad.
Pero ¿desde dónde se puede hacer esta historia del alma moderna en el juicio? Si nos atenemos a la evolución de las reglas de derecho o de los procedimientos penales, corremos el peligro de destacar como hecho masivo, externo, un cambio en la sensibilidad colectiva, un progreso del humanismo, o el desarrollo de las ciencias humanas. El presente estudio obedece a cuatro reglas generales:
- No centrar el estudio de los mecanismos punitivos en sus únicos efectos “represivos”, sino reincorporarlos a la serie de los efectos positivos que pueden inducir. Considerar el castigo como una función social compleja.
- Analizar los métodos punitivos no como simples consecuencias de reglas de derecho o como indicadores de estructuras sociales, sino como técnicas específicas del campo más general de los demás procedimientos de poder. Adoptar en cuanto a los castigos la perspectiva de la táctica política.
- En lugar de tratar la historia del derecho penal y la de las ciencias humanas como dos series separadas cuyo cruce tendría un efecto perturbador o útil, buscar si no existe una matriz común y si no dependen ambas de un proceso de formación “epistemológico-jurídico”; en suma, situar la tecnología del poder en el principio tanto de la humanización de la penalidad como del conocimiento del hombre.
- Examinar si esta entrada del alma en la escena de la justicia penal, y con ella la inserción en la práctica judicial de todo un saber “científico”, no será el efecto de una transformación en la manera en que el cuerpo mismo está investido por las relaciones de poder.
En suma, tratar de estudiar la metamorfosis de los métodos punitivos a partir de una tecnología política del cuerpo donde pudiera leerse una historia común de las relaciones de poder y de las relaciones de objeto.
No soy el primero que ha trabajado en esta dirección. Del libro de Rusche y Kirchheimer se pueden sacar puntos de referencia esenciales. Primero, desprenderse de la ilusión de que la penalidad es ante todo una manera de reprimir delitos, y que puede ser severa o indulgente, dirigida a la expiación o encaminada a obtener una reparación, aplicada a la persecución o a la asignación de responsabilidades colectivas. Analizar más bien los “sistemas punitivos concretos”, estudiarlos como fenómenos sociales de los que no pueden dar razón la sola armazón jurídica de la sociedad ni de sus opciones éticas fundamentales; situarlos en su campo de funcionamiento donde la sanción de los delitos no es el elemento único; demostrar que las medidas punitivas no son simplemente mecanismos “negativos” que reprimen, impiden, excluyen, suprimen, sino que están ligados a toda una serie de efectos positivos y útiles. En esta línea, Rusche y Kirchheimer han puesto en relación los diferentes regímenes punitivos con los sistemas de producción de los que toman sus efectos; así en una economía servil los mecanismos punitivos tendrían el cometido de aportar una mano de obra suplementaria, y de construir una esclavitud “civil”; con el feudalismo, se asistiría a un brusco aumento de los castigos corporales, por ser el cuerpo en la mayoría de los casos el único bien accesible, y el correccional – el Hospital general–, el trabajo obligado, la manufactura penal, aparecerían con el desarrollo de la economía mercantil. Pero al exigir el sistema industrial un mercado libre de mano de obra, el trabajo obligatorio hubo de disminuir en el S XIX, sustituido por una detención con fines correctivos. No son pocas las observaciones que hacer sobre esta correlación estricta.
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Pero podemos sentar la tesis general de que en nuestras sociedades, hay que situar los sistemas punitivos en cierta “economía política” del cuerpo: incluso si no apelan a castigos violentos, incluso cuando utilizan los métodos “suaves” que encierran o corrigen, siempre es del cuerpo del que se trata –del cuerpo y de sus fuerzas, de su docilidad, de su sumisión–. ¿Es posible hacer una historia de los castigos sobre el fondo de una historia de los cuerpos?
