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De: albi (Mensaje original) |
Enviado: 22/11/2010 20:52 |
Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba (República Argentina) http://www.acader.unc.edu.ar RAÍCES ROMANAS DE LAS INSTITUCIONES MODERNAS Por Humberto Vázquez Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Córdoba Académico de Número PALABRAS PRELIMINARES Contrariando mi costumbre, esta disertación que hoy traigo, va a ser leída. Cronos, el dios del tiempo en la Magna Grecia, padre de Zeus, que fue después el padre de todos los dioses, es implacable e inapelable. Cronos, no ha turbado mi intelecto. Por el contrario, el tiempo, con el transcurrir de los años, le ha dado a mi saber una cierta belleza otoñal, remanzada, como de pozo o aljibe, donde las ideas permanecen fieles, ágiles, fértiles, pero los hechos que narramos, son cimarrones, saltarines sobre los siglos, y vuelan de nuestras manos sin que podamos cazarlos a tiempo... Prefiero por ello, dejarlos prisioneros de la escritura, maniatarlos al papel, para poder leerlos con orden y precisión en homenaje a este auditorio que me honra con su presencia. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:34 |
La moral no varía pasando la frontera.
La justicia es una para todos los hombres, y debe condicionar todas las relaciones que entre ellos existan.
Las colectividades están obligadas a cumplir los preceptos de la justicia, conforme al deber de cada uno, y al poder de todos los que las componen.
Si la justicia es buena, si es necesaria para los hombres de cada nación, necesaria y buena tiene que ser para las naciones que pueblan la tierra, y aun los astros que brillan en el cielo si están habitados. Se concibe que haya seres que vivan sin comer y sin respirar, en el fuego del sol o la tenue impalpable, inconcebible materia de los cometas; pero no se comprende que ni en la Luna, ni en Júpiter, ni en las estrellas, ni donde quiera que haya seres racionales, deje de ser una necesidad la justicia.
Siendo el Derecho de gentes la justicia en las relaciones de los pueblos, ninguno puede sustraerse a él. Sea que las naciones comuniquen en la esfera intelectual, o bien en la moral o económica, ni sus ideas, ni sus sentimientos, ni sus intereses, pueden sustraerse a las reglas de equidad. Los náufragos que piden socorro en la costa; los mercaderes que llegan al puerto; los criminales fugitivos que pasan la frontera; los artistas, los hombres de ciencia, los que viajan por instruirse, los que se quieren establecer o hacen contratos en el extranjero; los que se encuentran desvalidos en tierra extraña, deben hallar en todo el mundo civilizado, amparo en su desventura, seguridad para su hacienda, respeto a todas las manifestaciones justas de su libertad, y represión si abusan de ella. Porque un hombre sea extranjero, no le hemos de dejar que muera sin socorro, que mate sin pena, ni que se le despoje de los bienes que posea, ni que se desdeñe la verdad que diga.
Un Estado, pues, debe a otro todo lo que un hombre debe a otro hombre, y algunas cosas más que el individuo por sí solo no puede realizar.
Y cuando los Estados faltan a lo que mutuamente se deben (y más o menos han faltado siempre hasta aquí), los hombres que los componen, ¿son individualmente responsables de toda la injusticia de la colectividad?
Aquí empiezan las grandes diferencias entra el individuo y el Estado, y el peligro de dar a las analogías una extensión que no tienen.
¿Por qué si un millón de hombres se confabulan para matar a otro, es cada uno responsable de todo el crimen consumado por aquella multitud? Porque los que la componen saben el mal que hacen y pueden dejar de hacerle. No es este el caso (hasta aquí) de las naciones que faltan a la justicia: las muchedumbres que las componen, ni saben lo que deben hacer, ni pueden dejar de hacer lo que hacen. En todos los pueblos hay todavía masas; materia imponible, sacrificable y extraviable, que da su dinero para proveer los parques, empapa con su sangre los campos de batalla y apoya los atentados contra el Derecho que ignora. ¿Comprenderá el de gentes cuando no sabe el patrio? ¿Podrá realizarle mientras no lo sepa? Además de esta ignorancia, hay las causas de error, señaladas en el capítulo XI; está el odio, las grandes diferencias que la separan de otros pueblos, el desdén, el despecho, las consecuencias de la injusticia, la posibilidad de vivir sin realizarla.
Las masas no saben el Derecho de gentes, no saben, por consiguiente, que le infringen: lo único de que tienen noticia es que se votan leyes para dar dinero y hombres; que se forman ejércitos y escuadras; que es preciso ser soldado y marinero, hacer el ejercicio en tiempo de paz y morir en tiempo de guerra: esto exige la obediencia a la ley, el amor a la patria. Así lo escriben los doctos, lo peroran los tribunos y lo mandan los fuertes. Los intereses de la patria, la integridad de la patria, la dignidad, el honor de la patria. ¿Quién no defiende todas estas cosas? Es indigno negarles apoyo, ni sería posible: el que rehúsa formar parte de la fuerza armada es objeto de coacción material, para convertirse después en instrumento de ella: así como la bola de nieve aumenta el poder de derribar con los cuerpos que derriba.
En las cuestiones internacionales, la inmensa mayoría de los súbditos respectivos no tienen idea clara de ellas, a veces no tienen idea alguna. El Jefe del Estado, el Ministro responsable, la Asamblea, dicen, tenemos razón, justicia, motivo de queja, derecho para conceder tal cosa, prohibir tal otra, concluir un tratado o declarar la guerra, y las masas apoyan y aplauden, u obedecen en silencio. Si estas resoluciones son contra justicia y alguno intenta manifestarlo, se ahoga su voz; si quiere resistirse, se le llama rebelde y se le sacrifica; cuando menos, se le oprime. En asuntos internacionales, la razón se escarnece con frecuencia, y el que la dice no está siempre a cubierto de las iras de la plebe o de la opresión de las mayorías.
Si se habla de ciencia, pueden llamarse plebe todos los ignorantes; si se trata de derecho, todos los que le desconocen, y como el de gentes le saben y le quieren tan pocos, resulta que sólo una imperceptible minoría le invoca, y que la casi totalidad le infringe muchas veces sin escrúpulo. Las muchedumbres beligerantes o vociferantes no alegan contra la parte sino que se lanzan contra el enemigo; son dos fuerzas, una enfrente de otra, muy firmes en su derecho; no le han discutido, no le saben, pero no dudan de él. Recórranse las filas de dos ejércitos hostiles y se verá que los soldados de entrambos están seguros de que tienen la razón de su parte; a ninguno le ha ocurrido dudarlo. Su causa es buena, porque es suya; porque se han identificado con su triunfo por amor, por odio, por lealtad, por orgullo, por todos los sentimientos poderosos de su alma, nobles y viles; su causa es buena, porque por ella sufren, por ella matan, por ella mueren...
¿Queréis producir el mayor asombro en un campamento? Pues decid: ¡Soldados! (y aun oficiales), reflexionad si eso que defendéis es el derecho, y si no lo es, deponed las armas. El que tal dijera no merecería los honores de un consejo de guerra; probablemente se le tendría por loco.
