El periodista Antonio Morales viajó por la capital financiera y económica de China.
Hay veces que uno viaja para dejar impregnar los sentidos libremente y en desorden; para dejar que las imágenes, los sonidos y demás entren en los cajones de la memoria a su antojo y se instalen como trazos a mano alzada. Así es la dromomanía, el ansia de andar que a veces se reduce en la inquietante sentencia de “quiero estar donde no estoy”. Ir, andar con destinos que cambian en la medida del deseo inmediato, para perderse en sí mismo, en los laberintos sugerentes de la marcha y dar con lugares imprevistos, no planeados. Suelo viajar así, guiado por los vientos inestables del azar.
Pero esta vez mi destino era preciso. Quería ir a Shanghái para rodar libre y aleatoriamente, pero con el propósito de observar, entender, asimilar lo que significa en China y en el mundo contemporáneo este delirio de ciudad. Fui a eso y a tratar de contar de qué está hecha, qué sueña y, en últimas, cómo creo que es esta capital económica del nuevo imperio, sede de los futuros dueños del mundo (¿o ya?), lugar simbiótico que funciona al ritmo sincopado del comunismo capitalista.
Allí donde más que en cualquier otra ciudad se venera y rinde culto al futuro que crece en un presente de grúas en incesante tráfago, que llega tan rápido como suben a diario los rascacielos, al punto que a veces se duda si en Shanghái uno está en ese siempre fugitivo presente o habitando el futuro. Ciudad donde todo es posible, hasta lo más antagónico, como el neoliberalismo leninista, la dictadura democrática o la convivencia del Tercer Mundo talla XXL.
China es un país institucionalmente comunista, autoritario. Una dictadura que ya no obedece al sentido clásico del término. Todo cambió desde 1976, con el fin definitivo de los horrores de la Revolución Cultural, emprendida desde 1966 por la viuda de Mao, Jiang King, junto con la llamada ‘Banda de los 4’, tres de los cuales eran radicales comunistas de Shanghái. Estos años de ultrarrepresión en la política y en las costumbres, esta era desquiciada del autoritarismo, sectarismo y vandalismo terminó en 1976 con la detención de la banda y la llegada al poder, dos años después, del reformista Deng Xiaoping. Pero el proceso de las reformas y la apertura fue lento e intrincado. La caída del comunismo en la URSS implicó en China el abandono paulatino de no pocas tesis marxistas leninistas y, desde luego, Shanghái estuvo a la vanguardia de los cambios, al punto que, en 1990, Deng decidió que la ciudad sería la punta de lanza del nuevo progreso, que incluía la economía de mercado.
La amiba más glotona
Desde entonces, la Perla de Oriente retomó gradualmente sus ínfulas de emporio comercial y en apenas 20 años se convirtió en una megaurbe ultramoderna, sin perder su herencia física y cultural de metrópoli poscolonial. El fin de la austeridad disparó la modernidad y las libertades cotidianas que hoy hacen de Shanghái una gran isla más o menos libre en el contexto chino. Sobreviene la desaforada prosperidad y el crecimiento se instala en las mentes como destino de todos. Las grandes fortunas crecen a la vista, Shanghái vuelve a ser el mayor puerto de Oriente y la galopada del capitalismo salvaje se toma la cotidianidad.
La Shanghái de hoy sigue creciendo como una amiba glotona que traga, produce, trabaja y comercia. Si China es comercio, Shanghái es el ventilador capitalista del motor productivo que está atrás, en la otra China, llena de explotación y desigualdad.
Más que en otros lugares de China, en Shanghái se aprecia como fuerza esa ‘imposible’ hermandad entre comunismo y capitalismo. Si bien sus 24 millones de habitantes están sometidos a las severidades de un Estado central, que traza los destinos administrativos, políticos, educativos y hasta comerciales; en Shanghái la gente no pareciera estar sometida a un régimen dictatorial que desde las bambalinas del poder controla todo, salvo el negocio, ¡ni más ni menos!
Pueden darse muchas restricciones, pero ninguna para hacer dinero, mercadear, producir, vender y crecer. Shanghái aporta una gran parte del crecimiento chino, que puede llegar al 10 o más por ciento anual (aunque el año pasado bajó a 7,6). Ni en la economía ni en las costumbres se siente en modo alguno la dictadura. Aunque de puertas para dentro, en los edificios estatales es el poder del Partido Comunista el que decide todo.
La hoz y el martillo sobre el banco
El contexto objetivo de la vida política es claro: no hay partidos diferentes al comunista. No hay elecciones libres. No hay prensa independiente. La oposición sigue siendo fuertemente reprimida en la zaga de lo ocurrido en la plaza de Tiananmen. Y en colegios y escuelas, niños y jóvenes portan las pañoletas de pioneros o de juventudes comunistas. Internet se utiliza para negociar, para saber del mundo, pero Twitter, Facebook y Youtube simplemente no existen, están totalmente censuradas. Esas libertades en la vida diaria y en las costumbres no son aún pasto de la apertura comunista.
