10 - Roberto Hernández Montoya(*) - Cuentan que Nathan Rotschild contrató un barco de vapor para acudir a presenciar la batalla de Waterloo. Terminada la refriega, fue el primero en arribar a Londres con la información, que no dio a conocer a nadie. Pero hizo un gesto aterrador: rematar rápida y públicamente sus acciones. Esto hizo creer a los bolsistas —que sabían de dónde venía Nathan— que Napoleón había ganado. Mientras tanto, por trascorrales, sus corredores compraban y compraban barato para él en medio del pánico financiero. Al día siguiente, cuando llegó la verdadera noticia, subieron las acciones muy por encima de la cotización anterior a la batalla. Para entonces muchísimas eran ya de Nathan, incluyendo las que vendió y fueron recompradas por sus agentes. Fue así como se fundó la rama Rotschild de Inglaterra: usando astuta y aviesamente una tecnología novedosísima —el barco de vapor— que le dio una ventaja estratégica sobre los financistas rutinarios. No sé si este episodio es verificable, pero es significativo que se ande contando, pues si entonces la innovación tecnológica, aún escasa, era estratégica, cómo será hoy, cuando se moderniza a cada minuto.
Sí está bien averiguado el episodio en que Napoleón rechazó el invento de la máquina de vapor. También es cierto que la máquina de vapor fue inventada antes de Fulton, en 1543 por Blasco de Garay. Hizo su primera demostración en Barcelona, pero el ministerio de hacienda, «sea por superstición u otro motivo», cuenta Andrés Bello, no quiso dar los fondos para el desarrollo de esta tecnología. Tanto Napoleón como España pagaron caro esta imprevisión. Es fácil imaginar cómo hubiera cambiado la historia si uno cualquiera de ellos hubiera adoptado la máquina de vapor. Es el costo de desdeñar ciertas tecnologías. Más cerca en el tiempo tenemos el caso del Presidente de Hewlet Packard ante Steve Jobs y Steve Wozniak, que pronunció sus famosas últimas palabras: «¿Quién quiere una computadora personal?» La directiva de Xerox desdeñó igualmente la computadora de interfaz gráfica que desarrolló su laboratorio de Palo Alto. Apple Computer adoptó esa tecnología y creó la Macintosh, a partir de la cual se expandió la interfaz gráfica a toda computadora de hoy e hizo pensable el World Wide Web. Cosa parecida comprendió Juan Vicente Gómez, un ignorante dictador venezolano, que gobernó entre 1908 y 1935 y cruzó al país de telégrafos. Fue así como pudo acabar con los caudillos regionales que habían contribuido a desolar el país durante el siglo XIX. Cualquier alzamiento era sofocado inmediatamente, antes de que cundiera. Antes la noticia llegaba lentamente a Caracas y cuando el gobierno central reaccionaba ya la revolución estaba en pleno desarrollo. Así cayeron varios gobiernos. El de Gómez duró 27 años.
El equivalente actual del barco de vapor noticioso de Rotschild es Internet, un medio informativo instantáneo, exhaustivo y de acceso universal.
Me propongo en este trabajo ventilar algunas de sus implicaciones y consecuencias.
Internet, mentiras y multimedia
Internet permite transmitir, almacenar, combinar y organizar tres tipos de mensajes:
Texto.
Sonido.
Imágenes fijas y animadas: películas y dibujos animados.
Gracias a esta integración, Nicholas Negroponte, el líder del Laboratorio de Medios del Instiduto Tecnológico de Massachucetts, ha propeesto llamarloc m&aacete;s bien enimedia en lugar de multimedia. Lo qee tendrá como consecuencia un nuevo universo expresivo.