Este es el estado de las inteligencias y de las conciencias: viéndole, como pueden hallarse tantas semejanzas, para la realización del derecho entre los individuos y los Estados. ¿Cómo comparar al individuo que sabe la ley, que conoce que hace mal en infringirla, que puede obedecerla, a las grandes colectividades que ignoran el derecho, que faltan a él, sin conocerlo, y que aun cuando quisieran no podrían realizarle, porque una fuerza superior las impulsa contra él? Mientras las naciones aparezcan unas enfrente de otras como masas que se mueven a la voz de una pasión, de un cálculo errado, de un interés ilegítimo, y avancen con seguridad de conciencia, ¿es posible equipararlas a individuos que infringen la ley, es posible hacerlas aceptar una común, acatar un tribunal que las aplique y organizar una fuerza internacional que sostenga un derecho que se desconoce?
Como decíamos, se han exagerado las analogías. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:34 |
La justicia es una para los individuos y para los pueblos; los medios de realizarla no pueden ser idénticos, sino que varían con las mayores resistencias que opone o las mayores facilidades que ofrece la colectividad respecto al individuo.
El Derecho de gentes positivo es infinitamente más imperfecto que el patrio, hasta el punto de considerarse legítima la apelación a la fuerza: las naciones del mundo civilizado tienen la voluntad y el poder de faltar mutuamente a lo que se deben, más que faltan entre sí los individuos de una nación. ¿Pero este estado es definitivo? No. ¿Estacionario? Tampoco... Hay progreso, y progreso muy rápido hacia el derecho; aumenta a la vez su conocimiento y la necesidad de realizarle: el nivel moral e intelectual de los pueblos sube; en una época tal vez menos remota de lo que se supone, habrá subido lo suficiente para que el Derecho de gentes, que hasta aquí halló más obstáculos, tenga más facilidades que el patrio. Investiguemos brevemente por qué.
Una nación, se ha dicho, como un hombre, puede faltar a la ley, delinquir; hay que hacer de modo que no falte impunemente, y que si comete crimen sea tratada como criminal.
Una nación, decimos nosotros, no es como un hombre; es un organismo, una armonía de hombres que obran según impulsos, sentimientos e ideas humanas, pero con medios superiores a los individuales.
El delincuente individuo tiene un mal propósito que precede al hecho culpable, y para combatirle carece de elementos completamente independientes de su yo, de aquel yo sujeto a la mala tentación. La voz de la humanidad y de la conciencia se confunde con el grito de la pasión; los cálculos, los propósitos, los razonamientos, todo recibe influencias perturbadoras de la codicia, del odio o del amor: la idea del deber pasa por aquella moralidad conmovida, vacilante, como un manantial de origen puro que corre a través de terreno cenagoso. Todos los motivos que tiene el delincuente para no serlo, preceptos religiosos, reglas del honor, deberes de la moral; todas aquellas influencias, aun las que parecen más exteriores, como la fuerza física que apoya la ley y los fallos de la opinión, siempre es dentro de sí donde se apoyan, y no hay palanca poderosa si el punto de apoyo es movedizo: si pesa, si mide, si calcula, siempre es él solo el que resuelve, siempre es su voluntad la que se decide por el bien o por el mal: responsable es de lo que haga, porque tiene medios de no hacerlo, pero estos medios están en él, son suyos, en términos de que no hay poder humano que le haga ser malo o bueno si él no quiere: esto constituye su mérito y su peligro, su poder y su desfallecimiento, su miseria y su dignidad. El individuo delincuente (hay que repetirlo, porque importa mucho no olvidarlo), para combatir su mal propósito, no ha tenido elementos independientes de su manera de ser, ni una fuerza exterior le ha imposibilitado de hacer mal.
La persona colectiva, la nación, cuando llega al período en que puede considerarse como ser racional; cuando ya no es rebaño, ni tropa que obedece al que la manda, o al que la subleva; la nación como han empezado a serlo, como serán las del mundo civilizado, en un día más o menos próximo, tiene elementos de bien y de mal, pero independientes unos de otros. Si 1.000, 100.000, 1.000.000 de hombres quieren infringir la ley internacional, cometer un atentado cualquiera contra otro pueblo; si 1.000, 100.000 o 1.000.000 de hombres combaten este mal propósito, lo harán sin participar de la obcecación o mala voluntad de sus compatriotas, viendo clara la razón y la justicia, siendo, en fin, un elemento de bien, independientes por completo del elemento que al mal se inclinaba. Esta independencia que tienen los componentes de la persona colectiva, independencia de que carecen los que constituyen el individuo, establecen una ventaja en favor de la moralidad de las colectividades cuando adquieren el grado de cultura necesario para que el bien no se desconozca.
Los motivos y las pasiones de una masa feroz o ávida de ganancia, no alteran la serenidad de las personas dignas a quienes repugna, en vez de seducir, la brutal rebeldía. Los malos deseos del individuo despiden como vapores al través de los cuales la luz de la verdad brilla menos para él, gritos desacordes que hacen menos perceptible la voz de la conciencia; pero los espectadores imparciales que son extraños a su tentación, lo son a su extravío y le combaten con sus fuerzas íntegras, la conciencia recta y la razón clara. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:35 |
Como las minorías justas y razonables, muchas veces se han visto vencidas (no siempre) por muchedumbres locas o culpables, a través de la impotencia de los elementos del bien, no se ha distinguido su independencia; no se ha visto que los hombres ilustrados y equitativos de un pueblo no se dejen seducir como el individuo que infringe la ley; que aun siendo pocos, conserven su esencial rectitud, a la manera que una luz podrá ser insuficiente para disipar las tinieblas, pero no se apaga por brillar en la obscuridad. Por su incorruptibilidad, los elementos del bien se conservan, y aun se aumentan en medios propios para destruirlos: aunque sean débiles son invulnerables, y se los observa en la historia como corrientes que no pueden ser enturbiadas por otras más poderosas. De esta pureza esencial dimana su independencia; de su independencia su poder: en ocasiones, un corto número de individuos, uno solo, contiene a una multitud extraviada o la impulsa, si, apática, contempla el bien que podía hacer, el mal que podía evitar. Así, cuando en una colectividad predominan los elementos razonables y morales, no hará locuras o iniquidades, porque estos elementos independientes de los opuestos tienen una fuerza incontrastable, y no pueden ser vencidos como los que la flaca voluntad del culpable deja atropellar cuando delinque.
Otra diferencia que existe entre el individuo y la persona colectiva llamada nación, es que es soberana: que ella sola juzga de sus hechos, buenos o malos, y puede sostenerlos con la fuerza, si la tiene. Dícese que por esta situación han pasado los individuos, y que los pueblos de ahora están como los señores feudales que encomendaban a las armas la resolución de sus diferencias, y que como ellos, se sujetarán a la ley, sostenida por la fuerza.
Primeramente, los señores feudales no eran la sociedad feudal, sino una mínima parte de ella; por debajo estaba el pueblo, que buena o mala, tenía ley; por encima la religión, cuyo espíritu procuraba penetrar en la sociedad toda; estaba la Iglesia, cuyos mandatos desobedecidos unas veces se obedecían otras y constituían una regla y un freno: estaba la autoridad real, pisada en ocasiones, preponderante otras, pugnando siempre por establecer reglas y reducir rebeldías: estaba, en fin, la misma jerarquía feudal, que no dejaba de ser una organización sujeta a una ley. No se puede decir que ni aun en este período, relativamente breve, y que no bastaría para fundar en él una ley de la historia, hayan vivido los individuos de una nación, con la independencia unos de otros que hoy tienen las naciones entre sí: la sociedad feudal tenía sus leyes, bien duras para la mayoría, y aun la minoría privilegiada y rebelde, algunas reconocía, algunas aceptaba, algunos deberes iban unidos a sus exorbitantes derechos; ni podía suceder de otra manera: es absolutamente imposible que exista pueblo alguno, cuyos individuos no tengan más ley que su voluntad, y gocen, unos respecto de otros, la independencia que entre sí tienen las naciones: lo repetimos, esto no aconteció en la sociedad feudal, ni puede realizarse en ninguna.
