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General: Breve Historia de Bogotá
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De: Ruben1919 (Mensaje original) |
Enviado: 28/06/2013 00:42 |
Breve Historia de Bogotá
Autor: Fabio Zambrano P. Profesor Titular, Departamento de Historia, Universidad Nacional
Introducción
La historia del urbanismo hispanoamericano, en la cual se inscribe la historia de la capital, se inicia con las primeras fundaciones en 1509, San Sebastián de Urabá, y 1510 Santa María la Antigua del Darién, el primer asiento en tierra firme al que le fue otorgado el título de ciudad. Esta primera fase antillana, donde predominó la fundación y pronto abandono de los núcleos urbanos, favoreció, posteriormente, el desarrollo de la actividad fundacional, en razón de que las autoridades peninsulares comenzaron a exigir que las ciudades fueran efectivamente pobladas. La aparición de una ciudad como resultado del avance de la conquista implicaba un conjunto de elementos. De una parte, exigía el establecimiento de una jerarquía urbana personificada en los cargos de gobierno municipal y provincial. De otra, la utilización del hecho fundador y urbano, junto con el suelo y la infraestructura, se convertían en elementos de estratificación social y de adquisición de prestigio.
El Estado español escogió la ciudad como el elemento fundamental de la construcción de la nueva sociedad, la dominación del espacio conquistado y la organización del proyecto político. En razón de ésto, la función que se le otorgó a la ciudad condujo a que el criterio de categorización de los centros urbanos funcionara de manera independiente del número de habitantes y, por el contrario, dependiera de su función política, es decir, de la representación del poder político residente en la metrópoli distante. Por ello es que las formas geométricas, el tablero de ajedrez, empleadas en el trazado de las ciudades que España funda en América, tenían como propósito escenificar esa idea de orden y autoridad que los conquistadores querían representar en cada uno de sus actos. Este diseño urbanístico se aplicó de manera sistemática en la inmensa mayoría de las fundaciones y su persistencia es un hecho que acompaña al urbanismo contemporáneo.
En este proceso es menester agregar el protagonismo que tuvo la Iglesia, tanto por su contribución en la estructura de poder, como también como elemento cohesionador de los habitantes urbanos. El templo con su campanario se convirtió en el símbolo urbano más importante, al tiempo que la parroquia, como unidad administrativa eclesiástica, generó sentimientos de pertenencia entre los vecinos. A esto, de por sí importante en el funcionamiento de la ciudad, se le agrega el hecho que el conjunto de curatos, parroquias y obispados, contribuía a sostener la red reguladora de poder. Esta red estaba organizada de una delicada manera jerarquizada, donde cada ciudad ejercía un dominio efectivo sobre una extensa provincia, que abarcaba centros urbanos de menor categoría, tales como villas y parroquias.
Cabe destacar que la ciudad era el lugar de residencia de una incipiente élite local y económica, que obedecía a las autoridades locales, alcalde mayor o corregidos, representante del Rey en la comunidad de vecinos. La organización política del imperio español contemplaba que en los centros urbanos que fueran capital y sede de gobernación, audiencia o virreinato la máxima autoridad fuera un gobernador, presidente o virrey, según fuera el caso. El propósito de esta estructura era evitar conflictos de intereses y darle cuerpo al sistema jerárquico cuya cabeza era el monarca. Así, resultaba evidente la trascendencia política que conseguía cada fundación urbana, lo que explica, a su turno, el bastión de poder en que se convirtieron las instituciones municipales. La ciudad dominaba el espacio de la provincia que le correspondía, las gentes, la economía y, en especial, configuraba la idea de civilización que España se propuso implantar en el Nuevo Mundo. Esta idea es una de las continuidades históricas que con mayor fuerza perduró hasta bien entrado el período republicano. Es el gran legado del sistema político y urbano hispánico.
En el surgimiento de las ciudades es necesario tener presente la progresiva intervención del Estado, que exigió la fundación de las ciudades. El establecimiento de las autoridades, del aparato fiscal y luego de la Audiencia demandó la creación de infraestructuras urbanas mínimas. La burocracia y los negocios impusieron la organización de los servicios básicos, origen del desarrollo de elementos claramente urbanos. Sin embargo, fue el encuentro con las grandes culturas y los amplios espacios organizados económica y culturalmente, lo que permitió el establecimiento de las ciudades propiamente dichas, destinadas a ser los pilares de la dominación y articulación del mundo colonial.
El éxito de la conquista y el poblamiento podemos radicarla en cuatro factores, íntimamente relacionados entre sí: la gran movilidad de las huestes españolas, en buena medida gracias a su reducido número; el apoyo que recibieron de algunos sectores indígenas, quienes les sirvieron de guías e intérpretes; la puesta en práctica de modelos urbanos específicos y de fácil construcción, y la importación del ente de gobierno municipal, el cabildo.
En estas ciudades, el poder de la Corona y el poder local entraron en contacto principalmente por medio del cabildo, el último eslabón estructural en el que se hacía presente la autoridad real en las colonias. Esta forma de poder local se transformaría muy rápidamente en el aparato clave para organizar y regular el funcionamiento de las ciudades. En estos territorios se proyectó, a manera de continuación, el municipio castellano medieval; cada nueva fundación se regía por normas concretas cuyos modelos eran las de Sevilla y Valladolid. Cada año los vecinos más notables elegían a los miembros del cabildo o regidores, quienes se encargaban, entre otras, de labores como el abastecimiento de la localidad, las obras públicas y el cuidado de ejidos y bosques. Las ordenanzas de estas instituciones tenían que ver con asuntos prácticos de la vida cotidiana de los ciudadanos. Los regidores se elegían en número de cuatro, ocho o doce, dependiendo de la categoría de las ciudades, que siempre persiguieron renombre y fama por la cantidad de sus cabildantes. Esta normatividad municipal indiana fue implantada también entre las comunidades aborígenes, lo que dio lugar a los llamados cabildos indígenas que aún subsisten.
La legislación española estableció la estructura administrativa que debería implantarse en todos los núcleos urbanos, sin tener en cuenta su tamaño ni su importancia económica, lo cual explica la persistencia de la mayoría de fundaciones:
"Elegida la tierra, provincia y lugar en que se ha de hacer nueva población, y averiguada la comodidad y aprovechamientos, que pueda haber, el gobernador en cuyo distrito estuviere, o confinare, declare el pueblo, que se ha de poblar, si ha de ser ciudad, villa o lugar, y conforme a lo que declare se forme el concejo, república y oficiales de ella, de forma que si hubiere de ser ciudad metropolitana, tenga un juez con título de adelantado, o alcalde mayor, o corregidor, o alcalde ordinario que ejerza la jurisdicción... dos o tres oficiales de la hacienda real, doce regidores, dos fieles ejecutores, dos jurados de cada parroquia, un procurador general, un mayordomo, un escribano de concejo, dos escribanos públicos, uno de minas y registro, un pregonero mayor, un corredor de lonja, dos porteros; y si diocesana o sufragánea, ocho regidores, y los demás oficiales perpetuos; para las villas y lugares, un alguacil, un escribano de concejo, y público y un mayordomo" .
El conquistador español nunca descuidó el aspecto formal y legal de sus actividades. Mientras por una parte dirigía expediciones de "caballería", de expoliación y saqueo, por otra cumplía todos los requisitos que exigía la Corona para otorgarle derechos sobre las tierras, los indios y las riquezas que lograran acumular. El incumplimiento de las normas reales significaba el marginamiento en el reparto del botín. Una de las acciones legales más importantes a que estaban obligados los conquistadores era, precisamente, la creación de ciudades. Como veremos a continuación, en el caso de Santafé de Bogotá, su fundador no cumplió con los requisitos de rigor, con graves efectos en la historia colonial de la ciudad.
Dos fundaciones y una capital
Gonzalo Jiménez de Quesada, en compañía de 166 soldados, sobrevivientes de los 750 hombres que habían salido de Santa Marta un año antes, arribó el 5 de abril de 1538 a una población llamada Muequetá o Bogotá, especie de empalizada situada donde se encuentra hoy la población de Funza. Luego de este encuentro, Quesada y su tropa iniciaron la dominación militar de la comunidad Muisca, lo cual ocasionó la muerte del Zipa Tisquesusa a manos de los españoles, suerte que también corrió su sucesor, Sagipa.
