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General: Chávez o Pinochet: ¿Mocasín o Alpargata?
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De: residente  (Mensaje original) Enviado: 15/03/2011 18:22

Chávez o Pinochet: ¿Mocasín o Alpargata?

Antonio Sánchez García

Martes, 15 de marzo de 2011

Ponte a creer. No compares un mocasín con una alpargata.
Chile está a años luz del caso veneco.”

Forista La red chair, ND, 9 de marzo, 2011

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El título no es mío: es de un forista de Noticiero Digital, quien, al comentar las declaraciones dadas por el Secretario General de Acción Democrática y diputado al Parlatino Henry Ramos Allup, puso en cuestión la comparación que el importante político socialdemócrata venezolano hiciera de la Mesa de Unidad Democrática con la Concertación Democrática chilena. Y al Chile de Pinochet con la Venezuela de Hugo Chávez. El símil de la alpargata, para referirse a la MUD, y del mocasín, para referirse a la unidad opositora chilena, es de su exclusiva responsabilidad. No es mío. Si lo traigo a colación es porque sirve de acicate a una discusión necesaria, que la oposición venezolana no se ha planteado, a pesar de usarlo en provecho de alguna de sus posiciones: ¿son comparables la dictadura del general Pinochet con el régimen del teniente coronel Hugo Chávez? ¿Es posible salir de Chávez exactamente como los chilenos salieran de Pinochet? Algunas de las dirigencias político partidistas parecieran suscribir esa posición. Como lo hace en sus polémicas declaraciones el Secretario de AD. Muy amplios e importantes sectores de la sociedad civil parecieran contrariarla. ¿Quién tiene la razón?

Valoraciones morales aparte, lo cierto es que se comete un grave error de análisis y apreciación al poner en una misma balanza los casos de Chile y la dictadura del general Pinochet y el de Venezuela y el teniente coronel Hugo Chávez. Como se lo comete al pretender establecer un paralelismo perfecto entre la estrategia de la oposición chilena y la de la oposición venezolana. Son casos absolutamente distintos. Más aún: son objetivamente antinómicos.

Para comenzar: la dictadura militar chilena, brutal y despiadada, como toda dictadura, violatoria de los más elementales derechos humanos y, por lo mismo, repudiada por todos los sectores civilizados en el mundo entero, no tenía por fin destruir, aniquilar, hacer tabula rasa de la tradición histórica, política, económica, cultural chilenas. Muy por el contrario: insurgió contra el gobierno establecido en defensa de esa tradición y, por contradictorio que parezca, para restablecerlos a plenitud. Como en efecto. Fue, en ese sentido, una dictadura esencialmente “reaccionaria”, vale decir: motivada por la reacción del establecimiento dominante ante el peligro de su aniquilación. Tampoco insurgió con la pretensión de establecer un régimen totalitario con pretensiones de entronización vitalicia a partir de la tabula rasa del pasado, como in pectore pretendía hacerlo el gobierno que derrocara. Fue, en realidad, la clásica “dictadura comisarial” – según la institución republicana del derecho romano – condicionada a actuar con un plazo determinado, una respuesta excepcional a un estado de excepción y cuyo objetivo básico era, antes que nada, la de destituir un gobierno que violando los preceptos constitucionales pretendía la liquidación de la democracia chilena y el establecimiento de un régimen declaradamente marxista leninista. Con un encargo histórico específico: restablecer el orden social, económico, jurídico político y permitir el retorno a la institucionalidad del estado de derecho.

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Durante esa dictadura militar se llevaron a cabo profundas transformaciones estructurales que permitieron no sólo la recuperación, sino la modernización del aparato productivo, el rediseño del Estado y la inserción del país en el proceso de globalización de las economías mundiales. Si es dable usar estas categorías, no se trataba de una dictadura “destructiva”, sino “constructiva”. Con lo cual, más que un problema económico o social, salir de ella constituía un problema medularmente “político”.

Y con ello tocamos el tercer aspecto de gran relevancia para nuestra circunstancia: una vez alcanzado el proceso de relanzamiento económico del país y estabilizada sus instituciones, la dictadura misma se convirtió en un escollo para el posterior desarrollo del país. Dicho de otro modo, la democracia se convirtió en una necesidad de orden estructural. De allí la conjunción de voluntades que hicieron posible la derrota de Pinochet y el triunfo de la Concertación Democrática. Que contó incluso con el respaldo tácito de importantes sectores de la derecha chilena, del propio pinochetismo y de las mismas fuerzas armadas.

No es ese el caso de la neo dictadura que enfrentamos, cuya pretensión estratégica es liquidar la democracia venezolana, con toda la institucionalidad, la cultura y las tradiciones bicentenarias que la fundamentan, destruir el sistema económico imperante hasta someter a la ciudadanía al único patrón dominante – el Estado omnipotente – y entronizar un régimen de partido único, bajo la hegemonía de un líder único, propietario exclusivo de bienes y personas sometidas a su ideología y su proyecto estratégico. En suma: una dictadura castro comunista.

