LA POESÍA DEL TANGO
Desde su mismo origen el tango no fue percibido como lo que en realidad era: una genuina creación de la clase baja, producto del hibridaje y de las oleadas inmigratorias llegadas a Buenos Aires entre finales del siglo XIX y comienzos del XX. Porque, contrariamente a lo que se dijo tantas veces, el tango no fue una creación de marginales. Su historia es una parábola singular que va de las entrañas del pueblo a los libros y las conversaciones de estudiosos y cultivados, de humildes cafés suburbanos y academias de baile al mismísimo Teatro Colón. Una vez que fue legitimado en París, la clase alta de Buenos Aires lo adoptó musical y coreográficamente pero, como ha escrito Eduardo Romano, “nunca deglutieron el vulgarismo y la cursilería de sus letras” (Romano, 1982: 126), las que no obstante acompañaron durante décadas al hombre común en cada uno de los momentos de su vida. Nadie puede poner en duda seriamente que el corpus tanguístico radiografía hueso por hueso la historia sentimental –y, si se quiere, la historia de la vida privada en general– de Buenos Aires durante buena parte del siglo pasado.
En la actualidad está claro que, tanto desde el punto de vista de su sistema literario como desde el punto de vista musical, el tango –aunque nos duela– está empezando ya a ser tradicional, y dejando con ello de ser popular, en el sentido de que los nuevos tangos que se escriben –salvo poquísimos casos– no tienen una buena difusión y, aunque la tuvieran, no tienen repercusión más que en un círculo bastante reducido de público, generalmente intelectualizado.
Si alguna cosa define al tango como género es su hibridez, tanto en lo que respecta a sus raíces musicales como en lo que hace a sus orígenes poéticos. En el primer caso, como se sabe bien, el tango alcanzó su forma primitiva a partir de la confluencia de los ritmos negros, la habanera, el tango andaluz y la milonga. En el segundo, el antecedente inmediato de la letra de tango fue la letra del cuplé español, aunque entre las influencias literarias deben contarse además la de los payadores y la canción criolla.
Los payadores tuvieron su edad de oro entre 1890 y 1915, época en la que pasaron de actuar en las fiestas del campo a los circos, teatros y cafetines de nuestra ciudad. Estos cantores –Gabino Ezeiza, José Betinotti, etc.– fueron autores de muchas composiciones de un género que supo llevar a la cumbre el joven Gardel: la canción criolla. Normalmente se acepta que ni la payada ni la canción criolla constituyen una fuente directa de la letra de los primeros tangos, pero creo yo que esta canción criolla tuvo una influencia decisiva en el tono y en la temática de lo que sería, pocos años más tarde, la letra del tango canción. Los temas de este repertorio son la tristeza, la nostalgia por el bien perdido, el abandono, pero también la madre, la guitarra y la traición, todos ellos casi omnipresentes en la poesía del tango.
Al mismo tiempo que la canción criolla ingresaba en la ciudad, letrillas o coplas anónimas debidas a la imaginación popular eran adosadas a algunas melodías que en el último cuarto del siglo XIX se interpretaban en Buenos Aires con el nombre de «tangos», aunque musicalmente más bien eran todavía habaneras o milongas. Las letrillas de estos tangos primitivos, que pueden suponerse improvisadas por los compadritos, tenían un carácter festivo, y con frecuencia obsceno. En los primeros años del siglo XX, Ángel Villoldo fue el principal autor y difusor de un tango compadrito o cupletero.
La impresión de partituras de tangos transformó el género en patrimonio de todos los conjuntos musicales y en poco tiempo llegaron también a los atriles de los pianos hogareños. La edición de La Morocha, por ejemplo, llegó a vender en poco tiempo más de cien mil ejemplares. También contribuyeron a la difusión de este tango primitivo el fonógrafo, la pianola con rollos y el organito callejero. Al mismo tiempo, el tango criollo comenzó a aparecer en las obras de Nemesio Trejo o Carlos Mauricio Pacheco, pero serían los ecos del triunfo parisino de 1913 los que provocarían la introducción obligada del tango en el teatro argentino, casi siempre sin letra hasta 1918, cuando se decidió incluir Mi noche triste en Los dientes del perro, pieza firmada por José González Castillo y Alberto Weisbach. El romance entre sainete y tango prosiguió aproximadamente hasta 1930, cuando la repetición de la fórmula se convirtió en una rutina cansadora y la radio y el cine iniciaron su era de esplendor.
¿Pero cómo surgió el tango canción? Un poco imprevistamente llegó a él Pascual Contursi en 1914, en la letra de Matasano, cuya primera estrofa reproduce el tono de los cuplés villoldianos pero la letra sufre un vuelco repentino a partir de la segunda:
Yo he nacido en Buenos Aires
y mi techo ha sido el cielo.
Fue mi único consuelo
la madre que me dio el ser.
Desde entonces mi destino
me arrastra en el padecer.
