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General: RAICES ROMANAS DE LAS INSTITUCIONES MODERNAS
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De: albi (Mensaje original) |
Enviado: 22/11/2010 20:52 |
Academia Nacional de Derecho y Ciencias Sociales de Córdoba (República Argentina) http://www.acader.unc.edu.ar RAÍCES ROMANAS DE LAS INSTITUCIONES MODERNAS Por Humberto Vázquez Profesor Emérito de la Universidad Nacional de Córdoba Académico de Número PALABRAS PRELIMINARES Contrariando mi costumbre, esta disertación que hoy traigo, va a ser leída. Cronos, el dios del tiempo en la Magna Grecia, padre de Zeus, que fue después el padre de todos los dioses, es implacable e inapelable. Cronos, no ha turbado mi intelecto. Por el contrario, el tiempo, con el transcurrir de los años, le ha dado a mi saber una cierta belleza otoñal, remanzada, como de pozo o aljibe, donde las ideas permanecen fieles, ágiles, fértiles, pero los hechos que narramos, son cimarrones, saltarines sobre los siglos, y vuelan de nuestras manos sin que podamos cazarlos a tiempo... Prefiero por ello, dejarlos prisioneros de la escritura, maniatarlos al papel, para poder leerlos con orden y precisión en homenaje a este auditorio que me honra con su presencia. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:16 |
XV. Treguas.-Armisticios.-Capitulaciones.-Paz
Son las treguas suspensiones de hostilidades, que generalmente duran poco tiempo, y se refieren a una localidad determinada; pueden pactarse por el jefe de un cuerpo de ejército más o menos numeroso, o por el general en jefe. El objeto de la tregua suele ser recoger heridos, enterrar muertos, cerciorarse de que una plaza o fortaleza no puede recibir socorros, etc., etc.
Los armisticios son también suspensiones de hostilidades, pero tienen un carácter general y no pueden ser pactados sino por los soberanos de las naciones beligerantes. Han de cumplirse religiosamente por entrambas partes, y desde el momento en que una falta a lo convenido, la otra no está obligada.
El armisticio se ha de hacer saber tan pronto como sea posible a todos los beligerantes.
El armisticio es suspensión del uso de las armas, no de los preparativos hostiles, no siendo, a la verdad, muy fácil determinar todo lo que se permite en ellos, y aun menos impedir que no se realice algo de lo prohibido.
La regla que se da es que son lícitas todas aquellas cosas que podrían hacerse si no se hubieran interrumpido las hostilidades y ninguna de las que imposibilitara el combate. Así, pueden continuarse los armamentos, la instrucción de reclutas, las obras de fortificación que no están en el teatro de la guerra, etc., etc., y no es permitido introducir víveres, municiones ni refuerzos en una plaza sitiada, hacer trabajos de aproche, etc., etc.
La comunicación pacífica de los beligerantes y la libre circulación de los no combatientes durante el armisticio, depende de lo que determine el Soberano o las autoridades militares: si nada se dice, debe suponerse consentida.
La capitulación es un pacto celebrado entre los que guarnecen una plaza, una fortaleza, forman un cuerpo de ejército o tripulan uno o más buques de guerra y el enemigo contra el cual ya no pueden o no quieren combatir.
La capitulación puede ser más o menos ventajosa para el vencido; pero nunca da al vencedor derecho para imponerle condiciones crueles ni humillantes a la dignidad humana. Los que capitulan no pueden ser, en el caso más desfavorable, sino prisioneros de guerra, cuyos derechos hemos visto en el lugar correspondiente.
A todos estos acuerdos tienen que preceder conferencias que inician los beligerantes enviando parlamentarios: las personas de éstos son sagradas, y no se les puede hacer ofensa ni causar vejamen alguno sin mengua del honor militar e infracción del Derecho de gentes.
Los beligerantes tienen derecho a no asentir a la señal de parlamento si sospechan que puede tener por objeto el espionaje en su campo, y no son responsables, si en lo recio y confusión del combate, es muerto o herido el parlamentario.
La paz es la cesación absoluta, general y definitiva de las hostilidades, del imperio de la ley marcial y de todas las medidas que se habían tomado para conseguir el fin de la guerra. Cuando a consecuencia de ésta el vencedor se hace Soberano de comarcas que no poseía contra la voluntad de sus habitantes, la paz no hace cesar del todo el estado de guerra, y los pueblos conquistados quedan en una situación excepcional, que varía según las circunstancias.
Los tratados de paz no están sujetos a ninguna ley internacional; dependen de la suerte de las armas; el vencedor manda, el vencido obedece, y los súbditos de éste pueden pasar contra su voluntad a serlo del enemigo, como rebaños de carneros, según la expresión de Tayllerand; así, pues, con la paz cesan las violencias de la fuerza en los campos de batalla, pero no se restablece el derecho, si del lado de aquel a quien asistía no se ha inclinado la victoria o si abusa de ella; es muy raro que no suceda una de las dos cosas.
Como a los tratados de paz suele presidir la fuerza, son tantas las excepciones que impone a cualquier regla, que apenas puede decirse que hay alguna. Las indemnizaciones, las condiciones de los tratados de comercio, si hay países conquistados, el cargarse o no el conquistador con la parte de deuda que les corresponda, según la que tenga el país a que pertenecían, etcétera, etc., todo depende de la voluntad del vencedor. Éste no encuentra obstáculos ni en el Derecho de gentes, ni en la actitud de los Gobiernos, ni en las protestas de los pueblos, y lo que es todavía mas extraño y más triste, ni en la opinión de muchos escritores ilustrados, que se dejan deslumbrar por el brillo de las armas y casi encadenar al carro de la victoria.
Como sólo el poder soberano de una nación puede declarar la guerra, él sólo puede concluir la paz.
Se entiende que las condiciones de la paz son libremente aceptadas y moral y legalmente válidas cuando el que la firma y ratifica no sufre coacción material.
Firmada la paz, debe notificarse inmediatamente a los beligerantes para que se abstengan de todo acto hostil, siendo de ello responsables si tenían conocimiento de que había terminado la guerra. Las presas hechas después de firmada paz no son buenas, y las que estén pendientes de fallo en los Tribunales pueden devolverse o no, según lo que se pacte.
Los prisioneros deben devolverse a su nación sin rescate alguno y tan pronto como la prudencia y necesidad de orden público lo consientan: aunque algunos autores hablan todavía de rescate, no se ha exigido para la entrega de los prisioneros en las últimas guerras.
Los compromisos que hayan adquirido los beligerantes durante la guerra y con objeto de hacerla, no se anulan por su terminación; así están obligados a cumplir los contratos hechos para abastecimiento de víveres, adquisición de armas, etc., etc.
Las obligaciones contraídas por los particulares beligerantes entre sí o con los particulares enemigos durante la guerra, son obligatorias después de la paz.
Cuando firmada la paz se restablece el Gobierno expulsado durante la guerra, ¿cuáles actos del anterior debe reconocer? ¿Cuánto tiempo es necesario para que el invasor se considere como conquistador y el usurpador como Soberano legítimo? La fuerza, la política, las combinaciones diplomáticas, más bien que el Derecho de gentes, resuelven este problema a veces muy complicado. No obstante, parece no admitirse como soberanía definitiva sino la reconocida por tratados que tengan carácter internacional, y solo cuando se tiene esta plenitud de soberanía se pueden enajenar bienes del Estado, contraer en nombre de éste obligaciones, etc., etc.
En fin, a la paz sigue, si otra cosa no se determina por el tratado, una amnistía, que viene a ser como un velo corrido sobre los daños de la guerra, y lo que es peor, sobre los excesos y crímenes cometidos en nombre de las necesidades militares o sin pretexto alguno.
«La amnistía, dice Bluntschli, comprende, según la regla, todos los actos culpables, heridas, homicidios, violencias, latrocinios, ataques a la propiedad cometidos por los soldados durante la guerra y que no han sido reprimidos conforme a las leyes militares.
»La amnistía no será aplicable a los particulares o soldados que durante la guerra hayan cometido actos que sus leyes y usos no toleran ni excusan, pero a la condición de que el Estado considere estos actos como delitos comunes y dé la autorización para que por ellos sean perseguidos sus súbditos.»
Ni los Gobiernos se hallan muy dispuestos a declarar la culpa de sus súbditos, ni el probarla es siempre fácil, ni aun posible, ni los mismos que habían de hacer valer su derecho están muy seguros de él, ni le reclaman con energía; no ha penetrado bastante en la opinión, que la guerra, aunque atropella unos derechos, respeta otros, y además se cree poco en la justicia del enemigo. De todo esto resulta que la amnistía, si no es el olvido y el perdón del ofendido, suele ser la impunidad del ofensor.
OBSERVACIONES.
Al dar idea de las reglas a que se atienen las naciones cultas en sus relaciones hostiles, o sea de las leyes de la guerra, decíamos: «La palabra derecho, tratándose de guerra, tiene una significación distinta de la que se le da cuando se aplica a las otras relaciones de los hombres: conviene comprenderlo así para no incurrir en la equivocación de que dos cosas se parecen porque han recibido el mismo nombre.» ¿Incurrirá en semejante equivocación nadie que estudie, que lea solamente las leyes de la guerra? ¿Tienen, pueden tener por base la justicia, único fundamento del derecho?
Fijémonos primeramente en que el combate no se ha humanizado, y lo que es más, no es susceptible de humanizarse; después pediremos algunas modificaciones en las leyes de la guerra que puedan atenuar algo sus males.
Bien se nos alcanza la dificultad de recabar algo en favor del derecho, cuando se halla en frente a la fuerza, menos por la energía material que tiene, que por la fascinación que ejerce. Todo gran poder es fascinador para los débiles, y débiles son aun, moralmente hablando, la gran mayoría de los hombres, puesto que contra razón y justicia se dejan arrastrar por la pasión y el error. Lo que admira y aflige más, es ver que se cuentan entre los idólatras de la fuerza pensadores distinguidos y hasta eminentes, que han soñado armonías en ella, y no sabemos qué necesidad de que seres racionales se dejen arrastrar y no conducir, ofuscar y no convencer. Dicen que así es más fácil la marcha de la humanidad, deslumbrada por los oropeles sangrientos, magnetizada por los pasos misteriosos de las omnipotencias.
Todas las apologías de la fuerza, lo digan o no, parten del hecho de que los hombres en masa son incapaces de pensar e imposibles de conducir por razón: como el orden es una necesidad, y aun entre aquellos que no discurren no puede establecerse por la sola acción física, se lo ha dado un auxiliar, que si no es moral, es menos bruto; desesperando de hacer la justicia fuerte, se pretende hacer la fuerza justa; se la rodea de respeto, de prestigio, de admiración: el palo que golpea se convierte en bastón de mando; el hierro que pincha, en espada de honor.
No puede admitirse como definitivo un estado social en que entre por elemento más o menos indispensable de orden, la fascinación de la fuerza. Que es necesaria, según los grados de inmoralidad y de ignorancia, no lo negaremos; pero que a medida que un pueblo se ilustra y se moraliza, puede y debe limitarse el uso de las coacciones materiales, no se nos puede negar.
Y no equivocamos con la violencia la fuerza: sabemos que ésta es legítima siempre que es necesaria, y necesaria siempre que vence la resistencia que se hace al derecho; no nos inspira ninguna especie de prevención; pero vemos que el recurrir a ella es siempre una triste necesidad para seres morales y racionales; un remedio doloroso, que, como la amputación o el cauterio, no puede calificarse de bien, sino comparada con un mal mayor. Todo empleo de la fuerza, sea en el campo, en la plaza pública o en el manicomio, indica infaliblemente una de estas dos cosas:
Alguno, falto de juicio o de conciencia, que la hace necesaria.
Alguno, falto de conciencia o de juicio, que abusa de ella.
Detrás de una masa de hombres armados vemos siempre un gran error, un gran crimen o una gran debilidad: con frecuencia la reunión de todo esto.
Semejante idea sigue los batallones, los escuadrones y las baterías, ya desfilen brillantes en la parada, ya se retiren diezmados del campo en que dejan a sus compañeros sin vida, y hace palidecer el brillo de los arneses, marchita la palmas, y da ecos fúnebres a los cantos de la victoria.
Cuando la razón ha analizado los errores que hacen la apoteosis de la fuerza; cuando el corazón ha gemido sobre las víctimas que inmola, el encanto cesa, y en vez de las sombras de aquella fantasmagoría fascinadora, van pasando realidades que tienen palabras exactas con que llaman a las cosas por sus nombres. Ley, derecho, justicia, honor, gloria, de todo esto se habla mucho en la guerra, como de la salud en casa de los enfermos.
Primeramente, bajo el punto de vista del derecho y de la humanidad, hay que distinguir la guerra del combate; aquélla puede suavizar un tanto sus procederes; éste es fiero, indomable; conviene verle como es, para aborrecerlo como merece. ¿Cuál es su ley? Hacer al enemigo el mayor daño, recibiendo el menos posible. ¿Quién la pone en práctica? El amor a la existencia, el odio al que la ataca, el instinto que huye del dolor y de la muerte, y mil pasiones egoístas y feroces, que al enmudecer la ley moral que dice no matarás, aparecen como gusanos en la podredumbre de un cuerpo de quien se ha retirado la vida. Este es el combate de otros tiempos, de hoy y de siempre; antes de empezar y después que cesa, hay, puede al menos haber, hombres; durante él, hay sólo criaturas impulsadas por instintos feroces que no razonan más que para buscar el modo de hacerse daño.
¿Qué es allí la civilización y la ciencia? ¡La ciencia! ¡Ah! podría representarse como esclava que revela en la tortura el secreto de inmolar a su señor. Con su auxilio se envía el incendio, la desolación y la muerte a donde no alcanza la vista, se hunde el suelo que pisan los combatientes, se abren las aguas para tragar sus barcos, y cuando de toda aquella máquina formidable y de todos los hombres que en ella van, no quedan más que algunos fragmentos flotantes y algunos cuerpos mutilados, hay quien aplaude en la ribera...73 ¡Horrible embriaguez la que producen los vapores de la sangre humana!
Como los pueblos, cuando por mucho tiempo sobreponen a la justicia la pasión, concluyen por dar a la pasión los atributos de la justicia, la fuerza ha formado su código y hasta su diccionario especial, en que las palabras no tienen la significación que les da el uso común.
Se llama emboscarse, al acechar traidoramente al enemigo, y a destrozarle, cogiéndole descuidado, hacer una sorpresa. Apropiarse lo ajeno por fuerza, es vivir sobre el país, proveer a las necesidades del ejército; exigir por fuerza lo que la conciencia y la dignidad rechazan, se llama aplicar la ley marcial; es bombardear una plaza, sacrificar sin propio riesgo a los inermes que están en ella, y bloquearla, matarlos de hambre. La tala y la destrucción son necesidades militares, medios de privar de recursos al enemigo; acuchillar a los que no se defienden y van huyendo, es perseguir a los fugitivos; preparar máquinas y aparatos con que un hombre sin peligro inmola traidoramente a centenares de hombres, es hacer volar una mina o determinar la explosión de un torpedo; en fin, la tierra ensangrentada donde se cometen semejantes vilezas, se llama campo del honor.
Las leyes del combate rechazan ciertos medios y admiten otros que no los aventajan, o son peores aún. Si se propusiera a un General envenenar las raciones del enemigo, rechazaría la proposición indignado. ¿Por qué? ¿Qué distinción esencial puede hacerse entre matar a un hombre traidoramente con una substancia que se introduce en su estómago, u otra que haciendo explosión le sepulta bajo la tierra que pisa o en los abismos del mar? ¿Es más repugnante el espía, que quien en acecho dirige desde la ribera el anteojo sobre el barco enemigo a fin de saber exactamente cuándo está sobre la máquina infernal y dar la señal para que vuelen por el aire los cascos de la nave y los cadáveres mutilados de todos sus tripulantes, de todos? El espía, aun parece que lava en parte la vileza que comete con el riesgo que corre, pero esta fiera docta que sin peligro prepara y determina la explosión... ¡No obstante es un caballero! Esos jefes militares, con arneses brillantes y lucida comitiva, se indignarían de que los llamasen envenenadores. ¡Rara susceptibilidad! ¿No son sepultadores con la mina, descuartizadores por medio del torpedo? Sin duda la voz de la conciencia se abre paso a través del ácido prúsico, pero es sofocada por el estruendo de la pólvora y de la dinamita; habiendo ruido, parece que queda a salvo el honor militar.
Hay que decirlo con horror y con verdad: el combate es ilegislable; refractario al Derecho de gentes como a todo derecho: es fiera que no se puede domar, ni aun es posible encadenarla.
Antes y después del combate hay también en la guerra grandes males e iniquidades inevitables; pero cabe evitar otros o atenuarlos al menos; la guerra se ha humanizado, puede humanizarse más, y sin incurrir en la calificación de visionarios, creemos que la opinión puede modificar las leyes de la guerra sobre los puntos siguientes:
Declaración de guerra. No debe tolerarse que sea facultativo en los beligerantes el declararla o no, y la frase que se atribuye a Catalina de Rusia de llamar nulidad armada a la neutralidad armada, parece más que un dicho agudo, una calificación exacta y un conocimiento profundo de lo que son las naciones con tanta fuerza material y tanta debilidad ante el derecho. Los neutrales armados, no sólo sufren el Estado de guerra sin declararla, sin quererla probablemente, sino que ni aun le imponen algunas condiciones de justicia elemental y fáciles relativamente, y que podían hacer cumplir, puesto que son los más fuertes.
La guerra estalla, porque tal es la voluntad de los beligerantes o de uno de ellos: este hecho, casi siempre contra derecho, viene a trastornarlos todos, y atropella conveniencias e intereses incalculables. Miles de viajeros recorren las tierras que van a ser teatro de sangrienta lucha, y los mares donde habrá rapiñas y combates. Cómpranse mercancías para expedirlas a los puertos que van a ser bloqueados; contráense obligaciones que la guerra no permitirá cumplir, o servirá de pretexto para que no se cumplan; organízanse empresas cuya condición precisa es la paz, etc., etc.
