Florence Thomas y la Canciller María Ángela Holguín en la ceremonia de otorgamiento de nacionalidad. Fotos: Unimedios
Discurso de la intelectual francesa al convertirse en producto nacional, el pasado martes, 15 de noviembre.
Amigas y amigos:
Tengo algunos recuerdos vivos de mi primera semana en Colombia. Estamos en julio de 1967. En una reunión social de recibimiento en una tarde fría bogotana, unos amigos de mi marido habían organizado unas onces santafereñas.
Con apenas unas pocas horas en Colombia, me tocó asistir a uno de los rituales más extraños de mi existencia: a la taza de chocolate espumosa ofrecida por los anfitriones, vi con horror cómo le agregaban un pedazo de queso. Pensé por un segundo que había arribado a un país insólito y extravagante. Yo llegaba de mi Normandía natal, donde los quesos eran sutilmente combinados con vinos tintos y donde a mi madre jamás se le habría ocurrido tan terrorífica mezcla.
No fue lo único que me pasó aquella primera semana. Si me acuerdo bien, viví uno de los temblores de tierra más fuertes de la década de los 60 y el primer domingo que fuimos a visitar a mis suegros en una de estas viejas busetas destartaladas que nos debía llevar a la calle 50 sur, en el barrio Molinos, un caballo muerto con las tripas afuera obstaculizaba el tráfico de una avenida Caracas aún no completamente asfaltada. Me pregunté a qué país había llegado. Afortunadamente, estaba enamorada. Muy enamorada. Y el amor, como ustedes bien lo saben, todo lo cura.
Hoy, cuando recibo mi segunda nacionalidad de mano de una canciller mujer -y supondrán el valor simbólico que tiene eso para mí-, recuerdo con afecto y emoción esos primeros años en este convulsionado, ardiente y bello país que me adoptó de manera irrevocable.
Por cierto, tuve la suerte, un mes después de mi llegada, de entrar a la Universidad Nacional, donde viví 30 años de mi vida profesional. Durante este tiempo fui encargada en la facultad de Ciencias Humanas, departamento de Psicología, del área de Psicología Social, y puedo decirlo hoy, estos 30 años en la Universidad Nacional fueron definitivos para ese particular enamoramiento.
La Nacional significó mi inmersión en la colombianidad. Y cuando digo colombianidad me refiero, primero, al idioma. Porque les recuerdo que llegué a estas tierras sin hablar una palabra de español. Los dos primeros semestres, los dicté en francés con traducción simultánea.
Mi iniciación al español se dio entonces por medio de una extraña mezcla de palabras propias del saber psicosociológico y de un vocabulario político específico de los años 70 y 80 del campus universitario. Conocí los vocablos Juco, Moir y mamerto antes de conocer escoba o níspero.
La Universidad Nacional me permitió también encontrarme con estudiantes que me enseñaron a cuestionar, a dudar y a soñar. De algunas promociones y de muchos de ellos, guardo un recuerdo imborrable. Por supuesto, no pasaba un día en que no me mamaran gallo con mi acento, como hoy lo hace a menudo el popular programa radial La Luciérnaga.
No puedo dejar de mencionar esta pléyade de brillantes académicos y académicas que me permitieron dimensionar la complejidad de este país de apellido dulce y pacífico, que escondía tantas violencias pasadas y por venir.
Pero este país, e incluso la universidad, me olían a macho. Y no solo a mí, afortunadamente, sino también a un grupo de profesoras de la facultad de Ciencias Humanas con las cuales empezamos a soñar con otros mundos posibles para las mujeres, lo que más tarde dio origen, en los primeros años 80, al grupo Mujer y Sociedad, que, a su vez, en los 90, sentó las bases de la Escuela de Estudios de Género, que sería el primer centro académico feminista en Colombia.
Sí, fue a finales de los 70 y a principios de los 80 cuando el feminismo entró a mi vida, justo en el momento en que mi generación recibía una enorme dosis de desencanto por el fracaso de las ideologías totalizantes.
A este grupo de mujeres que se reunía cada jueves de 12 a 2 de la tarde con una empanada y un yogur en mi oficina, ya para entonces conocido como el ‘aquelarre’, el feminismo nos permitió sobrevivir y se convirtió en una opción éticopolítica que daba sentido a un país que se había contentado con tener madres, en lugar de mujeres. Fueron tiempos intensos, de alguna manera románticos y algo ingenuos. Pero no me arrepiento de su fervor.
Desde hoy tengo oficialmente dos nacionalidades: soy francesa y soy colombiana. Nací en Francia, vivo en Colombia desde hace 44 años. Dejé en Francia, donde viví hasta los 24, mi infancia y mi adolescencia.
Hace mucho que me siento colombiana. Incluso, muy a menudo, mucho más colombiana que francesa. Fui rápida y generosamente adoptada por esta tierra contradictoria y de amores difíciles, más nunca amargos. Y si cité a Francia primero es porque Francia me habita en lo más profundo de mí ser.
