ENCRUCIJADA, Villa Clara.— Dicen que fue a las siete de la noche, ni un minuto más, ni un instante menos. A la hora justa, aquel 20 de octubre de 1927, el grito quejumbroso de un recién nacido ponía fin al silencio y la turbación con que se aguardaba en el primer cuarto de la vieja casona encrucijadense, ahora un sitio donde se acopian no pocas historias alusivas a la familia y a la patria chica del hombre que llegaba en aquel esperado nacimiento.
Cuenta Amparo Vila, técnica del museo municipal Casa Natal Abel Santamaría Cuadrado, que según narraba Iluminada, una anciana ya fallecida que vivía al frente del lugar y atestiguó el alboroto del parto, aquel niño de apariencia hermosa trajo la alegría al vecindario. Todos tenían que ver con él. La emoción por el segundo hijo y el primer varón del matrimonio no descansó solo en Joaquina y Benigno, los padres del muchacho, sino también en Haydée (Yeyé), la mayor de los hermanos, entonces con apenas cinco años.
Al adentrarnos en las salas del principal inmueble museable de Encrucijada, la sorpresa aguza la mirada. Entre fotos que nos revelan a la figura histórica en su condición más humana, en sus excursiones a caballo por el campo, por ejemplo, o en sus andanzas y juegos de tiempos juveniles junto a más de un amigo de la zona, no hay que abstraerse demasiado para imaginar cómo fue el héroe, qué reflejos lo movían, o de qué forma la quietud del entorno en que transcurrieron las primeras travesuras favoreció también la madurez de sus ideas.
Todavía quedan muchos vestigios en la memoria de los coterráneos sobre la presencia de Abel por estos lares, ese Abel al que le gustaba la pelota y disfrutaba mucho bañarse en el río; ese muchacho inquieto, como todos, y al mismo tiempo dotado de una sensibilidad especial, en extremo admirable a su edad; ese alumno que preguntaba como nadie por Martí, y le pedía al maestro libros para acercarse con avidez a las obras del Apóstol; ese joven que albergó en sí la mayor intrepidez de los de la Generación del Centenario, y asaltó el Moncada con la humildad y el arresto del que iba decidido a todo, a lo que fuera, así llegara la muerte, para indicar de cualquier manera el rumbo de la lucha armada como camino hacia la libertad.
Sobre esas fibras próximas al escenario en que creció este hombre, proponemos transitar hoy, cuando se cumplen 85 años de su natalicio, con la confirmación y el testimonio de quienes lo conocieron, o de aquellos que escucharon bien de cerca hablar de él.
Miedo a los «Pantasmas»
Aunque ya no escucha como ella quisiera, Francisca Sánchez Pendaz, a sus 91 años, habla y observa con el ímpetu de quien fuera en sus años mozos una mujer entrañable, de una vitalidad que no se acaba fácilmente. Pancha, como cariñosamente la llaman, tuvo el privilegio de conocer a Abel desde que era un niño: «Yo iba por las noches a jugar yaquis con la hija de su tía, y él no me dejaba tranquila, venía corriendo para arriba de mí y se me sentaba en las piernas.
«Él tenía seis años, antes de dormir me pedía que le inventara cuentos. “Hazme un cuento, hazme un cuento, otro más”, me indicaba. Desde que le hablaba un rato enseguida le entraba la borracherita del sueño. Al momento insistía en acostarse y anunciaba que quería ponerse el pijamanita. Me parece estar viendo ahora mismo la pieza de ropa, tenía pintado un muñequito delante, y todos los días lo dejábamos colgado detrás de la puerta del último cuarto.
«Yo le pedía que fuera a buscarlo y él me decía “llévame, llévame tú, que le tengo miedo a los ‘pantasmas’”, cambiaba la f por la p, le costaba trabajo pronunciar bien la palabra. Después de eso yo lo llevaba y lo acompañaba hasta que quedaba completamente rendido en la cama.
«Él siempre se mostraba tan noble y tan cariñoso que para qué contar. Como yo era muy joven cuando lo conocí, todavía no tenía hijos, te puedo asegurar, sin que me equivoque, que ese fue el primer niño que aprendí a querer en mi vida».
La pelota, el río y mala cara
Los más viejos del batey aseveran que el antiguo caserón aún permanece intacto. Ahora es una casa de vivienda que mantiene su techo de tejas y las paredes de tablas. Al vetusto inmueble, ubicado en una calle secundaria del poblado, lo preceden un portal ancho y un patio organizado y de buena sombra, hacia donde mira casi todo el que pasa cerca. Pero no sorprende que quizá muchos nativos del lugar despabilen la vista sin saber que ese sitio, supuestamente igual que otro cualquiera, guarda vivencias que interesan e impresionan.
