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من: albi (الرسالة الأصلية) |
مبعوث: 22/11/2010 20:52 |
Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba (República Argentina) http://www.acader.unc.edu.ar RAÍCES ROMANAS DE LAS INSTITUCIONES MODERNAS Por Humberto Vázquez Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Córdoba Académico de Número PALABRAS PRELIMINARES Contrariando mi costumbre, esta disertación que hoy traigo, va a ser leída. Cronos, el dios del tiempo en la Magna Grecia, padre de Zeus, que fue después el padre de todos los dioses, es implacable e inapelable. Cronos, no ha turbado mi intelecto. Por el contrario, el tiempo, con el transcurrir de los años, le ha dado a mi saber una cierta belleza otoñal, remanzada, como de pozo o aljibe, donde las ideas permanecen fieles, ágiles, fértiles, pero los hechos que narramos, son cimarrones, saltarines sobre los siglos, y vuelan de nuestras manos sin que podamos cazarlos a tiempo... Prefiero por ello, dejarlos prisioneros de la escritura, maniatarlos al papel, para poder leerlos con orden y precisión en homenaje a este auditorio que me honra con su presencia. |
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Ensayo sobre el Derecho de gentes
Concepción Arenal

Objeto y plan de esta obra
El título de ENSAYO que lleva este libro, no es un nombre para distinguirle de otro, es una palabra que le califica: recuérdela el lector a fin de no exigir en ningún caso más de lo que ella expresa y promete.
No se dirige exclusivamente a los letrados, que saben las leyes patrias y las extranjeras, para enseñarles algo que ignoran, sino también a las personas que con alguna cultura carecen de todo conocimiento respecto al Derecho internacional, y pueden formar idea de él hallándole condensado en una obra poco voluminosa. No pretendemos discutir un punto de derecho entre jurisconsultos, sino una cuestión de humanidad ante el público y para que tome parte en ella, sin lo cual tenemos por seguro que no se resolverá.
Las ciencias naturales, físicas y matemáticas pueden cultivarse por algunos sabios y aplicarse, en cierta medida al menos, sin la cooperación reflexiva de las muchedumbres; las ciencias sociales, conocidas tan sólo de un corto número de iniciados, no pueden pasar a la práctica, que necesita la participación voluntaria e inteligente de grandes colectividades. Hay todavía más. En las ciencias físicas o matemáticas, cabe que el pueblo esté en la ignorancia, y no en el error; en las sociales, es raro que el error no acompañe a la ignorancia, de modo que no tan sólo niega apoyo, sino que sirve de obstáculo.
Limitándonos a la cuestión que nos ocupa, ¿basta que algunos pensadores vean claro y se demuestren entre sí que el Derecho de gentes es justo, para que sea positivo? Con una demostración científica, ¿se pueden suprimir esos millones de criaturas que se hacen la guerra con tarifas en las Aduanas, con tratados en las Cancillerías, con armas en los campos de batalla?
Trátese del coeficiente de dilatación, de las propiedades del triángulo, del derecho al trabajo, o del objeto de la pena, cierto que la verdad es siempre la verdad; pero al que la dice, en lo que se refiere a todas las ciencias sociales, si no halla eco, se le inmola, se le escarnece o se le deja sólo con ella, según las épocas. Por este doloroso via-crucis tiene que pasar, ya lo sabemos, pero que no se detenga más de lo preciso.
Prescindiendo de lo que debió y pudo hacerse en otras épocas, veamos lo que conviene hacer en la nuestra: creemos que hoy debe procurarse que las ciencias sociales salgan de la Academia y de la Cátedra, y lleguen al público, para preparar la hora en que el público sea el pueblo: sólo cuando el pueblo comprenda ciertas verdades, podrán convertirse en hechos.
Esta persuasión, marcándonos claramente el objeto de esta obra, nos da su plan, que en resumen es el siguiente:
1.º Dar una idea sucinta de lo que es el Derecho de gentes positivo, tanto en tiempo de paz como en tiempo de guerra.
2.º Sin entrar en detalles, incompatibles con la índole de este trabajo e innecesarios para su objeto, exponer lo esencial respecto a las relaciones mutuas de los pueblos. Los puntos que no ofrezcan duda, anunciarlos simplemente; respecto a los dudosos, citar la opinión de autores reputados que han escrito en estos últimos tiempos, porque la opinión de los hombres eminentes, si no es el Derecho de gentes, influye en él. Expuesta la práctica y la teoría más autorizada hoy, haremos algunas observaciones.
3.º Considerar el Derecho de gentes en la historia, para saber si permanece estacionario o ha progresado.
4.º Ver lo que se ha hecho y se hace para definir el Derecho de gentes, y realizarle.
5.º Investigar por qué el Derecho de gentes no progresa tan rápidamente como el nacional.
6.º Apreciar toda la importancia de ciertas relaciones internacionales, que sin ser el Derecho de gentes, le preparan.
7.º Exponer algunas de las muchas razones que hay para que la justicia, dentro de una nación, no sea independiente de la que haga o reciba al otro lado de la frontera.
8.º Analizar las semejanzas y las diferencias que existen entre el individuo y la persona colectiva que se llama nación, en cuanto a los medios de establecer el Derecho, y una vez conocida la índole de esta persona, ver cuáles son las resistencias y las facilidades que ofrece para realizar la justicia internacional.
Tal es el plan de esta obra.
Se notará en ella, como en todas las de su índole, la extensión relativamente grande que se da al llamado derecho de la guerra, lo cual consiste en que no habiendo allí Derecho, ni pudiendo haberle, se quiere suplir con multitud de reglas en el sin número de casos en que necesariamente se infringe. Las enfermedades para que se dan más remedios, son aquéllas que no le tienen.

Capítulo I
Qué es derecho de gentes. -Qué es nación
El Derecho de gentes, en principio, es la justicia en las relaciones de todos los hombres, a cualquiera nación que pertenezcan.
El que no pertenece a ninguna nación (pirata, salvaje o miembro de una colectividad que no respeta el Derecho de gentes), tiene siempre los de la humanidad, de que no puede ser despojado ni despojarse, porque no puede perder su calidad de hombre.
El Derecho de gentes positivo es el conjunto de leyes, tratados, convenios, principios admitidos tácita o expresamente, y usos generalmente seguidos por las naciones cultas, en sus relaciones mutuas, ya de nación a nación, de una nación con un súbdito de otra, o entre súbditos de naciones distintas.
El derecho positivo no impone de una manera explícita, ni practica constantemente el de humanidad, y no respeta siempre la calidad de hombre en el que no pertenece a nación alguna.
Se entiende por nación, una colectividad asociada de un modo permanente, para fines racionales, que comprenden todas las esferas de la actividad humana; que posee un territorio en el cual ejerce la soberanía, y tiene completa independencia respecto a otras colectividades, aunque se hallen en el mismo caso y sean soberanas.
Hemos dicho que posee un territorio, porque aunque en la antigüedad ha habido pueblos nómadas, a quienes no se podía negar el carácter de nación, en el modo de ser de los pueblos modernos, apenas se concibe nacionalidad sin cultura, ni cultura sin fijeza: en todo caso, aunque un pueblo sea nómada o salvaje, si respeta el Derecho de gentes, se le puede considerar como nación.
No se tendrá, pues, por nación, un conjunto de hombres que se asocien por poco tiempo, o para fines que no son racionales, o que no comprenden todas las esferas de la actividad humana, o que no posean un territorio en que tengan derechos soberanos, o que carezcan de independencia respecto a otras colectividades.
Toda nación, en virtud de su soberanía, tiene el derecho de constituirse y gobernarse como le parezca; de hacer leyes, de interpretarlas, y de no consentir que dentro de su territorio nadie ejerza más derechos que los que ella le conceda.
Los derechos de una nación están limitados por los de las otras igualmente soberanas.
La independencia de las naciones no significa rebeldía contra los principios de justicia, que están por encima de las voluntades soberanas; éstas deben someterse a ellos; así, las naciones no desconocen el Derecho de gentes, ni dejan de respetarle y de cumplirle, en cierta medida al menos.
Como la base del derecho es la justicia, cuyo carácter es la universalidad, a medida que se comprende mejor, se da más extensión al derecho, y el de gentes se extiende a todas las naciones, prescindiendo de su constitución política y de sus creencias religiosas.
No es ya el Derecho europeo, como antes se decía, ni el de los pueblos cristianos, sino del mundo. Australia, América, Asia, hasta África, entran en él, en la medida de su aptitud jurídica. Se hacen tratados de comercio con todos los países, se reciben y se envían embajadas a Marruecos, a la China, al Japón, en cuyos arsenales trabajan gran número de súbditos europeos protegidos por el Derecho de gentes, expresa o tácitamente admitido.
La nación, pues, soberana dentro, independiente fuera, halla límites en otras independencias, y en la ley internacional.
Una nación, dueña de establecer en su territorio las leyes que estime justas; dueña de interpretarlas y de que no se ejerzan derechos contra su voluntad, no tiene poder legislativo fuera de sus dominios, o lo que es lo mismo, no puede dictar leyes internacionales; las acepta o las rechaza, hasta puede infringirlas, tiene esa facultad, pero no la de imponerlas.
El Derecho de gentes, que se forma por el concurso de la inteligencia y de la conciencia humana, es moralmente obligatorio para toda nación moral y culta; pero la coacción no puede ser sino moral; ninguna nación puede obligar a otra por la fuerza a que cumpla una ley internacional, un convenio tácito o una costumbre que tenga fuerza de ley en el mundo civilizado; abolido el corso por todos los pueblos civilizados, tres naciones se reservaron la facultad de recurrir a él en caso de guerra, y esta facultad se ha respetado como un derecho: abolida la trata y la esclavitud, Rusia ha tenido siervos y España tiene aún esclavos1.
Las naciones existen de hecho. El Derecho internacional no tiene regla alguna ni de exclusión ni de admisión, para considerarlas como parte de la sociedad universal, o negarles este título. Su existencia se reconoce cuando aparece asegurada, y como los pareceres varían según las simpatías y los juicios, la nación que se presenta de nuevo en el mundo político, no es reconocida al mismo tiempo por todas las otras.
Una nación puede considerarse como tal, si entra en la definición que hemos dado de ella, aunque no sea reconocida por la mayor parte de las otras, o aunque no lo fuera por ninguna.
Una nación no deja de serlo porque pierda una parte de su territorio; existe mientras su voluntad de existir va unida al hecho de la existencia, explícitamente manifestado dentro por la soberanía, fuera por la independencia a que no renuncia.
Una nación no deja de serlo porque la anarquía la desorganice durante algún tiempo.
Cualquiera que sea la organización interior de una nación, tiene su soberanía un representante que comunica con las otras, pocas veces directamente, y en general por medio de Embajadores, Enviados, Encargados de Negocios, etc., etc.
El representante de una nación tiene, por el Derecho de gentes, grandes consideraciones y privilegios en aquella adonde es enviado. Es el principal, llamado de exterritorialidad, especie de ficción por la cual se le considera en su propio país; así, la casa que habita, el barco en que navega, el coche en que viaja, no pueden ser registrados ni ocupados por fuerza armada, y si comete un delito, en vez de ser juzgado por los Tribunales de la nación donde reside, se le entrega a la suya para que le juzgue. Tiene también derecho al libre ejercicio de su religión en capilla o templo, aunque esté en un país en que no haya libertad ni tolerancia de cultos; estos privilegios se extienden a su familia y comitiva, siempre que vivan bajo su techo, y él no haga renuncia de ellos.
No deben equivocarse estas inmunidades con el derecho de asilo, que de hecho ejercen a veces en los pueblos débiles los representantes de naciones poderosas. Una Embajada, en Derecho internacional, no es un sagrado a que pueden acogerse los delincuentes para ponerse a cubierto de la acción de la ley de su país.