Y por eso es que en la cara
llevo eterna la alegría,
pero dentro de mi pecho
llevo escondido un dolor.
Con Contursi empezó a dejarse ver el sufrimiento. Él se apartó de la alegría del cuplé y entonces aparecieron las penas y los lamentos, y con ellos toda una serie de características de materia y de forma que denotan la influencia decisiva de la canción criolla y de Evaristo Carriego (1883-1912). Pero la creación de Contursi que lo llevó a convertirse en el primer letrista oficial del tango, llegó en 1917, cuando Gardel grabó Mi noche triste, que contenía la primera letra con argumento de la historia del tango:
Percanta que me amuraste
en lo mejor de mi vida,
dejándome el alma herida
y espina en el corazón [...]
Esta es la radiografía de un perdedor. A partir de aquí quedaría establecida una primera matriz sobre la cual se cimentaría la estructura toda del sistema literario de las letras de tango. Muy pronto Celedonio Flores se sumó a Contursi, como el segundo poeta de esta primera generación de letristas. Según Osvaldo Pelletieri “ya estaban presentes en la poesía de Carriego la casi totalidad de los elementos necesarios para constituir un sistema literario. Sólo faltaba la creación definitiva de una lengua literaria común, lograr la unión de la poesía y la música y que esta invención encontrara un público” (Pelletieri, 2002). Esto sucedió con Milonguita (1920, letra de Samuel Linnig, música de Enrique Delfino), que modificó la linealidad de las primeras letras de Contursi y Flores, determinando los tres movimientos compuestos por dos estrofas más largas, de carácter narrativo-evocativo y entre ellas una más breve, que exhorta o reflexiona y constituye el estribillo, con frecuencia repetido al final..[1]
A partir de la década de 1920, el tango dejó de ser la música del prostíbulo y el boliche del suburbio, y comenzó a ejecutarse en cafés y confiterías, en bailes populares, en cines y teatros, en recreos y clubes. Nació entonces una verdadera industria del tango, cuya vitalidad perduraría durante décadas.
El tango es una creación única en el mundo, de una riqueza musical extraordinaria y, dadas las diferentes vertientes y estilos, de una riquísima amplitud estética. Pero la música acompañada de una letra –especialmente si se da el caso de que se trate de una buena letra– multiplicó sus posibilidades. Son las letras de tango y no su música las que forman “un universo simbólico y un sistema de creencias” (Azzi, 1995: 86), dentro de los cuales durante décadas la sociedad porteña se ha mantenido. En un archicitado artículo de su Evaristo Carriego, Borges supo preverles a las letras de tango una perduración mayor que la que le auguraba a la obra de algunos poetas cultos de principios del siglo XX:
De valor desigual, ya que notoriamente proceden de centenares y millares de plumas heterogéneas, las letras de tango que la inspiración o la industria han elaborado integran, al cabo de medio siglo, un casi inextricable corpus poeticum que los historiadores de la literatura argentina leerán o, en todo caso, vindicarán. [...] es verosímil que hacia 1990 surja la sospecha o la certidumbre de que la verdadera poesía de nuestro tiempo no está en La urna de Banchs o en Luz de provincia de Mastronardi, sino en las piezas imperfectas y humanas que se atesoran en El alma que canta. (Borges, 1955: 158) [2]
Son palabras proféticas. Mientras solo unos pocos estudiosos serían capaces de recordar un verso de Banchs o de Mastronardi, en cambio muchos podríamos recordar tangos enteros. Las razones de esa permanencia en el imaginario popular de nuestro tiempo hay que buscarlas en la calidad poética de todas esas letras de tango. Si Waldo Frank dijo que el tango es “la danza popular más profunda del mundo” (Carella, 1966: 15), creo yo que pudo hacerlo porque, como no ocurre con ninguna otra canción popular, el tango es filosófico: lo es en su música y lo es en su baile. Pero sustancialmente lo es en su poesía. Los problemas esenciales de su temática son la muerte, el paso inexorable del tiempo, el desarraigo, la búsqueda de la propia identidad, sin dejar de lado tópicos tan universales como el desamor o la nostalgia por un paraíso perdido.
En buena parte del mundo el tango es valorado por su música y, en particular, por el encanto visual de su danza, pero para un habitante de Buenos Aires las letras de tango son un verdadero espejo en el que mirarse y, al mismo tiempo, un refugio dentro del cual muchos de nosotros hallamos consuelo y sabiduría de vida. Es que en las letras del tango subyace una verdadera axiología, un completo sistema de valores que se enraizó profundamente en la mayoría de los habitantes del Río de la Plata, sobre todo entre 1920 y 1960. Pero incluso para quienes no vivimos en aquellos años y, en cambio, tenemos incorporada la poesía del tango del mismo modo que se incorpora la canción folklórica en cualquier parte del mundo muchas letras de tango siguen resonando en nosotros con la misma fuerza de verdad que para un griego clásico podían tener los versos de Homero. Incluso cuando ese sistema axiológico ya no tiene vigencia y nos resulta básicamente elemental y hasta caduco.
