Irak es el conflicto con más heridos jamás visto, por una combinación de técnicas médicas y trucos guerrilleros. El resultado son miles de hombres sin piernas, brazos o manos que nadie sabe quién atenderá en el futuro.
La guerra de Irak ya tiene un lugar en la historia militar: es el conflicto con más mutilados jamás visto. Una curiosa combinación de mejores servicios médicos de combate, insurgentes con manías islámicas y blindajes defectuosos hace que los muertos sean relativamente pocos y los destrozados que sobreviven para arrastrarse sobre sus muñones sean un record absoluto.
Cuando los militares van al combate, suelen hablar de “bajas”, una palabra que incluye muertos y heridos. Hasta la Segunda Guerra Mundial, la proporción de partes que formaban las bajas era pareja, mitad muertos y mitad heridos. Esto era un avance formidable sobre lo tradicional en materia de guerra, cuando los heridos en combate que volvían para contarlo eran una ilustre minoría que sobrevivía a infecciones, hemorragias, cirujanos con serrucho y largos recorridos en carretas traqueteantes hasta los pocos y sucios hospitales de campaña. Esto explica instituciones como nuestra “Veteranos de la Guerra del Paraguay”, dedicada exclusivamente a los que habían sido heridos en esa masacre y habían sido tocados por el milagro de volver. Eran tan pocos que hasta tenían derecho al empleo público.
En la Segunda Guerra se inventa el “medic”, figura popularizada por la serie Combate, un soldado raso entrenado en primeros auxilios que se dedicaba básicamente a parar hemorragias y tratar de que sus camaradas no se le fueran por el shock. Los norteamericanos fueron los únicos en tener medics en esa guerra, no por cuidadosos sino porque llegaron al frente con un sistema médico militar casi totalmente inexistente, por lo que hubo que improvisar. El invento sirvió y fue imitado por todos los ejércitos organizados del mundo. Para la época de Corea y luego Vietnam, de cada diez bajas, ocho eran heridos que sobrevivían y sólo dos eran muertos, ya sea “instantáneos” o de hospital. Esta proporción se mantuvo hasta la primera guerra del Golfo y era considerada un verdadero milagro, uno de los aspectos que mostraban que el ejército de EE.UU. era de los mejores del mundo.
Pero luego cambiaron algunas cosas: los norteamericanos siguieron aceptando que su gobierno haga la guerra en lugares desconocidos, pero no aceptaron más que los chicos murieran en playas lejanas, y el modelo de guerra cambió completamente, con un consecuente cambio en la estructura militar y de medicina de emergencia. El resultado es que en esta interminable guerra de Irak hay ocho heridos por cada muerto. Cuando llegaron a 2500 caídos en combate, a mediados de este año, los norteamericanos tocaron la línea de los 20.000 heridos. Y muchos de esos heridos quedaron grotescamente rotos: ciegos, amputados, con daño cerebral.
El primer elemento para entender este fenómeno es recordar que los norteamericanos resucitaron la armadura. Todo soldado y todo marine en servicio usa un chaleco largo hecho de pequeñas placas de cerámica ultradura montado sobre tejido de kevlar. Muy liviana, esta armadura protege la espalda, el pecho y el abdomen superior, y es capaz de resistir disparos a corta distancia. Irak produjo un rico anecdotario de soldados ametrallados a quemarropa que caen desmayados por el golpe pero “resucitan” a los pocos minutos con nada más que moretones. En cualquier guerra anterior hubieran muerto instantáneamente.
El otro factor importante es que los medics ya no emparchan como pueden a sus camaradas sino que proveen prácticamente la misma atención que un paramédico en cualquier gran ciudad. Viajan con una mochila de instrumentos, saben estabilizar al herido y en el peculiar teatro de guerra urbano de Irak, tienen una ambulancia a minutos de distancia. Ser baleado a orillas del Tigris es tan peligroso como ser baleado a orillas del Hudson, en el Bronx.
Lo que nadie se esperaba es que la resistencia iraquí se dedicara a los golpes bajos. Literalmente. En una situación guerra, el impacto promedio llega siempre desde arriba: un balazo, un cañonazo, una bomba de aviación, un misil. El soldado en peligro se abraza a la tierra y si puede cava para vivir. Pero en Irak el arma favorita es el explosivo rastrero: el auto que estalla, la mina, la granada-cohete rasante y el explosivo improvisado atado a un guardarail o pegado al cordón de la vereda. El resultado es que los heridos muestran impactos que vienen de abajo, de atrás y de los lados, casi nunca de arriba. El blanco favorito de los insurgentes, algo aprendido sobre la marcha, son las patrullas en humvee y los convoys de suministros en camiones. Esto es, dos tipos de vehículos reforzados o blindados en puertas y paredes, pero con pisos que son apenas un chasis de chapa convencional.