Tenemos, pues:
1.º Que las naciones, siendo soberanas, tienen unas respecto de otras, una independencia que no han tenido nunca, que no pueden tener los individuos de ninguna.
2.º Que las naciones, cuando llegan a un cierto grado de cultura y moralidad, tienen en sí elementos para realizar el bien, independientes de toda mala influencia.
3.º Que no puede compararse para realizar el derecho una nación a un individuo, con menos recursos para rebelarse contra él, y con menos medios para evitar su infracción.
Si estas proposiciones son exactas, viene al suelo todo el edificio jurídico fundado en la semejanza de la nación y el individuo para la promulgación, aplicación y cumplimiento de la ley, y la fuerza que ha de hacerle efectiva, no es necesaria; más, no es posible.
La fuerza que ampara la ley dentro de una nación, se dirige contra minorías débiles por el número y por la ignominia que las cubre, contra los delincuentes; la fuerza fuera, la internacional, que ha de hacer efectivo el Derecho de gentes, se dirigiría contra soberanías poderosas, respetables y respetadas.
La política establece todos sus equilibrios con fusiles y cañones. La balanza queda en fiel. ¿Por cuánto tiempo? Hasta que se echen del otro lado algunos centenares de baterías, algunas decenas de buques blindados. A una nación le ocurre decir que todos sus hijos son soldados, y los arma: las otras necesitan ponerse a su nivel, y arman los suyos, cada una en la proporción que puede, y hay, además de guerra, neutralidad armada, paz armada, necesidad verdadera o supuesta, contra una constante amenaza. El monarca más ambicioso, el pueblo más batallador, el Estado, en fin, que por pasión o por cálculo quiera pelear y tenga elementos para la lucha en grande escala, da la ley, o para que no la dé, hay que armarse como lo está él: los pueblos así armados, forman combinaciones, alianzas y equilibrios tan inestables como es injusto el sentimiento que los impulsa: es un pugilato, cada día más sangriento y ruinoso, en que los fines de la barbarie usan de los medios de la civilización.
Semejante estado de cosas subsistirá mientras haya masas de cuya hacienda se pueda disponer para comprar armas, y cuyos brazos no se nieguen a blandirlas; mientras miles, millones de hombres maten y mueran, sin que pregunten qué derecho tienen para matar, ni por qué deber van a morir.
Las grandes potencias, las naciones de primer orden, se dice ahora. ¿Y cómo se mide esa primacía y esa grandeza? Ya lo hemos dicho, y no es menester decirlo, porque todo el mundo lo sabe, por el número de hombres que pueden armar. Esto que es lógico, dado el actual modo de ser de las sociedades, parecerá un día tan absurdo como es. En los Congresos diplomáticos de ahora, no entra, no puede entrar la idea de tribunal, de ley, de juicio ni de fallo: los que asisten a esas reuniones llevan en lugar de derecho, un hecho; por código, derrotas o victorias; por conciencia, el interés; por criterio, las instrucciones recibidas; por razón, la que llaman de Estado, recurso del que no la tiene. Es preciso olvidarse de todo esto, borrarlo de la memoria como de la práctica. Cuéntase de un hombre que preguntaba: ¿Qué era armonía? El interpelado le llevó adonde había ganado de cerda chillando como suele cuando se le hostiga o mortifica, y le dijo: ¿Oyes? Todo lo que no se parezca a esto es armonía. Al que quisiera saber lo que es equidad, podría llevársele a un Congreso diplomático, de esos que reúnen después de las grandes luchas, y decirle. ¿Ves? Todo lo que no se parezca a esto es justicia.
Las grandes potencias son las únicas que tienen voz y voto en los acuerdos de la política, y como si los pequeños no pudieran tener razón, se les niega hasta el derecho de exponerla.
Trátase de sustituir la jurisprudencia a la diplomacia, los Tribunales a los Congresos diplomáticos, la fuerza que apoya el derecho a la que le atropella. La Gran Alianza, o como ahora se dice La Confederación de Estados tendrá su Código, sus jueces, su ejército, y el pueblo delincuente será penado como lo es el individuo.
Nosotros creemos que mientras las naciones estén en estado de cometer delito, podrán resistir a la sanción penal, y que mientras haya necesidad de emplear ejércitos, éstos podrán apoyar el derecho o volverse contra él. La federación ha dado últimamente tres terribles lecciones, en Suiza, en Alemania, en los Estados Unidos de América. Pueblos eran que tenían una ley común, un Tribunal que la aplicara, una fuerza para obligar al cumplimiento del fallo; pueblos eran que tenían antiguos lazos, y los rompieron, encomendando a la suerte de las armas lo que creían su interés y su derecho: esto ha sucedido en los pueblos más adelantados del mundo. Se dirá que es porque no lo están bastante: cierto; si hubieran sustituido la idea de derecho a la de ejército no se habrían rebelado, pero entonces no se necesitaba la fuerza federal.
La historia de los progresos del Derecho de gentes, prueba que no depende de la fuerza que le apoye, sino de la razón que le comprenda y de la voluntad que le quiera. ¿Cómo se va estableciendo? Poco a poco, mientras sube despacio el nivel de la ilustración y de la moralidad, y son pocos los intereses comunes; muy de prisa, cuando aumenta rápidamente la ciencia y la rectitud de los pueblos, y sus intereses se confunden y se cruzan. El Derecho de gentes, ¿ha salido de los parques, o de las escuelas de los templos, de las fábricas, de los escritorios y de las asociaciones benéficas? ¿A qué victorias, de qué ejércitos, pueden referirse los triunfos de la justicia internacional? Si los náufragos tienen derecho a ser auxiliados en todas las costas del mundo civilizado; si los heridos en todos los campos de batalla son una cosa sagrada; si se ha abolido el corso, y la venta de hombres; si los extranjeros se equiparan en la mayor parte de las cosas a los nacionales; si el Derecho de gentes existe, en fin, ¿es a consecuencia de que hay numerosos ejércitos? ¿Es por ellos, o a pesar de ellos? Más veces le atropellan que le apoyan, y sin esa fuerza que se invoca para auxiliarle, sus progresos serían más rápidos. Porque entiéndase, que la fuerza no sólo opone al derecho los obstáculos directos y ostensibles que todos vemos cuando oprime, sino indirectos, e infinitamente más poderosos. Si los miles de millones que se gastan en organizar fuerza, se emplearan en enseñar derecho, todos los pueblos lo sabrían y le querrían, y no se necesitaba más para establecerle. Para comprar hierro, acero y plomo y mantener a los que lo manejan, las naciones se empobrecen, y su miseria y su ignorancia se añade al poder de los mismos que la causan. Así, cuando vemos un progreso de la justicia entre las relaciones de los hombres, es porque han comprendido una verdad, su verdadero interés, o cedieron a un noble impulso, a un sentimiento humano, no porque un ejército triunfara: la justicia no se conquista, se sabe, se merece, se gana.
