Lorena es una morocha argentina de 26 años y grandes ojos oscuros que no tiene casa, tampoco empleo, ni medicamentos para sus hijos enfermos y como no tiene nada que perder se acaba de convertir en una "okupa", como se conoce a los que invaden propiedades ajenas.
La muchacha acaba de salir del anonimato de su pobreza extrema y es parte de una convulsión social junto con miles de personas que ocupan parques y terrenos privados, en un sismo que sacude la conciencia de los argentinos, desata crisis políticas y es noticia fuera de las fronteras.
"Yo no voy a robar porque mi mamá me enseñó bien de chica. Y me molió a palos cuando me vio con una pulsera que no era mía", cuenta Lorena, que tiene tres hijos varones, uno de 4 años, otro de 3 y un bebé de 10 meses.
Pero a esta mujer a la que sus padres trajeron a Buenos Aires a los dos años, corridos por la desocupación en la norteña ciudad de Tucumán, se le acaba de morir otro hijo, mientras que uno de los varones respira mal y otro está grave con un diagnóstico de cáncer en la cabeza.
Lorena, que lleva una remera color lila y pantalones cortos de 'jean', cuenta la historia parada en la acera de una arbolada calle del barrio de Barracas, mientras habla con su marido, un uruguayo que se llama José, sentado con una pierna colgando en lo alto de un muro perimetral de dos metros.
"Él está adentro y yo ahora afuera. Adentro hay 15 familias", suelta el relato la muchacha de los ojos morenos y achinados, para explicar por qué entraron a un baldío privado y abandonado del tamaño de una cancha de fútbol, el cuarto predio ocupado en la capital argentina.
Las ocupaciones de los sin techo, muchos de ellos inmigrantes bolivianos y paraguayos, proliferan como una epidemia.
"¡Alcanzame una gaseosa, me muero de sed!", pide José desde la medianera de ladrillos y descascarado revoque donde están despintadas leyendas de campañas electorales en las que se prometen empleos, viviendas y felicidad.
José sabe el oficio del panadero, como Lorena, y trabajó en repostería, como Lorena, pero ahora hace 'changas', es decir, labores temporarias por hora para arreglar, limpiar o acarrear alguna cosa.
Bajo un sol de verano que obliga a buscar reparo debajo de un árbol, a José y Lorena empezaron a aislarlos con una larguísima cinta de plástico blanco con una inscripción en letras rojas que repite hasta el infinito la palabra "peligro, peligro, peligro...".
El cordón de seguridad lo montaron policías federales que impiden entrar o salir del baldío tomado, pero reina la calma y no hay piedras ni tiros como en los focos de tensión del sur profundo de Buenos Aires, en el Parque Indoamericano y en Lugano.
Lo único que rompe el silencio es el ruido de una parte del muro al derrumbarse empujado por los ocupantes, como cuando hicieron un boquete para entrar.
La pareja viene habitando una casilla de chapa en 'La 21', un asentamiento de esos que en Argentina llaman 'Villa Miseria', pero se les acabó la plata para pagar el alquiler de 700 pesos (175 dólares).
"Yo dejé a mis hijos con mi hermana. Tengo un hermano en una silla de ruedas. La familia nos tira algunos 'mangos' (pesos). Pero esto no se aguanta", dice Lorena y se le nota que no quiere quebrarse ni llorar.
Miguel, otro 'villero', de 29 años, que está en la calle para defender a sus compañeros "okupas", cuenta que el dueño del predio, plagado de escombros, malezas y ratas, está internado en un manicomio.
"No sé cómo va a terminar esto", dice bajando el tono de voz.
Enfrente, ayuda a dar sombra la mole grisácea y majestuosa de la Basílica del Sagrado Corazón, una iglesia de estilo neorrománico, donde dentro de pocas horas empezará la misa.
Lorena no podrá rezar allí porque a esa hora tiene que ayudar, sin ganar un cobre y de puro corazón, en la limpieza de un comedor de 'La 21' que se llama 'Amor y paz'.
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