En la comunicación activa que entre sí tienen los pueblos, en su dependencia mutua cuando se cruzan sus intereses, la guerra puede arruinar, y arruina muchas veces, a centenares de fabricantes, reduce a la miseria a miles de obreros de las naciones neutrales, cuyos mercados se cierran para el abastecimiento de primeras materias o para exportación de las elaboradas. Los beligerantes sufren aún más. Se interrumpirán todas sus relaciones con el país enemigo, y si habitan en él, podrán ser expulsados, maltratados tal vez, y tendrán que huir con susto, con peligro, con pérdida de sus bienes muebles, tal vez de su industria. Sus mercancías serán capturadas en los puertos o en el mar, etc., etc. Muchos de estos males son inevitables, pero algunos podrían evitarse y atenuarse otros, tanto respecto a los beligerantes como a los neutrales, haciendo obligatoria la declaración de guerra, y un plazo desde que se declara hasta que se rompen las hostilidades. ¿Por qué se ha de negar a los neutrales tiempo para que tomen algunas medidas beneficiosas, y para que se precavan peligros y eviten daños a los súbditos pacíficos de los beligerantes, a esos súbditos de quienes se dice en libros y documentos oficiales que no se consideran como enemigos, que a ellos no se les hace la guerra? ¿Por qué tanta prisa de empezarla sin intimación al que ha de sostenerla, sin previo aviso al mundo que trastorna y perjudica? ¿Por qué? Porque se encuentran bien los hombres de Estado y los Generales empezando las hostilidades cuando les parece. Este es el motivo que dice Bluntschli, sin poner en relieve tanto como a nuestro parecer debiera, que los derechos de la humanidad no deben posponerse a la conveniencia y gusto de militares y diplomáticos.
La declaración de guerra puede y debe ser de Derecho de gentes, y opinamos con Field, que un plazo de sesenta días debería exigirse desde que se declara hasta que empiezan las hostilidades; no hablamos de honor, porque ya sabemos a qué atenernos respecto a lo que es honor entre los combatientes, pero hablamos de derechos claros, evidentísimos de los súbditos pacíficos y de los neutrales. Cuando se suelta una fiera, ¿no debe exigirse al que abre la jaula que avise con alguna anticipación a los transeúntes que no le han hecho daño, y a quienes dice que no quiere hacerle?
Beligerancia. La beligerancia en las guerras civiles es una cuestión difícil de resolver y que no debemos tratar aquí; la beligerancia, bajo el punto de vista del Derecho internacional, tiene más fácil solución en principio, y una vez resuelta, la opinión debería imponer su cumplimiento en sentido de la justicia. Los que mandan soldados tienen una propensión muy marcada a calificar de bandidos a los paisanos armados; los invasores tienen un gran interés en declarar fuera de las leyes de la guerra a los habitantes del país invadido que pelean, a tratarlos como rebeldes y reducirlos por el terror a la obediencia: hemos visto que se ha hecho algo para contenerlos en esta pendiente, pero la opinión no habla todavía bastante alto para hacerse oír entre el estruendo de las armas. ¿En qué puede fundarse un invasor para negar la beligerancia a los habitantes del país invadido que se resisten?
La guerra es un hecho sin derecho. La declara quien quiere, como quiere, y cuando quiere. ¿Se hace con justicia? ¿Se falta a ella? Ningún tribunal lo examina ni lo juzga, y un ejército en campaña no es una ley que se aplica, sino una voluntad que se impone. Podrá tener razón, podrá no tenerla, y aunque le falte, no dejará de ser reconocida la beligerancia. Pues si la guerra es un hecho de fuerza, ¿no tienen todos derecho a rechazarle con la fuerza también? ¿Qué significan todas esas condiciones impuestas por el invasor de que el enemigo ha de vestir cierto traje, llevar ciertos documentos o componer una tropa numerosa? Cuando los hombres atropellan las leyes de la justicia y de la humanidad; cuando abusan de la fuerza para cometer iniquidades, aunque traigan órdenes superiores, y lleven uniformes vistosos y se cuenten por miles, ¿dejarán de ser bandidos? ¿Por ventura un papel con un sello, un traje de colorines y el tener muchos compañeros, convierte en acción noble un hecho vil? Y, por el contrario, el que se arma en defensa del derecho, aunque se halle solo, aunque no haya recibido mandato sino de su conciencia, aunque esté vestido de harapos, ¿no es el soldado de la justicia, no se halla cubierto con el augusto manto de la ley? ¿Son, por ventura, las Cancillerías las fuentes del derecho, ni el número de los que defienden una causa la abona?
Mientras el beligerante no se presente en nombre de ninguna ley; mientras no manifieste el fallo de ningún competente tribunal; mientras recurra a la fuerza en virtud de su voluntad, cualquiera otra voluntad que se ponga en frente y se arme, es tan legítima y responsable como la suya. El Derecho de gentes deja en completa libertad de hacer la guerra, y sólo limita con algunas reglas la manera de hacerla; él ignora quién tiene razón; a nadie se la pide; lo único que exige, prescindiendo del fin, que se empleen ciertos medios. Las leyes de la guerra prescinden completamente de la justicia con que se emprende y termina; sólo atienden al modo con que se hace, y la beligerancia no puede hacerse depender sino de este modo. Así, pues, en caso de guerra de nación a nación, todo el que combate por su patria, sólo o acompañado, con orden o sin ella, de uniforme, de levita o de blusa, siempre que respete las leyes de la guerra, debe ser considerado como beligerante, y los que le maten como rebelde, aunque sean muchos con timbrados nombramientos y vistosos uniformes, serán los verdaderos bandidos.
Medios prohibidos y permitidos contra los enemigos combatientes. Con ser tanto lo que se permite que no se debía permitir para dañar al enemigo, apenas nos atrevemos a proponer que se prohíba alguno de los medios de dañar, sancionados hoy por las leyes de la guerra: los hay horriblemente crueles y bajamente viles; pero el combate, ya lo hemos dicho, nos parece imposible de reducir a reglas racionales, y mientras dura, ni se comprende el derecho ni se compadece el dolor: para domeñar esta fiera hay que matarla.
De tantas protestas como elevan la razón que se escarnece, la conciencia que se pisa, el corazón que se desgarra, vamos a formular sólo algunas.
Bombardeo de las poblaciones. El bombardeo que se dirige, no a las murallas, castillos, ni puntos fortificados, sino a todos los edificios indistintamente, a la población entera, puede ser combatido bajo el punto de vista de las leyes de la guerra, porque infringe estas dos:
La de las crueldades no necesarias.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:16 |
La del respeto a la vida de los no combatientes.
Cierto que el principio de las crueldades necesarias necesita el complemento de las vilezas necesarias; sin él perdería mucha de su eficacia. Un hombre, a mansalva, sin correr peligro alguno, a veces sin que pueda ser visto de sus víctimas, las hace entre los inermes, entre los débiles, en las guerras civiles entre sus amigos y deudos. La bomba incendia las obras de arte, los museos de la ciencia, los templos de la divinidad: mata al enfermo en su cama, al niño en su cuna. Como todo esto es derecho de la guerra, los que hacen uso de él no se califican de incendiarios ni asesinos, se llaman artilleros. Pero semejante crueldad y vileza, ¿puede contarse en el número de las necesarias? Parécenos que no.
Las plazas fuertes o fortificadas no tienen en la actualidad la importancia que en otro tiempo tenían, y además se rinden por hambre, por falta de municiones, por la superioridad o victoria del sitiador, que hace inútil la resistencia, no por la traidora eficacia de los fuegos curvos: ahí está la historia militar de los últimos años, que comprueba esta verdad: el bombardeo de las poblaciones no es, por consiguiente, crueldad necesaria.
Si la guerra se hace entre Estados y por medio de los ejércitos, ¿cómo se dirigen tiros a los indefensos, a los que no dañan, y hasta los que no pueden dañar? ¿Qué dirían los caballeros de esos tiempos que se llaman bárbaros, de estos caballeros de ahora, que sin peligro matan niños y mujeres? Tal vez los llamarían villanos. ¡Ignorantes! Ellos no sabían hasta dónde la guerra puede perfeccionarse, no sólo en medios ingeniosos para matar, sino en doctas teorías para dar por bien muertos a los que mata; ellos ignoraban la presión psicológica de que hacen uso los sabios Generales. A los cuerpos de los enemigos se envían balas y granadas, a las almas, el llanto del niño, el ¡ay! desgarrador de la madre, los gemidos de la multitud espantada por el bombardeo; aquellas voces del terror y de la angustia son una especie de proyectiles contra el espíritu de la guarnición. Es gente docta la gente de guerra hoy, y la alianza del sofisma ridículo y la crueldad sangrienta ofrece un bello conjunto.
Pero estos doctores con casco no son tan fuertes contra la lógica como contra los indefensos, y fácilmente se les puede probar que el medio indirecto que emplean como auxiliar para rendir al enemigo, es tan ineficaz como infame, y que ninguna guarnición se rinde por la presión psicológica.
El bombardeo no es crueldad necesaria ni siquiera útil, y séalo o no, o hay que desconocer la más importante de las leyes de la guerra, la que asegura la vida de los inofensivos, o hay que declarar que el bombardeo total es una crueldad prohibida.
Expulsión de bocas inútiles. Así se llama, con brevedad un poco brutal, el hecho de obligar el que manda en un pueblo sitiado a que salgan de él los habitantes que no pueden contribuir a la defensa, cuando faltan víveres: el sitiador puede obligarlos a retroceder, y se hallan, según la expresión enérgica de Bluntschli, como triturados entre dos ruedas de molino. El caso no es por desgracia hipotético: durante el sitio de Pamplona, en la última guerra civil, el sitiado, careciendo de víveres, arrojó a los que no podía mantener; el sitiador les impidió la salida; nueva orden se había dado dentro para que salieran en breve plazo y fuera para impedirlo; y si en aquel momento no aparece el general Moriones y se levanta el sitio, la historia de la crueldad de los hombres tendría una página más. Muchas protestas se formulan contra semejante inhumanidad; pero el Derecho de gentes enmudece, o habla para sancionar el atentado horrendo. Que le consumen guerrilleros feroces, que le defiendan fanáticos desmoralizados, que han ahogado en sangre la conciencia, aunque se deplora, se comprende; pero que hombres humanos, ilustrados, superiores, como Lieber y Bluntschli, en sus reglas y su Código, sostengan que el sitiador tiene derecho a obligar (léase hacer fuego o acuchillar) a la multitud arrojada de una plaza adonde no tiene que comer, para que vuelva a entrar en ella, esto, ni se comprende ni se puede deplorar bastante. Parece que la guerra, no sólo endurece y pervierte a los que la hacen, sino también a los que tratan de ella.
¿Qué se hicieron aquellas teorías de que la guerra es de Estado a Estado, entre soldados no más, y que nada tienen que temer los no combatientes? ¿Dónde están aquellas reglas de humanidad, de honor, de moderación, de respeto a los débiles? Desaparecieron en la explosión de las pasiones feroces, de los egoísmos ciegos, y no queda de ellas más que ruido, humo y restos destrozados de lo que moralmente constituye el hombre.
Lo que se llama derecho de la guerra niega el de combatir a los inermes, y más aún el de sacrificarlos.
La multitud inofensiva de una plaza sitiada, que sale de ella porque carece de todo recurso, tiene derecho a ir en busca de alimento, porque el sitiador no puede tener el de matarla de hambre; esto no se hace con el combatiente prisionero, a quien hay obligación de alimentar: ¿cómo se hará con los inofensivos?
La necesidad imprescindible, la salud del ejército que motivan otras crueldades, no puede alegarse para ésta: el ejército sitiador no peligra porque los sitiados inermes, en vez de morirse de hambre, salgan en busca de pan.
O que se tenga por callado todo lo dicho y escrito sobre derecho de guerra, o que se borre ese artículo vergonzoso e impío que autoriza al sitiador a recibir a balazos a los que salen de una plaza sitiada porque no tienen que comer. El sitiado que carece de medios de sustentarlos puede decirles: ¡Salid! El sitiador, que no tiene derecho para matarlos de hambre, no debe oponerse a que salgan.
Claro está que si el de afuera no permite la salida de las bocas inútiles, el de adentro debe dejar que vuelvan a la plaza; pero de que sea deber el restañar la sangre de una herida, no se infiere que hay derecho para hacerla.
Y ¿cuál es el origen de esta desapiadada infracción de las leyes de guerra? Esos civilizados caballeros que recomiendan la conservación de las bibliotecas y objetos de arte, ¿cómo consienten el deterioro y destrucción de miles de criaturas, tan inofensivas como las estatuas y las colecciones científicas? ¿Por qué esta inconsecuencia, por qué? ¡Ah! La fiera deja ver la garra a través de los guantes: al oponerse a que salgan las bocas inútiles, quiere utilizarlas: aquí hay más que la presión psicológica del bombardeo; hay presión patológica; con esta nueva frase puede enriquecerse el Diccionario jurídico-militar, porque sin duda es exacta: veámoslo si no.
Para verlo, hay que mirar un cuadro que causa horror y da vergüenza; pero no apartemos los ojos: es preciso mirar, ver, indignarse, gemir, razonar, protestar, elevar todas las voces del corazón, de la conciencia, del entendimiento, y pedir al mundo un anatema universal contra uno de los mayores pecados que pueden cometer los hombres.
Allí viene aquella multitud de ancianos, mujeres y niños, entre los cuales hay jóvenes que no lo parecen; tanto los ha debilitado la miseria; pálidos y demacrados por el hambre, o enrojecido el rostro por la calentura, salen en busca de sustento para la vida; pero bien se ve que muchos se arrastran con la enfermedad que les causará la muerte. ¡Qué expresión la de los ojos, que ya no tienen lágrimas que llorar, cuando se vuelven por última vez al hogar desplomado adonde fueron dichosos, al cementerio donde yacen sus mayores; felices porque han muerto antes que llegase aquella terrible hora! ¿El miedo hace enmudecer el dolor, o no se cree que existe ya piedad entre los hombres? Ellos con tantas penas no exhalan ayes, con tantas necesidades nada piden, callan; pero su silencio angustioso resuena en el corazón más que las voces doloridas, y aquella marcha fúnebre no se puede ver con ojos enjutos. Llegan a las avanzadas de la tropa que los cerca. ¡Oh! Aunque sean los soldados de Atila van a tener compasión. Van a recordar, uno su madre, otro su prometida, otro sus hijos, y van a dar un poco de pan y de consuelo a esos míseros extenuados que se mueren de hambre, que tiemblan de miedo, y van a dejarlos pasar... El deber militar se lo veda; el jefe les manda decir ¡atrás! a la multitud consternada, hacer armas contra ella, dirigir la boca del fusil a la cabeza del anciano, la punta de la lanza al pecho de la mujer que amamanta un niño... ¡Y ellos obedecen!
Como se lanzan bombas a la plaza, se le envían también esas masas que el hambre convierte en otros tantos focos de enfermedad y causa de muerte: si la guarnición no las mata, contribuirán a matarla emponzoñando el aire con la peste: es la presión patológica de que hablamos.
Además de los fusiles, de los cañones, obuses y morteros, hay las bocas inútiles, terrible arma. Es verdad que tiene músculos y nervios, y siente y sufre cuando es arrojada. Pero ¿qué importa, si es eficaz y apresura la rendición de la plaza? La máquina de sitio no funciona bien, y se la acuña con lo que se encuentra a mano, aunque sea, el cuerpo vivo de un niño o de una mujer... ¡A esto se llama derecho de la guerra!
No queremos como Field que se permita entrar víveres en las plazas sitiadas; esto, si fuera posible, sería contraproducente; pero pedimos que se permita salir a todos los habitantes indefensos que lo deseen o fueren expulsados.
Ley marcial. No es posible que se hagan justicia los que se hacen la guerra, pero podrían limitarse algo el número y magnitud de las injusticias. Si la ley marcial es la voluntad del que la promulga, al menos los que la aplican podrían ser legistas. Cuando se invade un país, se llevan en el ejército médicos para asistir los enfermos, capellanes para auxiliarlos, farmacéuticos que preparan los medicamentos. La perfección del arte militar necesita y adopta la división de trabajo, sanidad, administración, transportes, artillería, infantería, caballería, ingenieros, estado mayor; todo tiene su personal adecuado, con especiales conocimientos; pero esa multitud armada, no sólo va a combatir, no sólo derriba hombres fuertes, edificios y murallas, no sólo destruye los sembrados y tala los bosques, no sólo se hará dueña de los campos y de las ciudades, sino que tiene la pretensión y la necesidad de establecer en ellas alguna especie de orden, algo que se parezca al menos a lo que llama justicia. Y para administrarla, ¿no se necesitan conocimientos del derecho, hábitos reflexivos, circunspección, tacto, madurez, imparcialidad, y en fin, todas las altas y raras dotes que debe tener un juez? Y si la justicia es difícil de administrar siempre, ¿no lo será mucho más en el sangriento tumulto de una invasión a mano armada? Y si la injusticia es temible, ¿no lo será más cuando la ley es la voluntad del que la promulga, y él define los delitos, y los pena con dureza, y los juzga sumariamente? Todo esto parece claro, indudable. Y ¿cómo, habiendo especialidades para todo, faltan para lo que las exige más? ¿Cómo, si se llevan artilleros para usar los cañones, ingenieros para echar puentes o deshacerlos, no se llevan jueces para juzgar? Si para herrar un caballo no se llama a un individuo de estado mayor, para juzgar a un hombre, ¿por qué se van a buscar jueces a un cuartel? Se supone, no sólo que cualquiera puede hacer lo que es más difícil, sino que se forman tribunales con los elementos menos propios para fallar en justicia. En efecto: el militar, no sólo ignora el derecho, sino que tiene hábitos de obediencia servil y mando despótico, y de llamar orden a la simetría y al silencio, y deber a la debilidad, y derecho a la fuerza. De estos elementos se componen los consejos de guerra, y con ellos se juzga a los enemigos, y con premura.
No dudamos que parecerá extraño, y aun ridículo, pero a nosotros nos parece justo y hacedero, que el ejército invasor que ha de formar tribunales, lleve jueces; que los consejos de guerra se formen de letrados, y ya que a voluntad se hagan leyes y se inventen delitos, al menos no se improvisen jueces con los elementos menos propios para formarlos: todavía el mal sería grande, pero no hay duda que se atenuaría bastante.
En cuanto a los delitos, es inevitable que el invasor invente muchos y los pene duramente, pero sus facultades debieran limitarse algo por el Derecho de gentes. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:16 |
A un funcionario del Gobierno que se expulsó, se le obliga por fuerza a prestar juramento de servir a los enemigos de su patria, y se le pena si no le presta contra su conciencia y su honor.