Aquellas cosas que las naciones comprenden como justas y útiles, las practican entre sí, con tratados o sin ellos, y sin sanción penal: ahí están numerosos hechos que lo confirman, muy numerosos, porque hoy, en las relaciones no hostiles de los pueblos, el derecho es la regla; atropellarle la excepción: este derecho no es todavía la expresión exacta de la justicia, pero se acerca cada vez mas a ella, y la guerra que viene a suspenderle, no se atreve a negarle: pasa como una ola destructora, y después que pasó, el tratado de paz restablece, si no todo el derecho, una gran parte de él; toda aquella que está en la inteligencia y en la conciencia humana; por desgracia nada más, por dicha nada menos. |
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Andas descubriendo el hilo negro |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:36 |
Cuando el derecho está en la atmósfera moral e intelectual, se respira; no pueden dejar de respirarle los débiles y los fuertes84, los grandes y los pequeños. ¿En virtud de qué tratado se respeta la vida de los prisioneros de guerra? No existe ninguno ni hace falta para que este derecho sea ley internacional. ¿Por qué el Presidente del Poder Ejecutivo de los Estados Unidos pide a un jurisconsulto reglas para humanizar la guerra y se conforma con ellas? ¿Por qué el Czar, el omnipotente autócrata, a sí mismo se impone como ley esas reglas respecto a los prisioneros, y aun las mejora en favor de sus enemigos? Ninguna fuerza material le compele a ello. ¿Por qué la Prusia triunfante se justifica de la acusación de haber infringido alguna vez en la guerra con Francia el Convenio de Ginebra? ¿Por qué presenta un alegato en regla con documentos justificativos? ¿A quién teme en su omnipotencia?
Estamos tan acostumbrados a referir el orden a la sanción de la fuerza física, que no comprendemos el poder de la moral, infinitamente mayor y más eficaz cada vez; no ya los hombres de acción y de guerra, sino los literatos y los pensadores, persisten en no ver remedio a los atentados que pueda cometer un ejército sino oponiéndole otro. Laveleye, comprendiendo el peligro de dar al Tribunal internacional el apoyo de un gran ejército, declara que no puede concedérsele. «De lo contrario, dice, las naciones dejarían de ser independientes, y se consagraría un derecho universal de intervención, y el más insignificante debate podría dar lugar a una guerra general. Tendríamos una Santa Alianza aumentada, lo cual no sería una gran garantía para el progreso y la libertad.»
Veamos cómo se expresa Card a este propósito:
«M. Patricie Larroque critica mucho esta conclusión (la que acabamos de ver de Laveleye), que le parece extraña. Cree, con razón, que la sentencia de cualquier juez es completamente inútil, si no existe fuerza suficiente para hacerla respetar. -Se reirían, dice, de estas decisiones, como el ladrón y el asesino se reiría de los fallos de la justicia si no viese al gendarme detrás del juez. -Esta respuesta de M. Larroque es prudentísima (est pleine de sagesse), pero de ningún modo refuta la grave objeción suscitada por M. de Laveleye, y tiende únicamente a afirmar un punto no controvertido.»
De modo que un autor cuya obra ha sido premiada por la Facultad de Derecho de París85, un autor hombre de fe y de progreso que escribe en el año de 1876, considera que el equiparar a las naciones a ladrones y asesinos riéndose del juez si no hay gendarmes detrás, es UN PUNTO NO CONTROVERTIDO. Aunque parezca temeridad y aunque lo sea, nosotros no sólo controvertimos, sino que negamos resueltamente esa supuesta identidad de la persona colectiva con la individual.
Ya hemos dicho, y a nuestro parecer probado, que en las naciones que han llegado a cierto grado de cultura y moralidad, hay elementos poderosos para la realización del derecho, elementos con una independencia, con una incorruptibilidad, puede decirse, de que carecen las facultades del individuo que cede al impulso culpable.
Las naciones tienen una independencia que no han tenido nunca los individuos, digan lo que quieran los que las comparan hoy a los señores feudales; por eso son dueñas de aceptar o no la ley internacional; por eso no la aceptan o tardan en aceptarla; por eso apelan a la fuerza. Pero una vez aceptada la ley, no la pueden infringir, se hallan moralmente imposibilitadas de infringirla. ¿Moralmente? Dirá alguno en son de mofa. Sí, moralmente. Hay imposibilidades morales como físicas, y no es menos imposible que un hombre honrado robe o asesine, que el que la atracción de los cuerpos no se verifique en razón inversa del cuadrado de las distancias.
¿Cuándo acepta una nación como ley una regla de conducta respecto a las otras naciones? Cuando le parece justa o útil, o las dos cosas a la vez. Este parecer es su modo de pensar y de sentir, que se ha formado lenta y difícilmente hasta constituir opinión. La opinión es el parecer de la mayoría de los que influyen en el modo de obrar de un país, y cuando ella acepta la ley, ella hace que se cumpla: las rebeldías, si las hubiere, nótese bien, estarán dentro, no fuera; no tendrán carácter internacional, porque los que se oponen al cumplimiento de lo mandado serán reducidos a la impotencia por los que lo apoyan, por aquel gran elemento independiente, sostenedor de preceptos libremente aceptados, fielmente cumplidos fuera por coacción moral, que dentro puede ser física en caso de rebeldía de algunos individuos, en gran minoría, como lo están siempre los delincuentes. La opinión no puede ser rebelde a sí misma, no puede querer y no querer una cosa al mismo tiempo, y cuando quiso aceptar una ley internacional, querrá cumplirla.
Se arguye que la ley internacional variará con la opinión; pero a las naciones les sucede lo mismo, sin que por eso dejen de cumplirse, y dice bien Laboulaye: «Hace tiempo que hemos renunciado a la idea de un código eterno aplicable a pueblos que se modifican de continuo. Antes de imponer a los hombres un código inmutable sería necesario petrificar el género humano.»
Y que la ley internacional se cumple sin coacción física es un hecho. Abolida la trata, ninguna nación de las que firmaron el pacto ha faltado a él. Habrá habido individuos negreros, como hay ladrones y asesinos, y a los que con razón se han equiparado, pero las naciones como tales, no han autorizado el comercio de hombres. Abolido el corso, no ha habido corsarios entre las naciones abolicionistas; era moralmente imposible que los hubiera, y ni Francia, ni Alemania, ni Rusia, ni Turquía, firmantes del Tratado de París, en sus guerras después de él han dado patentes de corso. El Código internacional de Banderas se cumple, en la medida de los medios materiales de cada nación. Las naciones se advierten mutuamente de las luces que encienden en las costas a fin de que todos los marinos puedan utilizarlas; cumplen sus tratados de comunicaciones telegráficas y postales, los de extradición de delincuentes, los de comercio. Los tratados equiparan cada día más a los extranjeros con sus súbditos, y obran casi siempre en justicia respecto a ellos. No hay que olvidar que las relaciones de los súbditos de diferentes Estados y de éstos con los súbditos extranjeros, están condicionadas por el derecho, unas veces escrito, otras no, siempre cumplido; esta es la regla que pasa desapercibida, porque en la justicia como en el aire salubre, se vive naturalmente, notándose la excepción que es la iniquidad, como se advierte la pestilencia de los gases mefíticos.