Cuando los hermanos Lumière inventaron el cine, no había otra idea que registrar hechos reales. Era un paradigma, es decir, el horizonte de lo entonces concebible: el cine, como la fotografía, era un trasunto de la realidad, no parte de ella. Solo servía para copiarla, a lo sumo duplicarla, redundarla, ampliar su alcance para que la presenciaran personas distantes en tiempo y espacio, para reforzar la memoria. Era una ventana sobre la realidad semoviente, desplazada en el tiempo y el espacio, pues veo aquí y ahora lo que ocurrió allá y otrora. Durante ese primer tiempo el cine fue el protagonista. Poco importaba lo que transmitía. Lo importante era el medio mismo, hasta que la gente se cansó de ver los mismos obreros saliendo de la fábrica o los trenes llegando a las estaciones. Saciada la primera curiosidad con el continente, la gente empezó a echar de menos el contenido. Fue entonces cuando apareció un genio —es decir, una bisagra histórica— llamado George Méliès, un prestidigitador circense y francés que inventó filmar mentiras, con lo que creó el cine de ficción. El nuevo invento, el cine, permitía un no menos nuevo modo de hacer algo viejo: narrar mentiras —y verdades— en crónicas, épica, sagas, romances, novelas, cuentos, cantas, periodismo. Mentiras y verdades tomaban un nuevo cariz por medio del cine y permitían narrar la vida del ciudadano Kane como ninguna novela u obra de teatro o poema épico lo hubieran permitido. El cine integró todo eso y lo transformó porque el todo, una vez más, fue mayor que la suma de las partes. Méliès fue el primero en verlo. Cada nuevo medio de expresión abre nuevas fronteras a las viejas necesidades expresivas y estéticas. Hoy —espero— debe haber un genio equivalente a Méliès a punto de inventar una nueva expresión de viejas y nuevas cosas con multimedia, análoga al cine. Me lo figuro de 17 años y californiano. Pero puede estar en la casa de al lado y tener 55 años.
Douglas Adams, autor del Hitch Hiker’s Guide to the Galaxy, ha declarado que
la tecnología es solo tecnología. El arte es solo arte. Es cuando los juntamos que ocurren las explosiones. Primero fue el cine, luego la radio y la televisión. Ahora tenemos tecnologías que van más allá de los sueños de la ciencia-ficción y cuando los verdaderos artistas las dominen habrá terremotos (boletín de prensa de Apple Computer, 9 de febrero de 1996 pressrel@thing2.info.apple.com: «Technology is just technology. Art is just Art. It’s when you bring the two together that explosions happen. First cinema, then radio and television. Now we have technologies beyond the dreams of science fiction and when the real creative artists finally get to grips with them, earthquakes will happen.»
Julio García Espinoza decía que «los cuatro medios de comunicación son tres: cine y TV» (en un artículo de ese título, en Casa de las Américas, La Habana, enero-febrero de 1977). Pero cuando García Espinoza escribió su genial artículo no había multimedia. Hoy diría tal vez que «los mil medios de expresión son siete: la computadora», como veremos seguidamente.
El medio del mensaje
Hasta ahora las limitaciones técnicas de los medios de comunicación nos han conducido a hacer de necesidad virtud. La prensa puede imprimir texto, pero las imágenes que reproduce son de baja calidad y no puede transmitir películas. La televisión sí, pero es inadecuada para la difusión de texto escrito más que como ceñido aval del contenido audiovisual, suerte de «ancla» de la imagen, que impide la deriva de sentidos, como diría Roland Barthes. El texto impide que el sentido de la imagen se vaya al garete. Pero ¿quién leería un libro cuyo texto fuera expuesto en una pantalla de televisión? El periódico, por su parte, tiene un solo día de vigencia —y eso en general solo en las primeras horas—, salvo en las hemerotecas, donde pasamos horas, días y meses rastreando informaciones que tal vez ni siquiera están allí. Es trabajo de Sísifo, porque mientras mayor es la calidad y el volumen del periódico, más ardua es la tarea. La televisión no tiene archivos accesibles al público. El cine tiene cinematecas, pero su acceso es restringido —no podemos ver las películas como podemos ver los libros en una biblioteca pública. Tenemos que contar con el buen sentido de los directivos. Solo el libro cuenta con índices, bibliotecas y ficheros que los organizan, pero no siempre los hallamos donde los buscamos y a veces están en bibliotecas inaccesibles, por lo cual las referencias que ponemos al final de nuestros trabajos no son muchas veces más que buena intención, pues, aun cuando los textos referidos estén presentes, es un trabajo forzado verificarlos todos. Son, pues, muchos libros y solo la Biblioteca de Babel podría albergarlos (Jorge Luis Borges, «La Biblioteca de Babel», en Ficciones, Obras completas, Buenos Aires: Emecé, p. 465-71. Ver también de Borges La Biblioteca Total, suerte de borrador de «La Biblioteca de Babel», con algunas ideas muy a propósito de nuestro tema que no aparecen en esta. La Biblioeca Total, por cierto, que yo sepa, no se puede leer sino en Internet en http://www.analitica.com/bitblioteca/jjborges/biblioteca_total.asp.