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From: albi |
Sent: 27/11/2010 21:39 |
VIGILAR Y CASTIGAR Michel Foucault
(continuación) SUPLICIO
Por lo que a la historia del cuerpo se refiere, los historiadores la han comenzado desde hace largo tiempo. Han estudiado el cuerpo en el campo de una demografía, como asiento de necesidades, como lugar de procesos fisiológicos y de metabolismos, han demostrado hasta qué punto estaban implicados los procesos históricos. Pero el cuerpo está también directamente inmerso en un campo político; las relaciones de poder operan sobre él, lo marcan, lo someten a suplicio, lo fuerzan a unos trabajos, lo obligan a unas ceremonias. Este cerco político del cuerpo va unido a la utilización económica del cuerpo.
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El cuerpo está imbuido de relaciones de poder y de dominación, como fuerza de producción; pero en cambio, su constitución como fuerza de trabajo sólo es posible si se halla prendido en un sistema de sujeción. El cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido.
Este sometimiento no se obtiene únicamente utilizando la violencia y la ideología; puede ser directo, físico, emplear la fuerza contra la fuerza, obrar sobre elementos materiales, y a pesar de todo esto no ser violento; puede ser calculado, organizado, sutil, sin hacer uso ni de las armas ni del terror, y sin embargo permanecer dentro del orden físico. Es decir que puede existir un “saber” del cuerpo que no es exactamente la ciencia de su funcionamiento, y un dominio de sus fuerzas que es más que la capacidad de vencerlas: este saber y este dominio constituyen lo que podría llamarse la tecnología política del cuerpo. Esta es difusa, rara vez formulada en discursos continuos y sistemáticos; se compone a menudo de elementos y fragmentos. A pesar de la coherencia de sus resultados, no suele ser sino una instrumentación multiforme. No es posible localizarla ni en un tipo definido de institución, ni en un aparato estatal, pero éstos recurren a ella. Se trata en cierto modo de una microfísica del poder que los aparatos y las instituciones ponen en juego.
El estudio de esta microfísica supone que el poder que en ella se ejerce no se conciba como una propiedad, sino como una estrategia, que sus efectos de dominación no sean atribuidos a una “apropiación”, sino a unas maniobras, a unas tácticas; que se descifre en él una red de relaciones siempre tensas, siempre activas; que se le dé como modelo la batalla perpetua más que el contrato que opera una cesión o la conquista que se apodera de un territorio. En suma este poder se ejerce más que se posee. No es el “privilegio” adquirido o conservado de la clase dominante, sino el efecto de conjunto de sus posiciones estratégicas, efecto que manifiesta y a veces acompaña la posición de aquellos que son dominados. Este poder no se aplica pura y simplemente como una obligación o una prohibición, a quienes “no lo tienen”, los invade, pasa por ellos y a través de ellos. Estas relaciones no son unívocas; definen puntos innumerables de enfrentamientos, de luchas y de inversión por lo menos transitoria de las relaciones de fuerzas.
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El derrumbamiento de esos “micropoderes” no obedece a la ley de todo o nada. Sus episodios localizados pueden inscribirse en la historia por los efectos que inducen sobre toda la red en la que están prendidos. Hay que renunciar a imaginar que no puede existir un saber sino allí donde se hallan suspendidas las relaciones de poder, a creer que el poder vuelve loco, y que la renunciación al mismo es una de las condiciones para llegar a sabio. Más bien el poder produce saber; poder y saber se implican directamente el uno al otro; no existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder. Estas relaciones de “poder-saber” no se pueden analizar a partir de un sujeto de conocimiento que sería libre o no en relación con el sistema del poder; sino que hay que considerar, contrariamente, que el sujeto que conoce, los objetos a conocer y las modalidades de conocimiento son otros tantos efectos de esas implicaciones fundamentales del poder-saber y de sus transformaciones históricas. En suma, no es la actividad del sujeto de conocimiento lo que produciría un saber, sino que el poder-saber, los procesos y las luchas que lo atraviesan y que lo constituyen, son los que determinan las formas, así como también los dominios posibles del conocimiento.