Para entender todo más fácilmente y de manera cuasimetafórica, basta levantar la vista sobre los apoteósicos edificios del siglo XIX de la zona del Bund (la ribera izquierda del río Amarillo) y las faraónicas construcciones de hoteles, casonas y firmas comerciales de las colonias francesa e inglesa. En los tejados de los bancos nacionales y extranjeros, en los techos de las grandes compañías chinas y occidentales, ondea la bandera roja del comunismo, pero en sus entrañas se desatan todos los negocios y las barbaridades del neoliberalismo. Mientras la bandera roja protege los bancos, en no pocas ciudades chinas millones de obreros viven en condiciones no muy lejanas a la esclavitud trabajando para Apple o Nike con el visto bueno del poder central. Mientras no les toquen sus ventajas de nomenclatura, corrupción y burocracia, los líderes chinos comunistas dejan que buena parte de su pueblo sea explotado por las grandes fábricas occidentales, las maquilas y la tercerización. Avatares del socialismo neoliberal.
A pesar de que el comunismo gobierna, sus signos históricos visibles poco a poco se van borrando. En Shanghái hay que buscar bastante para encontrar alguna estatua de Mao en medio de intrascendentes monumentos al pueblo. Me tocó hurgar en un parque escondido en medio del barrio francés colonial para poder ver unas discretas estatuas de Marx y Engels. Y ansioso de ver lo que en mi juventud significaba la risible propaganda del estado maoísta, busqué el llamado Museo de la Propaganda. Funciona en un sótano húmedo de una barriada, donde se exhiben y venden los afiches y pósteres de 40 años de comunismo, casi en la clandestinidad. No pude dejar de comprar algunas muestras kitsch y deliciosas del realismo socialista, con puños en alto y la alianza de campesinos, obreros y soldados del Ejército Rojo. Pero, como en este museo, las trazas del comunismo en Shanghái van desapareciendo al tiempo que el Partido sigue mandando. Paradoja, caricatura de esa Shanghái de la hipermodernidad que guarda en sus entrañas su historia colonial, revolucionaria y de contrabandistas.
En medio de esa sincrética mescolanza entre comunismo y comercio, se desata la más desaforada adicción al crecimiento, la pasión por la grandeza en el sentido del alma y de lo físico. Basta ver la ribera derecha del río Amarillo, donde creció la zona de Pudong con siete millones de habitantes en apenas 20 años, en la que se ven los espectaculares rascacielos y edificios de una arquitectura lanzada y loca. Y quieren crecer más, quieren aumentar su vicio de monumentalismo y reforzar la herencia histórica de sus milenarias dinastías y su condición de imperio de Oriente, hoy hecho real en el mundo, al punto de que la prensa europea de nuevo se refiere a ‘las dos grandes potencias’: gringos y chinos (esta vez sin soviéticos). En competencia por la dominación física y económica del mundo.
Pero no todo es acero y cristal. En no pocas barriadas de Shanghái y aun en la deliciosa ciudad vieja, donde se conjugan los milenios de la China profunda con los centros comerciales, convive el primer mundo con los tugurios, los jóvenes a la moda y repletos de teléfonos y tabletas, la mendicidad y el rebusque en las canecas.
Educación comunista, pero…
En Shanghái el comunismo está en el poder político, pero no en la cultura ni en la cotidianidad comercial y social. La gente de la ciudad está tan globalizada como un berlinés o un bogotano. Claro que la escuela es pura ideología, pero los educan como comunistas para que vivan en el capitalismo. Hasta el punto que, andando por Shanghái, uno siente que es el comunismo el que está censurado en el día a día. Y a la gente de Shanghái parece que no le importa la política, es decir el capitalismo sin democracia, sin libertades, mientras pueda hacer dinero, empresa y sobre todo consumir de manera demencial. Shanghái: una poscolonia pujante que se vuelve colonialista a punta de comprar medio mundo y de venderle todo al planeta.