El setenta por ciento de los heridos en combate en Irak cayó ante estas armas. La mitad de los heridos fue tocado en las piernas, sólo el 25 por ciento en los brazos o las manos. Las armaduras, estupendas para las balas o las esquirlas de explosiones, no sirven demasiado cuando un humvee pisa una mina o le detonan una bomba al pasar: el soldado se rompe adentro de su chaleco por la fuerza de la explosión o es impactado por un objeto romo, como el propio asiento o la puerta entera, y no hay chaleco que pare algo así.
Pero el principal problema son las partes expuestas, en particular las piernas. Los médicos militares de Irak –muchos, muchísimos de ellos en realidad civiles que ofrecen sus servicios por unos meses al año, en particular si son cirujanos– ya se acostumbraron a tratar soldados sin piernas a los que les remueven las armaduras para verles torsos sin un rasguño. Tratar de salvar una pierna arrasada por una explosión es un desafío: el proceso standard puede tomar dos años y hasta una docena de operaciones de implante de tejidos y vasos sanguíneos, antes de que el paciente sea viable o deba ser amputado.
Un creciente porcentaje de tropas está sufriendo de un tipo de locura causada por daño cerebral concreto, físico, resultado nuevamente del peculiar arsenal iraquí. Es un efecto colateral inesperado del casco cerámico que usa el ejército norteamericano, hecho de los mismos materiales que la armadura y simplemente el mejor ya visto para la guerra convencional. El problema aparece cuando la explosión viene desde abajo: el casco, con sus “alas” anchas, a la alemana, funciona como una campana, dejando la cabeza del soldado como badajo y concentrando la vibración de la bomba. Para peor, con la explosión sube una columna de partes metálicas del piso del auto y de mugre, lo que causa heridas en el rostro nunca antes vistas en combate: ¿cómo sanar a un soldado que tiene tierra incrustada bajo la piel en toda la cara y en los ojos?
En Bagdad, el hospital de combate 31 tiene el único tomógrafo del servicio médico en el frente. El equipo de neurocirujanos del 31 rutinariamente realiza craneotomías, una operación en la que se abre el cráneo y se examina el cerebro, cortando lo que en la tomografía aparece como tejido muerto. Estos médicos hasta inventaron una frase para explicar a sus pacientes lo que va a pasar: “Podemos curarte. Pero no vas a ser el mismo que antes”. Esto pasa con los casos lo suficientemente evidentes como para ser diagnosticados. Pero Irak ve cada día hombres de uniforme que salen de vehículos que explotaron caminando como borrachos y que se pasan días, aparentemente intactos, pero con dolores de cabeza, incapaces de pensar claramente o de concentrarse, con picos de depresión o de furia súbita. La conmoción cerebral es uno de los campos peor entendidos de la medicina, pero ya se sabe que los efectos de este tipo de trauma pueden aparecer en cualquier momento, hasta años después de sufridos.
El costo económico de esta situación casi garantiza una tragedia a largo plazo. En tiempos idos, la mayoría de los heridos graves moría y el Estado era capaz de atender a largo plazo a los sobrevivientes. Ya con la guerra de Vietnam, que produjo casi medio millón de heridos, el sistema de cobertura a los veteranos pasó a ser sinónimo de carencias, faltas de respeto y abandono. Lo que puede pasar si la guerra de Irak se prolonga es fácil de imaginar: un masivo número de lisiados de por vida que recibirán una atención magra.
Según la ley militar, un soldado gravemente herido en combate sigue estando en actividad hasta dos años después de la fecha en que cayó. Durante ese período recibe una excelente atención médica, comparable a la mejor que un civil pueda pagar. El alucinante costo económico de este sistema médico queda sepultado en los 600.000 millones de dólares que cada año se gastan los EE.UU. en sus fuerzas armadas y ni registra cuando se compara a cuánto cuesta, por ejemplo, mantener los submarinos en alta mar. Así, los amputados reciben piernas computarizadas de 50.000 dólares, dedos de grafito de 5000 y juegos de brazos de hasta 100.000. También tienen enfermeros y expertos en recuperación para hacer ejercicios y aprender a usar sus nuevas extremidades, y técnicos que las ajusten. De hecho, los amputados reciben más de una prótesis, para que puedan mandarlas a arreglar cuando fallan. El ejército hasta está construyendo un hospital especial para estos casos de tres mil metros cuadrados.
Pero a los dos años los heridos reciben su baja honorable y vuelven a ser civiles. Si no se pueden pagar su atención médica privada, increíblemente cara en Estados Unidos, pasan a las duras mercedes de la Administración Nacional de Veteranos, un PAMI para ex soldados que ya atiende a siete millones de socios y acaba de recibir a sus primeros heridos de Irak. La ANV tiene tiempos argentinos: le toma seis meses aceptar un caso nuevo y si el veterano apela una decisión debe esperar un promedio de tres años para que alguien decida. Así, en la última década se murieron 13.700 ex soldados mientras esperaban que alguien en la burocracia aceptara sus reclamos. Nadie en su sano juicio espera que la situación mejore. El Pentágono recibió centenares de miles de millones de dólares para pagar la guerra en Irak. La Administración de veteranos tuvo este año un aumento en su presupuesto del 0,3 por ciento.