Los Cónsules no son los representantes del Estado, sino más bien sus agentes para el servicio y protección de los intereses particulares de sus súbditos, teniendo, hasta cierto punto, el carácter de Magistrados para con sus compatriotas en ciertos casos urgentes, como si hay que poner a cubierto los bienes del que muere sin disponer de ellos, o sin herederos, o que estén ausentes; si se rebela la tripulación de un barco y hay que pedir auxilio a la fuerza pública del país donde reside, e informar sobre el hecho a su nación, tomar alguna medida disciplinaria, etc., etc. Los Cónsules no tienen los privilegios de los representantes de una nación, pero no dejan de ser objeto de consideraciones y protección especial: su papel, más modesto, es infinitamente más importante que el de los Embajadores: unos y otros deben ser aceptados por el Gobierno de la nación adonde van a representar o servir la suya: no basta que el cargo y sus atribuciones sea conforme al Derecho de gentes; es necesario que la persona que lo desempeñe sea aceptada y reciba el exequatur.
Las naciones se constituyen, aumentan en extensión, pierden una parte de sus dominios, y hasta dejan de existir: todos estos hechos suelen serlo de fuerza, que es la que hasta aquí, con raras excepciones, ha determinado el aumento de territorio o la cesión que de él se hace: la conquista, con este o el otro nombre; la rebelión, con tales o cuales circunstancias, son el origen de la independencia de unos pueblos, de la servidumbre de otros, del engrandecimiento de éstos, de la desmembración de aquéllos. El Derecho de gentes no le pide a ninguna nación títulos legales ni procederes equitativos para constituirse o engrandecerse, sino un poder efectivo, que es la medida de la consideración que ha de merecer. Las grandes potencias que ventilan y resuelven las cuestiones políticas internacionales, son las que pueden sostener grandes ejércitos: las potencias de primero, segundo, tercero y cuarto orden, se colocan en la escala según el número de soldados que arman y mantienen. Sobre esto no hay discusión, y apenas parece que cabe duda: se tendría por absurdo que en una conferencia europea, para tratar de política internacional, Bélgica y Suiza tuviesen voz y voto absolutamente lo mismo que Prusia e Inglaterra: aun los innovadores que pretenden sustituir los fallos de la ley a las soluciones de la fuerza, al constituirse el Tribunal Supremo Internacional, quieren que tengan más número de votos las naciones que tienen más poder.
Si se trata de congresos internacionales para acordar el modo de hacer la estadística o de comunicarse por el telégrafo o por el correo, las naciones, cualquiera que sea su fuerza armada, tienen igual importancia, e igual número de representantes con voz y voto envían España y Bélgica que Rusia y Austria; tan absurdo parecería que en los Congresos políticos tuviesen todos, fuertes y débiles, igual representación, como que para acordar el precio de las cartas o la forma que han de tener los telegramas, se concediera al Imperio alemán mayor representación que a Suiza.
Las naciones concluyen entre sí convenios, ya para pactar ventajas que mutuamente se conceden, ya para determinar puntos de derecho privado de sus súbditos respectivos, ya para hacer tratados de comercio, de extradición de criminales o con otros fines. Por punto general, hoy, en estos pactos, si hay injusticia en ellos, es más bien consecuencia del error que del abuso de la fuerza: las naciones débiles tratan de igual a igual con las fuertes, y niegan y conceden, según quieren y saben, aquello que les parece más útil. Prusia, por ejemplo, con toda su actual preponderancia, no impondrá a España la condición de que tome sus aceros sin pagar derechos de Aduanas, o de que admita en la legislación española, para mayor comodidad de los súbditos alemanes establecidos en la Península, las catorce causas de divorcio que admite la ley prusiana.
Como veremos más adelante, la persona colectiva llamada nación, no se puede equiparar absolutamente en sus relaciones con otras, al individuo en las suyas con otro individuo, según se ha pretendido; pero no llevando la analogía más allá de lo razonable, tal vez podría decirse que ahora, en la organización jurídica internacional, hay derechos civiles, pero no hay derechos políticos.
Si esto pareciese exagerado, reflexiónese que no puede llamarse derecho aquél de que se excluye a los débiles, ni ley la que se da por los que tienen fuerza, sin oír a los que tienen razón o pueden tenerla.
Hay, como veremos, algunas leyes internacionales, pocas, dadas en virtud de un sentimiento de humanidad, de justicia o decoro, pero derecho político internacional, no existe; en lugar de él, se pone la voluntad de las grandes potencias.
Sabido es que los derechos civiles se resienten de la falta de derechos políticos, y no deja de suceder así, más o menos, en la sociedad de naciones, como en la de individuos. Hay alianzas de los fuertes, para mejor mantener el orden, al decir de ellos, y realizar el derecho, que más veces huellan que sostienen: formadas con fines políticos internacionales, intervienen en la política nacional; suscitan rebeliones, o las auxilian para sofocarlas: sostienen Gobiernos o los derriban; aumentan el territorio de una nación, y disminuyen el de otra, o se la reparten, borrándola del mapa. En el interior no hay seguridad ni independencia completa; no puede haberla, cuando en el exterior unos cuantos poderosos trazan fronteras, conceden o niegan el acceso a estos ríos o los otros mares, modifican profundamente relaciones importantes de los pueblos, y considerándolos aún en estado de rebaño, sin consultar su voluntad, o contra ella muy explícita, los adjudican para satisfacer ambiciones, constituir equilibrios, o indemnizar gastos de guerra. Soberano se llama el Jefe de cualquier Estado; pero si es débil, su soberanía puede verse amenazada dentro, y fuera se prescinde de ella en las grandes ocasiones. Sólo los poderosos pueden ser intérpretes del Derecho político internacional, y variar las condiciones del equilibrio europeo, arrojando en la balanza suficiente cantidad de hierro afilado: no hay ley que lo impida.
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رسائل 34 من 92 في الفقرة |
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:27 |
Capítulo XII
¿Qué medios se emplearán para que el derecho de gentes progrese a medida que progresa el derecho patrio?
Si hemos conseguido señalar con algún acierto las causas que retrasan el progreso de la justicia entre los pueblos, tenemos indicada la dirección que han de seguir los esfuerzos para realizarla; reconocido el obstáculo, resta ver qué medios se emplearán para superarlo. Recordemos las causas indicadas.
El odio. Si tal vez pareciere extraño haber dado como primer obstáculo a la realización del derecho entre los pueblos el odio, responderemos: que la primera ley internacional, firmada por todas las naciones civilizadas, es una ley de amor. Mirad esas masas de hombres armados que avanzan para trabar entre sí encarnizada lucha; delante llevan la bandera de la patria, que les impulsa a dañarse; detrás la bandera de la humanidad, que les promete consuelo: la bandera blanca con cruz roja, emblema de pureza, de sacrificio, de amor, que dice, Los enemigos heridos son hermanos. Hombres de diferentes razas y países, que obedecen a diferentes leyes, que no adoran a Dios del mismo modo, todos admiten el código de la compasión, ungido por ella el combatiente, al caer, es cosa sagrada. Las entrañas de la humanidad se conmueven al ver los campos de batalla, donde los progresos de las ciencias y de las artes se convierten en aumento de estrago y desventura. La piedad no puede volver la vida a los muertos, pero sí arrancar a los heridos al cruel abandono, al odio feroz, a la venganza vil, y promulga el Convenio de Ginebra, que es el Derecho de gentes aplicado a los militares heridos. Todo lo que se deben entre sí los compatriotas, cuando caen en la pelea, auxilios, cuidados, respeto, consideraciones, inviolabilidad, no sólo de sus personas, sino de los asistentes y hasta de los medios materiales de asistencia; todo se pacta como obligatorio entre los extranjeros, entre los enemigos, a cuya cólera se pone un límite en nombre de la humanidad, y bajo pena de la execración del mundo.
Es fenómeno social digno de estudio, que en los campos de batalla, donde es omnipotente la fuerza y absoluto su imperio, se haya establecido el derecho, y entre las nubes del odio, más espesas que las de la pólvora, haya brillado el sol de la justicia. En ninguna otra relación de los pueblos entre sí, ya sea del orden económico, ya del moral e intelectual, se halla la justicia que para los heridos establece el Convenio de Ginebra. ¿Cómo así?
Si algún día se escribe, y se escribe bien, la historia de la compasión, la inspirada por los pobres heridos en los campos de batalla, formará un capítulo importante. Entonces se verá, bajo su fase menos cuestionable y más consoladora, el progreso humano, y cómo de abandonar cruelmente a los compatriotas, a los compañeros en el combate, se ha llegado a dar auxilio eficaz a los extranjeros, a los enemigos. Cómo las entrañas de la humanidad se han conmovido poco a poco a la vista del dolor; cómo el ¡ay! inmenso de miles de combatientes que caen, fue resonando cada vez con más ecos, desde la mujer impresionable al varón firme, y hasta al hombre de guerra. Desgraciadamente serán pocos los datos para esta interesante historia; es costumbre consignar los hechos y los nombres de los que vierten sangre, no los de aquellos que la restañan, y la trompa de la fama resuena más veces con acentos de ira que con palabras de consuelo. No obstante la costumbre de no conservar sino cierto orden de hechos, suprimiendo sentimientos, ideas, aspiraciones dignas de saberse y de admirarse, todavía será posible seguir los progresos del interés que han ido inspirando los que caen heridos en las batallas, y demostrar que cuando este interés se ha convertido en verdadera compasión, cuando se ha padecido con ellos, se sintió el impulso de ir en auxilio de amigos y enemigos, de todos, porque son hombres.
Es muy de notar que el Congreso que debía promulgar el Derecho de gentes para los militares heridos, no fuese convocado por la voz poderosa de un Rey, ni por la palabra reposada de un jurisconsulto, sino por el grito desgarrador de Un recuerdo de Solferino, lanzado al mundo por un médico hasta entonces desconocido, y que hoy se llama Enrique Durant, de santa y eterna memoria. Él manifestó al universo, horrorizado y compadecido, el cuadro de un campo de batalla; presentó menos argumentos al discurso que dolores a la compasión; más que persuadir, quiso conmover, porque la persuasión es tarda y él necesitaba el amor compasivo, que corriera a restañar la sangre de los que, exánimes, sucumbían por falta de auxilio. Su voz piadosa halló eco en el mundo civilizado; congregáronse los representantes de los pueblos, llegaron sin prevenciones hostiles, conmovidos por un inmenso infortunio, unánimes en compadecerlo, conformes en el deseo de remediarlo. El ruso y el español, el francés y el suizo, el inglés y el alemán, el noruego y el norteamericano, ante las desdichas infinitas del campo de batalla fueron hombres, tuvieron, no impulsos hijos de las preocupaciones de Inglaterra o de Alemania, sino sentimientos humanos. Ni hostilidades de pueblo, ni prevenciones de raza prevalecieron contra las armonías de la compasión y del dolor. No hubo más que un sentimiento: el de considerar como hermanos a todos los que sufrían; no hubo más que una idea: la de consolarlos.
Los pueblos, congregados por la piedad, como habían depuesto el odio, comprendieron y realizaron el derecho. |
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رسائل 35 من 92 في الفقرة |
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:28 |
Otra prueba de lo que dejamos dicho, es El Código internacional de Banderas.
¿Habéis visto alguna vez un barco en el mar que hace señales de hallarse en gran peligro? ¿Habéis oído el cañonazo que pide socorro? ¿Habéis formado parte de esa multitud que cubre el puerto o la playa, que palpita, que teme, que espera, que llora, que se estremece, que por intervalos está inmóvil como las rocas donde se estrellan las olas, o como ellas se agita? ¿Habéis sentido el silencio de pavura cuando la nave parece próxima a sumergirse, el gemido prolongado de horror cuando aquel punto negro deja de verse entre la rompiente? ¿Habéis presenciado el sublime cuadro de esos hombres generosos que dicen a la muerte: «No nos infundes terror», y a la tempestad: «Te desafiamos», y se lanzan a socorrer a los náufragos, como si el amor compasivo de toda aquella muchedumbre se acumulara en su corazón y les comunicara fuerza sobrehumana? Si este doloroso y sublime espectáculo habéis presenciado alguna vez, no comprenderéis que haya habido tiempos en que los hombres fueran a la playa, como fiera que acecha su presa, para apoderarse de los despojos del náufrago, que constituían un derecho. Y aunque nunca hayáis visto el mar ni os hayáis acongojado con las angustias de los que con él luchan, no podréis conceder, en calidad de derecho, el hecho abominable de cometer la mayor de las infamias en la más lastimosa de las tribulaciones; vuestras entrañas de criatura sensible se conmoverán, entregando atentado tan vil a la execración de vuestra conciencia, al anatema de vuestro honor.
