Del polvo levantado en el desierto arábigo por Muhamad Ibn Abdel Wahab en el siglo XVIII vienen los lodos de las atrocidades iconoclastas cometidas ahora en las arenas africanas de Tombuctú. En nombre de una interpretación rigorista y puritana del Corán, Abdel Wahab predicó contra el islam chií, el misticismo sufí, el culto a los santos, el uso de imágenes religiosas o profanas, las libertades de las mujeres y el consumo de alcohol. En sus campañas demolió muchos morabitos y mezquitas que consideraba paganos. Soñaba febrilmente con un mundo adusto, ascético y uniforme que reflejara la unicidad de Dios.
Así nació la Arabia Saudí contemporánea, y, gracias a sus riquezas petroleras, ese país ha sido el que ha financiado a manos llenas en los últimos lustros la extensión por el universo árabe y musulmán de ese vástago del wahabismo que hoy conocemos como salafismo.
La pasada primavera, una incierta coalición de independentistas tuareg agrupados en el Movimiento Nacional para la Liberación de Azawad (MNLA) y de islamistas salafistas del grupo Ansar al Din arrebató a la República de Malí el norte del país, incluyendo las históricas ciudades de Tumbuctú y Goa, ancladas en la confluencia del Sáhara y el río Níger. Los del MNLA querían construir allí un Estado tuareg independiente, el Azawad; los de Ansar al Din, y sus socios de Al Qaeda, un territorio regido por la lectura más fundamentalista posible de la sharía o ley islámica tradicional.
Histórico cruce de caminos, Tombuctú se está convirtiendo
en el Afganistán del Sahel
Un trimestre después, los salafistas se han impuesto y controlan Tombuctú y Gao, mientras que los tuareg del MNLA se han desvanecido en el desierto. Las noticias procedentes de las perlas del desierto son estremecedoras: persecución de cristianos, animistas y musulmanes sufíes, azotes públicos a hombres y mujeres por comportamientos no ortodoxos, prohibición del alcohol y los cigarrillos, obligatoriedad del velo femenino.
Lo último ha sido la destrucción a martillazos, piochazos y hachazos de monumentos sufíes de Tombuctú considerados heréticos por los salafistas y patrimonio de la humanidad por la Unesco. Empezaron demoliendo siete mausoleos o morabitos de ancestrales santones de la zona y luego arremetieron contra la puerta de madera labrada de la mezquita de Sidi Yahia. Una tradición de Tombuctú, anclada en el misticismo sufí y de cinco siglos de antigüedad, dice que esa puerta debe permanecer cerrada hasta el fin de los tiempos. A los de Ansar al Din eso les parece superstición pagana.
La iconoclastia de los salafistas ha recordado de inmediato las acciones de los talibanes afganos contra las dos estatuas gigantes de Buda, en Bamiyan. Tienen la misma raíz.
En febrero y marzo de 2001, meses antes del 11-S, los talibanes que entonces controlaban Afganistán causaron espanto con una campaña ordenada por el mulá Omar contra todo lo que no encajara en su árida visión del islam. Sicarios del ministerio para la Prevención del Vicio y la Promoción de la Virtud bombardearon las estatuas de Buda de Bamiyan, hicieron obligatorio el burka para todas las mujeres y la barba para todos los hombres, prohibieron la poesía, el canto, el baile, las cometas y los palomares, arrasaron el museo de Kabul e hicieron un gran auto de fe con miles de libros religiosos o seculares que declararon impíos.
Esta iconoclastia es vieja, como ha recordado Jean-Pierre Perrin en Libération. Un versículo del Corán exhorta a combatir las estatuas, consideradas una expresión de idolatría, y el propio Mahoma eliminó las que rodeaban la Kaaba. Seguía así el dictado del dios único del Antiguo Testamento, que ya ordenó a los hebreos terminar con los ídolos.
Es obligatorio el velo y se azota
a quienes se comportan
de forma 'no ortodoxa'
No obstante, el odio a las imágenes y sus aliadas la quema de libros y la destrucción de bibliotecas, no son una exclusividad del islam fundamentalista, se han dado en otros monoteísmos. De hecho, la palabra iconoclastia nació en el imperio bizantino, donde la prohibición de cualquier imagen (icono) de Jesús, la Virgen María y los santos fue doctrina oficial en los siglos VIII y IX. El calvinismo, en Ginebra, y su versión inglesa, la tiranía de Cromwell, también persiguieron con saña las artes plásticas y cualquier forma de diversión. Y una variante ibérica y secular llegaría en las primeras décadas del siglo XX cuando sectores del movimiento obrero la tomaron con las iglesias y las estatuas religiosas.
Cruce de caminos por naturaleza, poliedro humilde y hermoso donde árabes, bereberes y tuareg se han abrazado con los pueblos de piel más oscura, escenario secular de un islam tolerante, Tombuctú parece estar convirtiéndose ahora en la capital de un Afganistán del Sahel. Los salafistas que se han adueñado de la ciudad, escribe Adam Thiam en Le Républicain, un diario de Bamako, “han entrado en la segunda fase de su estrategia: la eliminación de cualquier forma de islam que sea distinta de la que ellos profesan”.
La destrucción de los siete morabitos y de la puerta de la mezquita de Sidi Yahia ha provocado una gran indignación mundial, y no ha faltado quien la equiparara a un crimen contra la humanidad. Pero a Ansar al Din eso le importa un pimiento. La agencia AP habló por teléfono con Omar Uld Hamaha, uno de sus portavoces, que dijo que ellos no reconocían la autoridad de la ONU, la Unesco, el Tribunal Penal Internacional o cualquier organismo semejante, sino tan solo la de Dios. Añadió que las tropelías que están cometiendo obedecen a “una orden divina”.