A estos hechos le siguió las cabalgatas de saqueo, y acumulado el oro y las esmeraldas que se podía rapar a los indígenas. Concluida esta etapa de expoliación, los españoles iniciaron la búsqueda de un lugar para establecer el campamento militar para proseguir en pos de El Dorado. Para ello Quesada encomendó a su tropa la consecución de un lugar para estos efectos, encontrándose un poblado llamado Teusaquillo, perteneciente al cacicazgo de Funza, el cual era utilizado por el Zipa como lugar de recreo. Consideraciones estratégicas llevaron a Quesada a aceptar el poblado, -cerca a la actual carrera 2a. con calle 13- ya que se encontraba en una posición elevada y resguardada por la montaña, como quedó reseñado por el cronista Aguado: "Era el lugar más corroborado y fortalecido para la defensa de los españoles porque tenían necesidades de residir en un lugar acomodado para resistir la furia de los indios, si en algún tiempo se rebelasen". Posteriormente este primer asentamiento se llamó Pueblo Viejo. Allí el 6 de agosto de 1538 mandó Quesada a levantar doce bohíos, todos de bahareque y techos de paja, los cuales, además de los aposentos del Zipa, sirvieron de refugio para la tropa conformada por un poco más de 130 hombres, entre capitanes, alférez, arcabuceros y macheteros.
El procedimiento que se empleó en esta primera fundación de la ciudad fue definitiva para su desarrollo posterior. Todo parece indicar que Jiménez de Quesada realizó una toma de posesión del territorio chibcha en la capital del zipa, Bogotá. Así, este acto no cumplió con los requisitos que exigían las leyes españolas, pues no conformó el cabildo, no se nombraron los alcaldes y no se realizó el trazado de la ciudad. Además de estos errores, que tuvieron cierta influencia en la suerte de la ciudad, tampoco se realizó los actos ceremoniales que aseguraban simbólicamente la posesión del territorio y legitimaban la conquista por la fuerza de la nación muisca. Por ello se afirma que esta primera fundación no pasó de ser un simple asentamiento militar. Como lo señala el cronista Aguado, no se nombró "justicia, ni regimiento, horca ni cuchillo, ni las demás cosas importante al gobierno de una ciudad, porque todo esto se quedó por entonces con el gobierno y modo militar... ". Así, no se efectuó el trazado de las calles ni plazas, ni se repartieron solares entre los futuros vecinos.
Este desacierto en parte se enmendó cuando llegaron los otros conquistadores, Federmán y Belalcázar, quienes arribaron con posterioridad a la planicie donde ya se encontraba Quesada. Luego del acuerdo político realizado entre las tres huestes, de donde sale el reconocimiento de Quesada como conquistador del reino muisca, el domingo 27 de abril de 1539 se procedió a realizar la fundación jurídica de la ciudad, esta vez con la asesoría de Sebastián de Belalcázar, quien había percibido la falta de una ciudad como sede de un gobierno civil, de una capital para el reino y alentó a Quesada y sus hombres a realizar la fundación en derecho. Es entonces cuando se establece el cabildo, se designan regidores, alcaldes, escribanos, se reparten los solares entre la hueste de los conquistadores, además de la ubicación de la plaza central con su iglesia principal, las áreas para las casas de gobierno, cárcel y dependencias públicas, y se demarcó la cuadrícula de las calles, siguiendo una traza ortogonal. Esta fundación, que recibió el nombre de Santafé, ciudad de españoles, siguió coexistiendo con el poblado de Bogotá, residencia de los indios.
Posteriormente, en 1553, el obispo Juan de los Barrios inició la construcción de la iglesia catedral en el costado oriental de la Plaza Mayor, acto que determinó la adopción definitiva de esta Plaza como el centro gravitacional de la nueva ciudad y con ello se puso fin a la dualidad creada por las dos fundaciones. Esto se reforzó con el traslado en 1554 del mercado semanal que se realizaba en la Plaza de las Hierbas -actual Plaza de Santander- a la Plaza Mayor. Sin embargo, la importancia inicial que tuvo la Plaza de las Hierbas fue un elemento que pesó para que la calle que comunicaba a las dos plazas se convirtiera en un eje articulador de la ciudad. Esta calle se le denominó desde 1556 Calle Real del Comercio, -actual carrera 7a-.
Luego, el 12 de enero de 1571 el Cabildo de la ciudad intentó solucionar la imprevisión de Quesada de no haber delimitado los bienes que le correspondía a la ciudad, y por ello, en esa fecha se señalaron los terrenos para dehesas y ejidos del común, donde los vecinos podían llevar sus animales a pastar; se trataba de terrenos que rodeaban la ciudad, de tal manera que esta pudiera crecer sin obstáculo. Los ejidos y dehesas formaban parte del patrimonio de la ciudad, y del alquiler o venta de los mismos se financiaban ciertas obras de beneficio común. Aunque esto se llevó a cabo, esta acción, que se debió ejecutar el día de la fundación de la ciudad, resultó tardía puesto que las mejores tierras que circundaban a la naciente capital ya estaban adjudicadas. Por esta razón, las finanzas de la ciudad siempre fueron deficitarias y durante toda la Colonia el Cabildo se estuvo quejando de la pobreza de las arcas municipales y de las dificultades para financiar el empedrado de las calles, la ampliación del acueducto o la recolección de las basuras.
Los indios en la ciudad
El fenómeno urbano en América se desarrolló bajo la forma de la ciudad, la cual estaba acompañada de los pueblos de indios. Estos eran el complemento rural del entorno del núcleo medular, como una especie de forma ruralizada del "vivir en policía",los cuales, regidos por sus propias autoridades les coloca en un cierto nivel de autonomía. Estos pueblos de indios demostraron, durante la colonia, que fueron un procedimiento de lo más efectivo para incorporar a la población aborigen al esquema de control y dominación español. Se trataba de la división formal en dos repúblicas, de blancos la ciudad y de indios los pueblos.
Sin embargo, estas disposiciones en la práctica no pasaron de ser el orden soñado por los españoles. La división en dos sociedades ideales, una urbana y otra rural, donde la habitación en ellas estaba determinada por el principio de privilegio que organizaba toda la sociedad colonial, y que determinaba que solo los blancos tenían el privilegio de habitar la ciudad, no pasó de ser el sueño de un orden que no se pudo realizar. En efecto, se impuso la realidad, la necesidad de contar con el trabajo indígena para construir las ciudades, y para satisfacer las demandas de servicio en la vida cotidiana urbana. Esto fue lo que aconteció en la Santafé colonial.
Desde la fundación misma de la ciudad, el trabajo indígena fue básico para la construcción de la vivienda y de los edificios públicos. Sin embargo, para disponer de la fuerza de trabajo indígena, durante el siglo XVI se tuvo que competir con los encomenderos de la Sabana, y solo fue hasta los años noventa de esa centuria, luego de quebrar el poderío absoluto de la fronda encomendera, que la ciudad y sus vecinos lograron avances en la utilización de los indígenas mediante la extensión del alquiler, el cual se reglamentó institucionalmente por medio de la mita urbana.. Sin el recurso del trabajo indígena no habría sido posible construir la ciudad.
Esta fuerza de trabajo era definitiva para la construcción de obras públicas, conventos, iglesias, viviendas, para la conducción de agua, el abasto de alimentos y de leña, además de las labores de servicio doméstico y el cultivo de huertas en los solares de las casas. Para controlar y reglamentar este trabajo, en 1590 se estableció la mita urbana, sistema mediante el cual los vecinos podían alquilar un número determinado de indígenas para su empleo en actividades urbanas, práctica que perduró hasta mediados del siglo XVIII. De este privilegio disfrutaban los comerciantes, los artesanos, los burócratas, los conventos, las viudas y algunos otros vecinos. De esta manera se volvió obligatoria que la mitad de los tributarios de la Sabana vinieran a prestar servicios a Santafé. Mientras esta oferta de mano de obra estuvo funcionando, la ciudad experimentó su mayor expansión.
Los desplazamientos de la población indígena desde los pueblos de indios a la capital era numerosa. Se calcula que a comienzos del siglo XVII llegaron mensualmente a esta ciudad cerca de 1 000 indígenas, acompañados por sus familias, quienes tenían que levantar chozas en los arrabales de la ciudad. Entre la población desplazada, las mujeres ocupaban un puesto importante, en especial por la demanda que sobre ellas pesaba para el ejercicio de los oficios domésticos y para el cultivo de las huertas que las familias criollas tenían en los solares de las casas. Era de tal magnitud este flujo de fuerza de trabajo aborigen, que para entonces la población indígena era mayoritaria en Santafé, proporción que continuó constante durante todo ese siglo: en 1688 se calculaba que la población de esta ciudad estaba conformada por 3 000 españoles y 10 000 indios, quienes vivían donde no debían estar: en la república de los blancos. De hecho, lo que estaba sucediendo es que era evidente que la organización de la vida urbana imponía numerosas obligaciones que los españoles trataron de resolver mediante la utilización de la mano de obra indígena. Por supuesto que esta estrategia desató funestas consecuencias sobre la población nativa.