Así se está gestando un superindividualismo enfrentado a una realidad en la cual persisten los valores del colectivismo y la solidaridad heredados del comunismo. Es fácil apreciar cómo la brecha generacional es enorme en la vida de una ciudad sustancialmente joven. Es notorio que dentro de esta ambivalencia que separa las generaciones mayores que vivieron el comunismo y los jóvenes nacidos a principio de los 90, hay dos grandes nichos demográficos, políticos, culturales y económicos. El de los mayores de 30 años y el de millones de jóvenes que no conocieron las restricciones y que han crecido y viven exultantes dentro de este raro capitalismo. A los jóvenes poco parecen interesarles las definiciones políticas ni el destino de las libertades, pues se acomodan con toda facilidad a un modus vivendi en el cual tienen trabajo y alta capacidad de consumo. Viejos y jóvenes parecen estar establecidos cada cual en su territorio cultural, físico y mental. Y resulta alucinante ver cataratas de jóvenes y adolescentes tomarse todos los puestos de trabajo, las modas, los destinos, la conciencia colectiva. Es tan específico el nicho de cada uno, que hasta los solteros y los casados poco se mezclan en bares o restaurantes. Unos y otros se distancian como si pertenecieran a razas distintas. Los ‘sardinos’ van conectados a sus aparatos, escriben frenéticos con sus pulgares en los teclados de los celulares o tabletas. Se les nota una fuerza, una energía vital propia de quienes están contentos y orgullosos del futuro que van construyendo.
El continente de los hijos únicos
Desde hace varios años las leyes en materia demográfica son drásticas. Los chinos solo tienen derecho a tener un hijo, salvo en excepciones de personas que demuestran tal solvencia, que se les otorga el derecho a una familia más grande. Es así como se ha dado la consolidación de la pareja moderna y prototípica con un solo hijo. Y en Shanghái la norma se cumple de manera radical. De tal modo que se está gestando una sociedad y una ciudad de hijos únicos, de hijos reyecitos y princesitas supercuidados, superconsentidos. ¿Qué puede dar eso en el futuro? Sin duda, resultados positivos en el control demográfico, pero interrogantes en la sicología de los individuos y de las masas.
Ya llega una generación de hijos únicos solamente. La mezcla de normatividad estatal en la materia, autoritaria pero necesariamente coherente en vista de la cantidad de chinos, ha llevado a situaciones tan fuertes como la selección de fetos, privilegiando el nacimiento de varones, en Shanghái como en toda China. La población infantil de niñas (asumidas como reproductoras potenciales) ha disminuido drásticamente. Y se ha convertido en moda: ‘Chévere tener niños. Las niñas son un problema nacional’. Al punto de que en no pocas regiones y aun en la hipercivilizada Shanghái, se ha recurrido no solo al aborto, sino al infanticidio de niñas. La familia nuclear son tres y punto. Niños fundamentalmente llorones, necios y consentidos.
En cuanto al papel de las mujeres, no se nota demasiado, como en Occidente, la subalternidad ni la diferencia de género en la vida y en lo laboral; tremenda en el tercer mundo. Las shanghaianas no se dejan. Se les ve rebelarse, contestar, y son expertas en gritarles en la cara a los tipos las cosas sin tapujos.
Como no me resulta fácil hablar de los hombres, puedo confirmar que las mujeres en Shanghái son bellas, lejos de ese preconcepto de que las chinas son pequeñas. Hay enormes muchachas en todo sentido. Usan en sus ropas de invierno colores francos, fuertes, vivos. La persistencia del pelo largo es enorme, muy poco pintado, maquillaje casi inexistente y cero perfumes. ¿Quizás una herencia de la austeridad comunista? Hay una desplegada electricidad femenina.
El barman más meticuloso
Hay en la joven Shanghái que transita por la villa histórica y milenaria una fuerza de progreso incontenible. Viven los jóvenes y los menos jóvenes una cultura del trabajo heredada de los milenios y del comunismo, y aumentada por las necesidades de la producción capitalista. Con esa fuerza laboral, esa disciplina, es con lo que están conquistando el mundo. Como la del barman del Peace Hotel, un joven de no más de 20 años que se demoró 20 minutos para preparar un Dry Martini, como si estuviera haciendo una obra de arte en porcelana. Verlo ya era un espectáculo y el resultado, excelente. Si hacen todo con la misma aplicación como la del joven de los cocteles, es seguro que acabarán por dominar totalmente la Tierra.
Por todos lados aparecen las ganas de hacer bien las cosas, de no ser mediocres, de ganar mucho pero no engañar, de no estafar, porque hay que vender y son los buenos productos los que se compran. Ética del trabajo y la producción al servicio de la acumulación descocada de yuanes. El resultado de la economía y el crecimiento han conducido a la existencia de una enorme clase media pudiente y prepotente que, como una marejada, arrasa con los productos que sistemáticamente son renovados en los comercios. Una clase que bien puede ser también obrera, pero que vive al lado de un proletariado más pobre, más bien marginalizado, que sobre todo resiste dentro del subempleo como en cualquier Bombay o Medellín.
Con el pasado parcialmente borrado en Shanghái, la hipermodernidad es juventud, es futuro, electrónica. Salta a la vista la vieja cultura en la música, en la comida, infinita en toda esquina, chinos desde siempre, pero modernos a ultranza. Pop chinos.