A un hombre honrado y de corazón se le obliga por fuerza a que guíe al ejército enemigo contra el de su patria, a que lleve por el camino mejor y más breve a los que van a combatir, a sorprender tal vez, a sus compatriotas, a sus amigos, a sus hermanos, a sus hijos. Él mira aquella complicidad como un parricidio; sabe que de no prestarse a ella peligra su vida, pero es su deber arrostrar aquel peligro; le cumple, extravía a los que debía guiar, y ellos le declaran traidor sin faltar al Derecho de gentes, y le matan... A pesar de declaraciones y de Códigos, el muerto es un héroe, un mártir, y sus matadores, al derramar la sangre generosa de aquel inocente, han hollado todos los principios de justicia y de honor, han infringido todas las leyes divinas y humanas, todas, menos esas de la guerra, inspiradas por la fuerza, la ira y el miedo, inspiradoras de la opresión y de la iniquidad.
El ejército necesita guías, dicen; el daño de que se extravíe es grave y hay que castigarle severamente. Cierto: y como cuando el ejército necesita zapatos se roban los almacenes de calzado, cuando necesita infamias se suprime la conciencia de los hombres, y si ellos la tienen y conforme a ella obran, se los mata: este atentado de la soldadesca se codifica y se llama derecho.
Esperamos que la conciencia humana suprimirá esas reglas y esos artículos, lo cual es tanto más hacedero, cuanto que lo fácil de las comunicaciones y lo generalizado de los conocimientos geográficos y topográficos ponen al Estado Mayor de cualquier ejército, o pueden ponerle, si tienen la ilustración debida, en estado de no necesitar guías.
Rehenes y represalias. Los rehenes personales, que pueden ser y son generalmente personas inofensivas a quienes se hace responsables de la falta de cumplimiento de lo pactado o de algún daño hecho al que los tiene en su poder, son un atentado que parecía irse aboliendo, cuando los alemanes, al invadir la Francia, han vuelto a ponerle en uso con circunstancias agravantes. Conforme dejamos dicho, obligaban a las personas notables a subir en los trenes que llevasen tropas, a fin de ponerse por este medio a cubierto de los descarrilamientos producidos intencionalmente, que harían perecer a los rehenes confundidos con los enemigos: es una cosa así como coger gente inofensiva entre los compatriotas del enemigo, y parapetarse detrás de ella para que reciba el fuego, u obligue a suspenderle. Tal vez esto podría parecer exagerado sin alguna explicación: la daremos.
Descarrilar un tren que lleva tropa enemiga es un derecho de la guerra, que por horrible que sea, no lo es más que hacer volar una mina, sumergirse un barco con todos sus tripulantes, y no lo es tanto como matar de hambre o con proyectiles a los moradores inofensivos de una plaza sitiada, acuchillar a los fugitivos y sacrificar a los prisioneros que intentan escaparse o no se pueden custodiar, son enemigos armados, que van a dañar, que matarán si no se les mata: el medio es horrible e infame, cierto. Pero, ¿es más humano y más noble la mina y el torpedo? ¿Qué diferencia hay, humana y moralmente hablando, entre el que arranca un rail o corta un puente, y el que oculta bajo tierra o del agua las materias inflamables y determina la explosión para que perezcan los enemigos en masa y sin combate? El descarrilamiento es un medio tan vil como la bomba, la mina y el torpedo, pero no es tan mortífero como estos últimos; siempre se salvarán más del tren descarrilado que de la nave sumergida.
Resulta, pues, que siendo conforme a las leyes de la guerra descarrilar los trenes en que va tropa enemiga, ésta, al viajar por los caminos de hierro, corre un riesgo como al servir una batería, y pretender evitarle haciendo partícipes de él a las personas inermes e inofensivas, es un atentado como parapetarse detrás de ellas para que reciban las balas enemigas.
Este uso poco recomendable de los rehenes, como dice Bluntschli, es cruel, repugnante, y cabe esperar que se haga odioso y contribuya a proscribir los rehenes personales del Derecho de gentes.
Las represalias son un atentado contra la justicia, muy análogo a los rehenes, pero que hace mucho más daño, porque tiene una esfera de acción mayor, y como la fama, adquiere fuerza marchando. No se concibe cómo los hombres de Estado, los militares, y lo que es más triste, la mayor parte de los publicistas, aun los modernos, consideran las represalias como necesarias.
Que las represalias son una injusticia, no hay para qué encarecerlo; poner fuego a la casa de un hombre honrado, porque un pícaro quemó la de un habitante pacífico; entregar al pillaje una población inofensiva, porque otra que no hacía armas fue víctima del saqueo; asesinar a los prisioneros, porque el enemigo asesinó a los que tenía; en fin, repetir todas las crueldades para que no se repitan, tal es la teoría de las represalias, tomadas en toda su..., no sabemos cómo decir, porque pureza no puede aplicarse a cosa tan manchada, como todas las teorías del mal, sobre injusta es absurda. La teoría de las represalias, establecida por los doctos, es enfrenar los instintos feroces del enemigo; la práctica es dar rienda suelta a los propios. Si el talión, como decía San Agustín, es la justicia de los injustos; si la venganza es dañar a los que nos han hecho daño, ¿qué nombre merece el proceder que a sabiendas hace responsable al inocente de los delitos del criminal?
Sin notarlo íbamos hablando de justicia, sin recordar que tratábamos de guerra. Volvamos a nuestro asunto, para probar que las represalias no entran en el número de las crueldades necesarias, sino que, por el contrario, son crueldades perjudiciales. No se necesita un gran conocimiento del corazón humano ni de la historia para afirmar à priori, y demostrar à posteriori, que al reprimir la crueldad del enemigo imitándola, la exageramos; que él, al repetirla, va más allá; que al reproducirla nosotros dilatamos aun su esfera de acción, y que en este flujo y reflujo de iniquidades, la ola sube cada vez más, y ahoga la humanidad, la conciencia y el honor. Las represalias no se decretan por tribunales compuestos de gente docta, tranquila, imparcial y sensible, sino por un hombre agitado por las pasiones que enciende la lucha, endurecido por el espectáculo de las escenas sangrientas, irritado por el proceder de un enemigo odioso, y cuyos fallos llevan el sello de la venganza feroz y de la cólera ciega. Las circunstancias que acompañan toda lucha a mano armada convierten la rápida pendiente del mal en un precipicio, donde con las víctimas inocentes cae la conciencia del que las arroja. Sabida es la máxima por cada cabeza diez; y cómo de resultas de haber quemado unas casas en el Canadá (al decir de los anglo-americanos, no intencionadamente), los ingleses pegaron fuego a Washington: éstas son las represalias.
Asombra que autores ilustrados puedan admitir este medio de humanizar la guerra, cuando es evidente que la ensangrienta más. ¿Por qué la última civil de España no fue tan cruel como era de temer? Porque el Gobierno, los Gobiernos todos de la nación no fusilaron un solo prisionero por vía de represalias; en medio de tantos escándalos, hemos dado este buen ejemplo, que harían bien en seguir los Estados que hagan la guerra a súbditos rebeldes o a naciones menos cultas, y en tener presente los escritores que llaman a las represalias una necesidad para contener a un enemigo cruel. Thiers las calificó mejor cuando, enérgica y exactamente, ha dicho que son un pantano de sangre y cieno, donde una vez puesto el pie, hay que hundirse hasta la cabeza.
Botín. Ya hemos indicado que la guerra tiene su nomenclatura especial: en ella el robo se llama botín. Se ha limitado, y sobre todo se ha ordenado, según dejamos dicho; el despojo se hace desde arriba y por medio de contribuciones y requisiciones, lo cual constituye ciertamente un gran progreso. Es de desear otro mayor: que los ejércitos invasores se sostengan con los recursos de la nación a que pertenecen, en vez de vivir sobre el país invadido, y que al hacerse la paz, como dice Landa, se determine en ella quién ha de pagar las costas del litigio. Comprendemos que la opinión no está bastante adelantada para convertir este acto de equidad en ley de la guerra, pero bueno será que se vaya penetrando de su justicia.
Lo que rechaza ya, es la apropiación por los invasores de los objetos de arte, manuscritos raros, colecciones científicas, etc., del país invadido, y en vez de facultativo, como aun es, podría ser obligatorio el respeto a estas cosas.
También debería prohibirse absolutamente el saqueo, máxime cuando no tiene ya el motivo vergonzoso de servir de estímulo a los soldados para arrostrar los peligros del asalto. Con las armas de hoy, las plazas no pueden tomarse por asalto, si hay quien las defienda bien; y si no, ¿a qué grandes estímulos para arrostrar pequeños peligros?
Otro despojo que puede calificarse de impío es el de los cadáveres: las leyes de la guerra autorizan el apropiarse lo que se halle sobre ellos: la razón que para esto se da es, que en la imposibilidad de saber a quién pertenecen los objetos, se perderían si se sepultaba a sus dueños sin despojarlos. Aunque esta razón lo fuera, debe decirse que parte de un supuesto equivocado. En las grandes carnicerías de las batallas modernas, el enterrar los muertos es una operación que hay que hacer muy en grande, a veces teniendo que pactar treguas entre los beligerantes. Se organiza este triste servicio con tropa, subalternos y jefes: éstos podrían ir recogiendo y depositando los objetos hallados sobre los cadáveres, objetos que religiosamente deberían entregarse al enemigo. Hay muchas razones para hacerlo así: la principal es evitar la desmoralización de los despojadores, que cunde y pasa del despojo de los muertos al de los heridos, y llega hasta matarlos para que el robo sea un derecho. En un campo de batalla germina pronto y con fuerza cualquiera mala semilla.
Propiedad en el mar. Las tres naciones, Estados Unidos, Méjico y España, únicas civilizadas que no han querido asociarse a la abolición del corso, deben avergonzarse de contar entre sus derechos el de piratería, e Inglaterra, que se ha opuesto a que la propiedad se respete en el mar como en tierra, y a que se supriman las presas marítimas entre los beligerantes, al consignar esta oposición ha escrito en su historia una página ignominiosa. Los Estados Unidos admitían la abolición del corso si se respetaba la propiedad de los beligerantes en el mar, suprimiendo las presas marítimas, y sin que disculpemos a los americanos, que no quisieron disminuir el alcance de un atentado porque no podían suprimirle absolutamente, ni a las demás naciones que no afirmaron la justicia contra el voto de la Gran Bretaña, no hay duda que mucha parte de la responsabilidad le cabe de que a esta hora no hayan suscrito todas las naciones la abolición del corso y de las presas marítimas, respetándose la propiedad de los particulares beligerantes en el mar, como en tierra se respeta.
Por lo demás, los cálculos de los norteamericanos y de los ingleses salieron tan fallidos como suelen los que se hacen prescindiendo de la justicia. Los Estados Unidos, que no han querido abolir el corso, en la guerra separatista dicen que el corso contribuyó a prolongar la lucha, e Inglaterra, campeón de las presas marítimas, ha tenido que indemnizar con 310 millones las que hicieron a los Estados del Norte de América los del Sur, con barcos construidos en los astilleros ingleses, quedando además de resultas del fallo que la condenó al pago, no muy bien parado el prestigio de la Gran Bretaña. Después de todo esto, la razón y la conciencia del mundo civilizado es de esperar que no tarde en abolir las presas marítimas, como el corso, y declarar que la propiedad de los beligerantes se rige en el mar por las mismas leyes que en tierra.
Mientras llega esa hora, convendría variar la organización de los Tribunales de presas de modo que, o estuvieran compuestos por neutrales, o fueran mixtos, entrando a formarlos nacionales de los beligerantes: convertir a éstos en jueces y parte, es prescindir de los principios más elementales de justicia, llegando a formar los atentados contra ella verdadera jurisprudencia, en la cual son muy doctos los jueces de presas; los ingleses han alcanzado fama universal. «Séanos permitido, dice Heffter, trascribir como muestra de la jurisprudencia inglesa en materia de presas, este párrafo de un fallo dado por Jaime Mariott contra unos buques neutrales neerlandeses. Dice así: «Sois confiscados desde el momento que se os captura. La Gran Bretaña, por su posición insular, bloquea NATURALMENTE todos los puertos de España y Francia: tiene derecho a sacar partido de su posición como de un don que debe a la PROVIDENCIA.»
Esta jurisprudencia vandálica no es el espíritu de un pueblo, como parece a primera vista, sino de un gran poder, no contenido, de que se ha abusado por mucho tiempo. De ese poder abusivo no quedan más que restos, aniquílense: de ese espíritu, un Código injusto, rómpase.
Es también intolerable para la equidad y el buen sentido, que en los puertos neutrales puedan venderse las presas hechas por los beligerantes. Así, se les presta un apoyo eficaz, directo y exigido, no por la humanidad, sino por el espíritu de rapiña. Y no se diga que se da igualmente a entrambas partes, porque la neutralidad tiene carácter negativo; no es lo mismo a los dos, sino ni a uno ni a otro; además de ser cosa sabida que el auxilio puede tener y tiene siempre más o menos valor, según la situación del que lo recibe. En el caso a que nos referimos, ¿es verdadera neutralidad permitir la venta de las presas a un beligerante que puede hacer más que el otro por tener menos buques mercantes y marina de guerra más poderosa? No hay situaciones idénticas, y más cuando se trata de comercio y escuadras. ¿Qué menos podían hacer los neutrales para limitar la piratería legal que cerrar sus puertos a la venta de las mercancías y barcos capturados?
Otro hecho de los beligerantes, en alto grado inhumano, se acepta como derecho por la deplorable condescendencia de los neutrales, y es, que éstos, o son débiles y no pueden hacer prevalecer el derecho, o fuertes, y procuran conservar íntegra la facultad de infringirle cuando apelen a la fuerza. Abusos hay que sólo así se explican, y entre ellos la facultad concedida al beligerante de apagar los faros de sus costas, como medio de defensa contra la marina enemiga. El suelo en que se ha edificado el faro, o las aguas, si es flotante, son suyos, pero el servicio que prestan aquellas luces es humano, y no puede suprimirse sin perjuicio de todos, sin atentado a la humanidad. El beligerante que halló y halla luces en los escollos, tiene el deber de no apagar las suyas, porque ni aun puede apoyarse en las necesidades imprescindibles de la propia defensa. Poco aumentará los medios de ésta la supresión de los faros, nada, puede decirse. El buque de guerra enemigo con poderosa máquina y luces de Bengala o eléctricas, podrá ver los escollos y gobernar para evitarlos; el barco de vela, pobre para tener tan cara iluminación, débil para resistir al viento y a las olas que le arrojarán sobre los escollos, dará en ellos, pereciendo sus tripulantes por una infracción del Derecho de gentes. Si manda amparar a los combatientes náufragos, ¿puede consentir que se procure el naufragio de los inofensivos? ¿Puede consentirse esta alianza del beligerante con las tinieblas, la tempestad y las rocas, que en este caso parecen menos duras que él?
Concluiremos estas observaciones haciéndonos cargo de algunas de Bluntschli sobre el Convenio de Ginebra, tanto más, que en la última edición francesa de su Derecho internacional codificado, Molinari dice en un prefacio: «Esta noticia y estas apreciaciones de la guerra de 1870-1871, consideradas bajo el punto de vista del Derecho de gentes, dan un valor especial a esta segunda edición. Hállase también en ella un examen crítico del Convenio de Ginebra, en el que manifiesta las mejoras de que es susceptible.»
De aquí se infiere que Molinari tiene por mejoras todas las modificaciones propuestas por el autor alemán, que nosotros clasificaríamos en:
Útiles;
Insignificantes;
Muy perjudiciales. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:17 |
No debemos guardar silencio respecto a estas últimas.
El Convenio de Ginebra puede resumirse así: «Arrancar al herido a los furores de la crueldad; salvarle en cuanto sea posible del abandono a que le expone la inmensa carnicería de los combates modernos.» Para eso se ha neutralizado personal y material sanitario móvil y fijo, cosas y personas, cuanto dé seguridad al que cae combatiendo, y le lleve pronto auxilio: por eso, lejos de necesitar salvaguardia, es salvaguardia respecto de todo lo que puede contribuir a su socorro: por eso se ha hecho de él una cosa sagrada, el ungido con su propia sangre por la compasión del mundo civilizado. El asilo en que se ampara es inviolable, la fuerza armada se detiene ante su umbral, el enemigo no le captura, le recoge, y no puede poner la mano sobre él sino para curarle. No es beligerante ni prisionero; es un hombre que tiene rotos los huesos y dilaceradas las carnes, y en cuya presencia la voz de la humanidad hace enmudecer el grito del egoísmo y de la venganza.
Tal es el Convenio de Ginebra, la mayor gloria del siglo XIX, la mayor prueba de progreso moral, es decir, de progreso verdadero. Causa pena, y hasta cierto rubor, que un hombre como Bluntschli califique la completa, la absoluta violabilidad del herido que no puede ser hecho prisionero, de fruto de un falso sentimentalismo, y diga que es prácticamente irrealizable.
Nos limitaremos a examinar dos de las modificaciones propuestas.
Dice el Convenio de Ginebra: «Los habitantes del país que den socorro a los heridos, serán respetados y conservarán su libertad. A los generales de las potencias beligerantes incumbe hacer saber a los habitantes que se apela a su generosidad que les dará el carácter de neutrales.
»Todo herido recogido y cuidado en una casa le servirá de salvaguardia: el habitante que haya recogido heridos en su casa quedará dispensado del alojamiento de tropas, así como de una parte de las contribuciones de guerra.
»No obstante, no se tendrá en cuenta sino conforme a la equidad el celo equitativo desplegado por los habitantes cuando se trate de repartir las cargas de alojamiento y contribuciones de guerra.»
La restricción del último párrafo era muy bastante, pero no se lo ha parecido a Blunstchli, que quiere sustituir la anterior disposición con la siguiente:
«Equitativamente se tendrá en cuenta, y en cuanto las circunstancias lo permitan, la admisión de heridos por parte de los habitantes cuando se trate de las cargas de alojamiento y demás de la guerra; el espacio ocupado por los heridos será respetado en cuanto fuere posible.»
El que sabe lo que es hoy un campo de batalla, comprende la dificultad, la imposibilidad de dar pronto socorro a los que le necesitan, cuántos por falta de él perecen, y para disminuir su número, cómo debe recurrirse a los sentimientos generosos, y también a darles el merecido premio o el necesario estímulo. ¿Qué menos se ha de hacer que relevar de alojados al que recoge heridos, ni por éstos de libertarlos del infernal ruido y barullo de un alojamiento? ¿Qué persona, si sabe lo que son alojados en tiempo de guerra, y las condiciones que necesita un herido, cree que se le puede cuidar donde hay tropa alojada? El confundirle con ella es condenarle al abandono, al insomnio, a mil torturas que no ha imaginado sin duda el autor de la propuesta modificación: más entendía de estas cosas el general Moreau, cuando en el convenio propuesto al general Kray, decía:
«Art. 2.º Se señalará la instalación de los hospitales, a fin de que las tropas los conozcan perfectamente, y cuiden de no acercarse a ellos y de pasar en silencio, callando sus bandas y tambores.»
