EL LÁTIGO Y EL TEMPLO
El Templo era otra de las grandes glorias de Israel. Toda la vida religiosa quedaba polarizada en torno al Templo. Era el signo más claro de la presencia de Dios en el pueblo. Primero fue la experiencia de que Dios acompañaba. Después fue una tienda sencilla y abierta, en medio del campamento, lugar de encuentro. Al final se agranda, se cierra, se estrecha, se enriquece, se especializa e incluso se comercializa; se convierte en Templo.
Signo de la presencia de Dios, pero signo más de poder y de opresión, signo de grandeza y de riqueza. Naturalmente, el Dios vivo se escapa de ese recinto ritualista y meticuloso y se refugia en los caminos, en el corazón de los pobres. Dios no se deja manipular ni con sacrificios ni con las oraciones o conjuros. Y, mucho menos, Dios no se deja comprar.
El látigo de la verdad
No nos extraña que Jesús cogiera el látigo. El Templo estaba manchado y profanado. La misma idea del templo, no sólo su realización concreta, se había pervertido. Se imponía un cambio radical de toda esa institución.
El gesto de Jesús es profético. Estaba “devorado por el celo” de Dios, de su casa y de su palabra. Era el celo santo de la gloria de Dios, de su Espíritu, que era Fuego. Por eso levanta el látigo contra los profanadores.
No sólo quiere limpiar el Templo de impurezas, quiere sustituir toda la realidad y la idea del templo. Las impurezas no estaban sólo en los atrios, llegaba al corazón de la estructura. Por eso había que destruir ese Templo, y sustituirlo por algo más verdadero y vivo, más en el Espíritu. El culto que Dios quiere, los adoradores verdaderos, los que el Padre quiere, ha de ser “en espíritu y en verdad”.
El verdadero templo de Dios, en espíritu y verdad, es el cuerpo de Cristo. El Padre habita en él y el Espíritu lo penetra. Su vida entera entregada al culto que Dios quiere.
Todo hombre es templo de Dios, porque algo de Dios hay en él, que está hecho a su imagen y semejanza. Hay una prolongación de la Encarnación de Cristo en todas las personas, especialmente si están marcadas por el sufrimiento. Cualquiera de estos templos es más sagrado y vale más que una catedral, que una basílica.
El látigo del amor
Destruir un templo vivo es el peor sacrilegio. ¿No conocéis ningún templo vivo profanado? Son millones. Cuenta, por ejemplo, el número de hambrientos. Añade, si quieres, el número de esclavos. Pon en la suma el número de torturados, mutilados de guerras y terrorismo. Otro sumando sería el de los arruinados por la droga, el Sida. No contamos ya los masacrados, los muertos por la enfermedades derivadas del subdesarrollo…
¿Quiénes destruyen estos templos? ¿Quiénes son los profanadores y traficantes de templos vivos? ¿Son individuos, son organizaciones y estructuras, son sindicatos del crimen, son mafias, son multinacionales del infierno? ¿Son personas o son alimañas? ¿Son hombres o son diablos?
Ante esta realidad, ¿no tendremos que encendernos en santo celo y levantar como Cristo el látigo de la libertad, de la verdad y del amor?
(recop. de R. Prieto)