Desde que inició su ascenso a la cumbre del poder absoluto en Cuba, Raúl Castro lanzó una campaña contra las más diversas formas de corrupción, que imperan tanto en los negocios y asuntos nacionales como en los internacionales, y los robos al Estado.
Aunque este empeño ha tenido una gran repercusión, tanto en la isla como en el extranjero –y de vez en cuanto se conoce que importantes figuras del régimen son investigadas, se encuentran detenidas o separadas de sus cargos–, la campaña contra la corrupción y el robo enfrenta graves dificultades.
Cabe además la sospecha que su triunfo está muy lejano o es imposible bajo el actual régimen.
En primer lugar porque esta corrupción no brota del aire. Forma parte de la esencia del sistema imperante en Cuba, que admite ser catalogado de dictadura militar corrupta.
Con su vida fundamentada sobre el principio de la escasez, tanto económica como sicológica, a partir del 1de enero de 1959 el cubano comenzó a vivir presa de la corrupción, que detesta y practica con igual fuerza. En este sentido, cualquiera que en la isla menciona la palabra corrupción, al hablar de un pescado, se refiere al estado de conservación del pez, y no a su procedencia más o menos legal. Porque de otra forma, ¿cómo comerlo y a qué precio?
De acuerdo a los documentos dados a conocer por WikiLeaks a comienzos de este año, la corrupción en Cuba se ha convertido en un fenómeno generalizado que alcanza tanto a la cúpula del Partido Comunista como a profesionales sin adscripción política. "Las prácticas corruptas incluyen el soborno, la malversación de los recursos estatales y los chanchullos contables", se afirma en ellos, al tiempo que se añade que el robo y la corrupción "de supervivencia" son generalizados en la policía, el sector turístico, el transporte, la construcción y la distribución de alimentos.
Raúl Castro señaló en su discurso inaugural del VI Congreso del Partido Comunista de Cuba que no se iba a permitir la concentración de la propiedad. El principio se interpretó como un freno a la producción privada, aunque es también una advertencia a la corrupción.
Si bien en los últimos años se viene persiguiendo la corrupción con mayor fuerza –al menos como política oficial del gobierno– las autoridades cubanas toleran las malversaciones y prácticas ilegales de supervivencia hasta cierto punto, aunque pueden actuar con contundencia y severidad cuando los desvíos de dinero son muy importantes. De de ahí las periódicas destituciones de ministros y altos cargos gubernamentales.
Sin embargo, lo determinante es que en muchos casos la denuncia y condena de la corrupción actúa como venganza, ajuste de cuentas político, cuestionamiento de fidelidad o caída en desgracia, y no como el motivo principal que llevó al enjuiciamiento. Lo cual quiere decir –y esto se aplica especialmente a los largos años de gobierno de Fidel Castro– que el ministro, funcionario o director de empresa puede haber estado administrando bienes, de los cuales se apropiaba en parte, de una forma indiscriminada e intocable, siempre que no “perdiera la gracia” del poder central.
Una y otra vez Raúl y Fidel Castro han apelado –y siguen apelando– a los desfiles, militares y de todo tipo, para justificar su permanencia en el poder. Pero tras el desfile se pretende ocultar todo, desde la ineficacia hasta la doble moral del que desvía fondos estatales.
Raúl Castro lleva las de perder en la batalla contra este mal –dando por supuesto que su afán es sincero– no solo porque él y su hermano son los principales corruptos del país, otorgadores de prebendas y dispensadores del erario público. Si el día de mañana se amparara en un manto de pureza, el problema seguiría en pie.
El problema no radica solo en el pecado original de la corrupción cubana –una larga tradición que brota en la colonia y persiste con igual fuerza hasta 1959–, y en el hecho de que en su variante actual adquiera características propias de un sultanato. Tampoco en el personalismo de sus fuentes y en la cualidad de emanar de la mayor autoridad de gobierno.
La corrupción prolifera cuando hay exceso de poder, falta de control y mecanismos inadecuados para la selección de ejecutivos y burócratas. El gobierno de Raúl Castro está empeñado en mejorar los controles –y hay que reconocerle el avance en este sentido– y se ha hablado de establecer normas menos dogmáticas, y con menor sustento ideológico, a la hora de escoger al personal administrativo. Pero incluso de producirse esos avances, no parece que el gobernante va a permitir un cambio sustancial en la concentración de recursos y poder que existe en Cuba. Y llegado a este punto, hay que preguntarse si la lucha contra la corrupción en la isla difiere mucho de la que sostienen los dueños de los casinos de juego contra estafadores, delincuentes de poca monta o simplemente idiotas que se creen con derecho a un poco de mejor suerte.