Seré siempre francesa porque nunca renunciaré a los jardines secretos de mi infancia, a los mares fríos de los veranos normandos, a las callecitas medievales de Rouen, mi ciudad natal, a los colores del otoño que me hacen a veces tanta falta, y al sabor de la mousse auchocolat preparada por mi madre los domingos.
Francia, una patria, la tierra de mi padre, un padre que me enseñó la tolerancia, pero sobre todo la idea de que la tierra no debería tener fronteras; Francia, tierra de mi madre, una mujer que había nacido en 1911 y que en los años 50 ya había leído El segundo sexo, de Simone de Beauvoir, y había empezado a entender la particular opresión de las mujeres de su generación, aun cuando no tuvimos tiempo de hablar mucho de esto.
Y Colombia, una Matria, esta tierra de adopción, y digo Matria y no patria porque son las madres las que adoptan. Colombia, una tierra llena de mujeres valientes, estas que representan, tal vez, una esperanza para una civilización que parece a menudo estar naufragando con sus absurdas lógicas autoritarias y patriarcales de la guerra y sus múltiples facetas.
Las mujeres de Colombia representan, tal vez, una esperanza frente a la posibilidad de construir un mundo menos idiota, en el que ya no existe el riesgo de confundir la vida con la muerte, como nos lo recordaba una feminista italiana, AlessandraBocchetti. Que sea el momento también para agradecer a todas estas mujeres colombianas con las cuales trabajé y sigo trabajando, que me enseñaron tanto, permitiéndome crecer y ser la mujer que soy hoy. Es, por supuesto, con ellas también que me enamoré de este país.
Ahora, y para volver a Francia, cuántas veces me pregunté por qué el azar hizo que me enamorara de uno de los pocos colombianos que habían tenido una beca para realizar un posgrado en la Universidad de París. Manuel, padre de mis dos hijos, es el culpable de que ustedes tengan hoy una nueva compatriota.
Manuel fue mi primer guía para empezar a entender esta extraña tierra. Pero no fue el único hombre del cual me enamoré. Vendrían después algunos más. Es que, de feminista, los duelos de amor se pueden transformar en nuevas oportunidades y nuevos amaneceres.
A estos hombres tengo que darles también las gracias por haberme entregado una manera de aprender a ser colombiana. Pero los hombres amados pasan, como pasan los años, y son los amigos y las amigas los que quedan. Muchos y muchas están aquí. No todos, ni todas. Pero es el momento de decirles que con ellos y con ellas no le temo a nada: ni a la soledad ni a la vejez ni a la enfermedad, porque ellos y ellas son, y serán siempre, el mejor antídoto del mundo.
Y aquí están mis dos hijos, Nicolás y Patrick, los dos ya en el cuarto piso, o casi. Dos hijos que no estudiaron en el Liceo Francés porque para mí era demasiado importante que aprendieran a amar a Colombia tanto como yo. Dos hijos solidarios con su madre feminista, cosa que no debe ser fácil todos los días, aun cuando más fácil de lo que la gente supone; dos hijos conversadores, sensibles, absolutamente distintos en sus maneras de expresar sus vínculos conmigo; dos hijos con los cuales he viajado a lo largo y ancho de este país; con los cuales polemizo, a los cuales leo mis escritos, quienes me aconsejan a veces, y quienes siempre estarán a mi lado, aun cuando sea desde muy lejos.
Hoy me vuelvo colombiana. Y, señora Canciller, yo sé que no seré una ciudadana fácil. Y por eso agradezco doblemente este gesto.
El Gobierno colombiano acaba de legitimar una voz, mi voz, que seguirá incomodando a muchos compatriotas que piensan que el mundo es de los hombres, de los patriarcas, y que la autonomía de las mujeres es una pesadilla.
Mi nueva nacionalidad me permitirá asumir en los debates públicos una voz. Y sí, seguiré alzándola cada vez que me encuentre con la discriminación, con mujeres maltratadas, abusadas o violadas; seguiré indignándome ante las brechas salariales entre hombres y mujeres, ante la poca participación política de ellas y ante sus voces aún a menudo silenciadas. Seguiré defendiendo la legalización total del aborto y el matrimonio homosexual, entre otras causas. Por cierto, María Ángela, como lo puedes suponer, seguiré en algunas listas de indeseables y seguiré luchando hasta donde pueda hacerlo por una nación verdaderamente laica.
Pero quiero reafirmarle también, señora Canciller, que seguiré con ese loco enamoramiento de Colombia que me habita, de sus mujeres y hombres, de su geografía a la imagen de su historia, tortuosa y majestuosa; de Bogotá a las 5:30 de la tarde, cuando la puesta del sol vuelve las montañas anaranjadas y casi mágicas, y por supuesto también de una buena taza de chocolate con queso. Hoy soy colombiana y mi acento está ahí, como una huella biográfica. Estará siempre ahí para ayudarme a no olvidar que ahora me habitan dos tierras.
Muchas gracias