No sabemos si esta piadosa solicitud será calificada de falso sentimentalismo o de sensiblería, como dicen en español a veces los que quieren poner en ridículo la humanidad, poniéndose ellos en relieve de un modo que los favorece poco: lo que no tiene duda es, que ánimo varonil y entero no significa corazón duro y cruel; que la compasión realza el mérito de hombres como Moreau, que, según todas las probabilidades, no hubiera suscrito la modificación propuesta por Bluntschli. Por ella se quitan garantías al herido, se deja al texto de la ley una elasticidad de que abusarían los dueños de la fuerza, y se llega hasta el extremo de decir que el espacio que ocupa el herido será respetado en cuanto sea posible. ¡Cómo! ¿Puede haber algún caso en que no sea posible, en que no sea indispensable, moralmente hablando, respetar el espacio que ocupa el herido? No sabemos alemán; tal vez la palabra empleada en el original no equivalga exactamente a la d'espace que emplea el traductor francés; pero si está bien traducida, no vacilamos en calificar la idea que expresa de abominable.
Por el Convenio de Ginebra, y artículo adicional, los heridos no son prisioneros de guerra: Bluntschli pretende que lo sean, porque esta disposición, dice, no tiene por base ningún principio de derecho y es completamente inejecutable.
Vamos por partes: primero el derecho, después el hecho.
Aunque hubiera derecho, que no le hay, para retener prisionero al herido, sería el caso de aplicarle aquello tan sabido de summum jus summa injuria. No hay derecho, porque al herido se le priva de su libertad por fuerza, y en la circunstancia en que es más vil y repugnante hacer uso de ella; si los suyos hubieran quedado dueños del campo, él no sería prisionero; no lo es en virtud de ningún delito suyo ni de ningún fallo jurídico, sino en virtud de la suerte de las armas, y la victoria, ya se sabe, da poder, no derecho: sus mismos idólatras tienen que confesarlo. ¿Por qué a un prisionero que huye hay derecho para hacerle fuego y matarle, y si se le recupera vivo no hay derecho para hacerle daño alguno, ni otra cosa que custodiarle con más cuidado? Porque tácita o expresamente se reconoce su derecho natural de escaparse, aunque fugitivo se le aplique lo que se llama derecho de la guerra, que no es otra cosa que la fuerza empleada en hacer al enemigo el mayor daño posible, recibiendo el menos que se pueda.
Pero rodeada de humanidad compasiva, viene la justicia invocando a favor del herido el verdadero derecho. Dice que siquiera por excepción debe reconocérsele al mísero cuya suerte es tan digna de lástima, para no añadir a sus torturas la angustia y la pena de no volver pronto a los brazos de su familia y de sus amigos, a la patria amada por quien ha derramado su sangre y dará tal vez su vida. En la exaltación de la fiebre, en las torturas del dolor, ¿quién sabe el daño que puede hacer la idea de hallarse prisionero de los que son causa de él? Que este daño es grande, se prueba por la experiencia de los que la tienen de estas cosas. Cuando el médico militar D. Nicasio Landa fue a recoger los heridos del ejército que los carlistas tenían en Irache, antes de estar autorizado para hacerse cargo de ellos ni aun para hablarlos, subió a las salas donde se hallaban, y se paseó por ellas silencioso, a fin de que la vista de su uniforme los consolara; rasgo delicado, digno de su hermoso corazón, y prueba de que conocía lo que pasa por el del herido prisionero. Los de Irache estaban muy bien cuidados, y no obstante, todos querían irse con Landa, todos, hasta los más graves, que no podían moverse sin dolores atroces y peligro de muerte.
Rodeada de esta aureola de dolor, la justicia ha brillado aún en medio de las nubes de pólvora; la libertad que el Convenio de Ginebra pacta para el herido, no es una infracción del derecho, es el restablecimiento del derecho que, auxiliado aquí por generosos y humanitarios sentimientos, triunfa de la fuerza.
«Como estos heridos, dice Bluntschli, están en poder del enemigo, son prisioneros de guerra, exactamente con el mismo título que los demás soldados enemigos que no han recibido heridas. Tratarlos de otro modo, no se justifica por ningún principio de derecho. ¿Por qué tendrían un privilegio respecto a sus camaradas?»
¿Por qué? ¡Porque están heridos! Porque a nadie que los vea puede ocurrirle llamar privilegio a su desgracia. El título que hay para retenerlos, convenimos en que es el mismo que respecto a sus compañeros sanos, la fuerza; solamente que los signatarios del Convenio de Ginebra, menos resueltos y más justos que Bluntschli, no se atrevieron a emplearla en este caso doloroso y excepcional.
¿Y cómo no se pretende aplicar el derecho a estos privilegiados desde que caen en el campo de batalla, y se impide, pudiendo, al enemigo que los recoja? ¿Por qué han de tener un privilegio sobre sus camaradas allí tampoco? Porque no se puede ser lógico más que siendo justo; y como aquí no hay justicia ni derecho, no puede haber lógica.
En cuanto al hecho, dice Bluntschli, de que el artículo que defendemos y él censura, no ha sido respetado en la guerra franco-prusiana por ninguno de los beligerantes, lo cual sólo prueba que entrambos han faltado a su deber y al Derecho de gentes claramente consignado en el Convenio de Ginebra, antes de que existiera, en 1859, Napoleón III, después de la batalla de Montebello, decretó que todos los prisioneros que estuviesen heridos serían devueltos al enemigo sin canje, tan pronto como se hallasen en estado de volver a su país.
Durante la guerra de la Independencia, dice Landa, se celebró en Cataluña entre los Generales españoles y franceses un convenio por el cual podían ambos ejércitos dejar sus heridos y enfermos bajo la protección de las Autoridades locales, conservando la facultad de volver a sus filas respectivas desde que se hubieren curado. El mariscal Suchet consigna en sus Memorias, que en Valls, donde vio muchos heridos franceses e italianos, pudo convencerse de la fidelidad con que los españoles cumplían este convenio. Se ve que la cosa es hacedera; ¿ni cómo no había de ser factible lo que es justo?
La infracción del Convenio de Ginebra que Bluntschli pretende abonar, no se recomienda siquiera por motivos de egoísmo: si uno de los beligerantes aumentase el número de sus combatientes con los heridos curados que recobrara, al otro le sucedería lo mismo, lo cual podrá acontecer a entrambos rara vez y en muy pequeña escala, porque ya se sabe que ahora las guerras duran poco y las heridas mucho.
Bluntschli afirma que los conocimientos médicos y militares no bastan cuando se trata de hallar la fórmula exacta para los principios de derecho. Tratándose de heridos, de sus derechos, bastan valientes compasivos que los han visto en los campos de batalla y médicos humanos que los han consolado; lo que no basta, y aun puede sobrar, son legistas, aun que sean eminentes, si no ven la cuestión tal como es, y hacen sospechar si, además de falso sentimentalismo, habrá también falsa jurisprudencia. Nosotros pondríamos el derecho del herido, mejor que a merced de una academia de doctores, en manos de médicos como Dunant, Mundy, Landa, y de militares como el Archiduque Carlos de Austria, que dejaba la artillería al enemigo por enganchar sus tiros a los carros de los heridos; y como el general Moreau, que le devolvía los cañones al saber cómo y por qué los había abandonado.
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La paz, idea tan dulce y consoladora, suele tener dolores y amarguras, porque se hace como la guerra, en virtud de la voluntad del más fuerte. Las leyes de la guerra son para la forma de hacerla: la esencia no las tiene o no las sigue; por eso no hacemos observaciones separadamente sobre el rompimiento de las hostilidades y su terminación. Estas dos cosas son una misma bajo el punto de vista del derecho; en el poder de atropellarle convienen entrambas; que si hubiera reglas respetadas de justicia para declarar la guerra, presidirían también a las condiciones de la paz. Hoy, para declarar la una y hacer la otra, es posible prescindir de todos los principios que no sean aquellos tres de que partía un plenipotenciario; la infantería, la caballería y la artillería: en tiempo de Atila no había más que dos.
No es posible dejar de protestar contra semejante estado de cosas, pero las protestas no son fuerza que obre directamente. La guerra, valiéndonos de su lenguaje, no se puede embestir con éxito de frente; hay que flanquearla y bloquearla; hay que cortarle las comunicaciones con la ignorancia, los instintos feroces, los intereses bastardos o mal entendidos, la inmoralidad, en fin, con que se alimenta: mientras estos proveedores puedan abastecerla se sostendrá; cuando falten o se debiliten mucho, ella se rendirá al derecho.
En los capítulos siguientes procuraremos formarnos una idea de las ventajas alcanzadas por la razón sobre la fuerza, y de las condiciones indispensables para que triunfe el derecho; aquí diremos, para concluir, que a nuestro parecer, si no pudiera hacerse la guerra ni ajustarse la paz sino con arreglo a principios de justicia, la guerra sería imposible; el que la obligue a ser justa la matará.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:19 |
Capítulo IX
Rápida ojeada sobre los progresos del derecho de gentes
Se ha dicho que entre los pueblos salvajes, bárbaros, y aun en los civilizados de la antigüedad, era desconocido el Derecho de gentes, lo cual en absoluto no es cierto, y si se reflexiona un poco no podía serlo. Así como no puede haber relaciones entre los individuos de una nación sin alguna idea y práctica del derecho, hasta el punto de que le establecen entre sí, a su manera, los grupos de bandidos, tampoco los pueblos pueden comunicar sin alguna regla equitativa o que tengan por tal. Cuando la comunicación es hostil, en la continua apelación a la fuerza, poco lugar le queda a la idea del derecho, pero todavía no se prescinde de ella por completo: aun entre los salvajes se pactan treguas, se establecen los límites en que cada pueblo ha de cazar, se respetan los enviados; la permanencia bajo el mismo techo hace sagrada la vida del enemigo amparado por la virtud, que pudiéramos llamar internacional, de la hospitalidad. Montesquieu ha dicho: «Todas las naciones tienen un Derecho de gentes; hasta los Iroqueses, que comen a los prisioneros, tienen el suyo. Envían y reciben embajadores, conocen derechos de la guerra y de la paz; el mal está, en que este Derecho de gentes no se funda en verdaderos principios»74.
El derecho es para la vida de los pueblos como el sustento para la de los hombres; se puede disminuir y viciar, pero no suprimir enteramente. Toda relación pacífica de pueblo a pueblo, exige reglas, y hasta la guerra que parece romperlas todas conserva algunas. Tiene usos, prácticas feroces, como los pueblos que las siguen, pero de que no se apartan: se inmola al vencido de tal manera y no de otra.
El primitivo Derecho de gentes, es como un reflejo del hombre en las primeras relaciones de las tribus salvajes; tímido como débil y rodeado de enemigos, aparece ya mutilado, ya deforme, abrumado por la ignorancia, desgarrado por la ira, cuando se le cree próximo a hundirse en el abismo, sobrenada por encima del oleaje de iniquidades humanas revelando su naturaleza inmortal.
La justicia para realizarse necesita comprenderse, quererse; sin su conocimiento de parte de la inteligencia, sin la determinación de conformarse a ella de parte de la voluntad, ni un hombre ni un pueblo puede ser justo.
Nuestro conocimiento de lo justo como de cualquiera otra cosa, no empieza por ser perfecto: va perfeccionándose de siglo en siglo, y llegará la consumación de todos sin que el hombre pueda realizar la justicia por completo: acercarse a ella es su deber, su felicidad, su gloria y su miseria y su grandeza se revelan más que en ninguna otra cosa, en que con fuerza tan débil para hacer reinar la justicia absoluta, su voluntad la quiere, la necesita, tiene su aspiración sublime, tan imposible de satisfacer como de extinguir.
El sentimiento, el impulso espontáneo hacia la justicia, se ve en todas las criaturas racionales, pero la idea varía, según personas, tiempos, lugares, y tanto, que invocándola de buena fe luchan y se matan los hombres por comprenderla de diferente modo. No sólo en su práctica sino hasta para su conocimiento influye la voluntad, porque si los pensamientos determinan las acciones, también éstas reaccionan sobre las ideas; la costumbre se sustituye al juicio y tiene autoridad para con los espíritus débiles y perezosos, es decir, para con el mayor número. Esta es una de las causas, tal vez la más poderosa del gran poder del hecho, y de que si no es conforme a derecho, oponga fuertes resistencias a la realización de la justicia. ¿Los progresos de ésta, cómo no han de ser lentos a través de la ofuscada razón y la voluntad torcida?
No siempre se da a la voluntad la importancia que tiene en el progreso de los pueblos, pero al ver algunos cuya moral no está en armonía con su ciencia y esplendor en las letras y en las artes, y otros que con menos cultura tienen más elevados sentimientos, no es posible dejar de comprender que la educación de las colectividades como de los individuos, no puede reducirse a ejercitar el entendimiento dejando inactiva o torcida la voluntad.
Esto se ve más claramente en la cuestión que nos ocupa; el Derecho de gentes, cierto que ha encontrado un poderoso obstáculo para realizarse en los errores, pero también en las pasiones; el odio le ha hecho tan cruda guerra como la ignorancia, y los pueblos no han querido, no quieren hacerse entre sí la justicia tal como la comprenden y la practican ya unos con otros los individuos que los componen; concederemos que existe aún error de entendimiento, pero no puede negarse, que hay culpa en la voluntad.
Se dirá que con todo derecho acontece lo mismo; que la voluntad pervertida se opone a él, pero no es cierto que la perversión de la voluntad de hombre a hombre sea tan graduada, persistente y poderosa como lo es de pueblo a pueblo, en términos de hacer la moral de las naciones opuesta a la de los individuos, y pretender para el egoísmo la aureola del amor a la patria.
En las sociedades primitivas, el desconocimiento del derecho en general debía ser un obstáculo inseparable para realizar el de gentes.
El hombre salvaje o semisalvaje tiene el sentimiento de la justicia, pero los medios de obligar a que se cumpla son tan imperfectos, que más contribuyen a obscurecerla que a realizarla. El ofendido es, a la vez, parte, juez y ejecutor; el perjuicio material que le causa la falta del objeto robado, la afrenta de la injuria recibida, el dolor de ver muertos a los que ama, levantan en su alma como una tempestad, en que formando torbellino varios y encontrados afectos, mezclándose los más viles con los más altos, aparecen todos igualmente ennoblecidos, y la pasión tiene las apariencias del deber, se confunde con él, la conciencia sanciona la crueldad, y la justicia se llama venganza. Aquí se nota la reacción del hecho contra la idea, y de qué modo la práctica del mal obscurece la teoría del bien. Como la noción de Estado o no existe o es una sombra vaga, como hay conciencia pública, pero no fuerza pública que contenga a los malhechores, el castigo de éstos no puede venir sino del ofendido, o si ha muerto, de sus parientes, de sus vengadores. Estas desdichadas condiciones que en los pueblos primitivos tiene la justicia, la cual en vez de balanza tiene la espada de la ira, han de hacerla indefectiblemente cruel y personal: cruel, porque se ejerce por la pasión en pueblos rudos; personal, porque son siempre los ofendidos o sus representantes los que la realizan. La colectividad se acostumbra a verla en esta forma, no la concibe de otro modo, y aun así la pide y la exige, tanta es su necesidad donde quiera que hay hombres. El perdón del ofendido que tendría por consecuencia la impunidad, lejos de parecer virtud, se tiene por infamia, y la venganza de la sangre es un honor y un deber.
En semejante estado social, ¿cómo ha de haber la idea del Derecho de gentes? ¿Cómo la noción del derecho ha de generalizarse y pasar la frontera cuando no pasa del umbral de la casa? ¿No son los del mismo pueblo en cierta manera extraños, extranjeros entre sí, puesto que no se auxilian contra el agresor injusto, y cada cual tiene que rechazarle según sus fuerzas?
Se avanza un poco; por una parte, los excesos del odio armado con la espada de la ley; por otra, algún progreso en la noción del derecho, impulsan a la colectividad a intervenir en la venganza del individuo, a limitarla para que no se perpetúe en las familias, y concluya por exterminarlas. Aunque tímidamente aparece el Estado que ofrece un apoyo, si bien débil, al individuo y es copartícipe con él en la satisfacción que recibe del ofensor. La justicia que pudiera entonces llamarse mixta, que aparece, en parte, colectiva, en parte, personal, no puede todavía tener aquel carácter elevado indispensable para generalizarla y constituir el Derecho de gentes. Las naciones, moralmente consideradas, no forman aun cuerpos homogéneos, unidades poderosas en cuyo seno la ley es una y fuerte, sino agrupaciones poco compactas. Un pueblo no aparece como un solo hombre frente a otro pueblo en iguales circunstancias; no pueden pactar para sus relaciones reglas equitativas, cuya inteligencia les falta al mismo tiempo que la fuerza para hacerlas cumplir: hay imposibilidad moral y material de que la justicia que se comprende y se practica mal dentro, se realice fuera.
El mundo progresa; el nivel moral se eleva; las leyes, con la sanción de la opinión pública adquieren fuerza; el Estado tiene ya una existencia jurídica bien determinada, puede pactar con otro, establecer reglas equitativas y hacer que se cumplan; hay elementos intelectuales y materiales para establecer el Derecho de gentes, si no perfecto, al menos tal como preside a las relaciones de los compatriotas entre sí.
Pero en la historia de la humanidad, y casi dominándola, aparece un hecho que obscurece la noción de todos los derechos o los hace imposibles de realizar aun comprendidos: ¡La guerra!, más execrable aun que por los estragos que causa y por la sangre que derrama, por lo que trastorna las ideas respecto a la justicia; éste es el menos ostensible y el mayor de los daños que consigo lleva. Retoñan los bosques que ha talado, reedifícanse las casas que incendió, vuelven a poblarse los países despoblados por ella, pero el caos de las malas pasiones que engendra y de los horrores que acredita, no se disipa; borráronse las huellas del hierro y del fuego, pero quedan indelebles las de la iniquidad.