Y en todas estas leyes que se cumplen, en todo este derecho que se realiza, ¿dónde está el gendarme que vence las resistencias y evita que los contraventores se burlen de los fallos del juez? No calumniemos al mundo civilizado, equiparando a los pueblos con los delincuentes: si queremos comparar, comparemos las naciones, no con un criminal rebelde a la ley, sino con un hombre honrado y fuerte, que la hace respetar en su casa.
¿Y la guerra? ¿Y este atentado contra derecho que halla instrumentos o cómplices en todos los pueblos cultos? Detestamos la guerra como el que más; anatematizamos con todas nuestras fuerzas ese choque de soberanías indómitas, que siguiendo impulsos brutales, sacrifican vidas y haciendas, huellan la justicia y obscurecen sus nociones. Pero por horrible que nos parezca la guerra, y por onerosa que sea la paz armada, no dejamos de ver claramente que no tiene poder para contener los progresos del derecho. Esto matará a aquello decía Victor Hugo, refiriéndose a la imprenta y a la arquitectura; con mucha más razón puede decirse del derecho respecto a la fuerza. El empuje material de ésta es hoy tanto, que deslumbra, fascina, y al ver el número de hombres que sacrifica de tan lejos y en tan poco tiempo, parece que jamás fue tan poderosa; pero no hay que confundir el poder mecánico con el verdadero, porque los hombres van dejando (aunque despacio) de ser autómatas. Para esperar o desesperar de la paz futura, no consideremos los instrumentos que emplea la guerra, sino las ideas que la combaten, los intereses que perjudica, y veremos que jamás se demostró con tanta energía su absurdo por el entendimiento, su perjuicio por el cálculo, su iniquidad por la conciencia; no consideremos la fuerza brutal de que dispone, sino el crédito de que goza, y veremos que éste disminuye en una proporción mayor que crece la fuerza destructora de las materias explosivas que emplea; no contemos solamente la posibilidad de allegar recursos para presentar en batalla masas en número hasta ahora desconocido, sino la imposibilidad cada día mayor de trastornar las relaciones del mundo civilizado que se organiza para la paz, que la necesita más imperiosamente cada vez.
Seebohm ha escrito un libro poco voluminoso86, del cual dice su traductor M. Farjasse: «Es la obra más persuasiva y concluyente que he leído, sobre el triste asunto de la guerra, y he leído muchas, desde que tengo el honor de pertenecer a la Sociedad de Amigos de la Paz. No hay declamaciones o lugares comunes, ni sobre la pretendida gloria militar, ni sobre los horrores indecibles del campo de batalla, ni sobre la moral evangélica, ni sobre la fraternidad de los pueblos; no hay sueños, no hay utopias; historia, números, hechos incontestables, medios prácticos y con frecuencia practicados, res non verba, prueban la posibilidad de aplicar el sistema de reforma del Derecho de gentes propuesto por el autor. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:36 |
Aparte de esta conclusión, porque no nos parece práctico para establecer el Derecho de gentes, la creación de un Tribunal internacional con una fuerza armada suministrada por todas las naciones que haga efectivos los fallos; aparte de que M. Seebohm, como suele acontecer al que ve bien una fase de una cuestión, prescinde algo o mucho de las otras, es cierto que el autor inglés deja en el ánimo el convencimiento de que los pueblos a medida que se civilizan, se hacen dependientes unos de otros por sus múltiples relaciones económicas, y que de esta mutua dependencia resulta ser cada vez más necesaria la paz, y cada vez más perjudicial la guerra. En absoluto, ningún pueblo civilizado es hoy independiente de los otros, pero hay grados en esta escala que M. Seebohm establece de la manera siguiente:
Naciones en el período de mayor dependencia:
Holanda. Inglaterra. Suiza. Bélgica.
Naciones en el período en que se bastan a sí mismas:
Francia. Italia. Zollverein. Dinamarca. Grecia. Suecia. Noruega. España. Austria. Portugal. Rusia. Turquía.
Naciones en el primer período, que puede llamarse de juventud.
Los Estados Unidos. El Brasil. Las Repúblicas de América. Las Colonias inglesas, etc., etc.
Esta clasificación no puede tomarse a la letra, pero no es por eso menos evidente que Holanda, que exporta e importa a razón de 1.200 reales por habitante; Inglaterra a razón de 1.100, sufren mayor trastorno con la guerra, que España que exporta e importa a razón de 100 reales por habitante, y Rusia por valor de 80 reales; Inglaterra necesita de los otros pueblos para proveerse de primeras materias, para expender los productos elaborados con ellas, para abastecerse de mantenimientos y hasta para enviarles una parte de su exuberante población. La prodigiosa prosperidad de Inglaterra es un mecanismo muy complicado que el menor obstáculo entorpece, una armonía que necesita el reposo de la paz, no sólo dentro, sino fuera. La guerra separatista de los Estados Unidos, produjo verdaderos desastres en los distritos ingleses que viven de la industria algodonera, y este recuerdo y el convencimiento de que la prosperidad de la Gran Bretaña depende, en gran parte, del algodón de América, contribuyeron, y mucho, sin duda, a la avenencia cuando la cuestión del Alabama: si Inglaterra no hubiera necesitado de los Estados Unidos, es casi seguro que hubiera roto las hostilidades en vez de pagar la indemnización.
La política de no intervención, y pacífica de Inglaterra, no es un sistema de sus hombres de Estado, es una condición de prosperidad nacional. Con motivo de la cuestión de Oriente se ven luchar los elementos bélicos y los pacíficos; los hombres de conciencia que quieren lo justo y los de cálculo que quieren lo útil; los que ven el interés por el prisma del egoísmo, y la dignidad de la nación a través de antiguas preocupaciones. Los siervos del Czar87 se lanzan sin vacilación, en masa, al campo de batalla: los súbditos ingleses vacilan: la Inglaterra se pone en ridículo, dicen, decaen: sí, para la guerra; pero se eleva y se hace uno de los primeros pueblos del mundo para la paz.
La observación de los hechos y la investigación de las causas que los producen, deja el convencimiento de que la guerra, no sólo es cada día más repugnante a la razón, más antipática al sentimiento, sino más incompatible con la prosperidad de los pueblos; que hoy no puede ser el estado permanente o prolongarse años y años como antes sucedía; que es una cosa excepcional, y que todo indica que llegará a ser una cosa imposible.
La gran violación del Derecho de gentes, el mayor obstáculo a que se extienda y consolide la guerra, no tiene condiciones para vivir indefinidamente; por el contrario, la vida intelectual, moral y económica de las naciones, será su muerte. El día en que la apelación a las armas parezca absurda, injusta y perjudicial, nadie recurrirá a ellas; mientras esto no suceda, habrá que lamentar los atentados de la fuerza; triste verdad, pero verdad, en fin, que no deja de serlo por desconocerla o negarla.
Suprimida la guerra que viene a suspender, a pisar muchas veces el Derecho de gentes, éste se establecerá naturalmente, perfeccionándose a medida que sea más perfecta la noción de la justicia entre los pueblos.