Analizar el cerco político del cuerpo y la microfísica del poder implica, por lo tanto, que se renuncie a la oposición violencia-ideología, a la metáfora de la propiedad, al modelo del contrato o al de la conquista; en lo que concierne al saber, que se renuncie a la oposición de lo que es “interesado” y de lo que es “desinteresado”, al modelo del conocimiento y a la primacía del sujeto. Podríamos soñar con una “anatomía” política. No sería el estudio de un Estado tomado como un “cuerpo”, tampoco el estudio del cuerpo como un pequeño Estado. Se trataría en él del “cuerpo político” como conjunto de los elementos materiales y de las técnicas que sirven de armas, de relevos, de vías de comunicación y de puntos de apoyo a las relaciones de poder y de saber que cercan los cuerpos humanos y los dominan haciendo de ellos unos objetos de saber.
Se trata de reincorporar las técnicas punitivas –bien se apoderen del cuerpo en el ritual de los suplicios, bien del alma– a la historia de ese cuerpo político. Considerar las prácticas penales menos como una consecuencia de las teorías jurídicas que como un capítulo de la anatomía política.
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Kantorowitz ha planteado el “cuerpo del rey” como un cuerpo doble según la teología jurídica formada en la Edad Media (creo que sería algo así como “rey como cuerpo orgánico” y “rey como representante divino” o “como figura real propiamente dicha”). En el otro polo, podríamos imaginar que se coloca al cuerpo del condenado; también tiene él su status jurídico; y solicita todo un discurso teórico, no para fundar el “más poder” que representaba la persona del soberano, sino para codificar el “menos poder” que marca a todos aquellos a quienes se somete a un castigo. El condenado dibuja la figura simétrica e invertida del rey.
El poder excedente que se ejerce sobre el cuerpo sometido del condenado ha suscitado un tipo de desdoblamiento. El de un incorpóreo, de un “alma”. La historia de esta “microfísica” del poder punitivo sería entonces una pieza para una genealogía del “alma” moderna. En esta alma, hay que reconocer el correlato actual de cierta tecnología del poder sobre el cuerpo. No se debería decir que el alma es una ilusión, o un efecto ideológico. Pero sí que existe, que tiene una realidad, que está producida permanentemente en la superficie y en el interior del cuerpo por el funcionamiento de un poder que se ejerce sobre aquellos a quienes se castiga, de una manera más general sobre aquellos a quienes se vigila, se educa y corrige, sobre aquellos a quienes se sujeta a un aparato de producción. Realidad histórica de esa alma, que a diferencia del alma representada por la teología cristiana, no nace culpable y castigable, sino que nace más bien de procedimientos de castigo, de vigilancia, de pena y de coacción. Esta alma real e incorpórea no es en absoluto sustancia; es el elemento en el que se articulan los efectos de determinado tipo de poder y la referencia de un saber, el engranaje por el cual las relaciones de saber dan lugar a un saber posible, y el saber prolonga y refuerza los efectos del poder. Sobre esta realidad se han construido conceptos diversos: psique, subjetividad, personalidad, conciencia, etc.; sobre ella se han edificado técnicas y discursos científicos. No se ha sustituido el alma, ilusión de los teólogos, por un hombre real, objeto de saber, de reflexión filosófica o de intervención técnica. El hombre de que se nos habla y que se nos invita a liberar es ya en sí el efecto de un sometimiento mucho más profundo que él mismo. Un “alma” lo habita y lo conduce a la existencia, que es una pieza en el dominio que el poder ejerce sobre el cuerpo. El alma, efecto e instrumento de una anatomía política; el alma, prisión del cuerpo.