Durante mucho tiempo los pueblos apenas comunican entre sí más que para hacerse la guerra; y extranjero viene a ser sinónimo de enemigo. Cuando por cansancio o por conveniencia cesa la lucha, no los rencores, no el temor de que se reproduzca, no la idea de que la fuerza es la única ley entre las naciones, la paz es una tregua material, en que continúa la guerra de los ánimos, y más enconada, por la humillación rencorosa del vencido y la insolencia cruel del vencedor. Siguen rigiendo las reglas de la lucha interrumpida, que puede decirse que no tiene ninguna como no se dé este nombre a la práctica de hacer al enemigo el mayor mal posible recibiendo el menos que fuere dado. Esta es la ley del combate, y cuando apenas comunicaban los pueblos sino para combatirse, el Derecho de gentes venía a ser el de la guerra. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:20 |
La religión, esa aspiración a la dicha completa y a la justicia absoluta, al esperarla en el cielo, debía favorecerla en la tierra, y dando medios de elevar el espíritu a Dios, penetrarle de justicia para con los hombres. Al adorar al Criador ¿no sentirían como criaturas un lazo estrecho por sus temores, por sus esperanzas, por su destino común, en fin, revelado en las graves culpas, en los profundos dolores, en las aspiraciones infinitas que todo pueblo lleva al templo de la divinidad? La religión, según la etimología de la palabra, significa ligar más fuertemente; estrecha, en efecto, los lazos de los que la profesan, pero por desgracia, en vez de una religión hubo muchas, cuyos dioses, reflejando la apasionada ignorancia de sus adoradores, confundían el amor de su pueblo con el odio a los otros, y al bendecir a sus fieles maldecían a la humanidad. En rededor del altar se unieron los hombres más estrechamente, pero como hubo muchos altares, hostiles unos a otros, la unión de cada grupo de creyentes fue motivo de desunión para los pueblos, que en vez de fraternizar en el culto de la divinidad, se aborrecieron, se persiguieron encarnizadamente, porque no la adoraban del mismo modo. Así, el Derecho de gentes, que podía tener un poderoso auxiliar en los sentimientos religiosos, halló por mucho tiempo un gran obstáculo en ellos.
Pero las religiones que abrían abismos entre los pueblos; que los aislaban unas veces, haciéndolos comunicar otras para despedazarse, aunque directamente oponían obstáculos a que entre ellos se estableciera el derecho, indirectamente han contribuido a realizarle. En toda religión, aun en aquellas que más extravían al hombre, hay algo que le eleva, que le espiritualiza; una parte de verdad entre los errores que enseña, y freno a perversos instintos aunque estimule otros. Además, en los pueblos bárbaros, el sacerdocio cultiva más o menos, pero cultiva, las facultades mentales; el sacerdote es el depositario de la doctrina, el hombre docto, el sabio, y aunque el saber se rodee de misterios; aunque los iniciados sean en corto número y la iniciación difícil, la ciencia, tarde o temprano, rompe sus ligaduras; no puede cerrarse tan herméticamente que no se respire su atmósfera y se vea su luz. Las religiones aparecen cultivando las facultades mentales entre la brutalidad de los sacrificios cruentos; preceptuando acciones benévolas en medio de los combates mortíferos a que excitaban, siendo a la vez freno de los extravíos e impulso para cometerlos. Su influencia directa para apartar a los hombres, ¿ha sido mayor que la indirecta para unirlos? ¿Han hecho más mal que bien? Difícil es investigarlo, fácil equivocarse al ultimar la cuenta, cuyo cargo y data se pierden en las obscuridades de la historia, en sus vacíos, en sus juicios apasionados. El efecto perturbador para la fraternidad humana es más ostensible; el que la auxilia, menos aparente, obra de un modo más general, más continuo, y todo bien reflexionado, parece que las religiones auxiliaron más que dificultaron las comunicaciones entre los hombres a que preside la justicia.
Pero los progresos de ésta ya se comprende que habían de ser muy lentos, cuando el sentimiento religioso, que debía apresurarlos, aunque los auxiliase realmente con tanta frecuencia, los retardaba.
En medio de las violencias de la guerra y de los odios encendidos por las creencias religiosas, otras facultades, otras inclinaciones más humanas, otros egoísmos menos perturbadores, otras necesidades más nobles vinieron a modificar la condición de las criaturas racionales.
Los hombres empezaron a pensar, y como la verdad es una, universal, eterna, la ciencia tiende a ser cosmopolita, a fraternizar los que la cultivan y, aunque se hallen separados por leyes y por fronteras, a considerarse como compatriotas. La ciencia será, pues, una prenda de unión entre los pueblos; exenta de exclusivismos, de odios, de cálculos interesados, se elevará sobre las pasiones, sobre los errores, y formulará reglas de justicia entre los pueblos. Éstos, por otra parte, además de las necesidades del espíritu, quieren ya el regalo del cuerpo, y si para satisfacer sus nobles aspiraciones buscan los sabios extranjeros, para contentar sus gustos piden la cooperación de la industria y los productos de otros países. El comercio nace, que es de suyo cosmopolita, que ha menester paz, respeto a la propiedad y reglas practicadas de derecho. Los progresos van a ser rápidos en ese mundo oriental, donde las artes hacen prodigios; entre esos egipcios que saben tanto del curso de los astros, que tan científicamente preparan el suelo para beneficiar las crecidas del río fabuloso; en esa Grecia, donde brotan los sabios, los poetas y los artistas como las flores en sus islas rodeadas de mar e inundadas de luz; en Roma, tan conocedora de los principios de justicia, que los ha como estereotipado, confundiéndose a los ojos de la posteridad con ellos y legándole un Código que el mundo llama Derecho romano. Babilonia, Menfis, Tebas, Nínive, Tiro, Cartago, Atenas, Roma, todos estos pueblos en que hay tanta industria, tanto comercio, tanta ciencia, tanto arte, ¿no harán progresos, grandes progresos en el Derecho de gentes?
La voluntad torcida reacciona sobre el entendimiento y le tuerce; en medio de tanto brillo científico, artístico y literario, hay tinieblas morales profundísimas; el sabio egipcio cultiva las ciencias en un pueblo dividido en castas; el filósofo griego hace la apología de la esclavitud, vive en medio de ella y no concibe que pueda suprimirse; el jurisconsulto romano, rodeado también de esclavos y respirando la atmósfera ambiciosa del pueblo-rey, ve en el derecho un aliado de la conquista, un elemento de dominación; el problema es vencer, perpetuar la obediencia, convertir a los vencidos en instrumentos de nuevas victorias, porque Roma necesita avasallar; el día en que no domine, morirá. Lo que ella llamó Derecho de gentes, no corresponde a la idea que tenemos de Derecho internacional; las gentes eran los vencidos a quienes se aplicaba la ley del vencedor, más romana o más humana, según las circunstancias. Lejos de considerar a todos los pueblos iguales ante la justicia, no podían aspirar a la plenitud del derecho sino los hombres de la ciudad, los ciudadanos romanos. El propósito de conquistar el mundo imponía la imprescindible necesidad de humanizarse; el derecho se extendió de la ciudad al Lacio, primero, después, a Italia y a las provincias; pero nada más, porque no hay que tomar por Derecho de gentes los privilegios concedidos a los bárbaros como soldados, como defensores del pueblo, que ya no podía defenderse. Y aun fue impracticable de hecho la igualdad del derecho, cuando quiso extenderla, rodeada del oprobio de una decadencia ignominiosa. Roma no abrió al mundo, ni aun al mundo romano, los brazos, sino cuando ya no podía sostener la espada, demostrando que la justicia que ha de buscarse como objeto, no puede ser realizada por nadie, hombre o pueblo, que la considere como medio no más.
Los que desconocen el derecho dentro, ¿cómo han de realizarle fuera? Hay imposibilidades morales tan invencibles como las físicas, y donde existen castas y esclavitud, y barreras insuperables entre las clases; donde los compatriotas se explotan, se oprimen, se ultrajan y se desprecian, no puede haber para los extranjeros amor y justicia, que son los elementos de la ley internacional. Para que la equidad pase las fronteras de una nación, es necesario que se establezca bien dentro; que se respete al hombre, no porque es sabio, ni guerrero, ni sacerdote, ni patricio, ni duque, ni emperador, sino porque es hombre, porque hay en él una conciencia y un entendimiento, cosas sagradas, porque es una moralidad que lleva consigo deber y derecho, que no puede desconocerse cualquiera que sea la lengua que hable, el país que habite, el Dios que adore. Las repúblicas y los imperios del Oriente, de Grecia y de Roma, estaban lejos de tener este concepto del hombre; para ellas podía haber patria, no humanidad. Era lógico que los que hacían la teoría de la esclavitud declaraban fuera de ley a los que vivían fuera del territorio, que se calificaran de bárbaros a los que no pertenecían a la Confederación Helénica o al Imperio romano, y que mezclando el desdén al odio, enemigo fuera sinónimo de extranjero.
En tal situación los progresos del Derecho internacional no podían corresponder a los de las ciencias y las artes. Las necesidades materiales, las que crea el lujo, los gustos, los caprichos, las vanidades, el egoísmo y la pereza, daban a los extranjeros activos y hábiles la seguridad suficiente para que labraran objetos primorosos y proporcionasen productos de remotos países. La púrpura, los perfumes, las piedras preciosas, los manjares exquisitos, las fieras y los hombres que habían de morir en el circo, todo venía de tierras lejanas o a través de los mares; no era posible vivir en comunicación con tantos pueblos sin reglamentarla; así, pues, los cálculos de la dominación, las necesidades del comercio y de la industria fueron, con el desdén y la crueldad, los elementos preponderantes de las relaciones internacionales, que harto revelaban su contaminado origen.
De fuente más pura va a brotar el Derecho de gentes. Jesús, muriendo en el Calvario, lega al mundo la religión del amor. Aquellas divinidades terribles en cuyos altares se inmolaban víctimas humanas, son sustituidas por el Dios misericordioso, por el Padre Celestial de todos los hombres, que no quiere más sacrificios que el de las pasiones egoístas y rencorosas. Su amor y el del prójimo; he aquí toda la ley. Desde el momento en que se concibe el Creador como padre, se establece la fraternidad entre las criaturas hijas del Padre común, los hombres son hermanos. La religión no abre ya abismos entre los pueblos, no impulsa a luchas homicidas, no hace correr torrentes de sangre, no protege a una raza en daño de las demás. Extiende los brazos de su piedad, los tesoros de su compasión infinita a todos los dolores de todos los hombres de toda la tierra; borra del corazón humano la idea de enemigo, puesto que manda amarle, y el más fiel intérprete de aquella ley divina no se llama Apóstol de los griegos, de los persas, de los hebreos, ni de los romanos: es el Apóstol de las Gentes. La justicia mutua para todas las criaturas parece que va a realizarse, al menos entre los que comprenden a Dios como padre, y como hermano al hombre. Entre los pueblos de la cristiandad se establecerán lazos fraternales; sus relaciones serán de paz y de justicia, como conviene a los fieles, a la ley de amor; no habrá violencia cruel, a nadie se le negará lo que le es debido, y aun parece poco dar lo justo al que ama. Habrá fronteras formadas por ríos, por mares y por montañas, no por odios, y cualesquiera que sean las leyes políticas y civiles, los hombres comulgarán en la ley de Jesucristo. Ahora parece que está asegurada la justicia en las relaciones internacionales.
Desgraciadamente la enseñanza del Divino Maestro fue semilla que no cayó en terreno apropiado para que brotase tan vigorosamente como el mundo necesitaba. El hombre es un compuesto complicado y armónico; no basta dirigirse a una de sus facultades para perfeccionarle; es necesario cultivarlas y armonizarlas todas. Si no, hay desequilibrios, perturbaciones, trastornos; se ven religiosos feroces, sabios impíos, artistas degradados y blasfemos que maldicen del arte, de la ciencia o de la religión, en vez de procurar armonizarlas. El ser racional y sensible necesita obrar con la plenitud de su naturaleza, cultivar la razón y el sentimiento, pensar y amar. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:20 |
La religión cristiana predicó la fraternidad de todos los hombres; pero ¿a quién? A los restos depravados de Roma y a los bárbaros invasores del Imperio, es decir, a la corrupción y a la violencia. Como olas empujadas por otras que vienen detrás, avanzaban los belicosos emigrantes repartiéndose el suelo que habían ensangrentado, y dejándose ungir por el sacerdote que decía: amad a vuestros enemigos, inmolaban a los suyos. Había en aquellas hordas admirables disposiciones, nobles instintos y aun elevados sentimientos; pero todo esto era como fruto delicado y amarguísimo por falta de sazón. El sentimiento de la dignidad humana que tenían aquellas razas, tan propio para favorecer el progreso del derecho internacional, degeneró en un individualismo, que por no estar contenido se hizo indómito. La personalidad exagerada y la fuerza bruta remitieron el derecho a la suerte de las armas, y localizaron la ley. Cada señor promulgaba la suya en sus tierras; el hombre que las cultivaba no era más que un accesorio desdichado que huía con frecuencia de un lugar a otro en busca de yugo menos abrumador. Desesperando de hacer de la justicia una regla general, se procuraba como excepción, y el derecho se llamó privilegio, fuero. Tuviéronle nobles poderosos y colectividades fuertes; pero no uno idéntico, sino varios, como las circunstancias en que se había escrito. Había muchos grados en el poder de oprimir, como en la facultad de no ser oprimido, y en aquella especie de borrasca, según a la altura a que cada cual podía levantar su derecho, sobrenadaba, o se sumergía en parte o del todo.
¿Podían existir entonces leyes internacionales, cuando no las había interterritoriales? Si variaban detrás de las almenas de cada castillo y de los muros de cada ciudad, ¿podía haber ni la idea de que rigieran fuera de la patria? Y ¿qué era la patria? Un territorio que se defendía, un ejército que para defenderle peleaba, un jefe que mandaba ese ejército, un sacerdote que bendecía sus banderas; la patria era la tierra de todos, no el derecho de todos. No había más ley común que la religiosa, ni derechos iguales sino para después de la muerte. Y era tal la influencia individualista para el fraccionamiento, aun allí donde había más elementos de unidad, que no bastaba muchas veces que en nombre de la religión se convocara a los indisciplinados señores para que acudieran unidos, y así como los padres de los Concilios hablando todos en latín solían no entenderse, los guerreros que llevaban la cruz en la espada y en el pecho, no comprendían de igual modo el espíritu de la religión cristiana.
Si a esta exaltación de la personalidad se añaden las consecuencias de la victoria que dividía a los habitantes de un país en conquistadores y conquistados, en opresores y oprimidos, en soldados y trabajadores, en señores y siervos, en clases que venían a ser castas, soberbias las unas, humilladas las otras, se comprenderá que la anarquía del feudalismo no podía elevarse ni a la idea de ley universal, ni a la de respeto al hombre: aunque se repitiera que todos eran hermanos, no se dejaba de oprimir al siervo, de esquilmar al pechero y despreciarlos a entrambos. La fuerza llegó a glorificarse hasta el punto de suponer que era la revelación de la voluntad de Dios y la dispensadora de su justicia, ésta se administraba peleando, y el combate judicial que pretendía ser una forma del derecho, no era sino la consagración de la fuerza. Los oráculos de la divinidad se daban con la espada y con la lanza por los que tenían más bríos, de todo lo cual debía resultar una aureola alrededor del más fuerte que abonara sus violencias deslumbrando a los débiles. El puente levadizo del castillo feudal se bajaba muchas veces para dejar pasar el fruto de las rapiñas; los caballeros corrían aventuras propias de bandidos, todo sin detrimento del honor. Nobles de ahora cuentan con orgullo entre sus antepasados sujetos que si vivieran hoy, a no cambiar de conducta, morirían en presidio, cuando menos: la idolatría de la fuerza ha hecho que en vez de dejar una memoria infame, leguen a sus descendientes un nombre honrado.
La industria y el comercio, que es pacífico y cosmopolita, eran casi nulos; cuando empiezan a prosperar, no pudiendo aún ampararse del Derecho de gentes, que apenas existía, recurren al privilegio, consiguen o compran el fuero, se acogen a una isla como los emigrantes fundadores de la prosperidad de Inglaterra, o se arman como los mercaderes de la Liga Anseática.
Puesto en manos de hombres ignorantes y violentos, el lazo de la religión se convirtió muchas veces en cuerda para la tortura; la doctrina de paz en señal de combate, y se evangelizó a sangre y fuego: en vez de apóstoles de las gentes que llevaban la buena nueva a las naciones con palabras de misericordia y obras de caridad, hubo emperadores y reyes que ordenaron los preceptos de la religión y hasta las ceremonias de su culto bajo pena de muerte.
Al extender por medio de las armas la religión de Jesucristo, el pueblo cristiano halló otro que también predicaba su ley con el filo de la espada, el Evangelio y el Corán dividieron aquella parte del mundo que tenía más condiciones para civilizarse, y la lucha contra los infieles, contra aquellos hombres que no podían ser comprendidos en la ley común, contribuía a imposibilitar la internacional.
Bajo el régimen feudal, el Derecho de gentes, en vez de progresar, parece que retrograda. Pero en medio de aquel caos sangriento hay resplandores divinos, palabras de misericordia, dichosas inconsecuencias y abnegaciones sublimes. El guerrero feroz se arrodilla a los pies de la mujer y del sacerdote; tiene fibras generosas y amantes el corazón de aquel bárbaro; cuando le pasa la embriaguez de la ira, comprende la hermosura de la misericordia; cuando se aplacan sus pasiones, pide perdón de sus pecados, y en momentos de exaltación religiosa o caballeresca, hasta perdona. Rudo, no incapaz de cultura, comprende a veces la verdad por instinto y no es insensible a la belleza del arte ni a la autoridad de la ciencia. A su lado se eleva una criatura dulce, humilde, poderosa, irresistible; tiene las cuatro grandes virtudes, Prudencia, Justicia, Fortaleza, Templanza; las tres virtudes divinas, Fe, Esperanza y Caridad; no teme sino a Dios, ama a los hombres, piensa en otro mundo y vive en éste para hacer bien; amparo de los débiles, freno de los fuertes, es pródigo de su vida, la da lentamente o de una vez, según la voluntad de Dios: este ser extraordinario se llama Santo; el mundo no había visto cosa semejante y su influencia penetrará en el mundo.