Esta situación varió con el transcurso de la Colonia. Para el siglo XVIII el mestizaje fue absorbiendo a la población indígena, grupo social que redujo sustancialmente su participación en el total de habitantes urbanos: en el censo de 1778 representaban cerca del 10%, mientras que los mestizos alcanzaban a contabilizar cifras que oscilaban entre el 35 y el 45% de la población. En esa época era difícil distinguir cultural y étnicamente entre mestizos e indios, y de hecho se estaba formando una nueva sociedad urbana.?
La consolidación urbana
Desde la fundación y en lo que restaba del siglo XVI la ciudad inició su despegue y poco a poco fue definiendo un perfil urbano que la ha caracterizado durante varios siglos. En 1557 queda marcada la orientación hacia el Norte con la construcción del Puente de San Miguel y la Plaza de San Francisco, mientras que de la Plaza Mayor hacia el sur, todavía en 1568 no había casa alguna -al Sur del actual Capitolio- y solo hasta 1590 aparecen algunas viviendas en los bordes del río San Agustín. Junto con esta expansión lineal de la ciudad, su crecimiento hizo necesario la modificación de la administración de las almas, y por ello en 1585 se crean dos nuevas parroquias, además de la inicial de la Catedral, hacia el norte la parroquia de las Nieves y al Sur la de Santa Bárbara. Trece años después se erigió la cuarta parroquia, la de San Victorino. Así la trama de la ciudad se fue formando alrededor de los lugares de culto, donde la parroquia cumplía múltiples funciones, como centro administrativo, político, social y familiar, además del religioso. Hasta 1600 de las 18 edificaciones construidas, trece eran religiosas. Para entonces ya estaba construido el Camellón de Occidente, obra levantada en 1575, la cual permitía superar la zona cenagosa que formaba el río Bogotá y aseguraba la comunicación con el camino que llevaba al río Magdalena.
Para comprender este rápido desarrollo de la ciudad, hay que tener presente que se hizo en buena parte gracias al trabajo indígena. Durante el siglo XVI y parte del XVII la presencia de los indios fue definitiva para la satisfacción de las necesidades básicas de la naciente ciudad, y su desarrollo no habría podido ser posible sin el trabajo indígena. Oficios como el abasto de agua., las obras públicas, la construcción de las iglesias, de edificios, casas y puentes estaban a cargo del trabajo de los pobladores nativos. Se calcula que a principios del siglo XVII llegaban mensualmente a la ciudad más de 1 000 tributarios con sus familias, quienes construían bohíos en las afueras del casco urbano para poder alojarse mientras cumplían la cuota de trabajo obligatorio. La influencia en el paisaje urbano fue importante, puesto que por ello surgieron los barrios de Pueblo Viejo, La Nieves, Santa Bárbara y San Victorino, además porque muchos indígenas aprendieron diversos oficios y se quedaron en la ciudad. Para 1600 cerca del 70% de la población era indígena, la mayoría de los cuales no hablaba castellano, razón por la cual en la ciudad se hablaban los dos idiomas.
Pero esta presencia del indio en la ciudad no era fácil. Se tenía prohibido que ellos realizaran cualquier tipo de fiesta y el ambiente de violencia no era extraño. Los malos tratos de los españoles eran frecuentes, y era famoso un magistrado que "...ahorcaba con frecuencia indígenas en la plaza mayor y azotaba todas las semanas a los ladrones", y otro "desorejó y desnarigó a dos mil indígenas e hizo otras justicias grandísimas, sin reparar en nadie ni aunque interviniese cualquier persona por principal que fuese". Esta esclavitud de hecho estaba acompañada de normas sobre el vestido y el comportamiento urbano, que obligaban a los indígenas a no vestirse a la usanza española, ni tener perros, ni caballos, ni armas: Debido a estas prohibiciones el atuendo que se impuso fue el de la manta, que de algodón se reemplazó por la lana, y las había de distintas calidades, desde las chingas o comunes, hasta las buenas o pintadas. Ya en el siglo XVIII el aspecto cambió con la introducción de la ruana.
Las condiciones de vida de los indios en la ciudad eran bastante precarias, que sumada al choque biológico con los españoles, fueron causas de epidemias recurrentes. Así, en 1558 mueren 10 000 indios en la sabana por una devastadora epidemia de viruela. Pocos años después, en 1590 por la misma causa mueren las tres cuartas partes de la población indígena de Santafé. Luego, en 1600 y 1633 dos epidemias de tifo exterminaron las cuatro quintas partes de los indios, junto con 96 blancos y 185 clérigos. Cabe señalar que el trabajo urbano obligatorio de los indios concluyó en 1741, pero para entonces las epidemias, el maltrato y el mestizaje prácticamente habían extinguido a los indios en la ciudad y sus alrededores. Su tránsito por la vida urbana dejó una impronta cultural de gran influencia en la personalidad histórica de la capital.
Otro grupo social de gran importancia en la vida urbana estaba constituido por las órdenes religiosas, las cuales a comienzos del siglo XVII eran el 17.5% de la población blanca de Santafé, cifra a la cual se le debe añadir otro 7.5% constituido por el clero episcopal o secular. Así, la población dedicada a los oficios religiosos llegaba a la cuarta parte de la población blanca, y en la misma proporción utilizaba el trabajo semiesclavo de los indígenas. Esta amplia presencia estaba de acuerdo con los distintos servicios que ofrecían los religiosos, en especial el educativo. Para ello, en 1605 se funda el Colegio de San Bartolomé, en 1623 la Compañía de Jesús recibe la autorización para fundar la Universidad Javeriana, en !626 se fundó la Universidad Tomística, que comenzó a funcionar en 1636 y en 1654 se fundó el Colegio de Nuestra Señora del Rosario.
Esta consolidación de la ciudad como centro de servicios educativos durante la primera mitad del siglo XVII estuvo acompañada de un gran esfuerzo en la consolidación urbana. Por ejemplo, en 1602 se adelantaban en Santafé diez obras públicas de gran importancia para su funcionamiento, entre las que se destacan la sede del Cabildo, la fuente de la Plaza Mayor, la Real Audiencia, la Cárcel de la Corte, la carnicería, el puente de San Francisco y los empedrados de las calles principales. En total, en las primeras décadas de esa centuria se levantaron 19 edificios religiosos y seis civiles. Después de este gran auge, siguió una fase de decaimiento de la formación de la estructura urbana de la ciudad, la cual duró un siglo, resultado de la parálisis económica generalizada en toda la Nueva Granada.
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El esplendor del siglo XVIII
La crisis económica se dejó sentir con todo su rigor en la capital, donde la construcción de la infraestructura urbana menguó notoriamente hasta la primera mitad del siglo XVIII. Se destacan la construcción del Hospital de San Juan de Dios en 1737, el Acueducto de Aguavieja(1737-1739), la capilla de La Peña en 1717, la Casa Arzobispal en 1733 y el puente sobre el río Tunjuelo. Pero este panorama cambia radicalmente desde la mitad de esta centuria. Las transformaciones son tan notorias que un observador desprevenido o un viajero que llegara por primera vez a la capital del recién establecido virreynato de la Nueva Granada notaría lo cerca que estaba la ciudad del campo, es más, con dificultad el viajero que entrara por el camino de Occidente podría notar donde comenzaba la ciudad y donde terminaba el campo, ya que las huertas confundían las primeras casas, las cuales se encontraban en el umbral de los dos espacios. Pero a medida que nuestro viajero avanzaba subiendo el camino que bordeaba al río San Francisco, iba encontrando edificios que mostraban la opulencia urbana de la capital y muy rápidamente el paisaje urbano cambiaba de aspecto cuando se entraba a la Plaza de las Hierbas.
Por esos años la ciudad aumentaba su población a ritmos que antes no había visto. Por ejemplo, pasa de 16 000 habitantes en 1778 a 21,464 en 1800, en una tasa de crecimiento en 22 años del 34%, esto a pesar de las epidemias de viruela, y debido a la reducción de la mortalidad junto con un incremento de la migración intrarregional. La migración es una constante histórica de la capital pero, a diferencia de aquella experimentada a comienzos de la Colonia, cuando llegaban hasta 1 000 indios al año, los migrantes de la segunda mitad del XVIII son mayoritariamente mestizos.
La mayoría de los migrantes son reclutados del Altiplano, lo cual va a causar un tipo de colonización boyacense, quienes terminan imponiendo unos hábitos alimenticios, vestimentas, formas de hablar, y rasgos culturales que dejaron una huella profunda, y que son responsables de parte de la personalidad de la ciudad. El principal reclutador de migrantes fue el servicio doméstico, pero los migrantes están en todas partes: profesiones no especializadas, actividades de fatiga, jornaleros, pequeños oficios callejeros como los aguateros.