La ley internacional, repitámoslo, es difícil de establecer, porque se admite por soberanías que tienen el poder de rechazarla; pero una vez establecida, es fácil de observar, porque han de darle cumplimiento, no individuos, que pueden faltar a ella, sino colectividades, que tienen el poder de cumplirla, y la voluntad también, sin lo cual no la hubieran aceptado.
Lo esencial es establecer la ley internacional, y a este fin deben dirigirse todos los medios que se empleen por los amantes de la paz y de la justicia.
Combatir aquellas pasiones y errores indicados en el capítulo XI, como causas de que el Derecho de gentes no haya seguido los progresos del patrio.
Generalizar el conocimiento del derecho en general.
Promover la instrucción.
Elevar el nivel moral. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:37 |
Estrechar los lazos que unen unos pueblos con otros, por medio de asociaciones internacionales que se constituyan para todos los fines humanos, y en que todas las clases tomen parte.
Extender las Sociedades de los amigos de la paz.
Favorecer el impulso bien marcado ya, a codificar el Derecho de gentes, como medio de generalizarle y determinarle.
Promover Congresos internacionales en que se discutan las cuestiones de derecho y llevarlas también a la prensa periódica.
Promover la publicación de impresos que traten del Derecho de gentes, desde la obra fundamental propia para los doctos, hasta la cartilla que le haga comprender al hombre del pueblo.
Influir para que el poder legislativo recaiga en hombres que hagan leyes favorables a la justicia entre las naciones.
Inclinar la voluntad de los poderosos hacia todo aquello que directa o indirectamente pueda contribuir al establecimiento del Derecho de gentes.
Siempre que se trate de recurrir a las armas, hacer cuanto posible fuere por conjurar la guerra, con manifestaciones, razonamientos, protestas, proposiciones de arbitraje y todos los medios, en fin, de evitar la apelación a la fuerza; de aplazarla, y en todo caso, de que vaya precedida de un gran descrédito.
Consignar, generalizar, dar una publicidad universal a los fallos razonados de la opinión contra el Soberano que declara una guerra injusta, la hace cruel o vilmente abusa de la victoria.
Denunciar al mundo todo abuso de la fuerza, todo atentado contra el derecho, toda negativa de un Soberano que no responde con benevolencia a las manifestaciones cordiales de que es objeto.
Presentar a la gratitud, al respeto, al amor del mundo, al Soberano que pudiendo abusar de la fuerza la somete a la justicia y emplea su poder en estrechar los lazos de fraternidad humana.
Estos medios que proponemos no están en la esfera oficial, porque en este asunto esperamos menos de la iniciativa de los Gobiernos que del impulso de la opinión. Por eso nos parece más realizable un Areópago internacional filantrópico que el oficial que propone Bluntschli. Las Asociaciones filantrópicas podrían enviar a él sus delegados que examinasen las cuestiones y diesen sus fallos en nombre de la ciencia y de la conciencia humana. Se examinarían las cuestiones entre los pueblos, y se diría quién tenía razón, quién sin ella había recurrido a las armas, quién había abusado de la victoria. Estos veredictos razonados se comunicarían al mundo por medio de una gran publicidad. Al principio es posible que hicieran reír a los diplomáticos y a los soldados, pero al fin harían pensar. Para poner en práctica este medio, no se necesitaba más que el convencimiento de su utilidad; en todos los pueblos cultos hay número suficiente de hombres ilustrados y rectos que aceptarían esta delegación.
Como no es posible pasar sin transición al reinado del derecho, del de la fuerza, sin recurrir a ella, tendrían los Estados medios eficaces de dar apoyo a la ley. Primero promulgándola, después negando trato cordial a la nación que a cumplirla se negara.
Abolida la esclavitud, por ejemplo, no tener ni enviar Embajadores a España, ni admitirla en las Exposiciones universales, etc., hasta que diera libertad a sus esclavos; abolido el corso, no tener trato amistoso con las naciones que no han renunciado a él, etc., etc. No decimos que se interrumpiera toda relación, esto no sería posible, ni aun justo; que quedaran los Cónsules para las comunicaciones necesarias, que se retiraran los Embajadores en prueba de que no querían relaciones amistosas. Así, los fallos de las mayorías, que no siempre tienen razón, serían eficaces sin degenerar en tiránicos, porque no se apoyaban en fuerza material, y había muchos medios de combatirla de la opinión si se extraviaba. Antes de llegar a la armonía, podría pasarse por la coacción moral, procurándole más eficacia que hoy tiene.
Esto nos parece, porque no creemos que el Derecho de gentes se realice por medio de soldados que pueden sostenerle y también hollarle: la necesidad de un ejército lleva consigo la posibilidad de abusar de él.
Capítulo XVI
Resumen y conclusión
Hemos procurado formarnos una idea de lo que es el Derecho de gentes en tiempo de paz y en tiempo de guerra.
Constituyen este derecho algunas leyes (pocas aún por desgracia) bien definidas y verdaderamente internacionales, solemnemente aceptadas por todas las naciones; los tratados especiales que varían de unas a otras, y los usos admitidos que forman verdadera jurisprudencia por una especie de pacto tácito, pero fielmente cumplido.
Cuando en tiempo de paz un hombre viaja por un país que no es el suyo, o quiere establecerse en él, halla alguna ley general y muchos tratados especiales que condicionan de una manera, equitativa las más veces, sus relaciones con los súbditos y el Estado extranjero, y además, usos y costumbres que le admiten cordialmente, y lejos de considerarle enemigo, ni aun extraño, le equiparan a los naturales de la tierra, de modo que en toda ella es considerado como compatriota para las cosas esenciales y el ejercicio de la mayor parte de los derechos. Los políticos se le niegan, porque no existe derecho político-internacional, estando sustituido por la razón de Estado que aplican los diplomáticos, y la fuerza que manejan los militares. La igualdad de soberanía de las naciones no es cierta más que en sus dominios, fuera de ellos, las que no son grandes potencias, carecen de voz y voto en las grandes cuestiones que les dan resueltas, con desprecio de su razón si la tienen, y siempre de su dignidad.
De esta situación jurídica, de esta carencia de ley, resulta que, a voluntad o a capricho, se convierten en hostiles las relaciones pacíficas entre los pueblos, que no hay ninguna regla equitativa para hacer la paz, y que los hombres, sin que su voluntad sea consultada, o contra ella expresa, varían de Soberano, se traspasan, se cambian o se dan en compensación del dinero que no se puede dar. Por analogía, sin abusar de ella, afirmando identidades donde hay sólo semejanzas, podría decirse que las personas colectivas llamadas naciones, tienen derechos civiles, pero no políticos.
El derecho de la guerra versa sobre el modo de hacerla, no sobre la razón con que se declara, ni sobre la justicia con que se termina, y más bien que derecho es una limitación de los atentados contra él. Pero la dificultad, la imposibilidad de que se realice entre los súbditos de diferentes naciones que luchan a mano armada, no viene de que son extranjeros, sino de que son enemigos: en las guerras civiles no son más humanos los compatriotas entre sí, aun suelen serlo menos, de modo que la apelación a la fuerza lleva consigo la infracción del Derecho de gentes, no porque sea internacional, sino porque es derecho.
En las luchas a mano armada entre las naciones, hay la guerra y el combate; éste es refractario a toda regla de justicia, puede llamarse ilegislable; aquélla admite leyes, algunas ha promulgado, otras cumple sin promulgarlas.