Existe, pues, el sentimiento de la dignidad humana que, arrancado a la personalidad egoísta, podrá convertirse en humanidad; el espíritu de sacrificio y de amor al hombre; la facultad de conocer con largueza concedida a una raza inteligente. Estos elementos van a fermentar por años, por siglos, bajo la enorme presión de poderes absolutos en el orden material y en el espiritual infalibles. La incubación será lenta, difícil, dolorosa, y cuando el germen animado rompa la campana de diamante que le aprisiona, su fuerza será irresistible. Así sucede: al disiparse las tinieblas intelectuales de la Edad Media, la inteligencia humana se eleva, profundiza, se extiende y nunca semejante poder de análisis de abstracción y de generalización se había visto en Egipto, ni en Grecia, ni en Roma, ni en Alejandría. El que enseña dará pruebas de lo que dice, la ciencia ha de ser la verdad para que la moral sea la justicia. A fin de generalizarla, se inventa un prodigioso medio; la imprenta pone en comunicación a los pensadores de todo el mundo; descúbrense nuevos continentes y mares que facilitan la comunicación con ellos, y la brújula que guía al través de los mares. La industria y el comercio toman un incremento extraordinario, pero no marchan entre el aislamiento o la persecución abandonados a los instintos de la codicia, a las rutinas de la ignorancia, a las represalias de la fuerza. La ciencia no desdeña dar sus oráculos a la industria y al comercio; señala los mejores métodos para producir, y enseña las leyes de la producción, del consumo y de la distribución de la riqueza. Los Gobiernos que ven en el comercio una fuente de prosperidad, comprenden que es necesario protegerle y dar garantías a los extranjeros para que las tengan sus súbditos. Sentimientos humanos se mezclan a los impulsos egoístas y los neutralizan; la nave donde la codicia en brazos de la suerte se arroja al mar lleva también al misionero.
Las relaciones se extienden, los intereses se cruzan, las ideas se elevan, las pasiones empiezan a dominarse, y la fraternidad humana va a ser un cálculo para el negocio, un consuelo para el corazón, una verdad para el entendimiento. La sellarán con su sangre el mártir de la ciencia y de la fe, y con demostraciones el economista y el filósofo.
Se echan amplios, profundos, imposibles de conmover, los cimientos del derecho, no para una clase, para un pueblo o para una raza, sino para todo el mundo; se proclaman los derechos del hombre, sin lo cual no podía existir el de gentes, éste brota poderoso con la vivificante savia del amor y de la ciencia; cultívanle los sabios de todas las naciones, los cuales comulgan en el altar de la verdad que un día será el de la patria. La justicia internacional vislumbrada apenas en las primeras edades, eclipsada a veces y que parecía apagarse, brilla entre nubes todavía; pero brilla, y más si se la compara a las pasadas tinieblas.
La industria y el arte, que defendían difícilmente sus productos de la rapacidad internacional, y ocultaban ruinmente sus procedimientos, acudirán a las Exposiciones universales, donde serán regiamente albergadas, cordialmente recibidas, equitativamente juzgadas y ostentarán con orgullo, como timbre glorioso, la efigie de un Rey extranjero.
El comercio que tenía que armarse, que se acogía a privilegios comprados muy caros, que corría aventuras peligrosas, cuenta hoy con derechos y reglas sobre las cuales puede basar sus cálculos. Los tratados que a él se refieren, no tienen ni la generalidad, ni la permanencia, ni la justicia que sería de desear, pero al fin son pactos libremente aceptados, fielmente cumplidos en general, y suprimen la intervención de la fuerza preparando la realización del derecho.
Los criminales más peligrosos que se arrojaban sin escrúpulo al otro lado de la frontera como animales feroces de que se les daba hasta el nombre, se recluyen para que no dañen a propios ni extraños.
Las fronteras que se cerraban al extranjero considerado como enemigo, si hoy quiere recorrer el mundo, no le servirán de obstáculo, y serán para él lugar de refugio, si llega a ellas emigrado político o combatiente vencido.
Los delincuentes que hallaban impunidad fuera de la patria cuyas leyes habían infringido, son devueltos a ella para que se cumpla la justicia a que recíprocamente coadyuvan todos los pueblos con tratados de extradición.
En vano se había salvado de las olas el infeliz náufrago que arribaba a playa extranjera donde le esperaba la expoliación y la muerte. En vez de aquellas leyes rapaces, de aquellas costumbres feroces erigidas en ley, se ha promulgado el Código internacional de Banderas, que por medio de ellas usa un lenguaje comprendido en todo el mundo civilizado. Poco importa el pabellón que izó la nave en demanda de auxilio; aunque sea extranjera, más, aunque sea enemiga, no le pedirá en vano. Al ver la bandera de peligro, acude con la suya la humanidad; habla con ella palabras de consuelo, hasta de amor, y en vez del grito salvaje del inhumano ribereño, le envía el bote salvavidas donde tantas veces pierden la suya hombres heroicos por salvar la sus hermanos extranjeros75.
Los Soberanos que se atribuían el derecho de despojar a los náufragos, cumplen con el deber de premiar a los que ejercen en el mar la caridad con sus súbditos, y puede decirse que han entrado en el Derecho de gentes las condecoraciones que prueban el cosmopolitismo de la beneficencia y de la gratitud.
El conocimiento de los escollos para la navegación le guardaba para sí el pueblo que le tenía, y en la noche obscura y tempestuosa faltaba señal que indicara el peligro. La náutica no tiene ya esos inhumanos secretos; ningún pueblo pretende guardarlos, y los faros se elevan como templos solitarios de la humanidad, donde arde el fuego sagrado de su amor, que brilla como el sol para todos los hombres.
Los extranjeros no podían poseer tierra fuera de la patria, sufrían todo género de vejámenes en sus bienes inmuebles, la expoliación era en muchos casos de Derecho de gentes; hoy pueden ser terratenientes en cualquier nación civilizada, su propiedad se respeta en todas, cualquiera que sea su forma, ya esté representada por un objeto material o por un crédito, por un libro o por un privilegio de invención.
Las pequeñas agrupaciones políticas, con sus leyes propias, tanto civiles y criminales como económicas, multiplicaban los Códigos y los lugares en que un hombre era considerado como extranjero; los pueblos forman hoy grandes nacionalidades en que es uno mismo el derecho, y el de todas se uniforma rápidamente.
El extranjero, a quien puede decirse que se negaba la consideración de hombre, aparecía ante los Tribunales con tales desventajas, que los fallos respecto a él más que de justicia eran de iniquidad reglamentada. Hoy, en los procedimientos no se distingue el compatriota del que no lo es, y cuando los súbditos de otro Soberano sufren perjuicio por la ley internacional, la injusticia de ésta, es más bien consecuencia de exagerar el principio de la soberanía, o el celo a favor de la patria, que por hostilidad a los que no pertenecen a ella.
Encastilladas las naciones dentro de sus fronteras, con orgullo hostil conservaban todo lo que pudiera diferenciarlas de las otras, lo mismo en las cosas del espíritu que en el orden material. Envanecido cada pueblo con su lengua, con su religión, con sus costumbres, con su historia, con su carácter, en fin, le parecía ridículo u odioso lo extranjero, y hasta quería distinguirse en su manera de proceder, en la de vestir, en la de pesar, contar, medir, en todo. Hoy los pueblos, asemejándose cada vez más, facilitan la uniformidad de sus procedimientos, y pactan la igualdad de la ley de las monedas, de pesas y medidas, etc.
La comunicación pacífica entre los pueblos, que era la excepción, es la regla, y tan necesaria, que se reúnen congresos internacionales periódicamente para adquirir y dar noticia, y determinar el modo de que los hombres correspondan y comuniquen más activa y provechosamente, procurando establecer en todas las esferas el Derecho internacional, la igualdad, sin distinción de nacionalidades. La guerra fue en lo antiguo la completa negación del Derecho de gentes, hoy le invoca, y en parte le realiza. Se respeta el honor de la mujer, la vida del herido, del prisionero, y en principio al menos, de todos los inermes y la propiedad privada, hasta cierto punto. El país invadido que se entraba a saco, sangre y fuego, no se daña si no lo exigen las operaciones militares.
La piratería oficial, que con el nombre de corso era de Derecho de gentes, está abolida.
El comercio de hombres llamado trata está abolido también; si se hace es como contrabando.
La cualidad de extranjero que imprimía carácter indeleble, se borra con mayor facilidad cada vez, aun en los pueblos más aferrados a un espíritu estrecho de exclusivismo nacional, disminuyendo las dificultades para la naturalización.
Si se considera que todo este progreso se ha realizado en poco tiempo; que la abolición de la trata es del año 1815, la del corso de 1856, el Convenio de Ginebra de 1864; que hasta 1870 no promulgó España el Código internacional de Banderas, y que data del mismo año el derecho de adquirir bienes inmuebles en Inglaterra los extranjeros; si se tiene presente cuanto se ha adelantado en medio siglo, admira, consuela y da esperanza de que se hará todo lo que falta, para que el Derecho de gentes no difiera en nada esencial del Derecho patrio.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:21 |

Capítulo X
Esfuerzos hechos para definir el derecho de gentes; medios propuestos para realizarle
Tantos intereses cruzados entre los pueblos, tantas especulaciones emprendidas en común, tantas ideas armonizadas, tantos sentimientos confundidos, tantas necesidades cuya satisfacción depende del extranjero; la aspiración a realizar la justicia, que a medida que se eleva se generaliza, debían impulsar al conocimiento del Derecho de gentes, y a buscar los medios de realizarle. Así se ha verificado. Desde que a principios del siglo XVII Grocio escribe su célebre obra El Derecho de la Paz y de la Guerra, se suceden sin interrupción numerosos tratados en que se discuten el origen, índole, extensión del Derecho de gentes, afirmado aun por aquellos que más le limitan. A medida que se afirma, se eleva; a medida que se eleva, se generaliza, pasa a los hechos, cobra nueva fuerza apoyándose en ellos, y sostiene y prueba lo que hubieran parecido sueños a la brutalidad de la barbarie o a la corrupción cruel de las civilizaciones antiguas. Los derechos y los deberes recíprocos de las naciones no se afirman, o se niegan incidental y desordenadamente, no se razonan sin método o sin lógica, no se tratan sin elevación o sin profundidad, no: se analizan, se discuten con orden; la filosofía les aplica sus medios de investigación; hay sobre ellos un cuerpo de doctrina, una verdadera ciencia. Después vendrán los Códigos: el hombre no puede conocer el bien sin aspirar a realizarle. Los Códigos nacionales han sido promulgados por Reyes o Asambleas legislativas. ¿Quién formará el Código internacional? ¿Quién es el jefe, el poder constituyente entre los pueblos? La justicia: demostrada por la ciencia, los hombres que la cultivan codifican el derecho internacional: no son este Emperador o el otro Parlamento; son los que enseñan, los que saben, jurisconsultos, profesores, y se llaman, por ejemplo, Dudley, Field, Bluntschli o Lieber.
He aquí una nueva legisladora, la ciencia: en virtud de poderes que ha recibido de arriba, preceptúa y cuenta con una gran fuerza coercitiva, la opinión. No puede entrar en el plan de nuestro trabajo analizar estos Códigos, ni investigar si fueron más allá o se quedaron más acá de donde podían haber llegado: aquí sólo haremos constar la significación de su existencia independiente de su mérito. El valor de estas obras está en que existan, no en cómo se escriben, porque sin negar la gloria merecida a sus autores, éstos formulan la justicia que respiran en el medio moral e intelectual en que viven; tales libros no son de un hombre, sino de una época. En la nuestra, la necesidad de leyes internacionales se revela en los Códigos que redactan los jurisconsultos, al parecer motu proprio, realmente por un movimiento de la humanidad: cuando en ella no había elementos para leyes universales, no podían surgir estos legisladores científicos y cosmopolitas que reciben su mandato de la conciencia humana.
El Derecho internacional codificado refleja en parte el que practican los pueblos entre sí, y en parte aspira a perfeccionarle; pero como todo derecho, tácita o expresamente, condena los abusos de la fuerza, incompatibles con él: suprimir la guerra, el gran problema, sin cuya solución la existencia de la ley equitativa será precaria o imposible. Se quiere, pues, establecer:
Un Código Internacional.
Un Tribunal Supremo que lo aplique.
Una fuerza armada para hacer ejecutivos sus fallos.
«La necesidad de un Tribunal soberano y permanente, ante el cual los Estados, renunciando al empleo de armas, expusieran sus agravios se impone naturalmente a todas las inteligencias»76.
No son ya los visionarios y los sencillos, como el abate Saint-Pierre, los que sueñan y creen posible la justicia internacional, y tribunales que la apliquen, y fuerza armada que los sostenga.
Kant cree factible la federación de Europa, y la resolución por arbitraje de las cuestiones que se puedan suscitar entre los Estados.
Mill opina que la necesidad más urgente de las sociedades civilizadas es un verdadero tribunal internacional.
Wheaton afirma que la asociación entre los pueblos es imperfecta, mientras no reconozcan un intérprete permanente, autorizado, jurídico de sus principios y reglas.
Lorimer proyecta congresos anuales, que se reúnan en Bélgica y en Suiza. Cada Estado enviaría dos diputados, de los cuales uno solo tendría voto. La importancia de los Estados y de su voto se graduaría por su población, rentas públicas y movimiento comercial.
Parien desea una comisión internacional, cuyos miembros serían nombrados por los Gobiernos, y más tarde por las Asambleas que eligiesen las naciones de Europa, y tendría para ella la autoridad de la ciencia y de la justicia.
Bluntschli dice: «El Senado o el Parlamento internacional estará todavía por mucho tiempo en estado de piadoso deseo. Lo más practicable, y un paso hacia un orden de cosas mejor, sería la creación de un Areópago Internacional, reunión de hombres versados en la ciencia del Derecho de gentes, llamados a dar su voto imparcial y competente sobre las cuestiones internacionales en litigio, y que, según las circunstancias, pudieran ser árbitros. Cada Estado nombraría al menos dos miembros elegidos entre personas que no estuvieran a su servicio activo, siendo una del nombramiento del Gobierno, y otra de las Cámaras. Las grandes potencias tendrían una representación doble o triple. El lugar de la reunión anual sería Suiza o Bélgica. Los miembros de esta Asamblea quedarían relevados de sus deberes de súbditos o ciudadanos de un Estado determinado, en razón de sus funciones internacionales; en cambio, deberían prestar juramento de hacer justicia imparcial.» |
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De: albi |
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Los que así se expresan no son fanáticos o visionarios apartados del mundo, sino filósofos, diplomáticos, hombres de Estado, profesores, hombres prácticos que conocen el corazón humano, los negocios, la política, la vida real.
Seebohm, el sesudo y aritmético Seebohm, que combate la guerra desde el escritorio, el mostrador y el almacén; que no habla de campos de batalla, sino de mercados; que no se ocupa de los miles de hombres que perecen, sino de las libras que se gastan; Seebohm escribe: «Si es verdad que algunos principios se han establecido y reconocido generalmente por costumbre invariable, no es menos cierto que en otras circunstancias particulares y en ciertos límites cada nación mantiene su criterio, según su conveniencia supuesta, y difiere de la opinión de sus vecinos cuando juzga que hay oposición de intereses con ellos. En muchos casos hay tantas opiniones diferentes y divergencias políticas, como hay aparente antagonismo de intereses.»
«He aquí nuestra tesis: si la falta de la ley positiva ha sido un mal soportable e invariable mientras las naciones estaban en el período de vida social en que, bastándose a sí mismas, tenían pocas relaciones entre sí, semejante estado de cosas ha llegado a ser un mal intolerable e inútil en nuestra época, en que los pueblos van saliendo del período en que se bastan a sí mismos para entrar en el de su dependencia recíproca, y en una época en que la adopción de un sistema gradual de libertad mercantil, hace uno el interés de todos los pueblos, y de los hilos de sus prosperidades particulares forma una sola madeja.»
«Nuestra tesis es: que inevitablemente, en el estado actual y tan complicado de la sociedad de los pueblos, el mecanismo de la ley de Lynch77 no puede continuar funcionando, y que para lo futuro podrá menos cuanto avancemos más: que es necesario, para que el sistema internacional funcione, que las naciones civilizadas adopten un Código equitativo, y uniforme de Derecho de gentes positivo.»
«No pretendo decir que es preciso necesariamente componer inmediatamente un Código, y aun imponerle a las naciones como se prepara una tisana que se ha de beber de un trago; muy lejos estoy de esto; pero afirmo, que está fuera de duda, que lo urgente y eficaz para la reforma del Derecho de gentes, es sustituir a los principios de los publicistas, leyes universales positivas, claramente definidas y aceptadas, procediendo por grados, sin interrupción, teniendo en cuenta la marcha de los sucesos, y presentando las cuestiones por su orden»78.
Hasta los hombres de Estado y los guerreros parecen respirar esta necesidad de derecho que existe en la atmósfera moral de los pueblos modernos. Enrique IV de Francia dicen que pensaba en un Tribunal Supremo donde se resolvieran las diferencias de las naciones, y Alejandro VI de Rusia decía haber imaginado un convenio entre los jefes de los Estados, para someter sus disidencias a un arbitraje, en vez de referirlas a la suerte de las armas. Según Card, Napoleón III pedía a las demás potencias garantías de tranquilidad para el porvenir en la reunión de un Congreso, y al mismo tiempo buscaba ocasiones para turbar la paz de Europa y arruinar a la Francia con empresas insensatas.
Cediendo al mismo impulso y acrecentándole, las asociaciones que más o menos directamente trabajan para asegurar la paz, buscan también medios para que el derecho se reconozca entre las naciones y se realice.
En diversos países se forman asociaciones de moralistas, de publicistas, para preparar el triunfo de los sistemas expuestos por escritores eminentes. Así es como la American Peace Society solicitó del Congreso de los Estados Unidos, que hiciera una proposición a los demás Gobiernos, a fin de constituir un Tribunal Supremo de las naciones, compuesto, no de Soberanos, sino de ciudadanos eminentes de los diversos países. Este Tribunal superior debería decidir en última instancia cuantas diferencias pudieran surgir.
En Inglaterra se revela la misma tendencia. La Sociedad Internacional de la Paz, en su meeting celebrado en 22 de Junio de 1871, ha acordado que compete al Gobierno inglés tomar la iniciativa para el establecimiento de un Tribunal Supremo entre los Estados, encargado de resolver sobre las diferencias internacionales.
La Sociedad inglesa para el progreso de las ciencias sociales, ha avanzado aún más por este camino. No contentándose con asentar el principio y los fundamentos de esta jurisdicción suprema, encarga a una comisión que prepare un trabajo relativo o pormenores de organización y procedimientos.