Entre los grandes temas de la poesía del tango se cuentan el amor, el paso del tiempo, el ascenso y la declinación de quien se ha entregado a la vida nocturna o al vicio, el recuerdo y el olvido, el regreso a un espacio de dicha –la infancia, la juventud, el primer amor, un triunfo–, por lo general, imposible de recuperar. Resulta difícil enumerar todos los temas abordados por los poetas del tango: son numerosísimos. Sus letristas parecen querer describir todos los aspectos de una realidad que la poesía culta ha solido desdeñar: la crisis económica, la vejez, la protesta, el fútbol, el carnaval, las carreras, el café, el misterio de Dios, los viejos amigos, etc.
Después de Contursi las letras de tango empezaron a contar historias sentimentales y tristes. Pero a partir de 1926, año en el que debutaron como poetas tangueros Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo, las historias que se narran empiezan a dejar atrás el ambiente de la noche y del cabaret, y se meten de lleno en los ambientes diurnos y cotidianos y en la realidad social. De a poco se van relegando las letras con la lección moral de la milonguita. Así entran en el mundo del tango el violinista ciego, el carrero, el carnaval, el conventillo, el circo, el barrio, el ambiente del puerto, donde los inmigrantes se lo pasan añorando su suelo natal.
Durante las décadas de 1930 y 1940 nada en la ciudad era ajeno al tango. La orquesta de Juan D'Arienzo marcó la aparición de un nuevo estilo, muy adecuado para el baile, y el éxito fue descomunal. La juventud, que había empezado a volcarse a otros géneros como el foxtrot, la rumba y el bolero, fue nuevamente captada por el tango. Con D'Arienzo el tango retomó en parte su alegría inicial. Surgieron entonces decenas de orquestas, lo que daría lugar a la década de oro de 1940. Después de haber nacido como una música de jóvenes para jóvenes, y de haber sido finalmente aceptado musicalmente por las capas media y alta de la sociedad, había llegado el momento de su mayor apogeo.
El tango no sólo representaba a los que a fines del siglo XIX y comienzos del XX eran jóvenes, quienes prácticamente habían nacido con él, sino también a las nuevas generaciones. Se daba con el tango lo que tal vez podría suceder hoy en un concierto de los Rolling Stones o –para no ir tan lejos– de Charly García o Luis Alberto Spinetta: niños, jóvenes, adultos y viejos compartían esa música, esa danza y esa poesía. La conjunción de estos tres elementos constituían un horizonte común, se forjaban como una tradición y se vivían y sentían como una Weltanschauung propia. El tango estaba en todas partes: en los diarios y en las revistas, en la radio, en el cine, en cada café, en cada restaurante y en cada lugar de diversión.
Estas décadas de apogeo del tango coinciden con el ascenso social de la clase obrera propiciado desde el gobierno por el presidente constitucional Juan Domingo Perón, hasta que en 1955 fue derrocado por militares golpistas, cuando promediaba su segundo mandato democrático. A partir de 1955 el tango comenzó su decadencia. ¿Será una casualidad?
Reflejo de una cosmovisión particular, durante casi todo el siglo XX los habitantes de Buenos Aires fueron a buscar el tango que interpretara o contara lo que a ellos les estaba pasando. Incluso es habitual todavía que se apele al corpus de las letras de tango para expresar verdades plenamente validadas por el imaginario social. De este modo se acepta y se repite a diario que “el que no llora no mama / y el que no afana es un gil” (Cambalache, E. S. Discépolo), que “la fama es puro cuento” (Mi vieja viola, S. Frías-H. Correa) o que “la vida es una herida absurda” (La última curda, Cátulo Castillo).
Son estos verdaderos éndoxa, opiniones reputadas y a esta altura indiscutibles. El habitante de Buenos Aires busca también en las letras de tango fórmulas para la vida. Así en el amor “primero hay que saber sufrir, / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamientos...” (Naranjo en Flor, Homero Expósito).
En todo el siglo XX no hubo en el mundo una canción popular que ofreciera una reflexión tan profunda acerca de la condición humana. Ni el rock, ni el blues, ni el bolero. Ninguna. Ernesto Sabato lo dice al comienzo de Tango, discusión y clave:
Un napolitano que baila la tarantela lo hace para divertirse; el porteño que se baila un tango lo hace para meditar en su suerte (que generalmente es grela) o para redondear malos pensamientos sobre la estructura general de la existencia humana. (Sabato, 1963: 17)
La pervivencia de este legado depende de nosotros, y cuando digo «nosotros» me refiero específicamente a los profesores de literatura. Ninguna otra creación artística puede dar tan bien cuenta de cómo vemos el mundo, de cómo pensamos y de quiénes somos.
Prof. Oscar Conde
IES Nº 1 – Universidad de Buenos Aires
Academia Porteña del Lunfardo