La ciudad de la segunda mitad del siglo XVIII es percibida como si estuviera en un continuo desorden, y la percepción de cambio no deja de ser una impresión importante. En efecto, las dos mitades del siglo XVIII son bastante distintas, pues en contraste con la primera mitad, la segunda mitad la ciudad experimenta un impresionante florecimiento de la construcción, una decisiva renovación urbana bajo las órdenes de las autoridades civiles, ya que las obras civiles fueron más importantes que las religiosas, tomando la ciudad un aire más secular. Entre las más destacadas se encuentran la serie de puentes en las entradas de la ciudad, tales como el Puente del Común, de Sopó, Aranda, San Antonio y el de Bosa. En resumen en esta segunda mitad se construyeron un convento, tres iglesias y un monasterio, frente a cinco puentes, un cementerio, un acueducto, una casa de moneda, una fábrica de pólvora, un hospicio real, un hospital, una casa de aduana y un cuartel de caballería, además del acondicionamiento del convento de los jesuitas par biblioteca pública, se mejora el Camellón de occidente, se construyó un local para la Expedición Botánica y se empedraron las calles.
Este impulso continuó en la primera década del siglo XIX, última de la colonia: Mientras que la única edificación religiosa fue la nueva Catedral, en el terreno civil se levantó el puente sobre el río Arzobispo, se construyó el acueducto de San Victorino, se abrió una nueva escuela pública, se mejoró el camino del Norte y se erigió el Observatorio Astronómico, único en América del Sur. Dos urbanismos complementarios, algunas veces contradictorios, imponen una nueva morfología. Primero, la Monarquía y sus agentes buscaban reforzar la función de Santa Fé como capital, mostrando un esplendor urbano renovado. De otra parte, un urbanismo libre, abierto a las iniciativas de los particulares, contribuyen a transformar la fisonomía de los ya centenarios barrios.
El uno y el otro refuerzan la movilidad urbana por sus necesidades de mano de obra y ayudan a fijar la población. Cabe destacar que la Monarquía, con sus monumentos y construcciones crean una organización unitaria del espacio, buscando un nuevo orden social para los citadinos. Esto estaba acompañado de un urbanismo con una nueva circulación que modificaba la vida de todos, puesto que acercaba más el campo, hacia más corta las distancias, y las gentes sufrían menos durante los crudos inviernos sabaneros al contar con mejores caminos y calles empedradas. La coexistencia de grupos sociales distintos, tiene, además de virtudes políticas, enseñanzas en el campo de la civilización de las costumbres y en la cultura material. En vísperas de la Independencia, Santa Fé era una ciudad de sutiles jerarquías y de intermediarios culturales que va a facilitar la movilización política cuando esta aparezca en 1810.
Vida urbana y Gente Baldía. Fiestas y Diversiones
La alta proporción de religiosos y la importancia de los conventos y monasterios que dominaban el paisaje urbano de la ciudad, junto con la costumbre santafereña de recogerse en las casas apenas comenzaba la noche, no debe llamar a engaños sobre el hecho de que este comportamiento era el de todos los capitalinos. Para prevenir los comportamientos que las autoridades consideraban por fuera de las normas, las autoridades practicaban rondas nocturnas para perseguir a los tahures, a los amantes clandestinos, a los indios que frecuentaban las chicherías, a los negros y mulatos quienes tenían prohibido transitar en la noche, en fin para reprimir lo que se consideraba como pecados contra la moral cometidos por aquellos que vivían "en mal estado".
Eran frecuentes las denuncias sobre robos las casas, a los almacenes de la Calle Real y a los templos. Para solucionar esto, los mercaderes y artesanos de la Calle Real, acordaron pagar entre todos una vigilancia permanente del sector. Así, los 156 establecimientos de mercaderías y talleres cotizaban una cuota para el sostenimiento de los vigilantes privados, pero el incumplimiento de los aportantes llevaron a la desaparición de este primer cuerpo de serenos. Los ladrones volvieron a su oficio de saltar las tapias, reventar los candados con pólvora o abrir troneras en los tejados.
Los juegos de azar estaban celosamente vigilados y reglamentados. Las autoridades habían dispuesto lugares públicos donde se podía jugar, limitaban el monto de las apuestas y prohibían que los funcionarios públicos practicaran cualquier tipo de juego, para evitar que cancelaran las deudas de juego con el erario público. Pero esto no pudo resolver el problema de los sitios clandestinos. En los días de las carnestolendas, Semana Santa y otras fiestas eran los momentos de mayor auge del juego del naipe y los dados, que eran los más populares. Sin embargo, los Patios de Barra también gozaban de gran popularidad; allí, los santafereños practicaban el "truco", una especie de billar, y un juego de pelota. Las autoridades eran enemigas de estos patios, pero poco lograron con las reiteradas prohibiciones, hasta que en 1703 el Cabildo los declaró ilegal, y castigaba con 50 días de cárcel a los patrocinadores de dichos establecimientos. En 1718, por presiones del Arzobispado, las autoridades aumentaron la pena con 12 pesos de multa a los establecimientos de juego que admitieran eclesiásticos. La gran afición por el juego en buena parte estaba facilitada por los numerosos días de fiesta que habían en la Colonia.
Las fiestas eran de dos tipos: fijas y ocasionales. El calendario de fiestas obligatorias se iniciaban con las carnestolendas, que iban del 1 al 6 de febrero: luego estaban las de Ceniza, el 16 de febrero; Semana Santa y Pascua de la Resurrección, del 21 al 27 de marzo; la fiesta del polvillo el 1 de mayo; Corpus Christi y su octaviario, el 5 de junio; Chirriaderas de San Juan, del 22 de junio al 4 de julio; Santo Domingo, el 3 de agosto; Nuestra Señora de la Concepción, 7 y 8 de diciembre; Novenario del Niño Jesús, del 16 al 24 de diciembre, y la Natividad, 24 y 25 de diciembre. A estas fiestas fijas se le agregaban las ocasionales, como la llegada del virrey y el arzobispo, que podían durar varios meses, los cumpleaños del rey, de la reina y de los infantes, los lutos de los mismos, los triunfos de las batallas y los armisticios. Todas estas fiestas eran motivo de amplios jolgorios y regocijos.
Sin embargo, a pesar de todos estos momentos propicios para la diversión y el jolgorio, las chicherías fueron los lugares más frecuentados por el pueblo santafereño. La chicha, que en un principio era una bebida de los indígenas, fue apropiada como parte del consumo diario por los mestizos y una parte de la población blanca, llegando a ser la bebida más popular, hasta bien entrado el siglo XX. Para unos, fuente de todos los males y para otros alimento básico de los pobres, las chicherías, lugares de fabricación y expendio, invadieron toda la ciudad, desde la Plaza Mayor hasta la periferia, se encontraban estos negocios. En calles tan importantes como la Calle de Florián -actual carrera 8a con calles 11 y 12- estos negocios eran más numerosos que otro tipo de comercio, al extremo que en 1757 el arzobispo ordenó desviar la Procesión de Corpus, para que no pasara por una calle donde imperaba el vicio. Esto le valió al religioso que la chispa santafereña le dedicara un pasquín que decía:
"Del Arzobispo a porfía hoy sale el sagrado pan por la Calle de Florián a visitar chicherías".
Las chicherías soportaron todos los envites de las autoridades civiles y religiosas por suprimirlas. El fuerte arraigo popular del consumo pesó más que todas las excomuniones y medidas coercitivas, como la que tomó el Cabildo en 1790 de establecer chicherías exclusivas para mujeres.
la supresión de la denominación Santafé, que no simbolizaba otra cosa que el deseo de cortar con el pasado colonial y se constituía en un mensaje de los esfuerzos por secularizar la sociedad, estaba muy distanciado de la realidad urbana de la ciudad capital. Un observador reseñaba que "quien contemple la ciudad desde un camino que discurre a unos cien metros de la misma, no puede substraerse a una sensación de melancolía ante la vista de aquella confusión de tejados, de aquel apiñamiento de calles, de plazas relativamente pequeñas". Se trataba de una ciudad con techos rojizos, balcones y puertas verdes y paredes blancas, costumbre originada por la práctica de encalar las paredes como obligación para las fiestas del Corpus, al menos para las calles centrales.