Así ha sucedido. El mundo tiene ya compasión de los navegantes atribulados, enciende faros en las alturas, establece semáforos en las costas, naves y aparatos de salvamento en los puertos, y promulga una ley de fraternidad, de amor, la misma para todos los hombres de toda la tierra. El Código internacional de Banderas es el Derecho de gentes aplicado a los que navegan y necesitan amparo, socorro, auxilio o simplemente servicio de los que están en tierra. Que esta tierra se halle al Norte o al Sur, a Oriente o a Poniente; que sus habitantes hablen esta o la otra lengua, se rijan o no por iguales instituciones, tengan la misma religión o adoren a Dios de diferente modo, las banderas del Código hablan un idioma que entienden todos, y el espíritu que le ha dictado no excluye a ninguno de la fraternidad humana. Hombres que no se entenderían en tierra, se comunican perfectamente desde el mar a la costa; se establecen diálogos en que se piden y comunican noticias sobre variedad infinita de asuntos; se demandan auxilios, se advierten peligros, se dan consejos, se exponen dudas, se pregunta, en fin, y se responde, sobre cuanto es necesario o útil al que está en el mar y no puede o no le conviene saltar en tierra. Y no sólo aquella colectividad que constituye la tripulación halla solicitud inteligente en la playa extranjera, sino que un individuo trata de sus negocios personales, pide o da noticias, y con las señales del Código lo responden, y en virtud de sus artículos se transmite la noticia y la pregunta, y funciona el semáforo y el telégrafo para tranquilizar a los parientes de un extranjero que pasa cerca de la costa. Aunque la aceptación por todos los pueblos civilizados del Código internacional de Banderas es posterior al Convenio de Ginebra, el pensamiento es más antiguo, su historia es más larga y probablemente más variados los impulsos a que debe su origen, pero es lo cierto que, tal como se ha redactado y rige, no puede leerse con algún detenimiento sin decir: ¡cuánta benevolencia! ¡Cuánta humanidad en este libro que leen todos los pueblos, y donde hay frases hasta de cortesía y afecto!
Las dos leyes aceptadas por las naciones para que los navegantes, los náufragos, los heridos de todas ellas sean amparados por el derecho; las dos únicas leyes, solemnemente promulgadas por todos los pueblos, están como impregnadas de afectos benévolos, y una, el Convenio de Ginebra, fue exclusivamente inspirada por la compasión. El hecho nos parece digno de meditarse aun por los que tienen propensión a prescindir en las cosas de la humanidad de sus elementos afectivos.
El impulso está dado, y muy fuertemente. Como indicamos más arriba, por todas partes se inician obras de caridad cuyo carácter no es alemán, ruso, ni español, sino humano. Lo que se necesita es sentir y comprender toda su importancia, fomentarlas, tomar parte en ellas activamente. El atraso de España se revela bien en la falta de cosmopolitismo de su amor, apenas representado últimamente por una pequeña limosna a los hambrientos de la India, y a los heridos de Oriente. Y los efectos de la benevolencia se convierten en causa, y poderosa; el objeto de nuestros beneficios lo es de nuestro afecto, y no hay mejor remedio contra el odio, que hacer bien al que le inspira. Así, pues, nos parece cierto, que extendiendo la ley de amor se trabaja para generalizar el derecho.
Las grandes diferencias entre las naciones. No se trata de pasar un nivel por encima de las nacionalidades, una especie de rodillo que triture su carácter y peculiares disposiciones; esto ni es posible, ni conveniente, ni necesario para la unidad del derecho humano. Cierto grado de cultura, cierto grado de moralidad, la noción y la práctica de la justicia en armonía con los otros pueblos, es lo que necesita cualquiera nación para entrar en el concierto universal. Hay, pues, que activar las comunicaciones intelectuales, que generalizando los conocimientos disminuyen las diferencias entre los pueblos, porque la verdad es una y los errores infinitos; además de que los hombres comulgan en la verdad, y cuando se combaten es por haberse separado de ella. Los que saben más, enseñen; los que saben menos, reciban lecciones, y persuádanse todos de que donde existe un hombre que ignora su deber, hay un obstáculo para la realización del derecho.
Se ha progresado mucho en este sentido. Es rápida la comunicación de ideas y sentimientos; los Códigos de los diferentes pueblos se van asemejando cada vez más, en términos de que no está lejos el día en que no tendrán diferencias esenciales; pero hay que trabajar por borrarlas en las ideas para apresurar ese día, y en las costumbres, procurando imitar las mejores, porque la corrupción, lejos de tener armonías, las rompe todas. La igualdad que conduce a la fraternidad es en el bien; la del mal engendra la discordia: dos pueblos, como dos hombres, tanto menos podrán llegar al derecho, ni aun a la paz y orden material, cuanto más se asemejen en sus maldades. Así, pues, para que las diferencias entre los pueblos no constituyan un obstáculo, no es necesario que desaparezcan sus aptitudes especiales, sino sus particulares vicios y errores.
Desdén. Los pueblos tienen propensión al orgullo y vanagloria, debilidades que en la colectividad son aún más absurdas que en el individuo. Los que en ellas caen, que lean su historia, donde seguramente habrá páginas de humillación; que lean la del pueblo desdeñado, que tendrá días gloriosos. El recuerdo de la debilidad pasada, templará la soberbia del poder presente, manifestará que la preponderancia de los pueblos, como el sol, sale, tiene su apogeo, y se pone; que el país más envilecido tiene altos recuerdos, sagradas esperanzas; que es infamia insultar a un Rey destronado, y crueldad hacer más triste la suerte de un infeliz. Y si el orgullo individual es insensato, ¿qué nombre merece el colectivo que se alimenta de méritos ajenos, en que cabe una parte imperceptible, o ninguna? ¿Puede darse cosa a la vez más injusta y más ridícula que un ignorante dándose importancia por el saber de su país, y un vicioso envanecido con las virtudes de sus compatriotas? Los vanos y los hipócritas serán difícilmente corregibles, pero que los hombres sinceros y dignos de las naciones prósperas consideren que en las que están en decadencia hay también personas ilustradas y virtuosas; que se pongan en lugar suyo; que comprendan las pruebas a que están sujetas, el mérito de soportarlas, y que al desdén sustituya un sentimiento de respeto hacia ese pueblo caído, donde hay hombres, tal vez muchos, que valen moralmente más que los extranjeros que los miran con altanería.
El despecho. Los que nos humillan nos predisponen muy mal para la justicia; no hay nada tan pertinazmente rencoroso como el amor propio. Consideren los que sienten su aguijón, que los pueblos decadentes son pueblos culpables, y el desdén con que se los abruma como el reflejo de su pecado; que su humillación sea la ceniza de la penitencia. Sólo Dios sabe la responsabilidad que cabe a cada uno en el mal proceder de todos; pero ve cualquiera el ridículo y el absurdo, de no aceptar resignadamente el peso, aunque sea mucho, del descrédito nacional, y de protestar de él con recuerdos que abruman. Aunque parezca excesiva, hay que aceptar la desgracia de pertenecer a un pueblo poco considerado, y en vez de servir de obstáculo con rencoroso despecho al progreso general, tomar parte en él cuanto sea posible: alguna se puede tomar siempre. La dignidad del individuo no depende de la del Estado; con la nuestra podemos, hasta cierto punto, disminuir la afrenta del oprobio nacional. Contestemos con virtudes al desdén de los pueblos más venturosos; cooperemos con ellos, en la medida que nos sea posible, a toda obra humana; hagamos, en fin, que el extranjero justo diga: «Merecía haber vivido en los días gloriosos de su patria», o bien: «Es un precursor del porvenir.» Porvenir tienen todos los pueblos que creen en la virtud.
El interés mal entendido. Ardua es la empresa de hacer comprender a los pueblos su verdadero interés; pero es necesario emprenderla, porque mientras haya hombres que se crean interesados en hacer mal, el mal se hará. Es preciso ilustrar, no sólo a las masas, sino a los que las dirigen, poco menos ignorantes que ellas a veces acerca de lo que a todos interesa. No aprovecha gran cosa para el caso de que nos ocupamos, que se sepa leer, escribir y contar, y aunque se aprendan matemáticas, cánones, historia natural y física, si se ignoran las leyes de la producción, el enlace íntimo de los intereses de todos los pueblos, y las armonías naturales, rotas brutal y artificiosamente con los tratados de comercio o los cañones en batería.
Es necesario popularizar el conocimiento de las leyes de la producción y de los hechos que se conforman a ellas o las infringen; es necesario evidenciar el absurdo, la injusticia, y en muchos casos la mentira, de todo ese artificio aduanero proteccionista, que en son de proteger la industria del país, no protege sino las malas artes; es necesario presentar la historia de los errores cometidos por los pueblos que no iban buscando más que su interés, de los sacrificios inútiles o contraproducentes que hacen para conseguirle, y cómo de esta lucha de egoísmos ciegos, ha resultado un caos de daños e iniquidades, un laberinto obscuro, un conjunto deforme y monstruoso, en vez de la sencilla belleza y fecunda armonía de la justicia y la libertad. Puesto que tanto se habla de interés y se busca, hay que aprenderle, hay que analizarle, hay que saber que no es sinónimo de egoísmo, ni de usura, ni de ganancia pasajera, ni de monopolio exclusivo, ni de fraude odioso. Un hombre sin conciencia puede calcular que su interés está en faltar a su deber; el cálculo de un pueblo, si no es erróneo, jamás puede conducirle a ningún proceder inmoral. Cuántos tesoros, cuántas lágrimas, cuánta sangre hubieran economizado las naciones, si hubiesen sabido lo que al fin aprenderán, lo que es urgente enseñarles, que el cálculo mejor es la justicia.
Las consecuencias de la injusticia. Es necesario neutralizarlas, calmando la irritación que produce, demostrando que perjudica al mismo que la hace, recordando que no hay pueblo que pudiendo no haya sido injusto, y, por último, manifestando que la iniquidad, por mucho que se prolongue, puede ser un error persistente de los hombres, un pecado grave, pero no una ley de la historia. |
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:28 |
La posibilidad de vivir sin Derecho internacional. No existe, y es fácil y utilísimo demostrarlo. Hay en todos los países miles o millones de extranjeros, que van allí en busca de diversión, de ciencia, de fortuna, de impunidad si son culpables, de amparo si se les persigue injustamente. Los extranjeros tienen comercio, establecen industrias, casas benéficas o de banca, institutos científicos, sociedades de seguros, asociaciones caritativas, industriales, mercantiles o religiosas; los extranjeros son propietarios de la tierra, en ella se casan, testan, hacen donaciones, préstamos, contratos de todas clases, son acreedores del Estado, viven al amparo de las leyes, y las infringen. Tenemos libros extranjeros, periódicos extranjeros, productos del suelo y de la industria extranjera; damos o recibimos materias primeras, objetos manufacturados, medios de llevarlos a lejanas regiones o traerlos de los antípodas. Cuando tantas y tan variadas relaciones no se limitan al orden económico, sino que se extienden al jurídico, al moral, al intelectual, ¿pueden existir sin estar condicionadas por alguna regla de equidad? Fácil es con hechos demostrar que no, y muy útil será ponerlos en relieve: la justicia se afirma probando que se cumple.
Si los pueblos antiguos han vivido sin leyes internacionales, los modernos no pueden, y podrán menos cada vez: de cada nueva relación surge una nueva necesidad jurídica: ayer se reúne una comisión internacional para el modo de funcionar el telégrafo, hoy para adoptar un sistema de arqueo respecto a los buques que navegan por el canal de Suez. Hágase evidente la necesidad irresistible de reglas equitativas, aceptadas y cumplidas por todos, para que sean posibles tantas, tan íntimas y tan complicadas relaciones.
No es posible observar hoy, aunque sea de un modo muy superficial, las activas y múltiples comunicaciones de los pueblos sin comprender que no es posible realizarlas sin reglas justas, que éstas existen más o menos, y que la guerra constituye una excepción, un elemento heterogéneo, perturbador del modo de ser de los pueblos modernos.