Por esa razón no hemos podido integrar esos medios: audio, cine, libro, prensa, radio, teléfono y televisión. Aunque son bien conocidos, quiero acotar y ampliar al mismo tiempo lo que entiendo por tales:
Audio. Todo registro de sonido, desde el gramófono de Thomas Edison y Charles Cross, hasta las actuales grabaciones digitales. (El caso de Edison y Cross es significativo. Uno en los Estados Unidos y otro en Francia, sin conocerse, crearon el mismo invento, sobre la misma idea, con días de diferencia. El gramófono estaba en el ambiente, “blowin’ in the wind.”).
Cine. Toda producción de imágenes animadas destinadas a ser proyectadas en una pantalla, aunque pueden ser transmitidas por televisión y cintas de video y a veces producidas especialmente para ese medio. Es un caso en el que dos medios afines han comenzado a fundirse en uno solo, aunque imperfectamente, por ahora. Algunos productores de televisión crean películas expresamente para la televisión, con el fin de dar a algunos de sus programas una textura cinematográfica que, aunque su calidad original se pierda en la televisión corriente de baja definición, tiene el prestigio de la sala de cine. Es lo que se ha llamado «cine para la televisión». Es una integración incompleta y parasitaria. Pero es posible concebir para el futuro una integración completa de estos dos medios sobre su base común: la capacidad para registrar el movimiento visible, y a medida que vayan desarrollando y confluyendo en sus respectivas tecnologías y su efecto audiovisual se vaya haciendo indistinguible.
Libro. Todo conjunto de hojas de papel encuadernada. Puede contener textos, imágenes y partituras. Algunos libros especiales contienen texto en alfabeto Braille. Otros, para niños, están hechos de tela, cartón, plástico u otros materiales. No siempre fueron encuadernados —ni enrollados. En los primeros tiempos el libro estuvo en la memoria en forma de literadura oral. Eran en general producciones poéticas y cosmogónicas, donde se fijaban los mitos básicos mediante palabras incantatorias y rituales, es decir, fijas, los primeros signos quietos (ver Los signos quietos). Luego, con el alfabeto, se depositó en distintos materiales* piedra, bronce, papiro, pergamino y finalmente papel. Hoy puede desplegarse en diversos medios electrónicos: diskettes, discos duros, cartuchos removibles, CD-ROM, DVD, etc. Cuando mientan libro evocamos un bulto de papel a pesar de que los libros han sido de papel por un período relativamente breve. En Europa no tiene sino unos seis siglos, mientras el papiro se tomó bastante más de un milenio.
Prensa. Todo material impreso y periódico: diarios, semanarios, anuarios, etc. Algunos pueden no tener aparición regular, lo que no les quita su carácter recurrente.
Radio. Toda transmisión radioeléctrica de sonido exclusivamente.