Los castigos en general y la prisión corresponden a una tecnología política del cuerpo. Se han producido en el mundo rebeliones de presos. En su desarrollo había algo paradójico: eran contra toda una miseria física que data de más de un siglo (frío, hacinamiento, falta de aire, hambre, golpes), pero también contra las prisiones modelo, contra los tranquilizantes, contra el aislamiento, contra el servicio médico o educativo. Era realmente de los cuerpos y de las cosas materiales de lo que se trataba en todos esos movimientos, del mismo modo que se trata de ello en los innumerables discursos que la prisión ha producido desde los comienzos del S XIX. Una rebelión a nivel de los cuerpos, contra el cuerpo mismo de la prisión. Lo que estaba en juego era la materialidad de la prisión, en la medida en que es instrumento y vector de poder; era toda esa tecnología del poder sobre el cuerpo, que la tecnología del “alma” –la de los educadores, de los psicólogos y de los psiquiatras– no consigue ni enmascarar ni compensar, por la razón de que no es sino uno de sus instrumentos. De esa prisión es de la que quisiera hacer la historia, historia del presente.
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Foucault estudiará el nacimiento de la prisión únicamente en el sistema penal francés. Las diferencias en los desarrollos históricos y las instituciones harían demasiado laboriosa la tarea de restituir el fenómeno de conjunto.
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De: residente (Mensaje original) |
Enviado: 27/11/2010 13:38 |
Propiedad privada la de Fidel, Matibruta, andas viendo la paja en el ojo ajeno
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Casas que delatan la riqueza de Fidel Castro
Fidel Castro es odiado por unos y querido por otros. Fue Primer Ministro de Cuba de 1959 a 1976 y Presidente del mismo país de 1976 a 2008. Ha estado en el “ojo del huracán” en todos estos años, pues para muchos este hombre es un dictador y opresor de los derechos humanos; sin embargo, para otros, es el hombre que supo sacar a Cuba adelante.
Sin embargo, la polémica va más allá de su forma de gobierno. Existen personas que aseguran que Fidel Castro vive como “rey” y que su fortuna es incalculable.
De hecho, el mandatario ha negado esas acusaciones que se han generado alrededor de su persona, asegurando que son puras difamaciones.
Sin embargo la revista Forbes lo coloca en el séptimo lugar de los mandatarios más ricos, asegurando que su fortuna asciende a 900 millones de dólares, colocándose arriba de la Reina Isabel II.
Esto ha ocasionado que el mandatario demande a la publicación por “libelo” tal y como lo hiciera cuando la misma revista publicó que su fortuna ascendía a los 550 millones de dólares.
Aunado a eso, el ex agente de la inteligencia cubana Roberto Hernández del Llano, fue entrevistado por la periodista cubano-estadounidense María Elvira Salazar en el programa “María Elvira Live” de la cadena MegaTV, en Miami, Estados Unidos.
Ahí el ex agente habló abiertamente de la fortuna de Fidel en donde aseguro que la “multimillonaria fortuna” de Castro la manejan y protegen tres hombres poco conocidos: el cubano nacionalizado suizo Constantino Paez Roselló, quien opera las transacciones del Banco de Crédito Suizo (Credit Suisse) y del UBS en Cuba; el chileno Max Marambio, guardia personal de Salvador Allende y ex presidente de la Corporación CIMEX, también conocido como “El Guatón”; y el ex presidente de la poderosa empresa estatal Cubanacán, Abraham Maciques, hombre de gran experiencia en la arena internacional y de gran influencia dentro de Cuba.
El ex agente no mencionó el monto total de la presunta fortuna de Fidel Castro, pero aseguró que la revista Forbes, que ha afirmado que el capital del líder cubano oscila entre los 900 y los mil 500 millones de dólares podría estar en lo cierto.
Esta información fue corroborada por otros dos colaboradores el ex funcionario del Ministerio de Economía, Jesús Marzo Fernández y el ex escolta de Castro, Carlos Calv.
Con esto se comprueba que lo publicado por la revista no está muy alejado de la realidad.