Difundir el conocimiento de tales verdades un poco obscurecidas todavía por el humo de la pólvora y de las vanaglorias nacionales, será apresurar el día en que las buenas teorías pasen a ser buenos hechos.
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:29 |
Capítulo XIII
Relaciones internacionales que no son el derecho de gentes, pero le preparan.-La internacional de arriba y la de abajo
Al lado de los convenios con carácter internacional, y de los usos que tienen fuerza de ley, en todas las naciones civilizadas, hay un hecho menos ostensible, pero cuyas consecuencias han de influir más que los pactos y acuerdos diplomáticos: este hecho es la comunicación espontánea, extraoficial y generalizada de los súbditos más inteligentes y activos de todos los países, siendo tan fuerte la tendencia cosmopolita del hombre en nuestro siglo, que procura llevar al fondo común de la humanidad, no sólo sus descubrimientos, sus ideas, sus glorias y su amor, sino hasta sus dolores y sus odios. Admira y consuela ver cómo aumentan las simpatías de los hombres científicos y caritativos de todos los países; cómo sus lazos se estrechan más y más cada vez; cómo sus relaciones se activan, y cómo, en fin, fraternizan en el amor a la ciencia y a la humanidad. Reúnense en Congresos, donde tratan cuanto puede ser objeto de la racional actividad del hombre, cuanto puede contribuir a dilatar el campo de su inteligencia, contener sus malos impulsos, fortificar sus virtudes, dar alivio a sus dolores. El problema científico del meditador profundo; la miseria del desvalido; la culpa del delincuente; el pecado del vicioso; el desamparo de la mujer; la debilidad del niño; las congojas del herido; las angustias del náufrago, todo se siente y se piensa, y se comunica y se discute, por extranjeros que se comprenden porque se aman, y que se aman porque están unidos con el lazo santo de una elevada idea, de un pensamiento generoso. Aquellos que no pueden verse en los Congresos internacionales, no quedan por eso excluidos de la comunión científica y humanitaria; una correspondencia activa los une, reciben y dan ideas, son eco de voces amantes, y le hallan lejos, muy lejos, para sus ayes doloridos. Como al salir el sol los montes más elevados son los primeros que alumbra, así la luz de la justicia ha brillado antes en las eminencias intelectuales y compasivas, que exclaman: -No hay odios de pueblo a pueblo. -El derecho es universal. -El amor habla todas las lenguas. -Nuestra patria es el mundo.
Desapercibido por la muchedumbre, el hecho no es menos cierto: la ciencia y el amor se hacen cosmopolitas. Véase el gran número de asociaciones que existen en diferentes pueblos; examínense las listas de socios, que pertenecen a todos los países, y leyendo su correspondencia se notará cuán activa es, cuán cordial, cuán entrañable. Estos lazos del corazón y del entendimiento van formando una red invisible aún para la multitud, pero que un día será poderoso obstáculo contra los movimientos del odio, y auxiliar eficaz para toda obra de justicia universal, y de humana concordia. El consocio noruego o americano, belga o inglés, es el cooperador de nuestra obra, lo somos de la suya, ¿y hemos de mirarle como extraño? No. ¿Como enemigo? Imposible.
Sucede con las lenguas muertas, que como no se usan para las relaciones vulgares y prosaicas de la vida, como no las vemos más que en los poetas, en los oradores, historiadores o académicos, tienen una especie de majestad que no pueden conservar los idiomas que descienden a oficios más humildes. Algo parecido acontece con los amigos extranjeros, que lo son por haberse asociado para una obra científica o humanitaria: no tratan sino de lo que tiene relación con su noble intento; no comunican sino ideas elevadas, sentimientos generosos; los defectos, las faltas, no tienen ocasión de revelarse, de donde resulta que su fisonomía moral aparece más bella, lo cual es un nuevo motivo para que se aprecien y se amen. ¡Cuántas veces hallan eco fuera voces que dentro no le han tenido, y llegan de tierra extraña consuelos que hace necesaria la indiferencia y la ingratitud de los compatriotas.
Esta falange cosmopolita cuenta los voluntarios por muchos miles, y cada día aumenta su número, su actividad, su esfera de acción. Son cada vez más frecuentes sus Congresos, y los correos de las cinco partes del mundo llevan de continuo voluminosos impresos, largos manuscritos, en que se comunican las meditaciones del filósofo, la inspiración del artista, la fe del que cree, la perplejidad del que duda, el poder del que descubre o inventa, el dolor del necesitado, y la caridad de todo el mundo que acude a consolarle.
La Cruz Roja se asocia para socorrer a los heridos sin preguntar por su nacionalidad ni por su religión, y apenas se rompen las hostilidades entre dos pueblos, hay en todos los demás hombres caritativos, mujeres piadosas que compadecen a las víctimas de la guerra y se esfuerzan por auxiliarlas.
Hay una inundación, un terremoto, malas cosechas, una gran calamidad de cualquier género, y se siente en todas partes, y de todas acuden donativos. Levantado el sitio de París, sus extenuados moradores reciben de Inglaterra abundantes víveres. Bélgica contribuye a remediar el daño de las inundaciones del Mediodía de Francia: a los hambrientos moradores de la India y del África llegan socorros de Europa, y la cristiandad abre suscripciones en favor de los turcos atribulados. La caridad aparece al fin, con su carácter universal, no es hebrea, griega, inglesa, ni española, es humana; los que la ejercen no se contentan con enviar cuantiosos auxilios, a veces acuden en persona. En los campos de batalla, en las ambulancias, en los hospitales, se ven extranjeros que sufren fatigas y arrostran la muerte por salvar la vida de los heridos. En este momento82 hay cristianos cuidando a los heridos turcos. Allí está el doctor Barón Mundy, que ha ido a luchar con todo género de dificultades y peligros, haciendo prodigios de amor y de ciencia, y procurando volver a la vida los esforzados combatientes de un pueblo que agoniza. Permítasenos pronunciar un nombre cuando hablamos de cosas, en homenaje a esta gran personificación de la caridad internacional.
Al lado de la gran comunión que prescinde de nacionalidades, inspirándose tan sólo en el amor a la verdad y a los hombres, hay otra que, más directa, si no más eficazmente, trabaja para hacer reinar entre ellos la paz y el derecho. Fórmanse asociaciones en que toman parte personas de todos los países con el fin bien determinado de combatirse la apelación a las armas; reúnense Congresos como el de Bruselas, con el objeto de dar leyes a la guerra. Eminentes letrados de todos los pueblos comunican sus ideas y sus aspiraciones, y se establece la Revista de Derecho Internacional, donde decía uno de sus más inteligentes colaboradores, Mr. Rollin Jacquemins: «Parece llegada la hora de fundar una institución estable, puramente científica, que, sin proponer la realización de utopias más o menos remotas, ni una reforma repentina, puede, no obstante, aspirar a servir de órgano en la esfera del Derecho de gentes, a la conciencia jurídica del mundo civilizado.»
Conformes con esta aspiración, jurisconsultos de todos los países se reunieron en Gante, y en la primera sesión Mancini fijó el objeto de la Conferencia. «Aspiramos, dijo, a formar un Código, si no con todas, siquiera con parte de las reglas obligatorias aplicables a las relaciones internacionales, y al menos que para la mayor parte de los casos, a los ciegos azares de la fuerza y la profusión inútil con que se vierte la sangre humana, se sustituya una forma de juicio conforme a derecho.» El Instituto de Derecho Internacional quedó constituido (1873) determinando su objeto del modo siguiente:
1.º Favorecer los progresos del Derecho Internacional, procurando ser el órgano de la conciencia jurídica del mundo civilizado.
2.º Formular los principios generales de la ciencia, como igualmente las reglas que derivan de ellos, y generalizar su conocimiento.
3.º Prestar su concurso a toda tentativa seria de codificación graduada y progresiva de Derecho internacional.
Abrigamos la esperanza de que El Instituto de Derecho Internacional, según la expresión de Bluntschli, cumplirá una santa misión en provecho de la humanidad. |
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رسائل 39 من 92 في الفقرة |
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:30 |
Y no tan sólo los hombres de ciencia aislados en el recogimiento y la meditación, perciben claramente las nociones de la justicia y aspiran a realizarla; también los políticos, aun en medio de las agitaciones de los partidos y de las ofuscaciones de toda la lucha, se aperciben de la majestad del derecho, y quieren rendirle homenaje; a los hombres políticos de los Estados Unidos de América les cabe esta gloriosa iniciativa: el Senado adoptó en 1853 la siguiente resolución:
«El Presidente se compromete, siempre que fuere posible, a insertar en todos los tratados que concluya en lo sucesivo un artículo cuyo objeto sea someter cualquiera diferencia que pudiera suscitarse entre las partes contratantes, a la decisión de árbitros imparciales, elegidos de común acuerdo.»
Cobden intentó lo mismo en las Cámaras inglesas, pero sin resultado, lo cual no desalentó a los amigos de la paz y del derecho. En 1873 Richan, sosteniendo su proposición decía: «No basta esta práctica (la del arbitraje), para el cual es necesario que una contienda exista ya, mientras que si para que no naciera hubiese medios regulares y previstos, se evitarían las influencias perturbadoras de la pasión y la intriga... Esta proposición no aspira a tanto, su objeto es únicamente establecer una comisión internacional encargada de examinar el estado que tiene hoy el Derecho de gentes, para ver de formar con él algo que sea claro y homogéneo.»
El proyecto fue adoptado por bastante mayoría de votos.
En el mismo año de 1873 el Parlamento italiano aprobaba una proposición de Mancini, concebida en estos términos: «La Cámara manifiesta su deseo de que el Gobierno del Rey, en las relaciones extranjeras, procure hacer del arbitraje un medio aceptado y frecuente de resolver en justicia las diferencias internacionales en aquellos asuntos susceptibles de someterse a árbitros, etc., etc.»
Por 35 votos contra 30 adoptó la Cámara de los Países Bajos una proposición, «expresando su deseo de que el Gobierno negocie con las potencias extranjeras, para conseguir que el arbitraje llegue a ser un medio adoptado para resolver en justicia las diferencias internacionales de los pueblos civilizados, etc., etc.»
El Senado belga ha votado por unanimidad en 1875 lo siguiente: «La Cámara expresa su deseo de ver extendida la práctica de arbitraje entre los pueblos civilizados para todas aquellas diferencias susceptibles de resolver por medio de árbitros, etc., etc.»
La Cámara popular de la Dieta sueca adopta por una gran mayoría un mensaje al Rey en el mismo sentido.
Al empezar en los Estados Unidos la guerra separatista, para hacerla se piden reglas de derecho a un jurisconsulto; Lieber las escribe, y los hombres políticos y los militares las aceptan y las practican, tanto al menos como es posible en cosa tan refractaria a reglamentación como la guerra: esas mismas reglas forman parte del Derecho internacional codificado por Bluntschli, y unas y otro ha tenido presente el Emperador de Rusia al formar el reglamento para los prisioneros de guerra en la última contra Turquía.
Se ve, pues, que los hombres políticos y los hombres prácticos han empezado a sentir la influencia de los pensadores benéficos de todos los pueblos, que reuniendo su ciencia y su buena voluntad, forman con ellas un foco de luz y una fuente de derecho. A esta agrupación de elevadas inteligencias y nobles corazones de todos los países, es a lo que llamamos La Internacional de arriba.
Al lado de ella crece y se organiza la otra Internacional, aquella cuyo nombre es una bandera de guerra, un grito de alarma, y que, según el que le da, simboliza promesas halagüeñas o amenazas terroríficas. La primera puede representarse por dos extranjeros que se abrazan dándose el ósculo de paz; la segunda por dos hombres venidos de naciones diferentes, que, en señal de fraternidad, se estrechan la mano, empuñando con la otra un arma de combate. En aquélla no hay más que elementos armónicos, en ésta son desacordes; lleva dentro de sí gérmenes de paz y de guerra, el odio de clase y el amor a la humanidad: la llamamos la de abajo porque su nivel moral es inferior, no porque lo sea la posición social de los que la forman: se comprende la diferencia de elementos de entrambas por la de origen. La fraternidad universal de arriba se va realizando en la atmósfera serena de las elevadas ideas y puros sentimientos, por los que tienen medios de pensar y posibilidad de compadecer, no estando abrumados bajo el infortunio; la fraternidad de abajo nace en la región tempestuosa de la ignorancia y el sufrimiento, y se forma por hombres que apenas pueden poner en común otra cosa que preocupaciones y dolores. Nada tiene, pues, de extraño que la una aparezca serena, plácida, justa, amorosa; y la otra agitada, injusta y llena de rencores.