El Derecho de gentes, que en los pueblos antiguos no existía más que en germen, que en la Edad Media era una aspiración de los justos, es una realidad en las naciones modernas, y a sus preceptos puede decir lo que Tertuliano a sus correligionarios: Ayer no existía y hoy llenáis la tierra. Ni la literatura, ni las ciencias, ni las artes, ni el comercio, ni la industria, han hecho los progresos que realiza el Derecho de gentes: es prodigioso y consolador el ver la rapidez con que se han extendido por todo el mundo los principios de justicia y confraternidad humana, hasta el punto de penetrar en el caos sangriento de los campos de batalla, de arrancar el prisionero a la ira vengativa y hacer del herido una cosa sagrada. Lo que apenas se atrevía a implorar la compasión, se exige como deber; lo que se pactaba en un caso especial, se cumple sin pacto en los casos todos, por ser cosa convenida entre las conciencias.
Las legislaciones se uniforman rápidamente, disminuyen los conflictos a que la diferencia de leyes da lugar en las relaciones de los extranjeros entre sí o con Estados de que no son súbditos.
Los pueblos más refractarios a la igualdad equiparan en las cosas esenciales a sus súbditos con los extranjeros, a quienes se conceden derechos civiles, por regla general, que muy pronto no tendrán excepción alguna.
Siendo el carácter del hombre el lazo esencial que debe unirlos a todos, el sentimiento de la humanidad facilita el cambio de nacionalidad, de modo que la naturalización se dificulte menos cada día, y el extranjero se convierte en compatriota, tiene los derechos de tal, mediante condiciones cada vez más fáciles de llenar.
Siendo la justicia universal, todos deben hacerla y recibirla, y los pueblos contribuyen a ella de consuno, auxiliándose en la aplicación de las leyes, tanto civiles como penales, en cuanto lo permiten las divergencias, cada día menores, que hay entre las legislaciones.
Habiendo tantas ideas, tantos sentimientos, tantos intereses comunes, se hace sentir cada día más imperiosa la necesidad de acuerdo, de armonía, de regla fija y una, de ley. Hay Congresos internacionales para abolir el corso, para prohibir las balas de fusil explosivas, para amparar a los militares heridos, para convenir en el modo de comunicar por telégrafo, de hacer los trabajos estadísticos, hasta para el arqueo de los barcos.
Con ser tantos los convenios y tratados entre los pueblos y sus relaciones oficiales, es infinitamente mayor el número de las establecidas sin intervención del Estado, por individuos de todos los pueblos, que se asocian para la investigación de la verdad, la enmienda de la culpa o el consuelo de la desgracia. Los hombres de todos los países fraternizan en el amor al arte, o a la ciencia y a la humanidad; llevan al fondo común sus ideas, sus descubrimientos, sus alegrías, y también sus dolores y sus odios; la Internacional prueba que las fronteras desaparecen para los de abajo como para los de arriba; que no hay nada que se limite a la patria, que todo pertenece a la humanidad. Virtudes, vicios, sentimientos benévolos, rencores deplorables, escándalos, altos ejemplos, todo se comunica y se propaga, todo repercute y se refleja del uno al otro polo.
El interés de todos está, cada día más, en el bien y en la bondad de todos, porque el frecuente trato con miserables, en el doble sentido de la palabra, no puede ser útil ni aun para los que lo sean; la conveniencia de que se eleve el nivel moral del mundo entero, se hace sentir a medida que las comunicaciones se activan. El que viaja, el que navega, el que especula, tiene grande interés en hallar donde quiera gente honrada, humana, hospitalaria para el viajero, íntegra para con el negociante, compasiva con el náufrago. A la balanza de comercio hay que sustituir la de la moralidad; se va comprendiendo, aunque despacio, cuánto pierden los pueblos con quiméricas ganancias materiales, que no se pueden explotar los vicios de una nación sin absorberlos, y cómo los egoísmos colectivos se transforman muy pronto en desgracias para la colectividad.
El Derecho de gentes no se ha perfeccionado a medida del patrio, por causas que es preciso combatir enérgicamente y que de hecho se combaten por los sentimientos fraternales, la mayor cultura, el conocimiento más exacto del verdadero interés y la necesidad imperiosa, imprescindible, de establecer reglas equitativas entre personas y colectividades que están en comunicación continua, y cuyos intereses se cruzan y entrelazan de tal modo, que si no se deslindan con el derecho, se rompen y se destruyen. Estos intereses, no sólo son económicos, sino morales y jurídicos; sin la cooperación de todos no puede haber armonía, y sin armonía es irrealizable la justicia dentro de la patria, por no concurrir a ella elementos esenciales del extranjero.
Todo lo que tiene vida está organizado; las colectividades no pueden eximirse de esta ley en su vida moral, intelectual y económica. El municipio, la provincia, la nación, son un organismo; el mundo es menester que sea otro, y lo será y lo está siendo, porque se organiza rápidamente y casi sin notarlo; tan natural y necesaria es la organización en elementos que concurren a un fin, sea el que sea.
De todos los ámbitos de la tierra se elevan voces pidiendo paz, orden, justicia, ley, no para este o aquel pueblo, sino para las naciones. La humanidad necesita amor y sacrificio, a la manera que el hombre necesita aire y luz; pero ha menester derecho como sustento; los agentes imponderables precisos para la vida no bastan para vivir. Se pide, se proclama, se discute el derecho; las Academias, las Asociaciones, los pensadores, los filántropos, los hombres de Estado, las Asambleas legislativas, piden que se sustituyan los fallos de la ley a las soluciones de la fuerza. Ésta es cada día más repulsiva al corazón y al entendimiento, más perjudicial para el interés.
La fuerza, de divinizada y reveladora de los juicios de Dios que era, de gloriosa, de heroica, de noble, va descendiendo a brutal, si no está acompañada del derecho: sola, es cada día más débil, y así lo comprende. Ved aquel Soberano que representa el poder material de un gran Estado. Hombres convertidos en máquinas homicidas, caballos que hacen temblar la tierra, escuadras que cubren el mar, cañones cuyo estrago llega a donde apenas alcanza la vista, todo obedece a su voz; su voluntad, como un fulminante, determina la explosión de aquellos increíbles aparatos destructores: a una señal quedan asolados los campos, arden las ciudades, caen los hombres como mies bajo la guadaña, y las naves acorazadas desaparecen antes que digan ¡ay! por última vez todos sus tripulantes. ¡Qué poderío!
¿Y por qué ese omnipotente escribe un papel y le da a la estampa? Con un millón de hombres armados a sus órdenes, antes de declarar la guerra, ¿por qué la motiva, por qué intenta probar que tiene razón? ¿Por qué reflexiona muy detenidamente lo que ha de decir en ese impreso? ¿Por qué le manda publicar desde su palacio para que le lean sus súbditos y los extranjeros, los que habitan en alcázares, en tugurios, en cabañas, todos? Porque comprende, o instintivamente conoce, que se acerca la hora en que no habrá fuerza sin justicia, en que la razón hará callar las baterías; por eso, en medio de la dócil multitud de sus portafusiles, obedece a un poder invisible que le manda pedir el beneplácito de la opinión antes de dar la señal del combate.
