Vestidos como reyes llegaron en los brazos de los hombres que los hacían estallar en múltiples sonidos. Quedaron en un rincón hasta la hora señalada y mientras la gente andaba en sus diversos dramas, los tambores se preparaban para bajar el mundo a los pies de simples mortales.
Las manos se elevaron al cielo y aquellos negros hicieron los suyo. La tierra tembló desde el primer repique. Bajó el sol. Cuando comenzaron a cantar en la lengua de los santos africanos, en toda aquella sabana solo se escuchó la voz yoruba.
Dicen que le tocaron a Changó, a Obatalá, a Ochún. Dicen que con su poder aquellos tambores trajeron del monte a Eleguá. Dicen que una muchacha pasaba y preguntó si podía bailar.
La sangre le hervía y no necesitaba entender o creer. Aquellos tambores la hacían moverse con frenesí. Y bailó y bailó hasta quedarse sin fuerzas, hasta olvidar, para seguir bailando.
No había gente y estaba rodeada. No estaba allí. Sin embargo, aquellos toques para las deidades parecían sonar más alto para saciar su curiosidad, para dejarle una marca en la memoria, para que se moviera como las negras esclavas que tanto cuero soportaron y, aún así al final del día, bailaban con esa música hechicera.
Aquel tambor para los santos tenía de congo y de carabalí. Cada uno, el del manto amarillo, el del manto azul, el gran tambor rojo, haló lo suyo. Juntos trajeron el sabor de muchos dulces, el chasquido de los coloridos collares de los santeros, el llanto de un niño, la certeza de unos padres de salvarlo, la cabeza de un pollo, el sombrero del negro Joaquín en la cabeza del ateo, las miles de preguntas de la muchacha, su contoneo, la forzada distancia de una despedida…
Cuando hicieron silencio, ya no había sol en medio de aquella sabana. Eleguá había vuelto a coger el camino del monte y la gente partía con bigotes de merengue. Ya los tambores iban en los hombros de quienes rompían su cuero para hacerlos sonar, pero la muchacha seguía escuchándolos. Continúo su rumbo. Se quedó con ganas de bailar.
imagino cuando la muchacha baila a ese ritmo mientras hace el amor, lo imagino y es intensa esa sensación de lo ahora imaginado, siento envidia de no estar en ese lugar
La magia está en el ritmo de la música, en la danza de dos cuerpos desnudos…
Tu excelente texto trajo a mi mente a Nicolás Guillén y a Luis Carbonell. También, la imagen cinematográfica, en sepia, de mis antepasados esclavos, sobre quienes lamentablemente no sé nada…, pero vinieron en un barco, recibieron seguramente algún latigazo y soñaron con la libertad.
Nos vemos en el Sábado de la Rumba o en el Callejón de Hamel
Me honras con tus evocaciones.Tus antepasados merecen más que unos párrafos, al fin y al cabo, son de todos…
Al bailar así como lo (d)escribes, ese toque debe haber levantado a mas de un oricha la duda de si en la tierra no se les quedó una princesa. Ah y la deuda del tambor dala por cumplida pues el que te tocaba lo tuviste cuando menos lo esperabas.
Es bueno pensar que todo el panteón estuvo allí…;)