De acuerdo a lo señalado por el portal secretosdecuba.com, Castro cuenta con varias propiedades lujosas en donde vive su familia y él, siendo la más importante una que está situada en el conjunto residencial “Punto cero”, sin embargo a ésta se le suman más de 60 propiedades que ex mandatario usa para albergarse.
Según el sitio cubademocraciayvida.org las casas han sido usada en distintas etapas por el mandatario y cada una cuenta con grandes comodidades y se encuentran bien resguardadas por su guardia personal.
En De10.mx te presentamos algunas imágenes con estas propiedades.
Punto cero. Es la residencia en donde pasa la mayor parte del tiempo el ex mandatario. Ahí, vive con su esposa.
Sus hijos viven en una de las casas que se encuentran alrededor de la propiedad.
http://torontodominicano.com/2010/11/10/casas-delatan-la-riqueza-de-fidel-castro/
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From: albi |
Sent: 27/11/2010 21:39 |
VIGILAR Y CASTIGAR Michel Foucault
DISCIPLINA
I. LOS CUERPOS DÓCILES
La figura ideal del soldado tal como se describía aún a comienzos del S XVII. Es alguien a quien se reconoce desde lejos. Representa un cuerpo apto según determinadas características (vigor, valentía, buena marcha, cabeza erguida, estómago levantado, etc, etc, etc). Segunda mitad del S XVIII: el soldado se ha convertido en algo que se fabrica, de un cuerpo inepto se ha hecho la máquina que se necesitaba.
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Ha habido en el curso de la edad clásica un descubrimiento del cuerpo como objeto y blanco de poder. Cuerpo que se manipula, que se da forma, que se educa, que obedece. El gran libro del Hombre-máquina ha sido escrito en dos registros:
- el anátomo-metafísico, del que Descartes había compuesto las primeras páginas, y que médicos y filósofos continuaron (óptica médica y filosófica). Se trata aquí de funcionamiento y explicación; de un cuerpo analizable.
- el técnico-político, que estuvo constituido por reglamentos (militares, escolares, hospitalarios) y por procedimientos empíricos y reflexivos. Se trata aquí de sumisión y utilización; de un cuerpo manipulable.
Estos dos registros se hallan unidos por la noción de docilidad. Es dócil un cuerpo que puede ser sometido, utilizado, transformado y perfeccionado. Estos esquemas de docilidad, de tanto interés para el S XVIII, no son los primeros en plantear el cuerpo como objeto de intereses, pero hay cosas nuevas en estas técnicas. En primer lugar, la escala de control: no se trata al cuerpo como unidad indisociable, sino que se lo trabaja en sus partes, se ejerce sobre él una coerción (sujeción) débil. En segundo lugar, el objeto de control: ya no los elementos significantes de la conducta o el lenguaje del cuerpo, sino la economía, la eficacia de los movimientos, su organización interna. En fin, la modalidad implica una coerción constante que vela sobre los procesos de la actividad más que sobre su resultado.
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Por lo tanto, llamamos DISCIPLINAS a estos métodos que permiten el control minucioso de las operaciones del cuerpo, que garantizan la sujeción constante de sus fuerzas y les imponen una relación de docilidad-utilidad. Estas han llegado a ser, en el transcurso de los S XVII y XVIII fórmulas generales de dominación. Se diferencian:
- de la esclavitud (no se fundan en una relación de apropiación de los cuerpos),
- de la domesticidad (que es una relación de dominación constante, masiva, no analítica, ilimitada y establecida bajo el “capricho” del amo),
- del vasallaje o feudalismo (relación de sumisión extremadamente codificada que atañe más a los productos del trabajo que a las operaciones del cuerpo),
- del ascetismo y de las “disciplinas” de tipo monástico (que garantizan renunciaciones más que aumentos de utilidad y que, si bien implican la obediencia a otro, tienen por objeto principal un aumento del dominio de uno sobre su propio cuerpo).
