Tengo un buen trabajo. Buen sueldo, puesto garantizado, no implica gran esfuerzo físico ni un horario excesivo. El problema, no hay nada perfecto, es que me aburre. Mucho.
Tanto me aburre, que en cuanto esta mujer empieza a hablar tengo que recurrir a todo mi entrenamiento, que no es poco, para mantener incólumes los músculos faciales y no dar un respingo. Lo más sorprendente del caso es que de su boca no sale el revoltijo habitual de lugares comunes y medias verdades. Dice cosas distintas, ciertas y enteras. Empieza lamentando, con naturalidad, que no se hayan atendido sus peticiones de fijar la comparecencia a una hora menos tardía, ya que no vive en Madrid y eso la obligará a pernoctar, es decir, a tener más gastos. Y mientras lo dice mira a los parlamentarios para que entiendan el trasfondo: "Para mí el coste del hotel no es irrelevante, como para vosotros, o como para la gente a la que soléis traer aquí; verbigracia, el representante de la banca que me ha precedido. A vosotros os lo paga el contribuyente, los otros disponen de bolsillos bien profundos. Yo sólo tengo el mío, que no lo es, y el de una plataforma ciudadana que tampoco puede tirar cohetes".
Simpatizo con ella al instante por ese acto de franqueza, tan infrecuente en un país donde gusta tanto el dinero que se ha extendido un peculiar pudor a la hora de reconocer su falta. También me gusta su nombre: Ada. Me recuerda a mi admirado Nabokov, y su Ada o el ardor. Sí, no se extrañen, los ujieres podemos ser personas leídas. Aprobamos una oposición dura, y luego son muchas horas escuchando naderías: ayuda mucho tener un arsenal de lecturas para reflexionar sobre ellas, incluso rememorar pasajes, mientras uno soporta discursos plúmbeos.
Pero cuando ya me gana por completo es en el momento en que reconoce que ha estado a punto de lanzarle un zapato al compareciente que la ha precedido, y que ha venido a exponer las bondades del sistema que arroja a la calle, tras entramparlas de por vida, a las personas a las que esta mujer representa. No lo ha hecho, explica, por el solo motivo de que eso le habría impedido hablar a continuación. Y de pronto me la imagino, poniéndose en pie y cercenando de un zapatazo el blablablá inerte y acartonado del portavoz bancario. Habría sido el acontecimiento más sensacional registrado en esta casa desde la entrada de aquel tipo con tricornio, bigote y pistola, de infausta memoria. Yo, que por edad no llegué a vivir aquello, habría tenido por fin alguna aventura memorable que contarles a mis nietos.
Lo confieso: desde ese instante tiene toda mi atención. Y me rinde a sus pies cuando llega al meollo de su discurso y, con un verbo contagiado de la claridad de las ideas que lo sustentan, razona que lo que aquí ha habido es una estafa colectiva, la generación de un espejismo en multitud de personas desprevenidas, que creyeron de buena fe lo que gente más avisada les dijo. De un lado, quienes según ellos mismos sabían de finanzas, y bajo cuyas argumentaciones tóxicas se emboscó un enjambre de jugadores de ventaja listos para pillar el dinero y echar a correr. De otro, los mismísimos poderes públicos, desde el último alcalde, enfebrecido por recalificar todo lo recalificable para recaudar impuestos sobre las obras y financiar sus quimeras municipales (o su plan de pensiones, en el peor de los casos), hasta toda la ristra de ministros de Hacienda que empujaron a la ciudadanía a comprarse casas con la desgravación en el impuesto sobre la renta. Todos, cual aciagos flautistas de Hamelin, atrajeron a la pobre gente a la fosa del ladrillo. Y ahora, cuando la gente está ahí abajo atrapada, van y les echan paletadas encima.
La veo irse y sueño con que un día, antes de que me jubile, voces como la suya sean aquí la regla y no la excepción.