En la Internacional de abajo no se ha visto más que uno de sus elementos; hay que estudiar los dos, y combatir la furia del odio que la agita, con los gérmenes de amor que lleve en su seno. Un inglés y un ruso, un francés y un alemán vestidos de uniforme, enregimentados, se aborrecen, se combaten; vestidos con una blusa y asociados, simpatizan, se aman; el hecho es tan nuevo como extraordinario; su alcance inmenso, el bien que encierra infinito, solamente que no ha podido percibirse, como no se notan las bellezas de un paisaje envuelto en una nube tempestuosa. Para que semejante bien, que está en germen, se realice, es preciso que el operario belga y el español se amen, no porque son obreros, sino porque son hombres; que la asociación sea en favor suyo y no contra nadie; que las simpatías por el extranjero se laven de las impurezas del odio a los compatriotas.
Esta transformación no es fácil, pero es posible y necesaria. |
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El socialismo es mierda
El derecho internacional lo demuestra |
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:31 |
El odio asociado en todo el mundo, supliendo el don de lenguas con su mímica horrible, y agitando su melena de fuego por todo el globo, es un peligro, es un gran peligro ciertamente, pero es también una gran monstruosidad. Tantas vidas consagradas al consuelo de los afligidos; tantos lazos fraternales como unen hoy a la humanidad; tantos mártires como han dado su vida por ella; Sócrates bebiendo la cicuta, Jesús muriendo en la cruz, ¿todo habrá sido inútil, y el odio será ley universal y extenderá su imperio sobre toda la tierra? No, no; esto es imposible. En la Internacional de abajo, como en todos los grandes movimientos de la humanidad, y acaso más que en otro alguno hasta el presente, hay gérmenes de mal y de bien: éstos triunfarán en definitiva; pero no basta que su triunfo sea seguro, es necesario que sea pronto, porque las derrotas parciales le aplazarían por mucho tiempo cubriendo a las naciones de vergüenza y desventura.
No existe en el mundo civilizado ninguna gran masa de hombres impenetrable al derecho; enloquecida hasta el punto de combatir constantemente en el caos, y que no halle en el instinto de sociabilidad algún elemento del orden necesario. Hay, pues, que encender luz en esas cavernas, que penetrar resueltamente en esos que parecen abismos y no son más que profundidades donde la obscuridad engendra monstruos. Hay que enseñar y amar a esos hombres para que aprendan el error y la ingratitud de amarse entre sí aborreciendo a los demás. Para esto es preciso asociarse a ellos, y asociarlos a nosotros; tomar parte en su obra y dársela en la nuestra. El cómo esto se haya de conseguir, y por qué medios debe intentarse, ni es asunto para tratado incidentalmente, ni puede entrar en el plan de esta obra; pero si dada su índole no podemos hacer un análisis detenido de la Internacional de abajo, tampoco podíamos dejar desapercibido un fenómeno social tan digno de ser notado. Creemos que la Asociación de obreros de todos los países, purgada de las impurezas que en ella han introducido causas poderosas, pero no omnipotentes, es un gran elemento de confraternidad universal, y puede ser un auxiliar eficaz del Derecho de gentes. Para la Internacional de abajo, como para la de arriba, son también consocios los extranjeros; también está dispuesta a ver un hermano en cada hombre, cualquiera que sea la lengua que hable y el país en que haya nacido.
Que este sentimiento de confraternidad humana, sentido a la vez por las multitudes ignorantes y las minorías ilustradas, las confunda y armonice, purificándolas de sus egoísmos, de sus errores, de sus pasiones bastardas. Entonces las dos Internacionales comulgarán en el culto de la justicia y del amor a la humanidad, envolviéndola cariñosamente, estrechándola entre los brazos como un amigo que protege, en vez de ceñirla como una serpiente que se enrosca y estrangula.
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:31 |
Capítulo XIV
La justicia nacional no es independiente de la internacional
La historia de la ciencia, del arte, de la literatura, de los progresos de la moral y, en fin, de la actividad humana en sus diversas manifestaciones, hace ver la parte que cada pueblo culto tiene en la obra de todos, y cómo no hay ninguno que no haya llevado al fondo común sus creaciones, sus inventos, sus trabajos literarios, sus sistemas filosóficos, y hasta la gloria de sus héroes y el ejemplo de sus mártires. Según la hora en que vive la humanidad, cada nación llega con sus elementos propios, presta auxilio o le recibe; aumenta la débil corriente de las ideas, o procura encauzarlas en sus desbordamientos. ¡Qué sería de los pueblos en decadencia si del otro lado de los montes o de los mares no les llegaran gérmenes de vida, ideas que ilustran, verdades que fortifican, ejemplos que alientan, simpatías que dan consuelo!
Pero no basta esta comunicación, cada día más activa entre las naciones; no basta el cosmopolitismo de la ciencia que ya existe, ni que sea un hecho el de la justicia penal; es necesario que la fraternidad humana, hoy aspiración vehemente, deseo de muchos, sea sentida y meditada, porque si para quererla basta un generoso impulso, para realizarla se necesita mucha voluntad, saber y perseverancia.
No hay fraternidad sin justicia, y cuando de ésta se tiene una idea elevada, exacta; cuando se la hace consistir en dar a cada uno lo suyo, entendiendo que lo suyo de cada uno es darle la mayor suma de bien posible, en armonía con los otros, y se llama bien a los medios de perfeccionar el espíritu y sostener la salud y fuerza del cuerpo, entonces la justicia pierde su carácter negativo, limitado, casi mezquino, podríamos decir; no es ya un libro en que se determina el modo de deslindar un campo, y la pena en que incurre el que roba, mata o hiere, sino el código universal y eterno, en que están condicionadas todas las relaciones de los hombres, para que no haya ninguno con quien no comuniquen para su mayor bien, con el decoro de personas dignas y el amor de hermanos. Lo grave, lo terrible, puede decirse, es que no realizando esta justicia, que a tantos parecerá irrealizable, cuya definición hará sonreír desdeñosamente a no pocos, que verán en ella nada más que un sueño, no realizándola, decimos, con el concurso de todas las naciones, ninguna, ni aun las que parecen más florecientes y prósperas, se librarán de males gravísimos, que atacándolas en sus elementos constitutivos, minarán su existencia a pesar de su aparente prosperidad.
Las murallas que han querido alzarse entre los pueblos caen, se desplomarán más y más cada día; no hay poder humano que pueda oponerse al sentimiento divino de la fraternidad entre los hombres, y su comunicación más activa, multiplicando sus influencias mutuas, los medios de hacerse bien y de hacerse mal, impone la necesidad de leyes equitativas comunes al mundo civilizado. Los intereses, las ideas, los sentimientos, todo se comunica, se transmite y se cruza: el producto del labrador, la manufactura del industrial, el negocio del comerciante, la inspiración del artista, la ciencia del sabio, hasta el amor del caritativo, y el odio del que aborrece; nada queda aislado en el suelo patrio, todo pasa los montes o los mares, va o viene de los antípodas, influye y es influido. Queriéndolo o no, conscientes o sin saberlo, cada día, cada hora, cada momento somos más cosmopolitas, más conciudadanos de todos los hombres; trabajamos y pensamos para toda la tierra y en toda ella repercuten los latidos de nuestro corazón y brillan los destellos de nuestra inteligencia.
Se ha escrito acerca de la influencia que la filosofía, la literatura y el arte de un pueblo han tenido sobre otros; es ya hora de pensar cómo la injusticia de una nación se comunica a las otras a manera de contagio, y cómo influye en la desgracia de todas. Si la ciencia, el arte, la moral y la industria, toman cada día un carácter más internacional, también la justicia y la iniquidad, el consuelo y el dolor.
Cuando al hombre de ciencia, para enseñarla, no se le pregunte cuál es su patria, ni para ejercer una profesión sea necesaria la nacionalidad; cuando el comercio de todas las naciones del mundo se haga como el de todas las provincias de una nación; cuando el interés bien entendido sustituya al egoísmo ciego; cuando en vez de explotar los antagonismos se utilicen las armonías; cuando el amor a la humanidad extinga los odios de pueblo a pueblo; cuando los progresos del derecho hagan innecesario el empleo de la fuerza; cuando el imperio de las ideas imposibilite todas las dictaduras y todos los despotismos; cuando las diferencias de los pueblos, como las de los individuos, se resuelvan por los fallos de la conciencia universal y no con las puntas de las bayonetas; cuando los más fuertes tiemblen a la idea de ser llamados ante el tribunal de la opinión del mundo entero; en ese día lejano, pero que llega, ¿se habrá hecho todo lo que es preciso hacer para que la justicia condicione las relaciones de los pueblos? No.
Las cosas del espíritu tienen una importancia que estamos lejos, no ya de desconocer, pero ni aun de disminuir; el espíritu del hombre está unido a un cuerpo sobre el que influye y del que recibe influencia; a un cuerpo que tiene condiciones materiales de vida, de fuerza, de salud, y cuando le faltan, en vez de un auxiliar es un obstáculo, y hasta un enemigo del alma. Puesto que necesitamos sustento, calor, aire, luz, los elementos materiales forman parte integrante del problema de la existencia. Por la cuestión social, muchos entienden la cuestión económica, y aunque, en nuestro concepto, reducir así sus proporciones es desnaturalizarla, se comprende que si no fuera grande su importancia, nadie pretendería hacerla preponderante o única.
La carencia de las cosas indispensables, de lo necesario fisiológico, produce la miseria material, y la moral e intelectual también; y cuando sin pan, ni abrigo, ni educación se hacinan en hediondos tugurios los miserables, confundidas edades y sexos, la atmósfera del alma no está más pura que la del cuerpo, y se contraen vicios lo mismo que enfermedades. Tal vez se dirá que el Derecho de gentes no puede influir directamente en esta cuestión, que cada pueblo debe resolver por sí y dentro de su territorio; pero la producción de un país no es independiente de la de los otros, y la cuestión económica si en parte es nacional, en parte no, porque tiene muchas ramificaciones internacionales.
Las descripciones de los naufragios, de las epidemias, de los campos de batalla, de los pueblos que barre una ola del mar, o quedan sepultados bajo las corrientes de lava, producen una impresión terrorífica, pero menos profunda y angustiosa, que ver millones de criaturas humanas, que para ganar la vida pierden primero lo que la hace digna, grata, soportable, y después esa vida misma abreviada por la falta de sustento y el exceso de fatiga. Es esplendoroso el manto con que la industria reviste a los pueblos más cultos; pero están bien flacas las manos que le han tejido; la producción es portentosa, pero en la mayor parte de los casos el productor es desdichado. La chimenea ahúma, la máquina empieza a funcionar, y con poca menos regularidad que ella y casi tan mecánicamente, acuden y se agrupan en derredor miles de criaturas, hombres, mujeres y niños, que trabajan, trabajan, trabajan, para ganar lo estrictamente necesario para la vida. ¡Cuán penosos son de ver aquellos niños que la ley ampara, prohibiendo que trabajen más de diez horas; aquellas mujeres que trabajan catorce, aquellos hombres prematuramente envejecidos por el exceso de fatiga y por la crápula! ¡Cuán penoso es de respirar aquel aire muy caliente o muy frío, muy húmedo o muy seco, viciado tantas veces por emanaciones insalubles, y aquella atmósfera moral todavía más perniciosa para la virtud! No hay inocencia en el niño, ni pudor en la mujer, cuando la mujer y el niño, confundidos con hombres corrompidos y mozas livianas, antes de que puedan ser viciosos, se familiarizan con los misterios del vicio. ¡Qué contraste entre los productos tan brillantes, tan perfectos, tan variados, y aquella muchedumbre productora, sucia, embrutecida, cuya monótona existencia es trabajar acompasadamente en el taller, y periódicamente embriagarse en la taberna! |
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رسائل 43 من 92 في الفقرة |
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:32 |
Hay todavía un espectáculo mucho más triste que el que ofrece esa multitud hacinada y como un apéndice de los motores poderosos: alejémonos del establecimiento en que gana la vida, y entremos en la casa donde vive. El hogar sin fuego, la cama, si acaso hay cama, sin levantarse, sin barrer el suelo, y lo que es peor, los niños abandonados. Su madre tiene que irse corriendo a la fábrica: allí no se espera, no es posible esperar, porque la máquina, que representa un gran capital, no puede estar parada, ni una vez puesta en movimiento, funcionar sin el número de auxiliares necesarios; es preciso que éstos estén a la hora, al minuto, si no, se trastorna la combinación toda, es inmenso el perjuicio; no le indemnizará el operario moroso, que será despedido. Es indispensable estar allí en el momento en que hay vapor y el émbolo sube y baja; trabajar todas las horas que se mueve, él, que no se cansa; ir todos los días en que se enciende la máquina, aunque haya poca salud, aunque esté enfermo el que necesita de los cuidados de la operaria. Por eso la habitación está desaseada; por eso los pobres niños lloran sin que nadie los acalle; por eso tienen una fisonomía que inspira la horrible duda de si se han reído alguna vez83; por eso la comida se condimenta de prisa y mal; por eso la madre fatigada, exhausta, no puede cumplir su misión doméstica; por eso el padre huye de aquel interior tan triste y repulsivo, buscando la animación de la taberna y de la orgía; por eso los lazos de familia se rompen o no se forman: el egoísmo, poco escrupuloso, al ver los sacrificios que el matrimonio impone, opta por el celibato y el libertinaje, que arruina la moral del obrero, su salud y sus medios de subsistencia.