Teléfono. De todos estos medios el único que permitía el contacto interactivo de persona a persona era el teléfono, pero este era solo una extensión de la voz; no tenía la profundidad de la permanencia, salvo el registro magnetofónico, casi siempre avieso cuando no ilegal. El teléfono es analfabeto: está en la misma condición del hombre que solo habla y escucha sin más memoria que la de su cerebro. Su única ventaja es la ubicuidad, la extensión intercontinental de la voz iletrada. Comienza a alfabetizarse en la medida en que puede ser vehículo de correo electrónico, pero es aún vehículo insuficiente para Internet, porque sus líneas no fueron creadas para ella, sino para la voz desnuda. Como correr un automóvil por un camino de recuas. Pero cuando el mundo esté circundado por fibra óptica y por satélites de baja altura —algo que se hará en tiempo incomparablemente más vertiginoso que el que tomó cubrirlo de los actuales cables de cobre—, el teléfono tendrá un ancho de banda suficiente como para cubrir las exigencias actuales de Internet. Ya hay tecnologías que permiten transmitir a gran velocidad por las actuales líneas de cobre, como el ADSL y otras que se están inventando aún. Entonces el teléfono será algo que ahora no es, absorbido por el nuevo medio. Internet no se transmitirá, como ahora, por vía telefónica, sino que será al revés, como ya ha comenzado a suceder con los programas de transmisión de sonido vía Internet.
Televisión. Toda transmisión radioeléctrica de sonidos e imágenes fijas o animadas.
Esos medios han surgido en primer lugar por su posibilidad técnica, y porque solo así se podía satisfacer una necesidad expresiva, que en realidad era más completa y compleja. Por ejemplo, cuando en un libro se cita un trozo musical solo se puede reproducir un fragmento de partitura, cuando lo ideal sería poder oírlo. En su novela Memorias de Mamá Blanca, Teresa de la Parra comentaba que los diálogos de las novelas debieran estar acompañados de notación musical para reproducir exactamente la entonación de cada personaje, que el texto escrito no registra. Es decir, el libro actual, de papel, es resultado de la tecnología posible, menos costosa y más práctica que aquellos voluminosos rollos de papiro o pergamino, difíciles de transportar, recorrer, indizar, almacenar y conservar. Muchos libros de papiro y pergamino se perdieron por todo eso. Su integración con otros medios es difícil o imposible. Solo lo ha logrado con la fotografía y, a través de ella, con la plástica.
Internet es el concreto armado de las comunicaciones. En la arquitectera el concreto ha permitido una plasticidad infinita que ha empellado la imaginación hacia sus límites. Internet puede producir un fenómeno similar en las comunicaciones y de alcance aún mayor porque abarca terrenos mucho más amplios.
El libro en Internet, el hiperlibro, exigirá y vendrá acompañado de un sistema de referencias para navegar en la información oceánica que se le vincule. Algo de eso intento con este texto que estás leyendo ahora, donde he colocado muchos enlaces, también llamados hipervínculos (hyperlinks). Este sistema obligará al lector, para no quedar a la deriva en ese revuelto océano de saberes y trivialidades, a contar con un algoritmo de navegación mucho más refinado que el que actualmente exigen los índices y los ficheros de las bibliotecas. El lector del libro que vendrá tendrá que ser radicalmente más experto y dueño de su condición, es decir, más soberano que el promedio actual.
Internet lo permite y amplía el acceso sin límites concebibles. Esta integración no solo desdibuja las fronteras de esos siete medios estratégicos mediante los cuales nos hacemos animales políticos, es decir, seres sociales, sino que enriquece toda información con las ventajas de cada medio y sin las desventajas de ninguno.
Internet es incompatible con la concepción y práctica actuales de derechos de autor y propiedad intelectual (ver La tortura del copyright). Cuando compro un libro de papel, pago al librero, al editor, al autor y, más indirectamente, al impresor, al fabricante de papel, etc. Si leo el libro en una biblioteca pública, esta paga a toda esa gente por mí, tal vez con mis impuestos. Cuando leo en biblioteca pública no obtengo el libro, es decir, su soporte material, pero accedo a su esencia, a sus signos, a sus bits. Los átomos del libro de biblioteca pública son provisionales, mientras les extraigo los bits. Como en Internet. He allí el origen del conflicto.