La voluntad recta y la razón ilustrada aun no levanta muros impenetrables, pero empieza a trazar límites; esos límites podrán no ser hoy más que líneas, pero sobre ellas se edificará. Todavía la fuerza pública tiene que proteger contra el populacho inglés a Mr. Gladstone, y lo que es más triste, aun hay hombres superiores que usan argumentos de vivac y filosofía Krupp, pero en número y en crédito disminuyen, y todo lo que se desacredita se hace imposible.
La guerra, en medio de su omnipotencia mecánica, tiene debilidades que no puede disimular, y aparece a la vez insolente y vergonzante. ¿No afirman los que la declaran que se hace entre Estados y no entre individuos, que no se hace a los ciudadanos de una nación sino o sus soldados? El Estado parece que es una cosa independiente de la patria, una especie de dragón erizado de puntas de hierro, vomitando llamas, y choca con otro monstruo que, como él, está fuera de la humanidad. Todo esto es contradictorio y absurdo; pero con frecuencia, al ir del error a la verdad, se pasa por la contradicción, y parece como que no hay quien se atreva a decir ya que la guerra se hace entre hombres.
Pero en esta frase de que la guerra se hace entre Estados, ¿no hay más que una contradicción y un absurdo? Queriendo, o sin quererlo, ¿no significa que esas masas que lleva a la batalla no son la conciencia, la inteligencia, el interés de la nación? Esa especie de divorcio mental entre los ciudadanos y los soldados, ¿no significa que los que piensan y trabajan son hombres de paz? Aumentando el número de los trabajadores y de los pensadores, la paz se perpetuará, y así como ya no hay guerras de religión, no las habrá de ambición loca, de vanidad ridícula, de cálculo errado. Estudiando bien la cuestión, es evidente que llegará ese día, y aun podrá llegar antes de lo que las apariencias indican.
Los elementos perturbadores agitan las superficies sociales, ensordecen con sus ruidos desacordes, deslumbran con sus luces de relámpago; mientras conservan alguna actividad fascinan y abruman; la víspera de morir, se proclaman inmortales y hallan multitudes que les den crédito. Por el contrario, los elementos armónicos obran callada y reposadamente; se elevan como el nivel de las aguas cuyo origen está en el fondo: hoy se niega su existencia, mañana es irresistible su poder. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:37 |
El Derecho, cuyo imperio absoluto en las relaciones de los pueblos, se tiene por imposible, va penetrando en ellos: cuando le sepan, le querrán; cuando le quieran, le realizarán voluntaria indefectiblemente. La ley internacional, difícil de establecer, porque tiene que ser voluntariamente aceptada por colectividades soberanas, es fácil de hacer cumplir una vez que se proclame, por ser moralmente necesario que quien la admite la cumpla: para ser obedecida no necesita ejércitos; su fuerza no está en las bayonetas, sino en la conciencia humana. El Derecho de gentes no ha sido, no es, no puede ser coacción, sino armonía: existe en la medida que concurren a él los sentimientos elevados, las ideas exactas, los intereses bien entendidos, no en virtud de su fuerza armada que suele servir para conculcarle.
Los hechos sin analizar se arrojan a veces como montañas para sepultar bajo su mole la inteligencia y la esperanza, y de que una cosa no ha sido nunca, se concluye que no será jamás; pero la historia es un maestro, no un tirano; su ley no es la fatalidad, y sus lecciones enseñan que el progreso del derecho, lento en otras épocas, es rápido en la nuestra, y lo será más cada vez, porque cuando la razón ha logrado romper las ligaduras que la aprisionaban, desciende sobre la humanidad, como caen los graves, con movimiento acelerado: confiemos en su triunfo.
En alas de la fe en Dios y del amor a los hombres, elevemos nuestro espíritu a las grandes alturas, y veremos desde ellas distintamente la luz de la justicia universal. Fortificados con esta visión divina, volvamos a la tierra, a la realidad, para luchar con las pasiones, con los intereses, con los errores, con la ignorancia; arrostremos la oposición, la calumnia, el olvido, y cuando llenen nuestro corazón de amargura, consolémonos con el recuerdo de la verdad que hemos contemplado. Si hubo un tiempo en que esperar fue soñar o creer, hoy esperar es pensar.
Pensemos y esperemos.
FIN.
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Los hechos sin analizar se arrojan a veces como montañas para sepultar bajo su mole la inteligencia y la esperanza, y de que una cosa no ha sido nunca, se concluye que no será jamás; pero la historia es un maestro, no un tirano; su ley no es la fatalidad, y sus lecciones enseñan que el progreso del derecho, lento en otras épocas, es rápido en la nuestra, y lo será más cada vez, porque cuando la razón ha logrado romper las ligaduras que la aprisionaban, desciende sobre la humanidad, como caen los graves, con movimiento acelerado: confiemos en su triunfo.
En alas de la fe en Dios y del amor a los hombres, elevemos nuestro espíritu a las grandes alturas, y veremos desde ellas distintamente la luz de la justicia universal. Fortificados con esta visión divina, volvamos a la tierra, a la realidad, para luchar con las pasiones, con los intereses, con los errores, con la ignorancia; arrostremos la oposición, la calumnia, el olvido, y cuando llenen nuestro corazón de amargura, consolémonos con el recuerdo de la verdad que hemos contemplado. Si hubo un tiempo en que esperar fue soñar o creer, hoy esperar es pensar.
Pensemos y esperemos.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 13:37 |
El Derecho, cuyo imperio absoluto en las relaciones de los pueblos, se tiene por imposible, va penetrando en ellos: cuando le sepan, le querrán; cuando le quieran, le realizarán voluntaria indefectiblemente. La ley internacional, difícil de establecer, porque tiene que ser voluntariamente aceptada por colectividades soberanas, es fácil de hacer cumplir una vez que se proclame, por ser moralmente necesario que quien la admite la cumpla: para ser obedecida no necesita ejércitos; su fuerza no está en las bayonetas, sino en la conciencia humana. El Derecho de gentes no ha sido, no es, no puede ser coacción, sino armonía: existe en la medida que concurren a él los sentimientos elevados, las ideas exactas, los intereses bien entendidos, no en virtud de su fuerza armada que suele servir para conculcarle.
Los hechos sin analizar se arrojan a veces como montañas para sepultar bajo su mole la inteligencia y la esperanza, y de que una cosa no ha sido nunca, se concluye que no será jamás; pero la historia es un maestro, no un tirano; su ley no es la fatalidad, y sus lecciones enseñan que el progreso del derecho, lento en otras épocas, es rápido en la nuestra, y lo será más cada vez, porque cuando la razón ha logrado romper las ligaduras que la aprisionaban, desciende sobre la humanidad, como caen los graves, con movimiento acelerado: confiemos en su triunfo.
En alas de la fe en Dios y del amor a los hombres, elevemos nuestro espíritu a las grandes alturas, y veremos desde ellas distintamente la luz de la justicia universal. Fortificados con esta visión divina, volvamos a la tierra, a la realidad, para luchar con las pasiones, con los intereses, con los errores, con la ignorancia; arrostremos la oposición, la calumnia, el olvido, y cuando llenen nuestro corazón de amargura, consolémonos con el recuerdo de la verdad que hemos contemplado. Si hubo un tiempo en que esperar fue soñar o creer, hoy esperar es pensar.
Pensemos y esperemos.
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