La Francia cede también a este impulso general hacia la paz: fórmanse asociaciones que obran en el mismo sentido.
«Los escritores modernos han prestado el apoyo de sus conocimientos históricos y jurídicos, a la gran tesis del Tribunal internacional permanente. MM. Dudley-Field, Lorimer de Laveleye, Larroque, imprimen obras que han producido gran impresión en el público»79.
Sobre la manera de organizar este Tribunal Supremo varían las opiniones, de cuyas divergencias no nos ocuparemos, porque lo que a nuestro propósito importa consignar, es el terreno que va ganando la idea de sustituir los fallos de la justicia a las soluciones de la fuerza, y esto hasta el punto de que un hombre de Estado, el jefe de una nación poderosa, el Presidente Grant decía en un documento oficial: «Como el comercio, la industria y la rápida comunicación del pensamiento y de la materia por medio de la electricidad y del vapor, todo lo han cambiado, me inclino a creer que el Autor del Universo prepara este mundo para que pueda llegar a ser una sola nación, que hable una misma lengua, lo que haría inútiles los ejércitos y las marinas de guerra.» |
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De: albi |
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Es decir, que los llamados sueños de los visionarios ejercen su influencia, no sólo en imaginaciones exaltadas y espíritus que se alejan de la realidad en alas de la teoría y de la abstracción; no sólo en ideólogos que hacen fomentar en el aislamiento ideas irrealizables, sino entre hombres prácticos, positivos, a quienes los negocios y la política deben haber transmitido todas sus dudas, su escepticismo, su desencanto. Puede decirse que al presente, no hay clase ni profesión, que no esté representada en el concierto universal que aspira a la paz y a la justicia.
Conforme hemos indicado, se trabaja eficazmente:
Para la promulgación de la ley internacional.
Para establecer el Tribunal que ha de aplicarla.
Una vez conseguido esto, las naciones se someterán a los fallos de los jueces. ¿Y cuándo no?
Unos suponen que la opinión pública y el honor de las naciones bastarían para dar fuerza a la ley, otros quieren un ejército a las órdenes del Tribunal internacional, y que haga efectivos sus fallos cuando encuentren resistencias rebeldes.
El abate Saint-Pierre, decía: «Si alguno de los grandes aliados rehúsa ejecutar el juicio y reglamentos de la Gran Alianza, negocie tratados contrarios y haga preparativos de guerra, la Gran Alianza obrará contra él ofensivamente, hasta que haya ejecutado los referidos juicios o reglamentos, o dado seguridades de que reparará los daños ocasionados por las hostilidades, y de indemnizar los gastos de la guerra, según la apreciación de los comisarios de la Alianza.»
¡Qué no se ha dicho de la candidez del buen abate! Y no obstante, participan de su opinión autores modernos muy reputados. Larroque dice que si los jueces internacionales no tuvieran fuerza que apoyara sus fallos, se reirían de sus decisiones, como el ladrón y el asesino de la sentencia, sino viera el gendarme detrás del juez.
El reposado y sesudo Seebohm acepta también la necesidad de recurrir a la fuerza armada en el caso, que cree raro, de que las naciones confederadas para la realización del derecho, se resistieran a realizarle.
«Primeramente, dice con respecto a la ley civil de la concentración de la fuerza física en manos del poder civil, ha resultado, en casi todos los pueblos, el desarme de los particulares. Lo mismo en lo que concierne al Derecho de gentes, cuando las naciones sepan que se apoya en la fuerza combinada de todas contra el delincuente, contarán más y más con la protección del Derecho, e irá disminuyendo la confianza en sus propias instituciones militares.» «Éstas, cada día más inútiles, no siendo ya una necesidad, dejarán muy pronto de sostenerse en la gigantesca escala que hoy tienen...
»El segundo punto es un hecho demostrado por la práctica de la historia del derecho civil y que se reproduce en la del de gentes: que a medida que la civilización avanza, puede esperarse que el número de casos en que las naciones rehúsen obediencia a las decisiones jurídicas que se hayan comprometido a respetar por tratados solemnes y que hagan imprescindible el empleo de la fuerza física, será más raro cada vez.
»El tercer punto es, que en los pocos casos en que sea necesario recurrir a la fuerza para hacer respetar el Derecho de gentes, se empleará con más prudencia y justicia, como sucede en la mayor parte de los casos respecto al derecho civil a medida que la civilización progresa, a fin de que no se recurra a la coacción material, si fuere necesaria, sino de tal modo que no se prodigue la sangre de los hombres, ni se pisoteen los derechos de la humanidad.»
Hemos citado con alguna extensión a Seebohm, porque siendo el autor que conocemos, de los que tratan del Derecho de gentes, que juzga con más frialdad (aparente al menos) la guerra, el que la considera más bajo el punto de vista mercantil, el que la combate con números y cálculos económicos, nos parece como una señal de los tiempos que hombres de este temple y que dan este giro a sus ideas, se fijen en la de arrancar a la fuerza su omnipotencia, subordinándola a la ley, lo mismo cuando se trata de pueblos que de individuos.
El arbitraje es otro de los medios propuestos para evitar las soluciones de la fuerza. El arbitraje puede tener por objeto suplir la falta de la ley o interpretarla, toda vez que la soberanía de las naciones les deja la facultad, no sólo de vivir sin ley y de hacerla conforme quieran, sino también de juzgar si la han infringido o no. Los árbitros no pueden confundirse con los jueces: su acción se limita a un caso concreto, y su competencia no existe sino por la voluntad de las partes que los nombran o los aceptan. El arbitraje no tiene, pues, nada de absoluto, de universal, de indefectiblemente obligatorio; no es la ley, sino un modo de suplirla. Pero si su acción es más limitada, parece más positiva y se presenta con la autoridad de la práctica y la fuerza del hecho. La gran alianza o federación de todos los pueblos civilizados, sus contiendas, sujetas al fallo de jueces supremos apoyados por la fuerza internacional, es una idea que podrá ser más o menos realizable, pero que al fin no pasa de proyecto. El arbitraje presenta en su abono una lista de casos en que, conciliando los intereses de las partes que a él se sujetaron, ha evitado un rompimiento; se cita sobre todo, la célebre cuestión del Alabama, que es, o parece, su verdadero triunfo.
Era el Alabama un barco construido en Inglaterra durante la guerra separatista de los Estados Unidos: zarpó de la ría de Mersey desarmado, y esperó en las Terceras dos embarcaciones que, saliendo al mismo tiempo de Londres y Liverpool, le llevaron el completo de la tripulación y las armas de que había de hacer tan terrible uso. Fue un verdadero azote para el extenso comercio marítimo de los Estados del Norte, y les causó toda clase de daños, hasta el punto de haberle querido atribuir en parte la prolongación de la guerra. Terminada ésta, los vencedores pidieron cuenta a la Gran Bretaña del eficaz auxilio prestado a los vencidos, faltando a los deberes de la neutralidad, y exigieron una enorme indemnización. Inglaterra, altiva al principio, bajó luego el tono, y por fin se avino a que la cuestión se resolviera por árbitros que nombrarían el Presidente de los Estados Unidos, la Reina de Inglaterra, el Rey de Italia, la Confederación suiza y el Emperador del Brasil, uno cada uno.
La demanda de los Estados Unidos tenía dos partes:
1.ª La indemnización de los daños directos causados por el Alabama, la Florida y el Shenaudoah.
2.ª La indemnización de los daños indirectos, por los gastos ocasionados con la prolongación de la guerra.
La segunda demanda se desechó por los árbitros, admitiendo la primera, y condenando a Inglaterra a pagar a los Estados Unidos como indemnización, la cantidad de TRESCIENTOS DIEZ MILLONES DE REALES. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:23 |
Las negociaciones para llegar a este resultado fueron largas y difíciles; más de una vez estuvieron para romperse, y se creyó inevitable la guerra, pero al fin hubo acuerdo; Inglaterra pagó con mucho dinero y alguna mortificación sus simpatías por los vencidos y su intemperancia mercantil. Esta guerra entre dos naciones poderosas, que pareció inminente en ocasiones, y que habría sido terrible, evitada por el fallo de un Tribunal de árbitros, ha dado prestigio al arbitraje, haciendo que muchos cifren en él grandes esperanzas para evitar las soluciones de la fuerza.
«El 14 de Diciembre de 1872 (en que se firmó el acuerdo), es una fecha, dice Card, que recordará por mucho tiempo un gran progreso verificado en sentido de la civilización.»
La tendencia bien marcada, y hasta cierto punto puesta en práctica, se ve que es:
A definir el Derecho de gentes y hacer de él una ley positiva internacional.
A organizar un Tribunal que la aplique y una fuerza que haga efectivos los fallos.
A recurrir al arbitraje en defecto de la ley.
A buscar, en fin, medios de sustituir el derecho a la arbitrariedad, y la razón a la fuerza.
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:23 |
Capítulo XI
Por qué el derecho de gentes no sigue los progresos del derecho patrio
Ciertamente que el Derecho de gentes ha progresado, y mucho; pero no es menos cierto que no pueden compararse sus progresos con los del derecho nacional de cualquier país civilizado: necesario es conocer a fondo esta diferencia y analizar sus causas, para combatir con más acierto sus efectos.
En todo pueblo hay más o menos diferencia, pero hay alguna entre el derecho tal como le comprenden las personas de mejor conciencia y más ilustradas, y el derecho positivo que se consigna en la ley: las buenas prácticas van siempre detrás de las buenas teorías; esta distancia puede acortarse mucho, y se acorta más cada día, pero existe. No es este hecho el asunto de nuestro estudio; no se trata de los desacuerdos entre la teoría y la práctica, sino de aquellos que existen en ésta, según que se refiere a las relaciones entre los individuos o entre los pueblos. En cuanto fuere dado, hagamos visibles hasta materialmente las diferencias que existen entre el modo de comprender y practicar la justicia al lado de acá y al de allá de la frontera.
Derecho patrio. |
Derecho internacional. |
Se conoce. |
Se desconoce. |
Se quiere. |
No se quiere. |
Hay una ley que le define. |
No está definido por la ley. |
Hay Tribunales que aplican la ley. |
No hay Tribunal alguno. |
Hay una fuerza pública que apoya el derecho. |
Hay una fuerza pública que se sobrepone al derecho. |
Se desconoce el Derecho internacional. Naciones adelantadas, que comprenden la justicia y la practican dentro de su territorio, la pisan al otro lado de la frontera, dando el repugnante espectáculo del entendimiento que conoce el bien y la voluntad que le rechaza: en todos los países hay dos morales, una dentro de la nación, otra internacional: según ésta, el deber es la conveniencia; la perfidia se llama habilidad; del que abusa vilmente de la fuerza se dice que sabe utilizar favorables circunstancias, y en fin, tiene una especie de caló, que consiste, no en emplear palabras diferentes, sino en dar a las usuales diverso sentido, como quien pierde el moral. Esta manera de decir nuestra parecerá exagerada, porque nacemos, vivimos y morimos en la injusticia internacional que por hábito se respira sin notarla.
¿Qué se diría de un hombre que en circunstancias graves, y al recordarle deberes imperiosos, respondiera hablando nada más que de sus intereses, y sólo ellos tuviera presentes? Padre, hijo, ciudadano, tiene sagradas obligaciones que cumplir, pero prescinde de patria y de familia, diciendo que no está en su interés hacer nada en favor de ellas; aun hace más: perjudica a parientes y compatriotas, porque en este perjuicio está interesado. Este hombre, según las circunstancias y la gravedad de las acciones a que le arrastra su interés, será una criatura despreciable, peligrosa, o un monstruo que abandona a su padre o a su hijo, o es traidor a su país. Todo esto, claro, sencillo, trivial, tratándose de individuos, si la cuestión versa entre pueblos varía.
Sabido es cuánto se ha agitado en Inglaterra la cuestión de Oriente, y cómo las oleadas de la opinión han subido y bajado, ido en este o en el otro sentido, ya en favor de los cristianos, ya en el de los turcos. ¿Qué ha dicho el Gobierno para acallar a unos y a otros, para tranquilizar y satisfacer a todos? ¿Ha dicho que se pondría de parte del derecho, de la humanidad; que procuraría la concordia y evitaría la efusión de sangre? ¿Ha manifestado que se abstendría de intervenir en la contienda, o tomaría parte en ella, según que viera o no posibilidad de procurar el triunfo de la justicia? No. Ha dicho que velaba por los intereses de Inglaterra, que pensaba en los intereses de Inglaterra, que se precavía por los intereses de Inglaterra, que se armaba por los intereses de Inglaterra, y que no tomaría parte ostensible en la lucha hasta que lo exigieran los intereses de Inglaterra.
El Conde de Andrassy, a propósito de la cuestión de Oriente, dice en la Cámara: «Nuestra misión es velar por los intereses de la monarquía y de la Europa.» El príncipe de Bismarck sobre el mismo asunto, dice al Reichstag: «Se han firmado ciertos preliminares de paz, que voy a resumir, para examinarlos bajo el punto de vista de los intereses alemanes.»
Discutiendo en el Cuerpo legislativo francés el derecho de sucesión bajo el punto de vista internacional, decía Mr. Treilhard: «Habrá de convenirse al menos que el principio de reciprocidad, según los tratados, tiene la ventaja positiva, que quedando éstos suspendidos por el hecho de la declaración de guerra, las naciones son dueñas de tomar en estas críticas circunstancias el interés del momento POR ÚNICA REGLA DE CONDUCTA»80. En otra discusión dijo el Ministro de Justicia: «Si queremos suprimir las diferencias relativas a las sucesiones y transmisiones de bienes, no es por generosidad, ES POR CÁLCULO»81.
Este cinismo internacional aparece más o menos altanero según la fuerza de que dispone el que le ostenta, y cuando una nación quiere, pide, clama por justicia, puede asegurarse que es débil. Todos los pueblos han de cuidar lo primero, cuando no de lo único, de sus intereses; si no, se los tiene por necios o insensatos. No hay nada que contestarle a un diplomático cuando dice que tal cosa no es conforme a los intereses de su Gobierno; por ellos se arman ejércitos, se lanzan al mar escuadras, se empobrece a los pueblos y se inmola a los hombres. Los intereses de la Gran Bretaña, de Prusia, del Czar... Los intereses de los pueblos... ¡Oh! Vedlos venir. Abrid paso. ¡Atrás la compasión! ¡Atrás la justicia, la humanidad, todas las virtudes, porque ellos, los viles, han hallado el infernal secreto de tener instrumentos nobles; los impíos logran auxiliares santos, invocando, blasfemos, el nombre de Dios y de la patria, cuya gloriosa bandera convierten en un trapo ensangrentado donde envuelven su dinero!
Así, lo que aun el hombre perverso tiene la hipocresía de ocultar cuando es el interés el móvil de sus acciones, los pueblos grandes, los honrados, lo dicen meditada y cínicamente, y se habla de los intereses de Francia o de España en el mismo tono que de su honor y de su justicia. Si esto sucede cuando se reflexiona y se discute, ya se comprende lo que sucederá cuando se obra. Si las ideas más puras se enturbian a veces al pasar a hechos, ¿qué no ha de ser la práctica de semejantes teorías?
Al lado de la doctrina del interés, como base de la moralidad internacional, está la de la reciprocidad: trátese de derecho público o privado, de lo que ha de pagar el vino español en Inglaterra o el hierro inglés en España, de la clase de criminales refugiados que han de entregarse Suiza y los Estados Unidos recíprocamente, de la facultad que ha de tener un francés para disponer de sus bienes inmuebles en Austria, o un austríaco para legar las tierras que posee en Francia, la reciprocidad es sinónimo de justicia. Cualquiera persona honrada y cuerda tendría por indigno y por absurdo repetir con un criminal sus malas acciones, y con un insensato sus locuras: robar al ladrón, estafar al estafador, dejarse arrastrar por el vicio con el vicioso, embriagarse con el borracho; tal es, no obstante, la regla de conducta entre los pueblos, la reciprocidad; repetir lo que haga el otro, bueno, mediano o malo. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:24 |
Como la base del derecho es la moral, que desconocen los pueblos en sus relaciones internacionales, puede decirse que no conocen el derecho.
No se quiere el Derecho internacional. El Derecho que se desconoce, no puede quererse; así es que los pueblos, en sus relaciones, no piensan siquiera en pedir lo que a cada uno corresponderá en justicia, sino en sacar ventajas cuantas puedan, las más que pudieren, lo mismo en un tratado de paz, a propósito de límites, de indemnizarse, o de entrega de fortalezas, que si es cuestión de tarifas, o del derecho diferencial de banderas. Una persona honrada que envíe un comisionado para arreglar cualquier asunto, no aceptaría el arreglo si éste consistía en expoliar a la parte contraria, y no se daría como representada por tal representante; una nación acepta las ventajas más injustas que le proporcionan sus hombres de Estado y los honra más a medida que las proporcionan mayores, prescindiendo completamente de si son o no equitativas.
El Derecho no está definido por la ley. La justicia que ni se conoce ni se quiere, no puede definirse. Hay algunos convenios internacionales con carácter de ley, pero en corto número.
No hay tribunal. Cuando no existe derecho definido no puede haber tribunal que le aplique. En algunas ocasiones los pueblos han recurrido al arbitraje para resolver sus diferencias, pero sobre ser estos casos raros, y no mediar en ellos por lo común asuntos de vital importancia, no deben confundirse los árbitros con los jueces.
Los árbitros podrán formular una determinación justa que sea admitida y cumplimentada como fallo, pero el arbitraje no es la justicia, no puede suplirla, porque no la define, anticipadamente como un límite que la mayoría de los hombres no traspasa; porque lejos de tener generalidad se refiere a un caso concreto, al que parece deber su existencia, y, en fin, porque es voluntario de parte de los que litigan, acatar el fallo o rechazarle.
La fuerza pública se sobrepone al Derecho. La fuerza pública sostiene el derecho patrio, que existe, que se conoce, que se quiere, que se define, que tiene órganos cuya autoridad es acatada; la fuerza pública, en las relaciones internacionales, no tiene juez ni ley, y lejos de ser la servidora del derecho, le domina, le esclaviza, cuando menos, le manda. Por soberanía de una nación se entiende la facultad de juzgar ella sola de cuándo debe recurrir a la fuerza.
