No admite duda que la presencia en La Habana del Duque de Windsor, en compañía de su esposa, la norteamericana Wallis Simpson, acaparaba siempre la atención de los cronistas sociales y de los fotógrafos, aunque como él mismo dijera: “Vengo por una razón muy simple: a jugar golf”.
Lo cierto es que la llegada de un rey a la Isla era noticia por sí sola, aunque en su caso hubiera tenido un reinado muy breve: desde enero de 1936 hasta diciembre de ese mismo año. Sin embargo, lo que le dio celebridad a él en todo el mundo fue precisamente su renuncia al trono por una mujer, Wallis Simpson, por cuyo amor Eduardo VIII de Inglaterra, primogénito de Jorge V, pasó a ser simplemente el Duque de Windsor.
Todo comenzó cuando Eduardo VIII hizo público su propósito de contraer nupcias con Wallis, lo que le pareció inadmisible a la realeza británica que no aceptaba en modo alguno como reina consorte a aquella plebeya norteamericana, que para colmo de males era católica y divorciada en dos ocasiones, opinión que fue compartida en pleno por el Gobierno de Londres y por la Iglesia Anglicana.
Así pues al infeliz enamorado no le quedó otro camino que escoger entre su amada y el trono. Lo que sobrevino después es harto conocido. Apenas diez meses de que el Arzobispo de Canterbury le colocara la corona en la Abadía de Westminster, abdicaba Eduardo a favor de su hermano, quien ascendió al trono como Jorge VI y es el padre de la actual reina Isabel. El ex rey marchaba al extranjero.
Para muchos aquella era una historia de amor única, que eclipsaba a la más romántica de las novelas rosas escritas hasta entonces, aunque, en honor a la verdad, algunos de los entendidos en el tema aseguran hasta hoy que su renuncia tuvo un trasfondo político.
En Francia se celebró la boda, a la que asistieron apenas treinta y tantas personas. De más está decir que miembro alguno de la familia real asistió al enlace. Cuenta el colega Ciro Bianchi Ross que cuando se le preguntó al novio si deseaba contraer matrimonio con la Simpson, Eduardo, de 42 años, respondió con un sí tan fuerte y rotundo que asustó a no pocos de los convidados.
Eduardo y Wallis no tendrían hijos. En varias ocasiones visitaron La Habana, donde se alojaron, según se dice, siempre en el Hotel Nacional, donde dejaron muy gratos recuerdos.
Se dice que estuvieron aquí por primera vez cuando, en los días de la Segunda Guerra Mundial, el Duque fue nombrado Gobernador General de las Bahamas.
Volverían en abril de 1948. Elegante, delgado y rubio, con algo más de 50 años, espejuelos, calzado de dos tonos y fuertes deseos de jugar golf era la imagen del noble visitante, quien devino entonces noticia de primera plana.
La revista Bohemia colmaba una de sus páginas con el quehacer del ex rey en la lujosa residencia del señor Frank Steinhardt, donde el aristócrata inglés degustó del muy criollo lechón asado y saboreó una taza de café carretero. Entre los asistentes a esa jornada sobresale Ernest Hemingway, quien para no variar, aparece con pantalones cortos y aspecto desaliñado.
En marzo de 1954 arribaban nuevamente a la capital cubana los Duques de Windsor. Eduardo participaría entonces en un torneo de golf celebrado en uno de los más aristocráticos clubes habaneros. Que se conozca, el ex monarca y su esposa llegaron a Cuba por última vez en marzo de 1955. Otra vez el Duque dedicó su tiempo a jugar golf.
Como es de suponer, la aristocracia criolla festejó invariablemente a quien algunos cronistas llamaron El Príncipe Azul.
Por cierto, en el interesante libro Revelaciones de una leyenda, de Luis Báez y Pedro De La Hoz, se recogen algunos recuerdos de los empleados del hotel Nacional sobre las estancias en esa instalación de Eduardo y Wallis.
“El Duque era un hombre amable, elegante, con una sonrisa a flor de labios que contrastaba con el aire de tristeza de su mujer… Por suerte en aquellos años no se habían puesto de moda los paparazzi, porque si no hubiera sido imposible contener al enjambre de fotógrafos de las revistas del corazón… Ellos, muy dispuestos a atender a la prensa en el hotel… no eran dados a la publicidad. Cada vez que cualquiera de nosotros se cruzaba con uno de ellos, tenían una atención, una reverencia, un gesto. Al Duque nunca se le escuchó la menor queja”.