En cuanto al espacio público, la ausencia de parques era notoria, así como de restaurantes y hoteles, y solo hasta 1843 se inauguró el primer club, llamado Club del Comercio. Habría que esperar hasta fin de esa centuria para que la ciudad disfrutara de un parque nuevo, el Centenario. Entre tanto, la Plaza Mayor, que desde 1847 cambió su nombre por el actual, Plaza de Bolívar, se convirtió en el centro de tertulias, punto de encuentro y de paseo, en especial el altozano de la Catedral, a donde iban por las tardes las gentes a enterarse de las noticias del día. Las transformaciones de la Plaza Mayor no solo se limitaron a su nombre, pues en 1847 durante el gobierno de Tomás Cipriano de Mosquera se puso la primera piedra del capitolio, cuya construcción iba a durar cerca de ochenta años. En el mismo gobierno de Mosquera, en 1846 se encargó de reemplazar la fuente colonial del mono de la pila por la estatua de Bolívar, que desde entonces se encuentra en el centro de la Plaza. En reciprocidad partidista, el siguiente gobierno, perteneciente al recién fundado Partido Liberal, bautizó en 1851 la plaza de San Francisco como Plaza de Santander. Sin embargo, los cambios en la Plaza Mayor no solo se limitaban a su simbología, pues en 1846 Juan Manuel Arrubla inicia la construcción de las Galerías, edificación de tres pisos que ocupaba todo el costado Occidental. Incendiadas en 1900, fueron sustituidas por el actual Edifico Liévano, sede de la Alcaldía Mayor. De hecho, lo que sucedía con estos espacios no era otra cosa que el cambio de la utilización de los mismos, de acuerdo a las transformaciones políticas que había introducido el establecimiento de la República. La forma como las gentes utilizaban las plazas era la expresión más evidente de la laicización que comenzaba, de manera tenue, a experimentar la sociedad capitalina. Además, la plaza de Bolívar se va a convertir en el escenario fundamental de la política nacional.
Es ente sentido en el que se inscribe la aparición del ciudadano, las movilizaciones políticas, las guerras civiles, las elecciones y los ataques a Bogotá. Surgen nuevos actores sociales, como los artesanos, e inician su oficio los políticos profesionales que se encargan de llevar el nuevo discurso igualitario a estos grupos que pugnaban por lograr un nuevo espacio político. Bogotá sufre nueve ataques militares en el transcurso de la centuria, además de numerosos motines, alzamientos, enfrentamiento armados y confrontaciones entre los distintos bandos que se disputaban los cargos públicos o que luchaban por imponer sus ideas. La Plaza de Bolívar se constituyó en el escenario más importante para agitar las ideas políticas en la naciente nación, y todo lo que en ella sucediera tenía trascendencia nacional. En el fondo este proceso era el resultado de la conversión de Bogotá en una ciudad burguesa.
Estas transformaciones se dieron de manera simultánea a ciertas reformas en el uso de la vivienda, como ya lo señalamos. En efecto, como resultado de la densificación del espacio urbano, se generalizó el aparecimiento de las "tiendas", que no eran otra cosa que pequeñas piezas en las partes delanteras de las casas, o la planta baja de las viviendas de dos pisos. Se trataba de habitaciones de una sola puerta, sin ventanas, donde trabajaban artesanos, o vivían lavanderas, sin elementos de higiene pues carecían de servicios, y generalmente en espacios compartidos con animales domésticos. El espacio reducido de las tiendas obligaban a los artesanos a invadir las calles, colocando en las aceras los bancos de trabajo y sus productos para la venta. Además, las basuras iban a parar a las calles, en cuyos caños hacían sus necesidades. Los propietarios, rentistas urbanos, vivían en el resto de la vivienda. Según el censo de 1863 en Bogotá habían 2.633 casas y 3.015 tiendas, diseminadas en todos los barrios, lo cual explica la ausencia de una jerarquización social del espacio y la inexistencia de barrios obreros. Por esa fecha, un observador dejó testimonio de la densificación que vivía la ciudad al señalar que "gran parte de las manzanas o cuarteles de la ciudad, aún las centrales, eran hace veinte años (1845) solares inútiles y baldíos, que hoy están convertidos en habitaciones más o menos elegantes y cómodas".
Las primeras reformas urbanas
Los cambios que se le dieron al uso de la plaza mayor, como ya lo anotamos, estaban asociados al surgimiento de los sentimientos patrióticos. El ordenamiento liberal republicano se inició con los monumentos a los héroes patrios, en una ciudad que no había tenido ningún tipo de estatua o monumento que la embelleciera. Hasta entonces había predominado la simbología religiosa en consonancia con la sociedad que basaba su legitimidad en la sacralización de todo el orden. Por lo tanto, cuando surge una ideología nacionalista, se siente la necesidad de entronizar a sus héroes fundadores en los lugares de preeminencia urbana como era la plaza mayor, que se convierte en el espacio de mayor jerarquía en el culto a la patria. Pocos años después, en octubre de 1850 se renombró como Plaza de los Mártires a la antigua Huerta de Jaime, y se ordenó la erección de una columna en la plaza en memoria de los patriotas fusilados por el régimen del terror. Al año siguiente se bautizó la Plaza de San Francisco como Plaza de Santander.
Habría que esperar varias décadas para presenciar otro impulso del culto a la patria. En efecto, en el primer centenario del natalicio de Bolívar se dio lugar al Parque del Centenario, construido en el antiguo sitio de la plazuela de San Diego. Varias décadas después se construyó el parque del Centenario, para conmemorar en 1910 los primeros cien años de la proclamación de la independencia. De otra parte, el nuevo proyecto político dejó su impronta en el nombre de las calles. Entre 1849 y 1876, se introdujo una nueva nomenclatura, con las provincias del país, los lugares de las batallas y los nombres de las naciones de la Gran Colombia. Algo parecido sucedió con algunos de los puentes de la ciudad, los cuales recibieron nombres de los próceres de la independencia y de algunos de los primeros servidores públicos del período republicano. Igualmente, dos de las plazuelas también recibieron nombres de próceres: la de San Victorino comenzó a denominarse como de Antonio Nariño y la de la Capuchina como Plaza de Camilo Torres. De esta manera la ciudad comienza a ser convertida en un mapa y un texto de historia patria.
Este proceso de sembrar los símbolos políticos en la ciudad se continúa con la Regeneración, período en el cual los principios conservadores tratan de ser impuestos desde el Estado como los paradigmas para toda la sociedad, como fue el caso del hispanismo. Así, la plazuela de Las Nieves fue rebautizada en 1884 como Plaza Jiménez de Quesada y en 1898 se ordenó la construcción del monumento a Cristóbal Colón e Isabel la Católica, y en 1902 la plaza de maderas se rebautizó con el nombre de Plaza de España.
En cuanto a cambios en el ordenamiento urbano, luego del intento en 1847 de Pastor Ospina, gobernador de la Provincia, quien propuso el primer plan de desarrollo urbanístico, idea que fue rechazada por los dirigentes de la época por considerarla innecesaria, el gran cambio en la propiedad urbana se debió a la promulgación del decreto de desamortización de los bienes de la Iglesia dictado por Tomás Cipriano de Mosquera el 9 de septiembre de 1861, por medio del cual se trasladó todas las propiedades de la Iglesia al control del Estado. La medida, tomada al calor de la guerra civil, hacía parte de los esfuerzos de los liberales por secularizar la sociedad y reducir el tamaño y el poder de la Iglesia católica, aliada del Partido Conservador. Desde la fundación de la ciudad, la Iglesia venía acumulando propiedades y se deba el caso de conventos que ocupaban manzanas enteras del centro de la ciudad, o el Convento de Santo Domingo, que alquilaba locales a la Legación Norteamericana, y era propietario de todas las tiendas y almacenes en los cuatro costados de la manzana que ocupaba, lo mismo que de las casas entre las la actual calle 12 entre carreras séptima y décima. En Bogotá, los bienes desamortizados fueron 418 casas, 633 tiendas, 27 almacenes, 13 edificios y 36 solares. Si bien las casas que el Estado remató y cambiaron de propietarios recibieron mayor atención de sus nuevos dueños, lo cual generó un remozamiento general en el aspecto de la ciudad, también es cierto que la desamortización fue aprovechado por la administración central para apropiarse de edificios con destino a oficinas públicas, lo cual impidió que el Estado invirtiera en nuevas edificaciones, con el correspondiente beneficio para la ciudad. De todas maneras, este profundo remezón en las propiedades dio inicio a una transformación urbana que en pocos años hizo necesaria la formulación de medidas de regulación urbana, y para ello el Cabildo capitalino expidió en 1875 un conjunto de normas que buscaban reglamentar el desarrollo urbano. El empuje urbanístico continuó con la remodelación de la Plaza de Bolívar en 1882, la inauguración del Teatro Municipal en 1890 y la remodelación del Teatro Maldonado que quedó convertido en Teatro Colón. Por supuesto que en la gran arquitectura pública hay que dejar consignados el edificio del Capitolio, las Galerías y el Panóptico.