No se siente uno en Shanghái fuera del mundo, como en India. La organización es la misma de Occidente, con las mecánicas neoliberales de competencia, de desafío, de crecimiento. El mundo de los servicios es similar, la globalización de las marcas, los almacenes, mezclado todo con lo profundo, con lo ignoto que subsiste.
Por el lado de la represión y la seguridad, la Policía es invisible, desarmada. Shanghái está repleta de videocámaras, segurísima, inquietantemente fresca. Esta seguridad puede ser producto de una severidad extrema, comunista, autoritaria. Escanean todo bolso en el metro, en una ciudad donde no hay amenazas terroristas. Prevalece el sentimiento de defensa heredado de las dictaduras, de represión. A eso hay que agregarle la severidad de las penas, que van hasta la de muerte. En síntesis, en Shanghái no hay miedo.
La arquitectura de la ciudad vieja y la nueva recurrentemente va de lo kitsch y lo extravagante a lo muy logrado. La historia de la ciudad está inscrita en piedras, ladrillos, acero y cemento. Viendo sus viejos edificios del Bund o de la calle Nanjing, la ciudad es un libro abierto. Concesión francesa, ciudad vieja, parte inglesa, Pudong ultramoderna. Todo avasalla, hace abrir la boca. En medio del cúmulo de épocas y estilos, hay una personalidad e identidad muy fuertes. Shanghái es una ciudad mundo. Todo puede ser de cualquier lado, pero sigue siendo Shanghái, una ciudad europea por segmentos, pero en cada esquina emerge China. Las dos opulencias, las dos riquezas. La arrogancia de los ingleses, ahora en competencia con algo tan desmedido como el distrito de Pudong que en su monumentalismo, no llega a ser símbolo de poder o potencia sino de audacia, de energía, de desafío. La audacia es lo que ha hecho poderosa a la gente de Shanghái en ese capitalismo, en todas las acepciones consentido por el comunismo. Una ciudad donde sobreviven los ábacos al lado de los Ipad. Hay mucho de ciencia ficción en Shanghái, un futuro casi de caricatura, de cine. No lejos de Disney o Hollywood, una urbe donde la modernidad puede ser una cartera Vuitton o una vieja borla de lana en el pelo.
Una sociedad que ‘no se deja’
La gente de Shanghái es fundamentalmente habladora. Los hay en buen número gritones y de buen humor. No tienen problema para discutir e insultarse en la calle, pero jamás llegan a la violencia. La gente ‘no se deja’; incluso, protesta con vigor frente a las instancias gubernamentales.
La sexualidad hacia afuera es más bien contenida, un poco invisible por tradición. Pocos besos callejeros, pocos abrazos. Sigue siendo una sociedad quizás más íntima en lo erótico. Pero, desde luego, con la apertura está de regreso la profesional e histórica prostitución. A vuelo de pájaro, Shanghái es una ciudad muy heterosexual, lo gay es poco visible.
La moda está relativamente globalizada, pero a primera vista, porque si uno se detiene a observar sobreviene la locura del vestido. Los hombres en todas las capas de la sociedad buscan estar bien vestidos en una moda uniforme y sobria, pero siempre con el toque chino, bien sea en la bufanda o el gorro. El reloj es muy importante; es casi que un elemento erótico. Ellas, con sus colores o colorinches, son capaces de mezclar lo que sea, lo que en Occidente sería de mal gusto, pero allí resulta alegre, divertido, estético e interesante. Nada de pelo largo en los jóvenes. Solo los mendigos. Por allá no ha pasado nuestra cultura ‘hippie’-muisca.
En la religión parecen bastante escépticos, pero la fe y la piedad son notorias en los templos, bien sean taoístas, budistas o confucionistas. No se siente fervor ni locura. A veces uno los ve en los templos como de paseo.
El hecho de ser tantos los convierte en una cultura de hormiguero, de rebaño, pero todo ello igualmente aumenta la necesidad del individuo para tener identidad, para ser distinto. Es curioso ver cómo en una estación de metro la gente se mete en largas colas en una entrada, porque todos están allí, porque van hacia la miel, mientras otra entrada está vacía. Con ganas de individualismo, pero siguiendo la masa de siempre, aun a sabiendas de que van más lento. Sorprende la homogeneidad racial: solo hay chinos en sus variedades; sin embargo, se ven las diferencias con la gente campesina pobre o los miserables grupos étnicos de las minorías nacionales.
Aun así, uno los ve orgullosos y llenos de fuerza, porque se sienten del Imperio que han sido. Shanghái es el centro del mundo y todo lo demás es periferia. Siempre fueron el centro demográfico y son ya el centro económico. Lo saben, lo viven.
Antonio Morales Riveira
Reconocido periodista, guionista y viajero. Dice sufrir de una enfermedad mental llamada dromomanía: la obsesión patológica por trasladarse de un lugar a otro. Siempre que viaja hace crónicas.