El momento histórico de la disciplina es cuando nace un arte del cuerpo humano pensado como cuanto más obediente, más útil. El cuerpo humano entra en un mecanismo de poder que lo desarticula y lo recompone. Una “anatomía política”, una “mecánica del poder” está naciendo, definiendo cómo se puede hacer que los cuerpos operen como se quiere. La disciplina fabrica así cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos “dóciles”. La disciplina disocia el poder del cuerpo, hace de este poder una “aptitud”, una “capacidad” que trata de aumentar la potencia, convirtiéndola en una relación de sujeción estricta.
Esta nueva anatomía política como una multiplicidad de procesos con frecuencia menores y de localización diseminada. Se los encuentra actuando en colegios, en escuelas elementales, en hospitales, en el ejército. Casi siempre se han impuesto para responder a exigencias de coyuntura. (Foucault no hará una historia de las instituciones disciplinarias, sino que señalará algunos ejemplos para teorizar en base a ellos).
La disciplina es una anatomía política del detalle. En esta tradición de la eminencia del detalle aparecerá en la educación cristiana, en la pedagogía escolar o militar, en todas las formas finalmente de encauzamiento de la conducta. Para el hombre disciplinado, como para el verdadero creyente, ningún detalle es indiferente.Una observación minuciosa del detalle, y una consideración política de estas pequeñas cosas, para el control y la utilización de los hombres, se abre paso a través de la época clásica, llevando consigo un conjunto de técnicas, un corpus de procedimientos y de saber, de descripciones, y de datos. Y de estas fruslerías (cosas de poco valor) ha nacido el hombre del humanismo moderno.
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EL ARTE DE LAS DISTRIBUCIONES
La disciplina procede a la distribución de los individuos en el espacio. Para ellos emplea varias técnicas.
1. La clasura, la especificación de un lugar heterogéneo a todos los demás y cerrado sobre sí mismo. Lugar protegido de la monotonía disciplinaria. Ejemplos: colegios con el modelo de “convento”, cuarteles, talleres manufactureros (por ej. Toufait construye Le Creusot en el valle de la Charbonnièrem e instala en la fábrica misma alojamientos para obreros, constituyendo un nuevo tipo de control. La fábrica así se asemeja al convento, a la fortaleza, a una ciudad cerrada: “el guardián no abrirá las puertas hasta la entrada de los obreros, y luego que la campana que anuncia la reanudación de los trabajos haya sonado”; 15min después nadie tendrá derecho a entrar; al final de la jornada, los jefes de taller tienen la obligación de entregar las llaves al portero para que abra las puertas).
2. La localización elemental o división en zonas, espacios. A cada individuo su lugar. Evitar las distribuciones por grupos, analizar las pluralidades confusas. Es preciso anular los efectos de las distribuciones indecisas. Se trata de saber dónde y cómo encontrar a los individuos, poder en cada instante vigilar la conducta de cada cual, apreciarla, sancionarla, medir las cualidades. Procedimiento para dominar y para utilizar. La disciplina organiza el espacio analítico, el espacio celular.
3. Los emplazamientos funcionales van progresivamente a codificar en las instituciones disciplinarias un espacio que la arquitectura dejaba en general disponible y dispuesto para varios usos. Se fijan lugares determinados para responder a la necesidad de vigilar, de romper las comunicaciones peligrosas y de crear un espacio útil. Ejemplos: en hospitales militares y navales (para la vigilancia médica de enfermedades y de contagios). Las disposiciones de la vigilancia fiscal y económica preceden las técnicas de la observación médica: localización de medicamentos en cofres cerrados, registro de su utilización, poco después identificación de enfermos, más tarde aislamiento de los contagiosos, las camas separadas. Poco a poco, un espacio administrativo y político se articula en espacio terapéutico. Nace de la disciplina un espacio médicamente útil. Otro ejemplo: en las fábricas a fines del S XVIII se complica el principio de división en zonas individualizantes. Se trata a la vez de distribuir a los individuos en un espacio en el que es posible aislarlos y localizarlos; pero también de articular esta distribución sobre un aparato de producción que tiene exigencias propias. Así en una manufactura en Jouy, la planta baja se destina al estampado, y hay dos hileras a lo largo de la sala donde cada estampador trabaja en su mesa. Recorriendo el pasillo central es posible vigilar general e individualmente. La producción se divide. Bajo la división del proceso de producción, se encuentra, en el nacimiento de la gran industria, la descomposición individualizante de la fuerza de trabajo; las distribuciones del espacio disciplinario han garantizado a menudo una y otra.
