Cubanos en la Embajada del Perú y el Éxodo del Mariel. Llegada a Miami
Por Roberto Jesús Quiñones Haces, desde Cuba. Cubanet
He entrecomillado las frases para detenerme en su análisis porque, ciertamente, cuando los gobernantes cubanos hablan de “nuestra democracia” se refieren a la concebida por ellos, una “democracia” a la cual sólo tienen acceso sus adláteres y de la que están excluidos los cubanos que incluso teniendo un pensamiento de izquierda se han atrevido a ofrecer otra interpretación de nuestra realidad y a discrepar. Resumiendo, eso que ellos llaman “nuestra democracia” es un coto dónde únicamente tienen cabida las personas que los dirigentes políticos y los hombres de las Suzuki (motos en que se transportan los agentes de la Seguridad del Estado) consideren como revolucionarias. Sin embargo, sabemos que ni siquiera dentro de las filas “revolucionarias” existe un real ejercicio de la democracia porque todo gira alrededor del criterio establecido previamente por los mandantes del PCC. También sabemos que con el paso del tiempo los revolucionarios cubanos devinieron conservadores ortodoxos y aunque se mantienen en el poder gracias al uso de la fuerza -no del derecho-, hace ya bastante tiempo que se desentendieron de las principales preocupaciones y necesidades del pueblo. Su único objetivo es perpetuarse en el poder.
En cuanto a lo que denominan “vicios y lacras de la obsoleta democracia burguesa”, los ideólogos y dirigentes cubanos olvidan que fue gracias a esa “obsoleta democracia burguesa” que Hugo Chávez Frías, Evo Morales y Rafael Correa llegaron al poder. Imagino cómo se sentirá Hugo Chávez cada vez que escucha a los dirigentes cubanos denostar de un sistema eleccionario que es precisamente la vía mediante la cual él ha logrado reelegirse desde 1999 hasta la fecha. Gracias a esa democracia Cuba –con una población mayoritariamente blanca, en la época- tuvo al primer presidente negro elegido democráticamente en el hemisferio occidental.
Lo que ocurre es que apenas convertidos en gobernantes, sin haber sido elegidos por nadie, los revolucionarios degustaron lo que el propio líder de la finiquitada revolución calificara hace poco tiempo como “las mieles del poder”. Evidentemente resultaron empalagados. Alguna buena propiedad tienen esas mieles, porque llevan más de cincuenta años degustándolas.
Todo cubano que se resistió al establecimiento de un poder marcadamente intolerante con los adversarios, y que eliminó de golpe y porrazo las libertades reconocidas en la Constitución de 1940, tuvo tres destinos: el paredón de fusilamiento, el exilio o la muerte civil.
Derrotada la insurgencia anticomunista en 1966, eliminada la prensa libre, prohibidos los partidos políticos (excepto el comunista), controlados los sindicatos, desarticulada la sociedad civil, exiliados numerosos líderes políticos que podían erguirse como una vía alternativa ante el pueblo, fusilados otros adversarios, controlados por el gobierno todo el sistema de educación y de prensa, así como el sistema judicial, y aplicada con eficacia puntual una represión cuyos tentáculos penetraron hasta lo más íntimo de las familias, el aparato ideológico comenzó un profundo programa de adoctrinamiento y desarraigo. El deslinde fue tal que familias que antes tenían como algo sagrado sentarse a la mesa cada 24 de diciembre fueren cuales fueren las diferencias, comenzaron a distanciarse y hasta a enemistarse por causa de sus posiciones políticas.
Comprobado el hecho cierto de que ir en contra del gobierno sólo podía traer problemas, comenzó a consolidarse en numerosos ciudadanos un comportamiento basado en la simulación para ascender en la escala social o al menos llevar una vida lo más tranquila posible frente al poder totalitario. Pero no todos los cubanos actuaron así.