Otro cambio que vale la pena reseñar fue el de la conversión de las plazas en parques, como sucedió a partir de 1870, cuando algunas de las más importantes plazas se convirtieron en espacios enrejados, con jardines y regulación para la entrada según los horarios. Con esto las plazas abandonaron definitivamente el carácter de escenario que habían tenido desde la colonia, cuando eran sitios de utilidad pública con pilas de agua y chorros y lugar de mercado, para quedar como instrumentos del culto a la patria. Esto fue lo que sucedió en el Parque de Santander, cuando en 1877 se colocó el monumento a éste, y se inauguró "un jardín dividido en dos avenidas de árboles y flores. Tiene dos pilas de bronce, varios asientos de madera y está rodeado de una verja de hierro con dos portadas colocadas al Oriente y al Occidente".
Aunque el proceso de educación del ciudadano no era nada fácil, pues en el Parque de los Mártires "principió el populacho por apedrear las estatuas, es seguida se robó parte del enrejado de hierro, luego comenzó a arrancar las pilastras, y, si las cosas siguen como van, acabará por echar abajo la columna".
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El equipamiento urbano
De una manera tardía, se puede decir que solamente al iniciar la segunda década del siglo XX Bogotá comienza a contar con una adecuada oferta de servicios públicos. El equipamiento de la urbe, es decir los establecimientos educativos, centros de protección a menesterosos, hoteles, sitios de recreación, comercio y manufactura, comienza a completarse desde fines del siglo XIX, pero la deficiencia en los servicios públicos es todavía notoria en la primera década de la presente centuria.
La ciudad inicia la era republicana con cerca de 20 000 habitantes y una infraestructura de servicios que, siendo benévolos, se puede catalogar como adecuada. El agua, siempre escasa en la ciudad, era provista por dos acueductos, el de Aguanueva y el de San Victorino, además de numerosos chorros. Si bien no se contaba con un excelente alumbrado público, de hecho el que las gentes se recogieran temprano en sus casas hacía superfluo este servicio. La leña seguía siendo traída por indios leñadores y el agua llevada a las casas por las aguatera. No había trasporte público, pero tampoco era necesario, y las carretas no podían circular por las calles, debido a los caños y la estrechez de las mismas. Los hoteles era la carencia más notoria en el siglo pasado. Un viajero inglés anotaba en 1836 que "no hay nada parecido en Bogotá... Hay dos o tres casas para comidas; la única pasable es la de un mulato de los Estados Unidos, quien me dijo que había intentado varias veces fundar un hotel, pero que no valía la pena". Al parecer, para fines del siglo la situación no daba muestras de mejorar, al juzgar por el siguiente testimonio: "Hace falta en Bogotá, además de muchas otras cosas: un hotel, o varios, de bastante capacidad y buenas comodidades en donde se pueda alojar lo menos cien personas, con servicios para el rico como para el de pocos recursos, con baños, coches, carteros, teléfono, etc".
En buena parte, la ausencia de lugares de sociabilidad se debía a las costumbres bogotanas, como lo reseña el viajero francés Le Moyne en 1840. "La vida de Bogotá desaparecía de las calles para el resto del día ya que no había en la ciudad ni un café ni un restaurante, ni establecimiento de recreo o pasatiempo que pudiera atraer a la gente fuera de sus casas como en las grandes ciudades de Europa; pero en muchas casas había reuniones de familia y de amigos, que se caracterizaban por su absoluta sencillez; mientras la gente joven, a la luz de una o dos velas, improvisaba algún baile con acompañamiento de guitarra o arpa, las personas de edad, hombres y mujeres charlaban y fumaban o jugaban a las cartas, juegos de azar en que los aficionados arriesgaban a veces sumas enormes". Para esos años la ciudad contaban con 102 abogados, 27 médicos y 5 farmaceutas. Dos hospitales atendían a las gentes, el Hospital Militar y el de Caridad, o de San Juan de Dios.
En el equipamiento urbano hay que destacar a la biblioteca pública, la casa de moneda, el observatorio astronómico, el cementerio de pobres y e nuevo de San Diego, además de los edificios de gobierno. Además, las iglesias y los conventos, las que en las primeras décadas del siglo XIX daban coherencia y marcaban el ritmo de la ciudad.
En las siempre difíciles relaciones de los bogotanos con las aguas, en esta centuria se dejaron sentir con todo su rigor. Hasta 1831, por motivos de la permanente crisis fiscal del municipio, el abasto de agua se remataba, y el rematador se comprometía a mantener limpias las cañerías, las cajas de reparto y las fuentes públicas, así como a cobrar el pago del servicio. Lo recurrente era que el rematador cobraba pero no invertía en mantenimiento con el consecuente deterioro del servicio. Así, en 1847 el municipio otorgó a dos particulares el ramo de aguas por 99 años, con el propósito de que estos inversionistas colacionaran definitivamente la deficiencia del servicio. El desengaño fue mayúsculo y en 1851 fue rescindido el contrato por incumplimiento. A esto se agregaba la queja constante de que las aguas servidas que se filtraban con las potables. Todo esto hacía que el servicio de los aguateros fuera muy apreciado, además de costoso, pues dos múcuras de 25 litros de agua que diariamente eran repartidas en las casas de los suscriptores del servicio, eran cobradas a la exorbitante cifra de un peso mensual. Estos 50 litros escasamente alcanzaban para la preparación de los alimentos, beber y si acaso para un ligero aseo matutino, ya que la higiene personal era poco exigente, así como el aseo de las bacinillas que eran vaciadas en los caños que hacían de alcantarillas y que corrían por la mitad de la calle. Esta situación cambió un tanto con el establecimiento del primer acueducto con tubería de hierro en 1886. En 1897 el servicio era descrito como satisfactorio.
Para obtener mejoras sustanciales en el alumbrado público se tuvo que esperar todo el siglo. En 1807 se inauguró el primer farol público y permanente, instalado en la Plaza Mayor, incrementados a cinco en 1822, que alumbraban en la Calle Real. Por ello los vecinos acomodados salían con un criado que les precedía portando un farol. El alumbrado doméstico se limitaba a los candiles de sebo y en los templos se utilizaban velas de cera. Luego de varios intentos por solucionar este ramo de la administración pública, en 1889 se constituyó la primera empresa de alumbrado eléctrico y el 7 de diciembre se inauguró la iluminación de la Plaza de Bolívar y pocos meses después habían 90 focos en algunas calles, acompañados de 144 faroles de petróleo. Realmente se tuvo que esperar hasta 1900 para que, con la planta de generación eléctrica de El Charquito, inaugurada el 7 de agosto de ese año, el cual permitió la prestación adecuada del servicio de electricidad, tanto para el alumbrado público, como para uso privado e industrial.
Otras mejoras que se vieron en la segunda mitad del siglo fue la inauguración del telégrafo en 1865, en 1884 del tranvía tirado por mulas, el cual rodaba sobre rieles de madera, y ese mismo año el teléfono entre Bogotá y Chapinero. Todas estas modificaciones hacían que a finales del siglo la ciudad se distanciara de una manera bastante notoria de la ciudad colonial. La conformación interna de la ciudad, el mejoramiento de los intercambios con su región, las mejoras en las comunicaciones y servicios públicos y el general mejoramiento del equipamiento urbano, los cambios en la vida cotidiana, la progresiva secularización y el crecimiento demográfico, eran elementos que hacían sentir a sus habitantes protagonistas del cambio y de la progresiva modernización.
Los bogotanos
Al terminar la colonia, la capital era una ciudad habitada mayoritariamente por mestizos: había 9 351 mestizos contra 5 623 según el padrón de 1 793. En la década siguiente a la Independencia un viajero describía así a las gentes: "puede verse al criollo rubicundo, el oscuro mestizo, el indígena amarillento, el mulato oscuro y el negro". El grueso de la población lo constituía la población indígena, en mayor o menor grado de mestizaje, la cual fue aumentando en proporción a medida que transcurría el siglo, en razón de la migración proveniente del altiplano cundiboyacense. Además, era permanente la presencia de una gran población flotante de origen indígena, que venía de los poblados de los alrededores a ofrecer sus productos y servicios al mercado capitalino. Esta población, por los oficios que ejercían, fueron creando una serie de personajes típicos de la ciudad: pajareros, las lavanderas, los arrieros, las aguateras, los carboneros, entre otros. Es decir, sobre este grupo social recaía el abasto de la ciudad, pues eran ellos los encargados de avituallar el mercado semanal. Ellos aseguraban el ejercicio de los oficios que sostenían las necesidades básicas en la vida cotidiana de la ciudad.