No sé si por intuición o por experiencia, bien presintió Gladys Muñoz García cuando, con sutileza, insistió en que fuéramos hasta aquella añeja estructura de madera, la cual nos podía ayudar a enamorarnos mejor de algunas remembranzas. De acuerdo con lo que nos explica, a ella su papá solía conmoverla con las vivencias que él había cosechado allí, en lo que fuera la escuela multigrado del caserío, donde cursó los estudios de primaria junto a Abel, quien, a los seis años, se mudó para el batey del otrora central Constancia, ya que el progenitor de los Santamaría Cuadrado había conseguido un puesto de carpintero en uno de los talleres del ingenio.
Vidal Muñoz era el nombre del padre de Gladys, una mujer afable a la que la emoción le entrecorta la voz a ratos, mientras rebusca en sus memorias pasajes que tantas veces fueron reseñados en casa.
«Papi siempre destacaba que Abel era muy generoso. Tenían la misma edad, pero mi familia era de un origen muy pobre. Al cumplir los 14 años, Joaquina le regaló a mi papá un trajecito con una chaquetica, y su buen amigo de la infancia y la juventud lo convidó a ir a Encrucijada a hacerse una foto los dos juntos, que todavía se conserva en el museo.
«Estaban en la misma aula, se veían todos los días. A Abel le dolía ver a los pequeños con la ropa raída por no tener mucho más. Eso lo enojaba, lo hacía sentirse mal. Era muy simpático, se le ocurrían cada ideas... Siendo un muchacho de poco más de diez años, a veces parecía de más edad por sus razonamientos.
«Le encantaban los baños en el río y las excursiones por el campo. Figúrate cuántas cosas podían hacer ellos aquí, que no había rincón a la redonda que no conocieran.
«Jugaban mucho a la pelota, ese era su deporte preferido. Él tenía guantes y por eso no faltaba dentro de la novena, nunca lo dejaban fuera. Papi contaba que Benigno le regaló al mayor de sus hijos varones un caballito poni al que le pusieron de nombre Mala Cara. Pero lo más curioso era que todo el mundo lo montaba más que el propio dueño; al que se lo pidiera se lo prestaba.
«En una ocasión, ya después de que él se había ido para La Habana, Abel vuelve a Constancia acompañado de Fidel, entonces un joven estudiante a quien le muestra el lugar donde vive y le presenta a algunas de las personas que lo vieron crecer aquí, aunque con una discreción extrema. A los más allegados les pidió que no dijeran cómo se llamaba.
«Con insistencia, Abel le envía un recado a mi papá de que fuera a su casa para presentarle a un gran amigo. Y papi, al que le gustaba más de la cuenta darse sus tragos, por estar medio ebrio esa tarde no pudo ir. De aquella borrachera se lamentó casi toda su vida. Imagínate qué posibilidad había perdido».
Un martiano apasionado
La hija del Doctor en Pedagogía Eusebio Lima Recio, el gran maestro de Abel, resiente sus nostalgias con una evocación que emociona al escucharla en alta voz. Para Lucila Lima, también forjada al calor del magisterio, resulta apasionante volver a ciertas vivencias que le legó su progenitor, quien nunca olvidó a aquel alumno.
«Con orgullo mi papá se refería a él. Abelito sintió mucho respeto y admiración por su profesor, y no solo lo sintió, sino que en más de una ocasión se lo manifestó. Llegaron a tener una compenetración muy profunda, al extremo de que, años después, cuando mi padre iba a La Habana lo buscaba para verlo y conversar.
«De igual forma, no había vez que Abel viniera aquí a Encrucijada que no llegara a saludarlo. Yo quizá no me daba cuenta porque era chiquita o no le prestaba atención a eso.
«El maestro Lima, como le decían a mi papá, refería que Abel vencía los contenidos sin problema, más bien con facilidad. Era un niño afectuoso con todos sus compañeritos de la escuela. Se acercaba a los más pobres sin complejos, se preocupaba en muchas ocasiones por cooperar con la merienda y hasta con alguna mudita de ropa si podía.
«No hay por qué pensar que se trataba de alguien diferente a los demás. Era juguetón, alegre, inquieto, unas veces se mostraba estudioso, otras había que obligarlo; aunque al mismo tiempo sobresalía por su interés por saber cada vez más de Martí. Abelito era de los que le pedía libros a su educador el viernes para aprovechar el fin de semana leyendo las obras del Héroe Nacional de Cuba.
«Mi padre expresaba con tremendo regocijo que Abel, antes de irse para las acciones del Moncada, en su último viaje al pueblo, cercano al Día de los Padres, en junio de 1953, vino a despedirse con un sentido muy especial. Llegó a mi casa, pero Lima no estaba; cuando papá llegó, mi madre le contó quién había estado buscándolo. Enseguida el maestro salió para verlo. Se lo encontró casi por el cine.
«Después del encuentro, que fue bien rápido, papá quedó impresionado por las inquietudes políticas y el grado de madurez que había alcanzado su discípulo. En la conversación, instantes antes de marcharse, solo atinó a decirle “ten mucho cuidado”, pero a pesar de que el profe podía sospechar de que andaba en algo, jamás pasó por su cabeza la magnitud de los hechos que sobrevendrían».