LA HABANA, Cuba, diciembre, www.cubanet.org -Todo cubano mayor de cuarenta años recuerda aquellos hotelitos, más o menos precarios, adonde se escapaba con su novia o quizás con la novia de otro, y también con la esposa, suya o ajena. Primeramente, los denominaron “Albergues INIT”, porque eran administrados por el entonces nombrado Instituto Nacional de la Industria Turística (INIT). Sin embargo, los cubanos les pusieron el nombre por el cual siguen siendo recordados: posadas.
Entonces alquilar una habitación en el Hotel Habana Libre costaba alrededor de 22 pesos la noche. Pero en la época de “la burbuja del bienestar CAME”, 22 pesos tenían algún valor y eran difíciles de conseguir. Así que la mayoría de los hombres buscaban el modo de convencer a sus potenciales o estables parejas para ir a una posada.
Generalmente, las chicas le hacían cierto rechazo a la idea. Si era muy joven, tenía miedo de ser reconocida por alguien del barrio o la escuela. Si era adulta, ponía reparos, por la falta de higiene en las habitaciones y por los huecos en las paredes. En una cola para alquilar el servicio de alguna posada, los usuarios no se miraban las caras.
Los fines de semana se hacía muy complicado conseguir habitación en una posada. Pues las filas para hacerlo eran largas y tediosas. De modo que muchos pagaban diez o incluso veinte pesos a los empleados para que les permitiesen entrar violando el orden.
El posadero manejaba aparte dos o tres habitaciones para alquilarlas a quienes pagaban el sobreprecio. Como valor añadido, existía la posibilidad de que el colchón, la cama y la sábana fueran nuevos, o al menos estuvieran limpios. Por lo común, la habitación tenía un pequeño baño donde nunca había agua. A un costado, dentro del baño, se hallaba un recipiente más o menos idóneo para colectarla. El líquido se buscaba al final del pasillo, en un tanque, o, con suerte, se extraía de un grifo.
Quien se lanzaba a la gran aventura de sábado para domingo en una posada, sin estar debidamente preparado, podía correr ciertos riesgos. Hay quien tuvo que lidiar con una habitación cuya cama estaba sostenida por cuatro ladrillos, cada uno en un extremo. También era común el encontronazo con el colchón con más huecos que el paisaje lunar. Y era latente el peligro de infectarse con cierta clase de insectos francamente indeseables: ladillas. Igualmente, era recomendable revisar las paredes y en especial la puerta. Los huecos y los correspondientes mirones parecían formar parte del inexistente servicio al usuario.
Anécdotas sobre las posadas hay muchas. En lo personal, recuerdo una que me sucedió estando en un pequeño motel conocido como “Las Casitas de Vía Blanca”. Era el horario del mediodía y todo parecía muy tranquilo. Yo estaba en mi habitación, en la cama, mientras ella estaba en el baño. De repente, escuché el frenazo de un auto a la entrada del motel. Luego, se oyó la voz de un hombre que gritó: “Sal, descarada, que te voy a matar como a una perra, los mato a los dos”. Y a continuación, sonó un disparo.
Salté de la cama y mire con cuidado a través de las persianas, pero no podía ver al individuo. Casi al unísono, escuché varias voces, desde distintas habitaciones, que le pedían al hombre que se calmara, cada cual pensando que el problema era con él. Entonces miré a la muchacha que casi acababa de conocer, y ella se apresuró a decirme “No te preocupes que yo estoy bien soltera y sin compromiso”. A fin de cuentas, el hombre fue desarmado por la policía. Y al parecer, su esposa y el amante no estaban allí.
Desde mediados de la década de los ochenta, el servicio de las posadas empeoró aún más, al tiempo que empezaban a escasear. En la década de los noventa, colapsaron los planes de construcción de nuevas edificaciones. La “burbuja del bienestar CAME” se vino abajo junto con el muro de Berlín. Rápidamente, los antiguos albergues INIT se convirtieron en casas de vivienda para damnificados por ciclones y derrumbes.
En la posada Venus, cercana a la terminal de trenes, los nuevos inquilinos pusieron un cartel aclaratorio: “Esto ya no es una posada, aquí viven familias”. Así, de esa forma y sin mucha fanfarria, se acabó la era de las posadas en la capital de Cuba. De manera que hoy, quien necesite hacer lo que hacíamos en ellas, puede escoger entre la escalera de un edificio, una calle oscura, un parque, un automóvil, o la playa con el agua al cuello.