En cuanto a los mestizos que habitaban en Bogotá desde la colonia, se trataba de un grupo que dio origen a los artesanos, tenderos, pequeños comerciantes y empleados . Para 1863 el geógrafo Felipe Pérez describía así a los artesanos: "se encuentra en abundancia sastres, zapateros, herreros, carpinteros, carreteros, doradores, pintores, ebanistas, relojeros, hojalateros, modistas, talabarteros, plateros, albañiles, lapidarios, grabadores, picapedreros, pendolistas, curtidores, loceros, chircaleros, molineros, fabricantes, y en general todo lo que se puede desear en este ramo, desde el artista consumado hasta el simple aprendiz... Bogotá tiene además 3 litografías, 5 fotografías y daguerrotipos, muchas boticas, fábricas de cerveza, de alcohol, jabonerías, curtiembres,, y toda clase de tiendas, hospederías comunes, hoteles, etc". Por supuesto que los testimonios de los viajeros europeos no eran tan entusiastas sobre la calidad e los servicios.
III. LA CIUDAD MODERNA
Los cambios vividos por la ciudad en el siglo XIX fueron bastante profundos. De ser una ciudad colonial en 1810, la encontramos como una ciudad capitalista en 1910. A pesar de que en la forma la ciudad no presentara variaciones sustanciales, en razón de que el damero permanecía intacto, Bogotá puede ser descrita como una ciudad burguesa que inicia a principios del siglo XX su viaje hacia la modernidad urbana. Desde entonces se inicia el establecimiento de un nuevo orden, al tiempo que se iba abandonando el viejo molde de orden colonial y decimonónico. En efecto, en las primeras décadas la ciudad ve surgir edificios modernos, aparecen clubes, se extiende el trasporte público, aparece el café como lugar de sociabilidad y desplaza a las chicherías, empieza a construir bulevares, y aparecen barrios exclusivamente para las élites y surge la clase media.
Este es un proceso lento y no exento de dificultades. La modernización del equipamiento urbano no era simultáneo con un mejoramiento en las condiciones de vida de los bogotanos. A fines de la centuria pasada y en las dos primeras de la presente, continuó el proceso de subdivisión de viviendas, aparecimiento de los inquilinatos, con el consecuente incremento de condiciones insalubres. Por ello, desde los primeros años de este siglo los profesionales de la salud clamaban por medidas que mejoraran las condiciones sanitarias de Bogotá, tales como el mejoramiento de la vivienda, la construcción de un verdadero acueducto y la construcción de parques .
Por esos años comenzó el rápido crecimiento de Bogotá por fuera de las límites coloniales que hasta entonces había mantenido. El crecimiento de San Cristóbal y Chapinero, unidas con el centro por el tranvía, era notorio. En 1916 se inauguró el barrio Córdoba -carrera 14, entre calles 22 y 24-, en 1919 el barrio La Paz, al occidente de la Avenida Caracas. Leo S. Kopp, fundador de Bavaria otorgó ayudas a los obreros para adquirir terrenos en los Altos de San Diego, donde se formó un barrio que inicialmente se llamó "Unión Obrera", y que luego se denominó "La Perseverancia". En 1917 se creó la Sociedad de Embellecimiento Urbano y en 1919 en Chapinero la Sociedad de Mejoras Públicas, a quienes se les debe el celo por el mejoramiento del ornato público. Cabe reseñar la inauguración de la Estación de la Sabana en 1917 y la Avenida de Chile en 1920. En ese entonces fueron numerosos los colegios y universidades que empezaron a abandonar el casco colonial y a trasladarse a edificaciones modernas. En 1923 se terminó el plano del Bogotá futuro, bajo la dirección del Concejo y que contemplaba un crecimiento de hasta cuatro veces el tamaño que tenía la ciudad en ese entonces. Entre 1930 y 1950 los principales barrios donde habitaban las clases altas eran La Merced, el Sucre, el Santa Teresa, el Teusaquillo, el Armenia, el Magdalena y el Sagrado Corazón. Al mismo tiempo la administración trataba de construir viviendas obreras al Sur de la ciudad.
Los bancos iniciaron la modernización de sus sedes en el centro de la ciudad, como fue el caso del Banco López -Avenida Jiménez con carrera 8a-, y otros bancos, como el de Colombia, el Hipotecario y el Mercantil Americano siguieron el ejemplo. Al mismo tiempo que se daban estas mejoras urbanas, a principios de la década de los veintes proliferaron los barrios obreros, con condiciones higiénicas muy precarias.
En este sentido, desde fines de 1910 la Empresa de Acueducto de Bogotá, de propiedad de Ramón B. Jimeno, se convirtió en uno de los principales temas de controversia pública en Bogotá en razón del evidente deterioro del servicio de agua. Los estudios sobre la calidad de agua daban resultados que denunciaban su condición de no ser apta para el consumo humano. La denominada criminal negligencia de este empresario era causa de las aterradoras cifras de mortalidad registradas en los primeros años del siglo, en especial en época de invierno, cuando los ríos bogotanos aumentaban de caudal y contaminaban las acequias del acueducto de Jimeno. Las presiones de la opinión pública llevó al Municipio en 1911 a iniciar las negociaciones con Jimeno, hasta que en 1914 se formalizó la compra del Acueducto. En la primera evaluación oficial de la empresa fue que las instalaciones no conformaban un verdadero acueducto. En 1918 el Municipio inició la compra de los predios que estaban en los nacederos de agua y la clorificación del agua y en 1923 se iniciaron los trabajos para la conducción de las aguas del río San Cristóbal y la construcción de la planta de Vitelma. A pesar de estas mejoras sustanciales, la tercera década terminó sin una mejora total del abastecimiento de agua en Bogotá, pero el cambio en el comportamiento de las tasas de mortalidad fueron notorios, puesto que este momento es cuando las estadísticas vitales empiezan a tener saldo positivo. Los esfuerzos se dirigieron a la construcción en 1938 de la Represa de la Regadera al Sur y de la planta de tratamiento de Tibitó en 1955, cuando la capital se acercaba a un millón de habitantes y un cuarenta por ciento carecía del servicio de acueducto.
Esto era prueba de la preocupación de los administradores de la ciudad por imponer la planificación a mediano plazo. La planificación y la proyección de los servicios aparece en buena medida con la presencia del urbanista Le Corbusier, asociado a la presentación de un plan piloto para la ciudad. En 1951 se expidió el decreto municipal adoptando el plan piloto de la ciudad, que estaba acompañado de normas sobre urbanismo y servicios públicos.
Sin embargo, las previsiones se quedaron cortas con el crecimiento desmedido de la ciudad. En la década del cincuenta se iniciaron grandes urbanizaciones como el barrio El Chicó, el Centro Antonio Nariño, vías como la Autopista del Norte, la Carrera Décima, la Avenida Ciudad de Quito, la ampliación de la Avenida Caracas y el diseño de la Avenida de los Cerros, además de edificios como el Hotel Tequendama, el Banco de la República y el aeropuerto de El Dorado. Este enriquecimiento de la infraestructura y equipamiento urbano estuvo acompañado de la creación del Distrito Especial de Bogotá en 1954, con la anexión de los municipios de Bosa, Fontibón, Engativá, Usaquén y Usme.
En 1967 fue escogida Bogotá como sede del Congreso Eucarístico, evento que iba a ser presidido por el Papa, motivo de su primer viaje a América. esto llevó al alcalde Virgilio Barco a adelantar un plan con el propósito de concluir las obras que había iniciado el alcalde anterior, como la Avenida 68, la carrera 30 y la calle 19.
Vida cotidiana, juegos, fiestas y diversiones
Al comenzar la centuria, los toros y el cinematógrafo eran las diversiones preferidas de los bogotanos. Hay que precisar que estas dos actividades estaban lejos de parecerse a las que conocemos actualmente. El toreo, que era un espectáculo muy diferente a la lidia ortodoxa, convocaba a los bogotanos de todos los grupos sociales a los "circos", que no pasaban de ser cosos de madera que eran armados en distintos sitios según la temporada. Era tal la afición que en 1906 existían cinco circos de toros, pero el comportamiento del público dejaba mucho que desear: si la corrida era de regular calidad no dudaban de desentablar el coso. En 1917 se inauguró el Circo de San Diego, que inicialmente era de madera.