Los ejércitos son para defender el territorio nacional, la independencia nacional, el honor nacional, los intereses nacionales, etc., etc.; pero, ¿quién juzga de todo esto? El que dispone de la fuerza, empleada las más veces en proteger intereses bastardos o imaginarios, honor mal entendido o no amenazado, y en aumentar la extensión territorial, y en atacar la independencia ajena. ¿Qué mucho? Con decir que los ejércitos, bajo el punto de vista internacional, son fuerza sin derecho, está explicado todo lo que hacen, y previsto todo lo que pueden hacer.
¿Y por qué así? ¿Por qué paralela a la afirmación del derecho patrio, corre la negación del derecho internacional? ¿Por qué en la patria, un hombre uniformado y armado, si no es rebelde, significa la ley, y en el extranjero significa la fuerza nada mas? ¿Cómo se ha establecido esta diferencia, o mejor dicho, quién abrió este abismo? Procuremos investigarlo brevemente.
En la historia, aparecen influyendo en las relaciones de los pueblos:
El odio.
Las grandes diferencias entre las naciones.
El desdén del que se cree más.
El despecho rencoroso del que es menos.
El interés mal entendido.
Las consecuencias de la injusticia.
La posibilidad de vivir sin derecho internacional.
Y sentada en esta especie de trono de errores y de pasiones, la guerra.
El odio, que es uno de los elementos esenciales de la guerra, es una de sus más persistentes consecuencias. La riqueza destruida; la sangre derramada; el orgullo ofendido; tantos seres queridos que no existen; tanta prosperidad y tanta gloria que la mala suerte de las armas han convertido en ruina y humillación. El amor a la patria se confunde con el odio al extranjero. ¿Es posible no aborrecer al que nos hace tanto daño? Y como las guerras se renuevan, no hay tiempo para que se curen las heridas que el odio hace en la moral de los pueblos. Los rencores se prolongan en las muchedumbres, como sonido con infinitos ecos.
Aun hecha la paz, quedan reminiscencias del combate. La hostilidad que ha dejado de ser violenta, se convierte en capciosa, queriendo continuar en los cambios el daño que se hacía en las batallas. El extranjero, si ya no es el enemigo, es el competidor, el rival, al que se perjudica sin escrúpulo cuanto posible sea, y los artículos de los Aranceles tienen muchas veces sabor de capitulación de tropa vencida. Proteger la industria del país sin reparar en los medios; perjudicar la extranjera sin escrúpulo; inclinar a favor del que pesa la balanza del comercio, aunque sea necesario arrojar en ella gran número de injusticias, no es ni más ni menos que aplicar a las relaciones pacíficas las reglas de la lucha armada, y cambiar de medios y no de principios. La guerra es hacer el mayor mal recibiendo el menos posible, el comercio será recibir el mayor bien haciendo el menos que se pueda; el cálculo ha dejado de ser brutal pero no hostil; si no recurre a la violencia, tampoco se atiende a la justicia, y hay en el mercado reminiscencias de campamento.
Sucede también que la guerra infiltra el veneno de sus rencores, aunque no se haga directamente. Cuando pelean dos pueblos, la diplomacia declara la neutralidad de los otros, pero ellos, por sus simpatías o por sus odios, son moralmente beligerantes; desean el triunfo de uno, quieren todo lo que sea necesario para conseguirlo, es decir, el daño y desolación infinita del otro. Con los medios de publicidad, aumenta la que tienen las operaciones militares; con los medios de destrucción, el interés que inspira la guerra como drama. Antes no seguían su curso sangriento más que unos pocos; aun éstos ignoraban los detalles; hoy el telégrafo lleva a la plebe, como al Jefe del Estado, el parte diario de los movimientos estratégicos y los pormenores de la carnicería que se llama batalla. La prevención favorable u hostil que da sus simpatías al uno o al otro campo, crece con tantos elementos como le dan pábulo: los periódicos traen diariamente nuevas que causan satisfacción o pesar, y a todos los motivos que teníamos para ser hostiles a uno de los beligerantes, se añade ahora la sensación desagradable, que puede ser hasta un verdadero pesar por el daño hecho al que tenemos por amigo. Así, dos naciones que se hacen la guerra, si son bastante fuertes para darse en espectáculo al mundo, llevan por todo él una parte de los efectos morales de la lucha; los pueblos, aunque no sea sino mentalmente, se ponen de parte de uno de los combatientes, y no sólo quieren mal al otro, sino a los que simpatizan con él.
Hay, pues, de nación a nación odios que se engendran, que se renuevan, que se heredan; los hay directos e indirectos; la guerra va acrecentándose con ellos y acrecentándolos, de modo que siendo efecto y causa alternativamente, en muchas ocasiones es difícil saber si da el impulso o le recibe.
Lo que no ofrece duda es que hay siempre latente o manifiesta una cantidad de odio de alguna nación a otra, o de muchas entre sí, y que el odio es un grande obstáculo para el derecho. ¡Qué de razones no halla, qué de sofismas no inventa para negar lo debido al que aborrece! Se empieza por la duda de si se debe algo al enemigo; y aunque al cabo de siglos llegue a resolverse afirmativamente, ¡cuán pocos deberes y cuán mermados no están los que se reconocen y los que se practican respecto al que miramos y nos mira con aversión! Y esta aversión no aparece como un sentimiento personal y egoísta que condena y contiene la conciencia pública, sino que toma el nombre y apariencias del amor a la patria; tiene la fuerza de las pasiones colectivas, el aplauso popular, y si lo necesita, la impunidad también; la opinión absuelve los pecados que inspira.
Si se siguen en la historia las corrientes del odio de nación a nación, se verá en ellas un continuo obstáculo a la realización del Derecho internacional.
Las grandes diferencias. Entre los pueblos cuya moralidad y cuya cultura sean muy diferentes, no pueden establecerse y practicarse principios de Derecho internacional. El concepto que de él se forman es diferente, lo son los medios de realizarle, y de tan desacordes elementos no resultará la armonía.
No ya entre naciones, dentro de una misma, cuando existen castas, clases, condiciones sociales entre las que median grandes diferencias, no hay entre ellas derecho común. El esclavo y el amo, el siervo y el hombre libre, el señor y el villano, el noble y el pechero, el sacerdote y el histrión, no tenían una misma ley; no podían tenerla, porque no era posible que la igualdad pareciese la justicia a hombres que se creían, se sentían, y de hecho habían llegado a ser tan profundamente desiguales. Ahora mismo, a fines del siglo XIX, en los Estados Unidos de América, es decir, en el pueblo demócrata e igualitario por excelencia, los prisioneros de guerra, según sean oficiales o soldados, pueden ser o no puestos en libertad bajo su palabra; la del soldado, si no hay oficial que le abone, que le pongan su Visto-Bueno, no inspira confianza: se supone que no hay en el soldado ideas ni sentimientos de caballero, y no se fía en su palabra de honor. Prescindiendo de si la suposición es fundada o gratuita, el hecho es cierto.
En las Instrucciones para los ejércitos en campaña de los Estados Unidos de América, se lee: «Los oficiales con despacho en regla, son los únicos admitidos a dar directamente palabra de honor... El oficial sin despacho o el simple soldado, puede dar su palabra indirectamente por el intermedio de un oficial con despacho, si no se da así, es nula y no tiene otro efecto que convertir en desertor al que la ha dado, e incurrir como tal en la pena de muerte.»
He aquí una ley, y bien severa, bien terrible, que varía según la jerarquía de las personas a quienes se aplica.
Semejante hecho en tal pueblo y en la época actual, nos parece muy propio para demostrar que, donde hay grandes diferencias entre los hombres, verdaderas o supuestas, pero creídas, no puede haber igualdad en las leyes. Y si esto sucede entre compatriotas, que tienen hasta cierto punto comunidad de intereses, que corren riesgos comunes, que experimentan las mismas influencias del suelo y del clima, que tienen muchos errores y pasiones comunes, que tal vez son de la misma raza, ¿qué no sucederá cuando las diferencias no sean obra de las leyes y de las preocupaciones, sino que existan realmente entre pueblos en que lengua, clima, suelo, cultura, interés, historia, raza, todo es distinto? ¿Cómo establecer la igualdad legal sobre semejante cúmulo de desigualdades? ¿Cómo puede ser común para todas las naciones la ley que se cree necesaria, inútil, perjudicial, injusta o equitativa, según el país en que se la califica? ¿Cómo puede ser común para todos los países una ley que realmente es impracticable en muchos, en la mayor parte, en algunos, o que de ser practicada hace mal o bien, según donde se aplica? El Derecho internacional, tanto público como privado, exige para realizarse, y aun diremos para concebirse, cierta igualdad entre las naciones, equivalencias al menos en los componentes sociales, y semejanza en el modo de considerar y realizar la justicia, el honor y hasta el interés. El Derecho de gentes no puede ser positivo mientras el patrio difiera mucho de unos pueblos a otros; a grandes diferencias corresponden grandes dificultades para el establecimiento de la ley común.
El desdén del que se cree más. La vanidad y el orgullo tienden fuertemente a establecer diferencias, porque inspiran el deseo de distinguirse, de ensalzarse y de rebajar a los otros, y hay vanidades y orgullos colectivos a la manera de los individuales, y como suelen chocar con otros, de estos conflictos de amor propio entre los pueblos sale lastimado el amor a la humanidad y surgen dificultades para el Derecho de gentes. El poder de las naciones, su importancia científica, artística, literaria y política, les inspira desdén hacia colectividades más débiles o menos ilustradas; desdén que es un grande obstáculo para el establecimiento de una ley común, porque difícilmente se aceptan relaciones bajo pie de igualdad con aquellos a quienes se desprecia. Según las épocas, el que tiene la dignidad de ser griego, romano, árabe, español, inglés, francés, alemán, ruso, pone su nivel patriótico sobre el de los otros países que desdeña: extranjero es sinónimo, cuando menos, de más imperfecto, de peor, y aceptarlo como igual, es un absurdo, o mejor, un imposible. En los tiempos modernos, el pueblo inglés ha gozado por más tiempo de gran preponderancia; y esto, unido a su constitución aristocrática, ha puesto en relieve cuán mal elemento es el orgullo nacional para la confraternidad humana. Como todo lo inglés es lo mejor, no han de admitirse, en cuanto sea posible, importaciones del continente. Así, por ejemplo, aunque se adopte en todas partes el sistema métrico decimal y se vayan uniformando las monedas, Inglaterra, es decoro suyo, continúa contando por libras, midiendo por pies, yardas y millas y comprobando la temperatura por el termómetro de Fahrenheit: esto, que no parece más que pueril, es el efecto exterior de causas profundas. Así, con ser un pueblo tan cosmopolita e ilustrado, opone a la realización de una ley común más obstáculos que otros países infinitamente menos cultos, y esto, a pesar del cosmopolitismo que su industria y su comercio imponen hasta cierto punto como una necesidad. Cede necesariamente, pero poco a poco, lo más despacio que puede, a que las cosas inglesas no sean especiales y a que los extranjeros se igualen con los hijos de Albión. |
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De: albi |
Enviado: 22/11/2010 21:24 |
Como dejamos dicho, hasta 1870 los extranjeros no podían ser propietarios de tierras en la Gran Bretaña, y aun hoy no pueden ser dueños de un barco que lleve bandera inglesa. Estos efectos ya sabemos que no lo son de una sola causa; pero a ellos ha contribuido sin duda el desdén nacional, que siendo un obstáculo para la cordialidad de los sentimientos, no puede dejar de serlo para la uniformidad de las leyes.
El despecho rencoroso de los que son tenidos en menos. Los despreciados suelen devolver en aborrecimiento el desdén que inspiran, y como son siempre muchos, y como hay en cualquier momento histórico que hasta aquí se considere gran número de pueblos tenidos en poco, y que la altanería de otros, más o menos disimulada, hiere de continuo, a las corrientes del orgullo corresponden las de la humillación, al desdén, el rencor, y reunidos forman un obstáculo a la igualdad y armonía necesarias para el establecimiento de leyes internacionales. Aunque los pueblos desdeñados parezcan débiles y lo sean como impulso, son poderosos como obstáculo, y si pudiera medirse, se vería que muchos han opuesto y oponen a los progresos del Derecho de gentes la amargura de las ofensas recibidas y las suspicacias de la debilidad. Como el establecimiento de reglas de justicia en las relaciones de los pueblos no puede ser obra de la fuerza ni del prestigio de un gran poder; como se necesita conformidad de ideas, concordia de voluntades, armonía de sentimientos, cooperación espontánea de todos, grandes y pequeños, fuertes y débiles, altaneros y humillados; cuando éstos son en gran número, y lo son siempre, constituyen un obstáculo que, por no ser ostensible, no es menos cierto. La justicia universal no se establece por medio de dictaduras, no pasa las fronteras con los ejércitos invasores, ni se envía a playas remotas en escuadras acorazadas; sus medios son la inteligencia y el amor, sus enemigos la ignorancia y el odio; pueblo que aborrece es mal cooperador de una ley común para todos.
El interés mal entendido. El interés es la cosa a que más atienden las naciones, y la que entienden menos por regla general: inmolan intereses legítimos y verdaderos a intereses bastardos o imaginarios, y sacrifican tesoros, vidas y conciencias para conseguir lo que no logran o podrían alcanzar sin aquellos daños. La historia del interés mal entendido es la historia de las desdichas y de los crímenes de la humanidad. No sólo en tiempos de ignorancia y en pueblos atrasados, sino ahora, y en los más cultos, pueden verse los perjuicios que hallan las naciones buscando sus intereses. ¿Por qué extrañarlo?¿No extravían todas las pasiones? ¿Hay algo más ciego que el interés? Dejándola sin correctivo la conciencia, por lo que podríamos llamar inmoralidad internacional; la fuerza pública que la había de contener sirviendo para protegerla, ¿cómo no ha de tener todos los desenfrenos, todas las intemperancias, todas las aberraciones de los impulsos viles y perseverantes que encuentran apoyo o son ensalzados? El interés que necesita tantas reglas erigido en regla; el interés que debe rodearse de tantos diques, corriendo desbordado; el interés que ha de subordinarse a tantas cosas sobreponiéndose a todas, es un absurdo para el entendimiento, una abominación para la conciencia, un monstruo que ha abierto entre los pueblos un abismo por donde corren lágrimas de sangre.
La brújula de los hombres de Estado es el interés, y suele parecerse a las que rodeadas de grandes masas metálicas que las atraen en distintos sentidos, no se dirigen al Norte. Por lo que se supone el interés de los pueblos se declaran guerras; se ajusta la paz con inicuas condiciones; se hacen tratados de comercio que no las contienen más equitativas; se dan permisos y prohibiciones, excepciones y reglas, y se enseña a los pueblos prácticamente, unas veces con sofismas, otras a cañonazos; que no hay armonía posible entre el bien de todos y el de cada uno; que es preciso buscar la ventaja propia en el daño ajeno; que la prosperidad es, no sólo una cosa artificial, sino artificiosa, que se crea artera o violentamente, aprovechando la maña de la astucia o el empuje de la fuerza.
El interés bien entendido de las naciones está en hacerse la justicia que se niegan por combinaciones tan absurdas como culpables; éstas sirven de norma a sus procederes, forman hábitos, rutinas, escuela, cálculos errados, como lo demuestra la historia, vergonzosos para cualquiera que tenga idea de dignidad, pero que unas veces con cinismo y otras hipócritamente se escriben en las banderas nacionales. El interés tiene su jurisprudencia, que hasta aquí ha opuesto con buen resultado a la realización del Derecho de gentes.
Las consecuencias de la injusticia. Como entre las naciones no hay leyes bien definidas, ni jueces, ni árbitros, sino por excepción rara, resulta que, resolviendo todas sus diferencias por la fuerza, parece que ella sola es la reguladora del derecho. Como esto se repite por años y por siglos, el entendimiento lo presenta como un mal necesario a la conciencia, y como tal le admite; no puede haber responsabilidad en no evitar lo inevitable.
El espectáculo de la injusticia familiariza con ella, y a fuerza de verla, se la considera como inseparable de las relaciones entre los pueblos. ¿Qué mayor obstáculo a la realización del Derecho de gentes que la idea de que es irrealizable?
Posibilidad de vivir las naciones sin Derecho internacional. Los pueblos, como los individuos, acuden primeramente a sus necesidades imprescindibles, prescindiendo, por más o menos tiempo, de aquellas que no lo son tanto. Hombres que tienen relaciones íntimas y constantes, necesitan establecer inmediatamente reglas de derecho; las tienen hasta los grupos de bandidos que obedecen a un jefe y se reparten lo robado en una proporción convenida que llaman equidad. Los pueblos han vivido por espacio de muchos siglos muy aislados unos de otros; como durante la paz apenas tenían relaciones, no necesitaban reglas de justicia que las condicionaran, y como la guerra es, y era aún más en otro tiempo, la negación del Derecho, el de gentes no podía aparecer como una necesidad, no lo era realmente; sin él podían vivir y han vivido hombres que no tenían intereses, ideas ni sentimientos comunes, y que no comunicándose, no se hallaban en el caso de practicar sus deberes recíprocos. En las relaciones hostiles, los vencidos quedaban a veces aniquilados, desaparecían. Babilonia, Palmira o Persópolis, eran arrasadas por el vencedor, como Herculano y Pompeya por la erupción del Vesubio, y a nadie podía ocurrirle que los persas y los egipcios y babilonios eran pueblos que morían por falta de derecho, cuando no se necesita para las relaciones de la paz, no se reclama, ni aun se concibe para las de la guerra.
La necesidad, esa gran maestra, no ha podido serlo de derecho entre pueblos a quienes era dado existir sin establecer ley internacional, porque vivían aislados entre sí.
Tales son las causas que a nuestro parecer han influido más poderosamente para que el Derecho de gentes no siga los progresos del derecho patrio, y como decíamos más arriba, la guerra, apoderándose de todos esos elementos refractarios al derecho, impulsándolos y siendo impulsada por ellos alternativamente, recoge todas esas inmundicias morales, y forma con ellas foco acrecentado con las víctimas de sus emanaciones.
Y si son ciertos los progresos del Derecho consignados en un capítulo anterior, ¿cómo puede serlo la situación inmoral y antijurídica de las relaciones internacionales que consignamos en éste? Porque la necesidad del derecho se impone contra las máximas, los propósitos y los hábitos de la diplomacia; porque hay una lucha en que alternativamente vencen o son vencidas las viejas costumbres y las nuevas ideas; porque de la negación al reinado del derecho no se puede llegar sino por grados e incurriendo en contradicciones, que son los intermedios casi siempre inevitables para el hombre cuando pasa del error a la verdad.
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