Aunque en Cuba no se han celebrado elecciones desde hace más de 64 años (lo que ha existido en Cuba después de establecido el llamado Poder Popular no son elecciones, sino votaciones), sí han existido demostraciones espontáneas de rechazo al régimen comunista por parte de numerosos ciudadanos, las cuales han probado ante la comunidad internacional que la tan publicitada unidad de todos los cubanos en torno a lo que un día fue un gobierno revolucionario, es solo una fantasía de las mentes calenturientas de quienes la proclaman.
Fueron los sucesos ocurridos en la Embajada del Perú y el posterior éxodo por el puerto del Mariel la primera gran demostración de descontento popular. Aunque anteriormente ya había existido el llamado “puente aéreo de Camarioca” y se habían producido no pocas “deserciones” notorias, ningún suceso como éste demostró que, a inicios de la década de los años ochenta, el discurso gubernamental mostraba ya evidentes signos de obsolescencia cuya más importante resonancia era la dicotomía entre las palabras y la realidad vivida cotidianamente por la gran mayoría de los cubanos. El éxodo por el puerto del Mariel fue el primero de los grandes plebiscitos silenciados por los gobernantes cubanos y un mazazo para quienes habíamos crecido dentro del entonces llamado proceso revolucionario, ahora devenido retardatario.
Otra demostración de descontento fue el éxodo de los balseros a mediados de la década de los años noventa del pasado siglo. Posterior al maleconazo – la revuelta popular que se produjo cerca del malecón habanero- y menor que el éxodo del Mariel debido, sobre todo, a la posición adoptada por el gobierno de Bill Clinton, la cifra de cubanos que fueron a parar a Panamá, a la Base Naval de Guantánamo y a un campamento de refugiados, superó el número de treinta y dos mil.
Un plebiscito diario, protagonizado por ciudadanos procedentes de todo el país desde finales de la década de los años setenta es la cola de cientos de personas ante el Departamento de Refugiados de la Oficina de Intereses de los Estados Unidos de América, en J y Malecón. Desconozco la cifra de cubanos que desde hace más de treinta y dos años han acudido a esa instancia en busca de una visa de salida definitiva del país, pero tomando como base la muy conservadora cifra de cincuenta personas diarias -exceptuando sábados, domingos y los feriados norteamericanos y suponiendo que al año se labore allí sólo 241 días- la cantidad atendida en estos 32 años asciende a 385 600. Y reitero, he sido sumamente conservador en el cálculo.
A esta palpable demostración de deseos de salir de la isla, que el gobierno cubano atribuye sólo a situaciones económicas, se ha unido desde hace aproximadamente dos años la cola frente a los Consulados del Reino de España en La Habana y Santiago de Cuba, así como frente a la propia Embajada en Prado y Cárcel. No sabemos -porque las cifras no han sido publicadas aún- el número de cubanos que hoy ostentan la doble nacionalidad, pero estoy seguro de que la cifra también es de varias decenas de miles.
Si tuviéramos acceso a las estadísticas oficiales -un derecho establecido en el art.19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos- y pudiéramos comprobar cuántos cubanos han abandonado definitivamente el país desde 1959 hasta hoy, seguramente estaríamos ante una cifra descomunal, mucho más si tenemos en cuenta que Cuba nunca ha sobrepasado los doce millones y medio de habitantes.
A pesar de estos hechos, cuya esencia sí es del conocimiento del gobierno, que domina perfectamente cifras e informaciones a las que los ciudadanos comunes no tenemos acceso, la alta dirección del país continúa en una posición totalmente alejada de la dura realidad que vive cotidianamente el pueblo por el que dice trabajar, y sigue haciendo planes a largo plazo, como si ella y este desastre fueran eternos. Quizás confían los comunistas en que muy pronto los científicos cubanos descubran algún medicamento milagroso o técnicas de nanotecnología que le permitan prolongar su ancianidad y continuar libando las mieles del poder exclusivo.
En tanto, estoy seguro de que continuaremos presenciando los plebiscitos que espontáneamente protagoniza el pueblo y que esa geriátrica “generación histórica” silencia con todos los medios a su alcance
CUBA UN PAÍS QUE NO EXISTE