El ocaso del rey de las esmeraldas
Por
KienyKe
El cáncer hizo lo que las balas no pudieron, postrar en una cama al ‘zar de las esmeraldas’ amenazando con matarlo. Los guerrilleros y paramilitares buscaban balearlo, las autoridades, encarcelarlo, pero, según rumores de los habitantes del occidente boyacense, Carranza no ha muerto ni está preso porque está rezado.
En el occidente boyacense, tierra de las esmeraldas, ubicado a siete horas de la capital del país, algunos esmeralderos se cuidan con las armas y la brujería o los rezos: las balas para matar, la brujería para que nos los maten. Hay historias de hombres que no eran vistos estando frente a sus enemigos y personajes a los que no los tocaban las balas en pleno tiroteo. Dicen en la región que Carranza era uno de esos intocables, hasta cuando le llegó la enfermedad.
Hace una semana entró a la clínica Santa Fe, al norte de Bogotá, con el dolor de la muerte a cuestas. El cáncer se enquistó en su cuerpo como un enemigo silencioso hasta que le invadió la próstata y un pulmón. A Víctor Carranza, de 76 años, le tocó bajar la cabeza y entregar su vida a los médicos.
El ‘zar de las esmeraldas’ es uno de los hombres más poderosos del país. Es benefactor de candidatos y amigos de políticos. Según un artículo publicado en el portal lasillavacía.com la fortuna de Carranza alcanza los 1.000 millones de dólares. Tiene la esmeralda más valiosa del mundo, la Fura, que tiene 11.000 quilates y cuyo precio es incalculable.
Además es dueño de un millón de hectáreas de tierra, lo que equivalente a seis veces la extensión de la capital del país o la mitad de Cundinamarca. Mientras en las ciudades millones de habitantes se confinan en pequeños espacios, en las fincas de Carranza el ganado se pierde en kilómetros y kilómetros de sabana.
Detrás de las reses iba Víctor Carranza tratando de galopar en su llanura. Cuando abandonaba el occidente boyacense y las minas de esmeraldas, se internaba en sus haciendas de Puerto López o Puerto Gaitán, Meta. Montaba el tractor, se subía a los caballos o caminaba, relata Carranza en una entrevista para el diario El Espectador. Sus ojos se perdían en la lejanía con el orgullo de pensar que cuanto veía era de su propiedad.
Pasaron décadas y guerras hasta cuando alcanzó el poderío. Nació en una vereda de Guateque (Boyacá), el 8 de octubre de 1935. Cuando tenía dos años su padre falleció. El niño aprendió a usar el azadón cuando apenas sabía caminar. Él, su madre y sus cinco hermanos comían lo que la tierra les proporcionaba. A los cinco años Carranza empezó a estudiar y en las tardes se dedicaba a las labores del campo.
Al ver que los hombres escarbaban la tierra y luego compraban ropa y carro, se dio cuenta de que el estudio no valía la pena en una tierra donde todo se conseguía en el suelo. Cursó hasta tercero de primaria y no volvió a la escuela. No hizo falta saber más para abrirse paso en la vida. A los ocho años, junto con otros niños, se encaminó a las riveras de un río y se entretenía limpiando la tierra en busca de piedrecitas verdes que luego vendía a los comerciantes. Duró tres años ‘guaqueando’. A los once entró a trabajar en una mina en Chivor, cerca de Guateque.
La fiebre por las esmeraldas estaba extendida en el oriente y occidente de Boyacá (Muzo, Coscuez, Borbur, Otanche, Guateque, Gachalá y Maripí). Con la minería llegaron mujeres provenientes de varias partes de país para enriquecer la oferta femenina en los prostíbulos. Hombre que se enguacaba, o encontraba piedras de gran valor, compraba revolver, joyas y mujeres.
En 1960 un descubrimiento sobrepasó los límites de la región y se extendió por todo el país. El hallazgo de Peñas Blancas en San Pablo de Borbur: la mina de esmeralda más grande del mundo. Fue descubierta por dos trabajadores de una hacienda que encontraron gemas en el suelo y las vendieron a un sacerdote. El clérigo, como llamando a misa, propagó la noticia. El rumor de las gemas se extendió y a los pocos días centenares de personas acabaron con las provisiones de palas, baldes y picas. Aquel rumor también atrajo extranjeros que vieron en Colombia la alternativa para convertirse en millonarios. Los medios de comunicación informaron sobre la noticia, y los últimos en enterarse fueron los dueños del predio descubierto.
