Con el Epílogo del Libro de Liévano Aguirre concluimos esta serie de artículos dedicados al Congreso de Panamá y a las avanzadas ideas de su precursor: Simón Bolívar.
Cuando el Libertador conoció, en Lima, los lineamientos generales de los Tratados firmados en Panamá, no pudo menos de sentir una gran desilusión. Y no le faltaba razón para ello. Los mecanismos de colaboración ideados en el Istmo bien poco podían contribuir al afianzamiento de una estructura supra-nacional capaz de generar, por su autonomía con respecto a las partes, el poder compensador que se requería para contener el fatal proceso de disgregación de las sociedades hispanoamericanas. De ahí la sinceridad con que se le escapó del alma, en carta dirigida al general Páez el 4 de agosto de 1826, el siguiente juicio sobre los resultados desalentadores del Congreso del Istmo:
El Congreso de Panamá -le decía-, institución que debiera ser admirable si tuviera más eficacia, no es otra cosa que aquel loco griego que pretendía dirigir desde una roca los buques que navegaban. Su poder será una sombra y sus decretos, consejos; nada más. (Cartas del Libertador. Recopilación de Vicente Lecuna. Caracas, 1929)
Así terminaba el primer acto de la malograda lucha de Bolívar por conservarles a las sociedades que antes fueron colonias españolas, el grado de integración requerido para que el Hemisferio Occidental no se dividiera, con todas las graves consecuencias que ello tendría, en los Estados Unidos del Norte y los Estados desunidos del sur.
El segundo acto de esa gran frustración se cumplió en la medida en que los tímidos Tratados de Panamá fueron sometidos a la instancia de su ratificación por los Congresos de los países signatarios. Eldivorcio que se advirtió en el Istmo entre el ideal de una gran Liga de Naciones hispanoamericanas -como la que había concebido Bolívar- y la escasa voluntad que tenían las nuevas Repúblicas de renunciar a porciones de su soberanía, así fueran mínimas, a favor de una organización supra-nacional, se reveló en formas aún más extremas en el proceso de la ratificación. El desenlace era inevitable, porque mientras Bolívar se esforzaba en idear instituciones que fortalecieran la cooperación al nivel supra-regional, los patriciados criollos y sus abogados trabajaban activamente para convertir los regionalismos pueblerinos en nacionalismoy para ofrecer a los pueblos, en sustitución de la ambiciosa voluntad de futuro que alentaba en las ideas del Libertador, un disfrute tranquilo y perezoso de aquellas costumbres, privilegios y estratificaciones sociales que la distancia geográfica y la accidentada topografía del Continente habían consolidado en los tiempos coloniales. El parroquialismo celoso, los intereses creados, la influencia de los caciques y de las minorías opulentas fueron utilizados hábilmente por los patriciados criollos y sus agentes, a fin de configurar el nacionalismo peruano, el granadino, el venezolano, el argentino, el chileno etc. La consideración de los tratados se efectuó, por lo mismo, en medio de una atmósfera adversa, en la que la atención de las clases dirigentes se hallaba concentrada en los antagonismos creados por las ideologías -liberales o conservadoras, anglófilas o pro-norteamericanas-, con las cuales se pretendía edificarles un artificioso marco institucional a las nuevas Repúblicas. Unas ideologías cuya acción se reduciría a dividir a los pueblos, sobre temas importados, en facciones y sectas políticas irreconocibles.
Así se explica la especie de vacío en el que cayeron los protocolos los del Istmo o el escándalo que se suscitó en ciertos congresos con respecto a las erogaciones previstas para el mantenimiento de la flota confederal y la eventual movilización de los contingentes militares, en momentos en que -según se dijo-, las nuevas Repúblicas atravesaban por una profunda crisis económica y fiscal. La crisis existía, es verdad, pero conviene agregar que ella se debía -y no en pequeña parte- a la ineptitud y malos manejos de los mismos personajes, que hoy se pronunciaban en favor de hacer economías a costa de los Tratados de Panamá y que no vacilarían en permitir que se despilfarraran enormes sumas de dinero y de recursos en las guerras civiles que se avecinaban, en las cuales se exterminarían mutuamente los prosélitos de esas ideologíasimportadas y de esos conflictos prestados.
