Una broma cara
El emperador de la Dinastía Zhou, You Wang, tenía una
concubina favorita llamada Bao Si.
Era preciosa y muy delicada, de incomparable hermosura.
Pero no sonreía nunca.
Quizá precisamente por la eterna melancolía y la seriedad
impasible de su cara parecía más bella y eclipsaba a las demás
damas del palacio que siempre trataban de congraciar al
emperador con la sonrisa más dulce del mundo.
El monarca estaba profundamente enamorado de la
melancólica mujer, tratando de deleitarla con todo lo que
podía, a fin de ver una sonrisa en su cara.
Le regaló seda y joyas, la acompañaba en suculentas cenas
con música y baile, le contaba chistes de todos los colores,
pero nada podía hacerle sonreír.
En el esfuerzo de llenar el abismo de su amargura, el
monarca le concedió la mayor distinción nombrándo la Primera
Dama del Imperio Zhou, pero resultó también en vano.
Obsesionado por ver al menos una moderada expresión de
dulzura, el emperador hizo público el decreto de pagar mil
monedas de oro a quien lograra provocar, de la forma que
fuere, una sonrisa de su enamorada.
Desfilaban entonces ante la inmutable seriedad de la dama
los mejores cómicos que podían matar de risa a cualquiera,
y los lisonjeros más hábiles que podían ruborizar las fibras
nerviosas más insensibles. Pero nada ni nadie, ni siquiera la
exposición de las cosas más exóticas del mundo, podían
borrar la tristeza de su expresión.
Al ver la desesperación del emperador, se presentó un día
un ministro servil y adulador, diciendo que tenía una artimaña
infalible para provocar la son-risa de la mujer más bella del
mundo. Quería gastar una gran broma a los generales del
ejército de los reinos y condados federados ante la
presencia de la Primera Dama.
Había en aquella época unas atalayas a lo largo de unos altos
muros de defensa, que servían para enviar señales de
emergencia ante cualquier invasión enemiga. Para convocar
al ejército, se encendía leña en esas altas plataformas para
que la luz del fuego comunicara la proximidad del enemigo.
Si era de día, quemaban el excremento seco de lobos que
producía una columna de intenso humo, cumpliendo el mismo
objetivo.
Las tropas del imperio acudían rápidamente para combatir
contra los agresores. Era un sistema de comunicación
exclusivamente reservado en caso de guerra.
Pero esa noche, el emperador y su dama se sentaron en la
puerta este de la capital, en medio de luces, manjares y
música.
El ministro adulador ordenó prender fuego a la leña de la
primera atalaya en señal de guerra. Pronto apareció fuego
en otras atalayas, sucesivamente.
Las tropas del imperio no tardaron en llegar, conducidas por
veloces caballos y rápidos carros de guerra, al mando de
enérgicos generales.
Pero, cuando llegaron, se extrañaron al comprobar que
ningún ejército enemigo estaba atacando la capital.
Mayor fue su sorpresa cuando vieron la sonrisa que
iluminaba la bella cara de la complacida concubina y las
carcajadas del monarca. Los generales se retiraron
indignados. Así logró el emperador Zhou ver la primera
sonrisa de su bella dama. Pero eso le costó todo un imperio:
se produjo una verdadera invasión enemiga al cabo de unos
meses y ningún general acudió creyendo que se trataba de
otro capricho de la corte para hacer sonreír a la
" Primera Dama".