La situación de la obrera, que sin familia está atenida a sus propios recursos, es todavía más deplorable. El trabajo de la mujer está generalmente tan poco retribuido, que puede decirse sin exageración alguna, que se mata trabajando y no gana para vivir. Esta es la condición de miles, de millones de mujeres que contribuyen a los prodigios de la industria, a las veleidades de la moda, a la increíble baratura de tantas cosas útiles, superfluas, perjudiciales o ridículas, como se presentan en todos los mercados de todos los pueblos. Al ver el bajo precio de algunos objetos, es frecuente oír: ¿Cómo lo harán? ¿Cómo? ¡Ah! La baratura depende a veces de los progresos de la física, de la química, de la mecánica, de las ciencias, en fin, y de la industria, pero otras tiene horribles misterios. ¡Si se supiera cuánto han costado muchas cosas que se compran casi de balde! ¡Si se supiera que son la alegría de un niño, su fuerza, su educación; la salud de una mujer, su vida, cuántas veces su virtud y su honra..., habría de convenirse en que esos objetos que se compran tan baratos, han salido bastante caros! A la pregunta de cómo se hacen, puede responderse muchas veces con un cuadro de desolación y de miseria material y moral; con los lazos de familia aflojados o rotos; con niños que no ríen, jóvenes que no cantan, mujeres que trabajando luchan con el hambre hasta que se cansan de trabajar y de luchar; con hombres que del sábado al lunes gastan en la orgía lo que han ganado durante la semana; con la criatura débil, sin padre que la proteja, sin madre que la acaricie, arrastrada al taller por el hambre, y por el ejemplo al vicio, al crimen tal vez...; así se realizan muchos de los prodigios de la industria, a tanta costa se dan sus productos por tan poco dinero!
No es éste el cuadro que ofrecen las Exposiciones universales, donde no se sabe ni se pregunta por qué medios se han conseguido tan portentosos resultados; no es ésta la impresión que traen de Francia, de Bélgica o de Inglaterra, los que vuelven deslumbrados con el brillo de su prosperidad, pero los que alejándose de los palacios de la industria visitan las casas de los obreros; los que estudian en todos sus detalles todo el mecanismo productor, de que forman parte seres racionales tratados como si no lo fuesen; los que ven mujeres y niños arrojados alrededor de una máquina, como se echan palas de carbón en el hogar de su caldera; los que reflexionan la suma de dolores y de sacrificios que representan aquellos goces que se proporcionan tan baratos; los que están en los secretos de la prosperidad industrial, aunque no renieguen de su siglo, aunque no hagan cargos a ninguno, aunque no desconfíen del progreso, le piden cuentas, rechazan en ocasiones sus falsos títulos, le desconocen si no es mejora en todo para todos, y no quieren que el carro de la civilización ruede sobre los mutilados cuerpos de sus víctimas.
No en todas partes igualmente, ni en todas las industrias es desdichada la suerte del operario, pero hay millones de hombres, y sobre todo de mujeres, cuya vida de trabajo incesante y mal retribuido ofrece un cuadro, que como decíamos, aflige más que el de las luchas sangrientas y de las grandes catástrofes. Por terribles que éstas sean, pasan; no tienen esa persistencia abrumadora de los males sociales que no se remedian: no son el cáncer que corroe silenciosamente, ni irritan con la idea de que podían evitarse, y con el contraste del hombre infeliz que aparece como un instrumento dolorido del placer de los hombres afortunados. Evitemos, pero disculpemos los extravíos de la indignación encendida en presencia de semejante espectáculo; evitemos, pero disculpemos las exageraciones, las inconsecuencias, los errores y hasta los absurdos propuestos para remediar el daño; al ver un enfermo grave cuyos dolores nos duelen, aunque no se sepa el medio de aliviarle, es harto difícil permanecer en su presencia sin hacer nada. |
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رسائل 44 من 92 في الفقرة |
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:32 |
Pero si tan grave mal tiene remedio, ¿no debe ponerle cada pueblo en el propio territorio, con leyes justas y costumbres buenas? Medidas hay que puede tomar cada nación por sí sola, y otras para las cuales necesita el concurso de todas. Si entramos en esas casas en que falta el calor del hogar apagado, y el cariño de la madre ausente; si investigamos por qué trabaja el niño antes de tener fuerza, y por qué la joven en un trabajo superior a la suya se agota, por qué el hombre no gana lo suficiente para el sostenimiento de su familia, nos dirán, y suele ser verdad, que el industrial empresario no realiza una gran ganancia; que si aumenta los gastos de producción no podrá producir, porque no podrá vender, puesto que hay otros que producen y venden más barato; que necesita que los operarios trabajen a menor precio, y, en fin, que la alternativa es, entre recibir un salario corto o no recibir ninguno cuando sea preciso cerrar la fábrica. Los obreros unas veces murmuran y otras callan; unas veces comprenden su situación y se sujetan a ella, otras se rebelan en motines o se organizan en huelgas, para venir, por fin, a recibir la dura ley de la necesidad. Preferible es tener un jornal insuficiente a no tener ninguno; si no se produce barato, no se puede producir; tal es la imprescindible condición de la concurrencia.
La concurrencia, que como remedio del monopolio es necesaria, como estímulo de la actividad conveniente; la concurrencia, que es buena dentro de razonables límites, como no se le ha puesto ninguno, como se le da cuanto pide, ha llegado a convertirse en un insaciable monstruo. Ella aguijonea a la industria y convierte su marcha en una carrera de campanario: hay que llegar a lo más barato; no es posible desviarse de la recta, aunque se atropelle la dicha, la dignidad y la virtud de miles de criaturas humanas. Los mismos que parecen autores del hecho, son instrumentos de la ley fatal, se ven dominados por ella, y corren, corren, corren, porque si no, los alcanzan, y alcanzar es atropellar, abrumar, aniquilar.
No acusemos a nadie de este mal en que tenemos culpa todos; digamos en nuestro descargo que es heredado en gran parte, pero al menos, no leguemos a la posteridad íntegra la triste herencia, y comprendamos que la actividad humana, en ninguna de sus manifestaciones, puede caminar sin regla equitativa, como pasión desbordada o fiera indómita.
La concurrencia, que en ocasiones deja en pie los males de que se la ha supuesto remedio eficaz, causa otros no previstos o desdeñados: impotente unas veces para rebajar el precio de las cosas, porque los concurrentes se entienden con facilidad, le rebaja otras a costa de los productores, de aquellos que pudieran llamarse últimos instrumentos de la producción, cuyo salario disminuye hasta ser insuficiente. Ha querido hacerse de ella un regulador supremo, infalible, cuando necesita ser regulada por la justicia, como todas las acciones humanas, máxime que, ejercitándose en cosas materiales, tiene mayor peligro de materializarse, convirtiendo el interés legítimo en interés egoísta, y en codicia, el razonable deseo de ganancia. No puede entrar en el plan de este trabajo ninguna indicación de lo que podría hacerse en cada país para llenar los vacíos y contener los excesos de la concurrencia, debiendo limitarnos a considerar sus desenfrenos en las relaciones de unos pueblos con otros.
¿Por qué no se prohíbe en Francia el trabajo de los niños en las fábricas, o se limita aún más el tiempo que deben trabajar? Porque no haciendo lo mismo en Inglaterra no podría competirse con la baratura de sus productos. |
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رسائل 45 من 92 في الفقرة |
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:33 |
Por qué no se organizan en Alemania los trabajos industriales de modo que no se confundan los sexos, cortando así causas poderosas de inmoralidad? Porque esto complica el mecanismo de la producción, la hace más cara, y como en Bélgica no se toman medidas análogas, no sería posible competir con los productos belgas.
¿Por qué no se señala un mínimum al número de tripulantes de los barcos que navegan en alta mar, para que el exceso de fatiga y la posibilidad de hacer bien la maniobra no sea muchas veces causa de naufragio? Porque la nación que tripula menos, fleta más barato: el barco y el cargamento están asegurados, los hombres...
¿Por qué no se ponen ciertas industrias en condiciones higiénicas? Porque las del extranjero no lo están, y no sería posible competir con ellas haciendo esos desembolsos.
¿Por qué el que enferma o queda inútil en un trabajo, o su familia, si muere, no tiene derecho a una indemnización de parte de aquel, por cuya cuenta trabajaba? Porque en otros países no se practica así, y no sería posible competir con ellos encareciendo el coste de los productos, etc., etc., etc.
En éstos y otros casos análogos, la equidad propone una medida y la concurrencia la rechaza diciendo hay que cerrar la fábrica, y ante esta amenaza terrible toda equitativa reclamación enmudece.
Claro se ve, que los estragos (así deben llamarse sin exageración) de la competencia internacional, no pueden tener remedio eficaz sino en el Derecho de gentes, comprendido en toda su elevación, practicado en toda su universalidad. Para que los niños no trabajen en las fábricas de una nación, es preciso un convenio internacional que prohíba el prematuro trabajo de las tiernas criaturas. Para que los sexos no se confundan alrededor de las máquinas sin consideración moral de ningún género, es necesario un acuerdo de los pueblos cultos para prohibir esos atentados permanentes contra el pudor y la honestidad. Y así de los demás abusos, para los que la competencia sirve de pretexto unas veces y otras es verdadera causa.
Una persona compadecida de las tristes condiciones de los operarios de una fábrica, se lo hizo presente al dueño, que contestó: Yo hago industria y no filantropía. Esta horrible respuesta, si no verbal, mentalmente, y sobre todo con los hechos, se dará por muchos industriales (no por todos, los hay humanos y dignos), esta respuesta decimos, se dará, mientras no se sepa que no puede hacerse industria ni nada, sin hacer al mismo tiempo justicia. Ya sabemos cuántos y cuán variados elementos entran en ella, pero no hay duda que uno, y muy poderoso, es el Derecho de gentes, no limitado a ciertas relaciones de los pueblos, sino llevado a todas para que concurra cada una al bienestar general, con leyes equitativas, y no contribuya al mal común, con los esfuerzos violentos del interés aguijoneado.
El que de cerca ve cómo pasan la vida los obreros de ciertas industrias acosadas, digámoslo así, por la competencia internacional, y aquella actividad febril, ciega, implacable, y en muchos casos puede decirse inevitable, dadas las circunstancias. ¿Cómo no propondrá medios de combatirla? Los más directos han parecido los mejores a ciertos publicistas, y los hay como Proudhon, que contra la competencia extranjera piden el monopolio nacional, tarifas, aduanas, carabineros y guardacostas, es decir, para dar a ciertos trabajadores una protección ilusoria, sacrificar a otros positivamente, y formar un ejército de holgazanes que vivirán a costa de todos, promoviendo, no la industria, sino la inmoralidad nacional. Nosotros no queremos leyes prohibitivas más que de la injusticia, y cuando se persiga donde está, en las acciones inmorales y no en los fardos de mercancías, y la persecución sea unánime y constante, se habrán quitado a la competencia extranjera los inconvenientes que es posible quitarle, y no servirá de obstáculo para establecer en la patria reglas que reclaman la justicia y la humanidad.