Carranza se encaminó a esa zona donde el Estado parecía ausente. Los mismos policías se mezclaban con los guaqueros en busca de esmeraldas. Los funcionarios públicos cerraban oficinas para escarbar. Todos eran iguales bajo el lodo de la tierra. Con la fiebre de riqueza sobrevino la guerra. La ambición tenía más valor que la vida.
Por el camino de las armas se hicieron los grandes gamonales. Víctor Carranza pasó a ser Don Víctor. En los setentas, los funcionarios de la capital del país al darse cuenta que la zona era ingobernable, abrieron concesiones para que cualquier persona explotara las minas pagando una comisión y dio aval para que los nuevos administradores crearan grupos de su defensa. Es así como se hizo un llamado al paramilitarismo.
El futuro ‘zar de las esmeraldas’ se alió con Gilberto Molina para licitar con el gobierno. La guerra en la región se intensificó cuando los mineros informales se dieron cuenta que la guaquería llegaba a su fin. Las autodefensas defendían los intereses de los patrones y los mineros defendían su trabajo. La barbarie aumentaba al igual que las arcas del Estado.
La inversión por defender la concesión minera en pagos a la vigilancia privada y comisiones por excavaciones estaba acabando con el dinero de los gamonales. En el libro ‘Los jinetes de la cocaína’ de Fabio Castillo se dice que Carranza y Gilberto Molina se aliaron con Gonzalo Rodríguez Gacha, alias ‘El Mejicano’, para comenzar un negocio rentable: el narcotráfico. Tiempo después, Carranza y Molina, viendo que podían perder las concesiones mineras por culpa del negocio de la coca, traicionaron a ‘El Mejicano’ y lo denunciaron como promotor de la violencia y el tráfico de drogas en la región.
En 1980, Gacha, adolorido por la traición, secuestró a un amigo de Carranza y lo lanzó desde un avión. En entrevista con el diario El Tiempo, el esmeraldero, con pesar en el rostro, dice que él y Molina pagaron caro el hecho de no dejar entrar a Gacha y su droga a la región. Y aclara que sus negocios siempre han sido transparentes.
El occidente boyacense estaba dividido en dos grupos, los guerrilleros, y los paramilitares liderados por ‘El Mejicano’ y los esmeralderos, por ese motivo las Farc también estaban detrás de la cabeza del ‘zar de las esmeraldas’. El desmovilizado alias ‘Humberto’, radicado en Bogotá, dice que Manuel Marulanda Vélez planeaba darle a Carranza una botella de aguardiente envenenada por intermedio de alguna hermosa prostituta.
La ‘guerra verde’ estaba en su apogeo en la década de los ochenta. Cansados de encontrar cadáveres en las calles de los pueblos y de los sollozos de las viudas, los grandes patrones de las minas se sentaron para negociar la paz y dar fin a la ‘guerra verde’ que surgió con el hallazgo de Peñas Blancas. Carranza apareció como la paloma blanca en el proceso. Las cámaras graban su rostro de viejo campesino afectado por la violencia. Los sacerdotes y comisionados del gobierno hablan durante horas, y al final, amigos, enemigos y desconocidos se dan la mano y prometen no pelear. Sucedió en 1990. Luego comenzó la guerra fría. Los muertos continuaban, pero ya no los arrojan a la calle sino al río Minero, donde se mezclaban con las esquirlas de esmeraldas que arrojan los socavones.
La violencia se extendió a los llanos orientales. Por alguna razón, donde Carranza pone el pie hay riqueza y muerte. Él dice que no tiene la culpa de nada, pero media docena de paramilitares lo acusan de enriquecimiento ilícito, homicidio, narcotráfico, apropiación ilegal de tierras y entrenamiento de grupos paramilitares. Ante las acusaciones, El ‘zar’ responde que su error es buscar la paz y si en algún momento se reunió con líderes de bandas ilegales, fue para que abandonaran las armas por el bien del país. Según el esmeraldero, es por eso que entre 2009 y 2010 atentaron contra su vida en dos ocasiones
“No tengo pecados”, dijo Carranza en una entrevista al periódico El Espectador. En la clínica Santa Fe, en Bogotá, puede morir sin remordimientos. Algunos dicen que porque el alma se le fue hace tiempos.