4. El rango. En la disciplina los elementos son intercambiables, puesto que cada uno se define por el lugar que ocupa en una serie, y por la distancia que lo separa de los otros. La unidad en ella no es pues ni el territorio (unidad de dominación), ni el lugar (unidad de residencia), sino el rango: el lugar que se ocupa en una clasificación. La disciplina, arte del rango y técnica para la transformación de las combinaciones. Individualiza los cuerpos por una localización que no los implanta, pero los distribuye y los hace circular en un sistema de relaciones. Ejemplo: el “rango”, en el S XVIII, comienza a definir la gran forma de distribución de los individuos en el orden escolar: hileras de alumnos en clase, en los pasillos y los estudios; alineamiento de los grupos de edad unos a continuación de los otros; sucesión de las materias enseñadas según un orden de dificultad creciente. Y en estos alineamientos obligatorios, cada alumno de acuerdo a su edad, a sus adelantos y a su conducta, ocupa un orden determinado, un rango. Movimiento perpetuo en el que los individuos sustituyen unos a otros en un espacio ritmado por intervalos alineados.
La organización de un espacio serial fue una de las grandes mutaciones técnicas de la enseñanza elemental. Permitió sobrepasar el sistema tradicional (un alumno que trabaja unos minutos con el maestro, mientras el grupo permanece ocioso y sin vigilancia). Al asignar lugares individuales ha organizado una nueva economía del tiempo de aprendizaje. El espacio escolar como una máquina de aprender, pero también de vigilar.
Al organizar las “celdas”, los “lugares” y los “rangos”, fabrican las disciplinas espacios complejos: arquitectónicos, funcionales y jerárquicos a la vez. Recortan segmentos individuales e instauran relaciones operatorias. Espacios mixtos: reales (rigen la disposición de pabellones, salas, mobiliarios), pero ideales (se proyectan sobre la ordenación de las caracterizaciones, de las jerarquías). La primera de las grandes operaciones de la disciplina es pues la constitución de “cuadros vivos” que transforman las multitudes confusas, inútiles o peligrosas, en multiplicidades ordenadas. Esta constitución ha sido uno de los grandes problemas de la tecnología científica, política y económica del S XVIII: controlar, regularizar la circulación de las mercancías y de la moneda, inspeccionar a los hombres, distribuir los enfermos y clasificar las enfermedades: operaciones en que los dos constituyentes –distribución y análisis, control e inteligibilidad– son solidarios el uno con el otro. El cuadro en el S XVIII es una técnica de poder y un procedimiento de saber. Se trata de organizar lo múltiple.
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Pero el cuadro no desempeña la misma función en estos diferentes registros. En la economía, permite la medida de las cantidades y el análisis de los movimientos. En la taxonomía, caracteriza y constituye clases (por tanto reduce las singularidades). Pero en la distribución disciplinaria, la ordenación en cuadro tiene como función, por el contrario, distribuir la multiplicidad y obtener de ella el mayor número de efectos posibles. Mientras que la taxonomía natural se sitúa sobre el eje que va del carácter a la categoría, la táctica disciplinaria se sitúa sobre el eje que une lo singular con lo múltiple. Permite a la vez la caracterización del individuo como individuo, y la ordenación de una multiplicidad dada. Es condición primera para el control y el uso de un conjunto de elementos distintos: la base para una microfísica de un poder celular.
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