Las filtraciones de supuestos secretos de Estado a través de Wikileaks han reabierto el debate, nunca zanjado con decisión ni con unanimidad doctrinal, sobre si la seguridad de un Estado debe primar sobre la libertad de expresión o viceversa. Hay países como China, Cuba, Venezuela o Marruecos en los que ese conflicto, propio de una ética democrática sana, es inimaginable por razones obvias: la libertad de expresión no sólo se concibe como un instrumento contraproducente para garantizar la seguridad de Estados con estructuras democráticas fingidas o directamente dictatoriales, sino que es perniciosa de fábrica. Por eso, sencillamente o no existe o, si asoma, se le somete a persecución, represión y castigo.
En los países de tradición democrática, con el arraigo de los derechos, las garantías y las libertades constitucionalmente regulados, el recurrente conflicto entre seguridad y libertad de expresión persiste. Wikileaks lo ha desnudado con menos pudor aún que criterio, toda vez que su único objetivo no nace de la transparencia, de la justicia social, o de un ánimo de denuncia global de la censura y la hipocresía de las democracias, como fingen creer cuatro idealistas de la decencia y otros cuatro utópicos de la anarquía. Su móvil es un ánimo de lucro descarnado y espurio, concebido cabal y conscientemente desde la ilegalidad. Sus datos, por tanto, han sido fraudulentamente comercializados. Cuestión jurídica distinta es si, en cascada, su difusión también es ilícita, lo que no parece posible ni encaja fácilmente en los ordenamientos jurídicos reguladores de la libertad de expresión.
Desde el 11-S, la amenaza del terrorismo global dejó de ser eso, una mera amenaza. La seguridad de los Estados se convirtió en el principal bien digno de ser protegido, aun a costa de una restricción parcial de libertades, mayoritariamente aceptada por las sociedades en riesgo. Pero agotar ahí el debate 'seguridad-libertades' de modo excluyente sería reducirlo al absurdo hasta el punto de situar a una democracia ante un espejo cóncavo, deformador de la realidad. La garantía de un bien nunca debe excluir a otros, a riesgo de que, en caso contrario, una democracia deje de serlo. Es una cuestión de contrapesos, de rendición de cuentas conforme a la legalidad y de compatibilidad de principios. El fin no justifica los medios. Por ello, la ética política debería ser suficiente por sí misma para convertir en irrelevante e innecesario el chantaje global y el jaque al sistema con que Wikileaks ha desafiado a Occidente.
Ejercicios de ingenuidad aparte, el daño real a la seguridad de los Estados causada por Wikilieaks y sus 'hackers' parece hasta ahora irrelevante. Es más un daño moral, proporcional al nivel de frivolidad con el que, visto lo visto, se manejan muchos servicios secretos y embajadas del mundo. No es inseguridad lo que provoca, sino desconfianza y pérdida de credibilidad en estructuras del poder que basan su quehacer en el chismorreo, la elucubración, la psicología de diván o un vago corta y pega periodístico. Wikileaks es un delito en sí misma. En cambio, nuestros espías de artificio y cotillas, nuestra 'crème de la crème' de embajadas y demás clubes sociales de lectura de periódicos, nuestra élite de la 'delicatessen' analítica, nuestros 'jack ryan' de película de Cantinflas… son frívolos hasta el sonrojo. Tienen delito.