Nada tiene de extraño, por tanto, que los tratados del Istmo se hubieran ahogado en el tumulto de controversias y de crisis políticas, que terminaron en su rechazo o en el aplazamiento indefinido de su ratificación. El entierro de los protocolos del Istmo tuvo su fase final en México, a donde viajó el señor Gual para conseguir la pronta reunión de la Asamblea General de Plenipotenciarios. Allí no tardó en descubrir que el gobierno mexicano, inmerso en una profunda crisis y sujeto al embate de las presiones extrañas que conspiraban contra la asociación de los pueblos hispanoamericanos, no estaba en condiciones de asumir los compromisos directivos que le habían sido asignados al otorgársele la prerrogativa de la sede. "Cuando Gual llegó por fin a la ciudad de México -refiere el historiador norteamericano Harold Bierck- fue recibido por Larrazábal y John Sergeant. Sergeant era uno de los delegados estadounidenses que no habían podido asistir a Panamá. Después de esta omisión, el secretario de Estado Clay le dio instrucciones para asistir a la reunión de Tucubaya. Gual supo que dos comisiones de Cámara de diputados estaban examinando el Tratado y las Convenciones, por donde esperaba que la ratificación se efectuara en breve. Pero transcurrido el mes de marzo sin resultado alguno, resolvió tratar de que se imprimiese más premura a las labores de las Comisiones... Si se les informó sobre la solicitud de Gual, las comisiones de la Cámara de Diputados la pasaron por alto y en cambio discutieron el Tratado (de comercio) de México con los Estados Unidos, que consideraban de mayor importancia... Gual estaba enterado de la posición de Poinsett en el partido yorkino, pero creía que su influencia no era de temerse; sin embargo, en los meses siguientes sospechó que el entrometimiento del Ministro de los Estados Unidos en los asuntos mexicanos era una de las causas porque no se tomaba acción respecto a los Tratados de Panamá. A principios de 1828, cuando Gual supo que Poinsett estaba a punto de dar a conocer que el Perú había rechazado aquellos Tratados, le escribió para objetarle, al parecer, semejante declaración". (Vida pública de don Pedro Gual. Bierck)
Después de largos meses de negociaciones infructuosas y de esperar inútilmente la ratificación de los tratados, el señor Gual tuvo que reconocer su fracaso y resignarse a regresar a su patria con la carga exclusiva de sus desilusiones. No sobra relievar aquí el contraste que presenta la conducta seguida por los grandes estadistas norteamericanos en la etapa formativa de la nacionalidad con la que practicaron, en idéntica coyuntura, Rivadavia, Victoria, Santander, Páez, La Mar, Luna Pizarro, Freyre etc. El poder de la gran república sajona que se originó en la circunstancia afortunada de que sus Padres Fundadores no se creyeron autorizados para servir a sus ambiciones personales -como habrían podido hacerlo-, por la vía de fomentar el nacionalismo de Virginia, de Maryland, Rhode Island, Georgia, las Carolinas etc.
El Libertador, entre tanto, no había renunciado a buscar soluciones que le permitieran, así fuera en escala menor, contener el proceso de disgregación de las sociedades hispanoamericanas. Como sustituto del frustrado Congreso Panamá trató de formar la famosa Confederación de los Andes, regida por el Código bolivariano e integrada por Venezuela, Nueva Granada, Quito, el Perú y Bolivia. Este último esfuerzo de integración concitó contra él no solo la furia de los patriciados de las Repúblicas que trataba de confederar que llegaron hasta el extremo de intentar asesinarlo, sino la desenfadada oposición de los Estados Unidos y de aquellas Repúblicas australes que se negaron a concurrir al Congreso de Panamá. La dramática futilidad de sus esfuerzos en favor de la integración hispanoamericana, que entonces nadie entendía ni quería entender, se descubre en los siguientes conceptos de Bolívar, contenidos en la carta que dirigió, el 25 de mayo de 1827, a sir Robert Wilson:
No se sabe en Europa -le decía- lo que me cuesta mantener el equilibrio en alguna de estas regiones. Parecerá fábula lo que podemos decir de mis servicios, semejantes a los de aquel condenado que llevaba su enorme peso hasta la cumbre para volverse rodando con él otra vezal abismo. Yo me hallo luchando contra los esfuerzos combinados del mundo; de míparte estoy yo solo y la lucha, por lo mismo, es muy desigual: así debo ser vencido. La historia misma no me muestra un ejemplo capaz de alentarme; ni aun la fábula nos enseña este prodigio. (Cartas del Libertador. Recopilación de Vicente Lecuna. Caracas, 1929)
Hay entre nosotros toda una tradición histórica inclinada a sugerir que Bolívar ha debido retirarse del mando después de la Batalla de Ayacucho para disfrutar, en los salones y las cortes europeas, del homenaje de los filósofos, de los estadistas y los fabricantes de Constituciones burguesas. Desde las metrópolis del Viejo Mundo -se dice- habría podido proporcionarnos sus consejos paternales o sus recetas patrióticas, librándose así de la noche septembrina, de las defecciones de Ocaña y de su dolorosa y prolongada agonía.