A propósito del primer centenario de la independencia, la celebracion del 20 de julio de 1910 se prepararon festejos especiales. Varias calles fueron iluminadas especialmente, se inaugura a la gran exposición industrial del Bosque de la Independencia y se realizaron diversos actos culturales. Ese mismo año se empezó a editar la revista El Gráfico, que ilustraba sus crónicas con fotografías y hacía énfasis en la difusión de los últimos adelantos de la moda europea, responsable de haber iniciado tímidos cambios en le comportamiento de las mujeres de clase alta, que empezaban a desprenderse de la rígida etiqueta decimonónica.
De la misma manera en las fiestas públicas se dejaba notar el cambio. En 1916 se realizó la fiesta del trabajo con la activa participación de los obreros y dos años después esta conmemoración estuvo acompañada de conferencias que dictaron algunas mujeres en el Barrio Unión Obrera sobre los derechos femeninos en la sociedad. En años posteriores, este festejo alternaba con la realización de diversiones con la fundación del Partido Socialista. En 1919 se realizó el primer congreso obrero, de corte socialista y ese mismo año la ciudad fue estremecida por un levantamiento popular que protestaba contra la importación de vestidos para el ejército. Este movimiento fue aprovechado por obreros de distintas fábricas que pedían la reducción de la jornada laboral de doce a diez horas. Desde entonces proliferaron nuevos sindicatos de herreros, mecánicos, plomeros, latoneros, transportadores, de los obreros de las jabonerías y de las fábricas de gaseosas. En fin, la ciudad estaba siendo testiga del surgimiento de una nueva clase social que empezaba a organizarse y que buscaba un espacio político en medio de la férrea República Conservadora.
Todavía Bogotá conservaba, de manera un tanto orgullosa, el título de "Atenas Suramericana", debido a una cultura retórica y formal, divulgada por periodistas, poetas, epigramistas, oradores y filólogos, y fuera del brillo externo y verbal la cultura bogotana de esa época no dejó para la posterioridad una producción de fondo y sustantiva. Todavía la ciudad carecía de la libertad de cultos, los intelectuales extranjeros eran refractarios a subir hasta las altas montañas, las compañías de ópera y de teatro de cierta importancia preferían otras ciudades, en fin, era reducido el roce que los bogotanos tenían con los movimientos culturales internacionales. Pero eso sí, en las clase alta se conservaba la pureza del lenguaje, más como una forma de diferenciación social que como una expresión de una cultura universal.
En la década del veinte apareció el boxeo como una diversión novedosa y el cinematógrafo conquistó un espacio definitivo como una de las diversiones más importantes de los capitalinos. Los estudiantes comenzaron a realizar los carnavales y las mujeres empezaban a tener una activa presencia en todos los órdenes de la vida cotidiana. En la clase trabajadora empezaron a parecer costureras, lavanderas y planchadoras que salían a ejercer sus oficios, abandonando el recinto doméstico como era hasta entonces la costumbre y en 1927 un grupo de mujeres solicitó al Ministro de Instrucción Pública que les abriera las puertas de las universidades. Este cambio se daba al tiempo que aparecían los cafés como centro de reuniones y tertulia de los hombres, lugares que empezaban a competir exitosamente con las chicherías.
Pero, a pesar de estos cambios, que para la época eran considerados como demasiado profundos, la vida de la pequeña ciudad de menos de tres cientos mil habitantes seguía siendo provinciana. Esto comenzó a cambiar en 1929 con la introducción de la radio, año en que se fundó La Voz de la Victor, y en los treintas los medios de comunicación reseñaban la proliferación de deportes como el fútbol y el ciclismo. En 1931 la ciudad contaba con dos emisoras, la otra era La Voz de Bogotá, las cuales tenían cubrimiento nacional e incluían en sus programaciones, además de noticias, el tango y el foxtrot. También fueron las responsables de la introducción de las rancheras, que desplazaron a la música nacional. Pero la lentitud del cambio de las costumbres era evidente para la prensa. En 1932 El Espectador reseñaba que:
"No obstante la gradual demolición de las viejas residencias para dar paso a suntuosos edificios de tipo moderno, Bogotá conserva en su aspecto general las características de las antiguas ciudades españolas. Las casas en su mayoría son bajas y con el alero en proyección sobre la calle... Las calles son por lo regular estrechas y extremadamente concurridas. Como para el clásico ateniense, para el bogotano la calle y la plaza no son solamente lugares de tránsito, sino también de reuniones y de citas. En las esquinas de las más importantes arterias se forman continuamente grupos de ciudadanos que discuten... Esta particularísima costumbre de la reunión al aire libre y en medio de las incomodidades del tránsito ha llamado la atención de los turistas".
Algunos sitios de encuentro, como la célebre "Cigarra" en la carrera séptima con calle 14, fundada en 1920, era responsable de atraer a los contertulios, que desbordaban el local e inundaban la acera. Paro también surgía nuevos sitios de reunión, como los bolos. En los treintas y cuarentas surgieron salones para la práctica de los bolos, tales como La Bella Suiza, El Bolo de la 32, el Bolo San Francisco, y el "Tout Va Bien". El teatro al aire libre La Media Torta seguía funcionando y cumpliendo la función para la cual lo creó el alcalde Jorge Eliécer Gaitán y el Salto de Tequendama seguía constituyendo una fuerte atracción para los capitalinos, a donde se dirigían a realizar los "piquetes".
Pero la apacible vida cotidiana y la rutina diaria sufrió un remezón del cual la ciudad nunca se repondría. El 9 de abril de 1948, luego del medio día fue asesinado en pleno centro de la ciudad Jorge Eliécer Gaitán, político de carisma arrollador y que era el jefe único del partido Liberal, el cual se encontraba en la oposición. El panorama de la política colombiana se encontraba afectado por la violencia que en distintos lugares de la nación causaban numerosos muertos. Ese día, luego de que Gaitán muriera, las gentes enardecidas dirigió la ira primero contra objetivos políticos, tales como edificios públicos y un periódico conservador. Luego se inició el saqueo de las ferreterías, donde se armaron de picos, palas y machetes y luego se inició el asalto al Palacio Presidencial. S´lo hasta el 15 de abril el ejército pudo restablecer el orden, luego del incendio de 136 edificios, ubicados entre las calles 10 y 22 y las carreras 2a. y 13, además del pillaje y saqueo del comercio, en especial de las licoreras. El número de muertos se aproximó a 2.500.
De hecho, estos terribles acontecimientos fueron los parteros de una nueva época en la ciudad, pues como consecuencia cambiaron radicalmente los conceptos urbanísticos y no hubo de pasar mucho tiempo para que el centro capitalino gozara de una profunda modificación. Pero también este suceso luctuoso dio origen a una profunda violencia nacional con saldo de cientos de miles de muertos en los pueblos y veredas. Esto provocó amplias migraciones hacia las grandes ciudades.
Al comenzar la década de los cincuentas, el censo de 1951 arrojó un total de 650.000 habitantes en la capital, década que presentó el incremento de la invasión incontenible de migrantes de la periferia y de otras regiones que venían a buscar mejor suerte a la capital. Unos atraídos por las mejoras en las condiciones de vida que mostraba la ciudad, otros por la mayor oferta de trabajo y los más expulsados por la violencia que azotaba al país desde la década anterior. De manera simultánea la ciudad se iba haciendo más cosmopolita, y se volcaba hacia el exterior. El mejoramiento en las comunicaciones, acarreaba un mayor incremento por el interés por los sucesos internacionales. Por otra parte, se continuaban realizando ingentes esfuerzos en la lucha contra las malas condiciones higiénicas que todavía azotaban a Bogotá. Todavía la chicha seguía siendo una bebida de alto consumo, pues a pesar de su prohibición en 1948 en los cincuentas operaban numerosas fábricas clandestinas de esta herencia indígena.
Desde los años cincuentas fue evidente el ascenso y consolidación de la clase media con toda su secuela de nuevas costumbres, así como la mayor presencia de la juventud, que abrazaba con furor la moda del Rock and Roll y el twist, época conocida como "La Nueva Ola", movimiento que exigía una mayor participación de la juventud en todos los órdenes de la vida cotidiana.
BIBLIOGRAFÍA
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- Fundación Misión Colombia. Historia de Bogotá. Bogotá, Villegas Editores, 1988
- Martínez, Carlos. Santafé. Evolución histórica. Bogotá, Banco Popular, 1988
- Mejía, Germán. The Years of Change. Urban space and urbanization in Bogotá. 1819-1910. Thesis Doctoral, University of Miami, 1994
- Vargas Julián. La Sociedad de Santafé Colonial. Bogotá, CINEP, 1990
- Vargas, Julián y Fabio Zambrano. "Santafé y Bogotá: Evolución histórica y servicios públicos". En: Bogotá: Retos y Realidades, IFEA-FORO, Bogotá, 1988.
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