Una dictadura, en este caso, de naturaleza “constituyente”, según la terminología aceptada por el constitucionalista Carl Schmitt, inmanente a su propia naturaleza, con pretensiones de subvertir absolutamente el sistema socio político y jurídico dominante, e intrínsecamente totalitaria, vale decir: anti democrática e impermeable y refractaria a todo tipo de cambio. Con un objetivo esencial: liquidar la economía de mercado, la libre competencia, la propiedad privada y el régimen institucional y político concomitantes.

De allí las dos consecuencias clásicas, señaladas en su momento por todos los estudiosos de los fenómenos totalitarios: no tolera la convivencia con los adversarios – el enemigo – ni conlleva los elementos de su superación que permitan el regreso al statu quo ante. Es, en el sentido más lato del término: una dictadura terminal. Sin retorno. Los dos modelos dictatoriales antinómicos que sirven de ejemplos arquetípicos son el cubano y el chileno. Aquel lleva cincuenta y dos años de vida, ha sobrevivido a todas sus crisis, ha devorado todos los elementos que hubieran servido a su superación y no promete cambio ninguno: o perece producto de su propia extinción, como el modelo soviético que lo fundamenta, o vegeta en la nada hasta el fin de los tiempos.

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El modelo dictatorial chileno, en cambio, cumplió sus propósitos originarios, permitió el desarrollo del país hasta facilitar la emergencia de soluciones alternativas de recambio y desapareció cuando se hizo inútil a los fines del crecimiento social y económico que perseguía. Más aún: fue el propio régimen dictatorial presidido por el general Pinochet el que redactó la Constitución que incorporó la idea del plebiscito que le pondría fin una década después. Y fue el propio general Mathei, comandante de la aviación y miembro de la Junta de Gobierno, quien propuso la fecha para su eventual realización y reconoció, la noche misma de las elecciones, el triunfo de la oposición democrática. Sellando el destino del dictador.

Nada más revelador de la naturaleza de esa dictadura y de la relación de su máxima autoridad con el sistema democrático surgido del triunfo opositor en el Plebiscito que la respuesta que le diera Augusto Pinochet, el derrotado, a Patricio Aylwin, el victorioso, cuando éste le presentara su petición de renuncia: “acataré todas sus ordenes, Sr. Presidente, pero me opondré terminantemente a cumplir el pedido que me formula. Pues ¿quien mejor que yo para proteger su gobierno de la inestabilidad y asegurarle la fidelidad de las fuerzas armadas bajo mi mando?”

¿Puede alguien imaginar esa respuesta en boca del teniente coronel Hugo Chávez, una vez derrotado en diciembre de 2012, ante el primer presidente de la transición?

Como lo sabe cualquier mortal con una mínima cultura, todo proceso histórico es inédito, todos los desenlaces son originales. Nadie puede asegurar que la salida a esta dictadura constituyente con pretensiones totalitarias no pueda lograrse mediante el desiderátum de elecciones libres, limpias, pacíficas y transparentes. Así nada asegure que tal proceso sea verdaderameente posible bajo el imperio de las circunstancias reinantes. Nadie puede asegurar, tampoco, que no haya otra forma de salir de ella que la de elecciones bajo el imperio del actual CNE.

Circunstancias nacionales e internacionales impiden que la vocación totalitaria del régimen se despliegue en toda su potencialidad y logre su objetivo estratégico: aplastar a la oposición y reinar por los siglos de los siglos. Como Castro en Cuba. Pero una elemental conciencia histórica obliga a imaginar todas las opciones y a estar preparados para recorrer todos los senderos. Mubarak era más dictatorial que Ben Alí. Gafaffi es infinitamente más dictatorial que Mubarak. Según todas las evidencias, Gadaffi está anticipando en Libia lo que según Lina Ron y Rangel Silva sucedería – o quisieran que sucediera – en Venezuela si en diciembre del 2012 triunfa la oposición: plomo y despliegue de la fuerza militar contra los sectores populares.

Sea como fuere: el Chile del Plebiscito es un caso único, propio de una circunstancia específica. Que no es la nuestra. Como tampoco los partidos de la Concertación pueden equipararse a los de la oposición venezolana. Pinochet reconstruyó su país: Chávez lo está destruyendo. Aquel permitió, aceptó y respaldó el triunfo de su oposición. Plegándose, con o contra su voluntad, al nuevo Estado de Derecho. Chávez hace cuanto está a su alcance por impedirlo. Y amenaza con el Apocalipsis si sale del Poder.

Que cumpla o incumpla sus promesas apocalípticas no depende de él.

Depende de nosotros.

sanchezgarciacaracas@gmail.com

http://www.analitica.com/va/politica/opinion/5916427.asp



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