Si se establece la unidad de pesas, de medidas, de monedas; se uniforman los medios de comunicación material para facilitarlos; si se reconocen los derechos de los militares heridos de todas las naciones, aun entre aquellas que combaten a mano armada, ¿no será posible la buena guerra entre los ejércitos de la industria? ¿No se regularizarán estas luchas en que los combatientes reciben daño sin hacerle, y mueren trabajando? Si por este camino se diera un paso, se darían muchos; esperemos, que se darán. Empiécese por lo más fácil y por lo más urgente. El tierno infante, ¿es por ventura menos sagrado que el militar herido? Pidamos un Convenio de Ginebra para los niños de las fábricas de todo el mundo.
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رسائل 46 من 92 في الفقرة |
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El socialismo es mierda
El derecho internacional lo demuestra | |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 13:31 |
El odio asociado en todo el mundo, supliendo el don de lenguas con su mímica horrible, y agitando su melena de fuego por todo el globo, es un peligro, es un gran peligro ciertamente, pero es también una gran monstruosidad. Tantas vidas consagradas al consuelo de los afligidos; tantos lazos fraternales como unen hoy a la humanidad; tantos mártires como han dado su vida por ella; Sócrates bebiendo la cicuta, Jesús muriendo en la cruz, ¿todo habrá sido inútil, y el odio será ley universal y extenderá su imperio sobre toda la tierra? No, no; esto es imposible. En la Internacional de abajo, como en todos los grandes movimientos de la humanidad, y acaso más que en otro alguno hasta el presente, hay gérmenes de mal y de bien: éstos triunfarán en definitiva; pero no basta que su triunfo sea seguro, es necesario que sea pronto, porque las derrotas parciales le aplazarían por mucho tiempo cubriendo a las naciones de vergüenza y desventura.
No existe en el mundo civilizado ninguna gran masa de hombres impenetrable al derecho; enloquecida hasta el punto de combatir constantemente en el caos, y que no halle en el instinto de sociabilidad algún elemento del orden necesario. Hay, pues, que encender luz en esas cavernas, que penetrar resueltamente en esos que parecen abismos y no son más que profundidades donde la obscuridad engendra monstruos. Hay que enseñar y amar a esos hombres para que aprendan el error y la ingratitud de amarse entre sí aborreciendo a los demás. Para esto es preciso asociarse a ellos, y asociarlos a nosotros; tomar parte en su obra y dársela en la nuestra. El cómo esto se haya de conseguir, y por qué medios debe intentarse, ni es asunto para tratado incidentalmente, ni puede entrar en el plan de esta obra; pero si dada su índole no podemos hacer un análisis detenido de la Internacional de abajo, tampoco podíamos dejar desapercibido un fenómeno social tan digno de ser notado. Creemos que la Asociación de obreros de todos los países, purgada de las impurezas que en ella han introducido causas poderosas, pero no omnipotentes, es un gran elemento de confraternidad universal, y puede ser un auxiliar eficaz del Derecho de gentes. Para la Internacional de abajo, como para la de arriba, son también consocios los extranjeros; también está dispuesta a ver un hermano en cada hombre, cualquiera que sea la lengua que hable y el país en que haya nacido.
Que este sentimiento de confraternidad humana, sentido a la vez por las multitudes ignorantes y las minorías ilustradas, las confunda y armonice, purificándolas de sus egoísmos, de sus errores, de sus pasiones bastardas. Entonces las dos Internacionales comulgarán en el culto de la justicia y del amor a la humanidad, envolviéndola cariñosamente, estrechándola entre los brazos como un amigo que protege, en vez de ceñirla como una serpiente que se enrosca y estrangula.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 13:31 |
Capítulo XIV
La justicia nacional no es independiente de la internacional
La historia de la ciencia, del arte, de la literatura, de los progresos de la moral y, en fin, de la actividad humana en sus diversas manifestaciones, hace ver la parte que cada pueblo culto tiene en la obra de todos, y cómo no hay ninguno que no haya llevado al fondo común sus creaciones, sus inventos, sus trabajos literarios, sus sistemas filosóficos, y hasta la gloria de sus héroes y el ejemplo de sus mártires. Según la hora en que vive la humanidad, cada nación llega con sus elementos propios, presta auxilio o le recibe; aumenta la débil corriente de las ideas, o procura encauzarlas en sus desbordamientos. ¡Qué sería de los pueblos en decadencia si del otro lado de los montes o de los mares no les llegaran gérmenes de vida, ideas que ilustran, verdades que fortifican, ejemplos que alientan, simpatías que dan consuelo!
Pero no basta esta comunicación, cada día más activa entre las naciones; no basta el cosmopolitismo de la ciencia que ya existe, ni que sea un hecho el de la justicia penal; es necesario que la fraternidad humana, hoy aspiración vehemente, deseo de muchos, sea sentida y meditada, porque si para quererla basta un generoso impulso, para realizarla se necesita mucha voluntad, saber y perseverancia.
No hay fraternidad sin justicia, y cuando de ésta se tiene una idea elevada, exacta; cuando se la hace consistir en dar a cada uno lo suyo, entendiendo que lo suyo de cada uno es darle la mayor suma de bien posible, en armonía con los otros, y se llama bien a los medios de perfeccionar el espíritu y sostener la salud y fuerza del cuerpo, entonces la justicia pierde su carácter negativo, limitado, casi mezquino, podríamos decir; no es ya un libro en que se determina el modo de deslindar un campo, y la pena en que incurre el que roba, mata o hiere, sino el código universal y eterno, en que están condicionadas todas las relaciones de los hombres, para que no haya ninguno con quien no comuniquen para su mayor bien, con el decoro de personas dignas y el amor de hermanos. Lo grave, lo terrible, puede decirse, es que no realizando esta justicia, que a tantos parecerá irrealizable, cuya definición hará sonreír desdeñosamente a no pocos, que verán en ella nada más que un sueño, no realizándola, decimos, con el concurso de todas las naciones, ninguna, ni aun las que parecen más florecientes y prósperas, se librarán de males gravísimos, que atacándolas en sus elementos constitutivos, minarán su existencia a pesar de su aparente prosperidad.
Las murallas que han querido alzarse entre los pueblos caen, se desplomarán más y más cada día; no hay poder humano que pueda oponerse al sentimiento divino de la fraternidad entre los hombres, y su comunicación más activa, multiplicando sus influencias mutuas, los medios de hacerse bien y de hacerse mal, impone la necesidad de leyes equitativas comunes al mundo civilizado. Los intereses, las ideas, los sentimientos, todo se comunica, se transmite y se cruza: el producto del labrador, la manufactura del industrial, el negocio del comerciante, la inspiración del artista, la ciencia del sabio, hasta el amor del caritativo, y el odio del que aborrece; nada queda aislado en el suelo patrio, todo pasa los montes o los mares, va o viene de los antípodas, influye y es influido. Queriéndolo o no, conscientes o sin saberlo, cada día, cada hora, cada momento somos más cosmopolitas, más conciudadanos de todos los hombres; trabajamos y pensamos para toda la tierra y en toda ella repercuten los latidos de nuestro corazón y brillan los destellos de nuestra inteligencia.
Se ha escrito acerca de la influencia que la filosofía, la literatura y el arte de un pueblo han tenido sobre otros; es ya hora de pensar cómo la injusticia de una nación se comunica a las otras a manera de contagio, y cómo influye en la desgracia de todas. Si la ciencia, el arte, la moral y la industria, toman cada día un carácter más internacional, también la justicia y la iniquidad, el consuelo y el dolor.
Cuando al hombre de ciencia, para enseñarla, no se le pregunte cuál es su patria, ni para ejercer una profesión sea necesaria la nacionalidad; cuando el comercio de todas las naciones del mundo se haga como el de todas las provincias de una nación; cuando el interés bien entendido sustituya al egoísmo ciego; cuando en vez de explotar los antagonismos se utilicen las armonías; cuando el amor a la humanidad extinga los odios de pueblo a pueblo; cuando los progresos del derecho hagan innecesario el empleo de la fuerza; cuando el imperio de las ideas imposibilite todas las dictaduras y todos los despotismos; cuando las diferencias de los pueblos, como las de los individuos, se resuelvan por los fallos de la conciencia universal y no con las puntas de las bayonetas; cuando los más fuertes tiemblen a la idea de ser llamados ante el tribunal de la opinión del mundo entero; en ese día lejano, pero que llega, ¿se habrá hecho todo lo que es preciso hacer para que la justicia condicione las relaciones de los pueblos? No.
Las cosas del espíritu tienen una importancia que estamos lejos, no ya de desconocer, pero ni aun de disminuir; el espíritu del hombre está unido a un cuerpo sobre el que influye y del que recibe influencia; a un cuerpo que tiene condiciones materiales de vida, de fuerza, de salud, y cuando le faltan, en vez de un auxiliar es un obstáculo, y hasta un enemigo del alma. Puesto que necesitamos sustento, calor, aire, luz, los elementos materiales forman parte integrante del problema de la existencia. Por la cuestión social, muchos entienden la cuestión económica, y aunque, en nuestro concepto, reducir así sus proporciones es desnaturalizarla, se comprende que si no fuera grande su importancia, nadie pretendería hacerla preponderante o única.
La carencia de las cosas indispensables, de lo necesario fisiológico, produce la miseria material, y la moral e intelectual también; y cuando sin pan, ni abrigo, ni educación se hacinan en hediondos tugurios los miserables, confundidas edades y sexos, la atmósfera del alma no está más pura que la del cuerpo, y se contraen vicios lo mismo que enfermedades. Tal vez se dirá que el Derecho de gentes no puede influir directamente en esta cuestión, que cada pueblo debe resolver por sí y dentro de su territorio; pero la producción de un país no es independiente de la de los otros, y la cuestión económica si en parte es nacional, en parte no, porque tiene muchas ramificaciones internacionales.
Las descripciones de los naufragios, de las epidemias, de los campos de batalla, de los pueblos que barre una ola del mar, o quedan sepultados bajo las corrientes de lava, producen una impresión terrorífica, pero menos profunda y angustiosa, que ver millones de criaturas humanas, que para ganar la vida pierden primero lo que la hace digna, grata, soportable, y después esa vida misma abreviada por la falta de sustento y el exceso de fatiga. Es esplendoroso el manto con que la industria reviste a los pueblos más cultos; pero están bien flacas las manos que le han tejido; la producción es portentosa, pero en la mayor parte de los casos el productor es desdichado. La chimenea ahúma, la máquina empieza a funcionar, y con poca menos regularidad que ella y casi tan mecánicamente, acuden y se agrupan en derredor miles de criaturas, hombres, mujeres y niños, que trabajan, trabajan, trabajan, para ganar lo estrictamente necesario para la vida. ¡Cuán penosos son de ver aquellos niños que la ley ampara, prohibiendo que trabajen más de diez horas; aquellas mujeres que trabajan catorce, aquellos hombres prematuramente envejecidos por el exceso de fatiga y por la crápula! ¡Cuán penoso es de respirar aquel aire muy caliente o muy frío, muy húmedo o muy seco, viciado tantas veces por emanaciones insalubles, y aquella atmósfera moral todavía más perniciosa para la virtud! No hay inocencia en el niño, ni pudor en la mujer, cuando la mujer y el niño, confundidos con hombres corrompidos y mozas livianas, antes de que puedan ser viciosos, se familiarizan con los misterios del vicio. ¡Qué contraste entre los productos tan brillantes, tan perfectos, tan variados, y aquella muchedumbre productora, sucia, embrutecida, cuya monótona existencia es trabajar acompasadamente en el taller, y periódicamente embriagarse en la taberna!