Lejos estamos de suponer que a Bolívar, amante de la vida y de susencantos, se le escaparan los atractivos de esta solución. Ni que él dejó de imaginar los elogios que, de haberla seguido, le habrían prodigado sus futuros adversarios, comparándolo con Washington o con Arístides. La venta de las minas de Aroa, el último vestigio de la fortuna de su familia, le habría proporcionado un espléndido remanso para terminar sus días convertido en turista, bien atendido en las capitales europeas, o en rico propietario, como Washington, o prestando dinero a interés y con usura, como lo hicieron tantos de sus compañeros de la guerra magna. Bentham, el ideólogo del utilitarismo, o Benjamín Constant, le habrían enviado su bendición laica y recomendado a las nuevas generaciones como ejemplo de virtudes republicanas, a la manera como los retóricos de la antigüedad lo hicieron con Catón y con Creso. Pero los ritmos vitales de la personalidad de Bolívar no se acomodaban a las limitaciones de este modesto placentero epílogo. Desde que se propuso seriamente emancipar a América, él se sintió obligado a obtener que el elemento de cohesión supra-nacional, representado durante la colonia por la monarquía española, fuera sustituido por instituciones autóctonas de colaboración hispanoamericana, que conservaran la unidad en el sur del Hemisferio e hicieran posible que la independencia no significara un retroceso político sino un progreso efectivo con respecto al pasado colonial. Bolívar no fue hispanoamericanista por simple idealismo; lo fue por comprender que los problemas básicos de las sociedades que antes fueron colonias españolas no podían solucionarse dentro de los marcos del estrecho regionalismo que tantas ventajas y atractivos tenía para quienes fueron sus adversarios. Y la historia le ha dado la razón al Libertador. El seudonacionalismo que fragmentó a Hispanoamérica y aseguró la hegemonía de los patriciados criollos, de esos patriciados que buscaron la independencia sólo para sustituir a los españoles en sus privilegios, no ofreció solución satisfactoria ninguna a los problemas sociales y políticos de las nuevas Repúblicas; por el contrario, creó el clima propicio para que sobrevivieran los peores defectos del régimen colonial y descendiera el nivel de las empresas y la calidad de los hombres.
Mientras Bolívar vivió hubo un hombre con autoridad y con ideas para hablar a nombre del Continente. Y al hablar y obrar a nombre de Hispanoamérica, Bolívar dijo, pensó y puso en marcha empresas tan trascendentales, que este rincón del mundo se elevó al plano a donde se desenvolvía la historia de los grandes pueblos y realizó la hazaña revolucionaria de modificar situaciones e injusticias centenarias, hazaña que no ha logrado repetirse. Con razón dijo Martí: "Lo que Bolívar no hizo, está todavía por hacer en América".
(*)INDALECIO LIÉVANO AGUIRRE: Estudió Derecho y Ciencias Sociales y Económicas, su tesis de grado presentada en 1944 fue una biografía de Rafael Núñez, la cual le mereció la alta distinción de pertenecer –a la edad de 27 años- a la Academia Colombiana de Historia como miembro correspondiente. Historiador, periodista, y político liberal, su trayectoria como diplomático lo llevó a presidir la Asamblea General de las Naciones Unidas, nació en Bogotá en 1917. Entre sus escritos se encuentran: “Bolívar”, conocida biografía del Libertador, “Las Diferencias entre Bolívar y Santander”, “Razones Socio-Económicas de la Conspiración de Septiembre contra el Libertador”, “Significado de las Ideas de Bolívar y San Martín en el Mundo Moderno”, “El Proceso de Mosquera ante el Senado”, la que es considerada como su magna obra “Los Grandes Conflictos Sociales y Económicos de Nuestra Historia”, y la obra de donde tomamos esta sucesión de trabajos “Bolivarismo y Monroismo”. Murió el 29 de marzo de 1982.
Publicado en “Debate Socialista”
Edición Nº 196, 21 y 23 de septiembre, 2012
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