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 13:32 |
Hay todavía un espectáculo mucho más triste que el que ofrece esa multitud hacinada y como un apéndice de los motores poderosos: alejémonos del establecimiento en que gana la vida, y entremos en la casa donde vive. El hogar sin fuego, la cama, si acaso hay cama, sin levantarse, sin barrer el suelo, y lo que es peor, los niños abandonados. Su madre tiene que irse corriendo a la fábrica: allí no se espera, no es posible esperar, porque la máquina, que representa un gran capital, no puede estar parada, ni una vez puesta en movimiento, funcionar sin el número de auxiliares necesarios; es preciso que éstos estén a la hora, al minuto, si no, se trastorna la combinación toda, es inmenso el perjuicio; no le indemnizará el operario moroso, que será despedido. Es indispensable estar allí en el momento en que hay vapor y el émbolo sube y baja; trabajar todas las horas que se mueve, él, que no se cansa; ir todos los días en que se enciende la máquina, aunque haya poca salud, aunque esté enfermo el que necesita de los cuidados de la operaria. Por eso la habitación está desaseada; por eso los pobres niños lloran sin que nadie los acalle; por eso tienen una fisonomía que inspira la horrible duda de si se han reído alguna vez83; por eso la comida se condimenta de prisa y mal; por eso la madre fatigada, exhausta, no puede cumplir su misión doméstica; por eso el padre huye de aquel interior tan triste y repulsivo, buscando la animación de la taberna y de la orgía; por eso los lazos de familia se rompen o no se forman: el egoísmo, poco escrupuloso, al ver los sacrificios que el matrimonio impone, opta por el celibato y el libertinaje, que arruina la moral del obrero, su salud y sus medios de subsistencia.
La situación de la obrera, que sin familia está atenida a sus propios recursos, es todavía más deplorable. El trabajo de la mujer está generalmente tan poco retribuido, que puede decirse sin exageración alguna, que se mata trabajando y no gana para vivir. Esta es la condición de miles, de millones de mujeres que contribuyen a los prodigios de la industria, a las veleidades de la moda, a la increíble baratura de tantas cosas útiles, superfluas, perjudiciales o ridículas, como se presentan en todos los mercados de todos los pueblos. Al ver el bajo precio de algunos objetos, es frecuente oír: ¿Cómo lo harán? ¿Cómo? ¡Ah! La baratura depende a veces de los progresos de la física, de la química, de la mecánica, de las ciencias, en fin, y de la industria, pero otras tiene horribles misterios. ¡Si se supiera cuánto han costado muchas cosas que se compran casi de balde! ¡Si se supiera que son la alegría de un niño, su fuerza, su educación; la salud de una mujer, su vida, cuántas veces su virtud y su honra..., habría de convenirse en que esos objetos que se compran tan baratos, han salido bastante caros! A la pregunta de cómo se hacen, puede responderse muchas veces con un cuadro de desolación y de miseria material y moral; con los lazos de familia aflojados o rotos; con niños que no ríen, jóvenes que no cantan, mujeres que trabajando luchan con el hambre hasta que se cansan de trabajar y de luchar; con hombres que del sábado al lunes gastan en la orgía lo que han ganado durante la semana; con la criatura débil, sin padre que la proteja, sin madre que la acaricie, arrastrada al taller por el hambre, y por el ejemplo al vicio, al crimen tal vez...; así se realizan muchos de los prodigios de la industria, a tanta costa se dan sus productos por tan poco dinero!
No es éste el cuadro que ofrecen las Exposiciones universales, donde no se sabe ni se pregunta por qué medios se han conseguido tan portentosos resultados; no es ésta la impresión que traen de Francia, de Bélgica o de Inglaterra, los que vuelven deslumbrados con el brillo de su prosperidad, pero los que alejándose de los palacios de la industria visitan las casas de los obreros; los que estudian en todos sus detalles todo el mecanismo productor, de que forman parte seres racionales tratados como si no lo fuesen; los que ven mujeres y niños arrojados alrededor de una máquina, como se echan palas de carbón en el hogar de su caldera; los que reflexionan la suma de dolores y de sacrificios que representan aquellos goces que se proporcionan tan baratos; los que están en los secretos de la prosperidad industrial, aunque no renieguen de su siglo, aunque no hagan cargos a ninguno, aunque no desconfíen del progreso, le piden cuentas, rechazan en ocasiones sus falsos títulos, le desconocen si no es mejora en todo para todos, y no quieren que el carro de la civilización ruede sobre los mutilados cuerpos de sus víctimas.
No en todas partes igualmente, ni en todas las industrias es desdichada la suerte del operario, pero hay millones de hombres, y sobre todo de mujeres, cuya vida de trabajo incesante y mal retribuido ofrece un cuadro, que como decíamos, aflige más que el de las luchas sangrientas y de las grandes catástrofes. Por terribles que éstas sean, pasan; no tienen esa persistencia abrumadora de los males sociales que no se remedian: no son el cáncer que corroe silenciosamente, ni irritan con la idea de que podían evitarse, y con el contraste del hombre infeliz que aparece como un instrumento dolorido del placer de los hombres afortunados. Evitemos, pero disculpemos los extravíos de la indignación encendida en presencia de semejante espectáculo; evitemos, pero disculpemos las exageraciones, las inconsecuencias, los errores y hasta los absurdos propuestos para remediar el daño; al ver un enfermo grave cuyos dolores nos duelen, aunque no se sepa el medio de aliviarle, es harto difícil permanecer en su presencia sin hacer nada.
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رسائل 47 من 92 في الفقرة |
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من: albi |
مبعوث: 22/11/2010 21:33 |
Capítulo XV
Semejanzas y diferencias entre el individuo y la nación como persona jurídica.-¿De qué modo se dará fuerza a la ley internacional?
Nos parece, que por no haber analizado bastante en qué se asemejan y en qué se diferencian un hombre y un pueblo, en sus relaciones jurídicas con otros hombres y otros pueblos, se han visto, ya facilidades, ya dificultades, que no existen para la realización del Derecho de gentes, retardando así mucho su progreso. Desconociendo las analogías entre un individuo y un Estado, o exagerándolas, se llega a supuestos erróneos y se busca la solución del problema donde no está, apartándose del camino por donde puede hallarse.
El derecho, en general, es la justicia aplicada a las relaciones de los hombres.
La esencia del derecho no cambia por las circunstancias que puedan mediar en la relación: esta esencia es siempre la misma, trátese de un asunto de mucha o poca importancia, ya intervengan en él sujetos ignorantes o ilustrados, fuertes o débiles.
El derecho establece una obligación de conformarse con él.
Cuando esta obligación se formula por el Estado, que pena al que no la cumple, constituye el deber legal: cuando es sólo caso de conciencia, el deber es moral.
El deber legal y el deber moral no son cosas diferentes, sino grados de la misma escala, que puede variar y estar mal graduada: así se ve muchas veces que obliga legalmente una acción que tiene menos importancia que otra voluntaria, y a medida que se eleva el nivel de la moralidad pasan a ser deberes legales muchos que eran morales solamente.
Como toda relación entre seres morales debe estar condicionada por la justicia, o se conforman o no con ella las acciones de los hombres, y por tener menor importancia, la infracción no deja de existir.
Lo que es un deber moral o legal para un individuo, no deja de serlo porque se reúna a otro u otros; repugna a la razón y a la conciencia y sin reflexionar se comprende, que si un hombre tiene el deber de respetar la hacienda, la vida y la honra de otros, cuando está solo, reuniéndose con otros, no puede dejar de existir el mismo deber.
Los pueblos son reuniones de hombres, es decir, de seres morales, que tienen idea del bien y del mal, libertad para hacer uno u otro, y responsabilidad y mérito o culpa, según lo que hicieren. La moral de una colectividad es la resultante de la de los individuos que la forman, y lo que cada uno de ellos juzga malo, no puede ser tenido por bueno porque se agrupen. Lejos de eso, la mayor aptitud intelectual que resulta de reunir las inteligencias, da mayor conocimiento de cualquier objeto que se ofrezca al discurso.
Conocido el bien, la facilidad de hacerle aumenta con el poder; teniendo más una nación que un ciudadano, incurre en mayor responsabilidad cuando no le realiza.
La voluntad de un hombre solo es más fácil que desfallezca o que se tuerza que la de muchos, que entre sí pueden mejor sostenerse y enderezarse cuando alguno se aparta de las vías de la justicia.
Considerando a un pueblo como a un ser moral, puesto que de seres morales se compone; comprendiendo que la justicia no varía según que se establezca al Norte o al Sur, y se formulen sus preceptos en éste o en el otro idioma, sino que es una para todos los hombres de toda la tierra, culpables son los que la infringen, vengan uno a uno o en apiñada multitud.
Toda relación entre seres morales, muchos o pocos, blancos o negros, ricos o pobres, sabios o ignorantes, fuertes o débiles, tiene que estar condicionada por la justicia. Las relaciones varían, cambian, su número aumenta o disminuye, la equidad que debe presidir a ellas no.
La mayor intimidad entre los hombres hace que se multipliquen sus relaciones, y por consiguiente sus obligaciones mutuas; de la humanidad a la familia van aumentando; no hay deberes filiales más que de hijos a padres, pero el deber en general obliga lo mismo con los parientes que con los antípodas; con éstos habrá menos ocasiones de faltar a él o de cumplirle, pero será sagrado siempre.
Donde quiera que respira una criatura moral, hay derecho y hay deber; los hombres han podido desconocerle, hacer leyes absurdas y aun negarse mutuamente el amparo de toda ley, pero la de Dios está sobre todos, y a nadie puede ponerse fuera de ella.
Como no puede haber una moral internacional diferente de la de cada nación, tampoco una justicia. Hay más ocasiones de ser justo o injusto con la familia que con los vecinos, que con los compatriotas; con éstos, que con los extranjeros.
El alejamiento disminuye las ocasiones y los casos de faltar al deber o de cumplirle, pero la civilización, que los aumenta, pone de manifiesto la necesidad de que la justicia los condicione. Desde el momento en que los pueblos comunican en paz y con frecuencia, ven que la ley equitativa no sólo se demuestra, sino que se impone: podrán rechazarla un año o un siglo, pero no indefinidamente.
Si un español no puede robar a un francés sin ser ladrón, tampoco dos españoles a dos franceses, ni doscientos, ni dos mil, ni dos millones a igual número de hijos de Francia. En este último caso, el deber, de individual que era tratándose de un individuo solo, pasa a ser colectivo, pero no pierde por eso su carácter sagrado y obligatorio para cada hombre que no se reúne a los otros para faltar a él, sino para mejor cumplirle, como hemos dicho. La colectividad puede tener medios de saber, poder y querer mejor que el individuo, y como las obligaciones están en relación con los medios de cumplirlas, y con ellos se aumentan, más puede exigirse de un pueblo que de un hombre. Así, por ejemplo, un pueblo está obligado a no dejar en la calle los enfermos desvalidos, a recogerlos y auxiliarlos, cosa que la mayor parte de los particulares no podrían, y por consiguiente, no tienen obligación de hacer; así, respecto al criminal, la sociedad tiene el deber de procurar corregirlo, deber a que no puede estar obligado el individuo por carecer de medios.
En las colectividades en que hay más poder y, por consiguiente, más deber de practicar el bien, no puede ser menos grave el mal de que son responsables todos y cada uno de los que de ellas forman parte, porque el hombre no pierde su responsabilidad por ir acompañado, la lleva consigo donde quiera que vaya.
Si, por ejemplo, se conviniesen un millón de hombres en asesinar a otro, todos serían asesinos, y lejos de tener cada cual una millonésima de culpa, la tendría toda entera, agravada por la circunstancia de reunirse tantos contra uno, y de no haber reunido entre todos aquella suma de buenos impulsos necesaria para oponerse al mal. No sin razón éste se considera más grave cuando se realiza por muchos: además de la mayor vileza y crueldad que hay cuanto es mayor el abuso de la fuerza, indica siempre mayor grado de perversión el criminal cinismo de discutir y combinar con otro u otros los medios de consumar un crimen.
Horrible es pensarlos, pero más proponerlos a fin de consumarlos, y la comunicación de los hombres para el mal es cosa tan execrable y tan execrada, revela tanta falta de conciencia y ofende de tal modo a los que la tienen, que bien claramente se nota estar grabada en ella esta verdad: «Los hombres no deben asociarse sino para el bien.» |
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