John Perry Barlow, fundador de la Electronic Frontier Foundation y compositor del grupo de rock The Grateful Dead, ha formulado una Declaración de independencia del ciberespacio, en la cual señala, dirigiéndose desde el ciberespacio los gobernantes norteamericanos, que
los conceptos legales de ustedes sobre propiedad, expresión, identidad, movimiento y contehto no se aplican a nosotros. Ellos están basados en la materia y aquí no hay materia (A Declaration of the Independence of Cyberspace.
«Your legal concepts of property, expression, identity, movement, and context do not apply to us. They are based on matter. There is no matter here.»).
¿No hay materia en el ciberespacio? ¿Los electrones no son materia? En el seno de la cibernética se ha criado un espiritualismo vulgar y difuso, en su variante animista, según el cual ‘materia’ es solo su parte mecánica. La electrónica está dispensada del «desprestigio» de la pesantez y del embotamiento táctil, que es lo que se considera materia. No siendo ni pesada ni tangible, la electrónica no es materia según este criterio. La electrónica, siendo trasunto de la lógica estructurado sobre el soporte de electrones invisibles, adquiere el talante airoso de lo espiritual. Airoso, es decir, ‘de aire’ en más de un sentido: para los griegos espíritu era pneûma, es decir, ‘aire’, que se exhalaba precisamente en el «último suspiro», pues para aquellos remotos griegos el aire-espíritu no era material, como tampoco lo son los electrones para algunos cibernautas. El libro gana cierta labilidad que lo ofrece como un objeto hecho de pura significación:
En la comunicación escrita tradicional, se emplean todos los recursos del montaje en el momento de la redacción. Una vez impreso, el texto material gana una cierta estabilidad... a la espera de los desmontajes y remontajes del sentido a los cuales se entregará el lector. El hipertexto digital automatiza, materializa estas operaciones de lectura y amplifica considerablemente su alcance. Siempre en instancia de reorganización, propone una reserva, una matriz dinámica a partir de la cual un navegador, lector o usuario, puede engendrar un texto particular según la necesidad del momento. Las bases de datos, sistemas expertos, hojas de cálculo, hiperdocumentos, simulaciones interactivas y otros mundos virtuales son potenciales de textos, de imágenes, de sonidos e incluso de cualidades táctiles que ciertas situaciones particulares actualizan de mil maneras. Lo digital recupera así la sensibilidad en el contexto de las tecnologías somáticas [voz, gestos, danza...], conservando el poder de registro y de difusión de los medios de comunicación.
Dans la communication écrite traditionnelle, toutes les ressources du montage sont employées au moment de la rédaction. Une fois imprimé, le texte matériel garde un certaine stabilité... en attendant les démontages et remontages du sens auxquels se livrera le lecteur. L’hypertexte numérique automatise, matérialise ces opérations de lecture et en amplifie considérablement la portée. Toujours en instance de réorganisation, il propose un réservoir, une matrice dynamique à partir de laquelle un navigateur, lecteur ou utilisateur, peut engendrer un texte particulier selon le besoin du moment. Les bases de données, systèmes experts, tableurs, hyperdocuments, simulations interactives et autres mondes virtuels sont des potentiels de textes, d’images, de sons ou même de qualités tactiles que des situations particulières actualisent de mille manières. Le numérique retrouve ainsi la sensibilité au contexte des technologies somatiques [la voix, des gestes, la danse...], tout en conservant la puissance d’enregistrement et de diffusion des médias (Pierre Lévy, l’Intelligence collective. Pour une anthropologie du cyperespace, París: La Découverte, 1)97, p. 58).
Nuestra denuncia de este nuevo dualismo filosófico espíritu vs. materia no quiere ser principista. No vale la pena detenerse a aclarar que, sea lo que sea la materia, los electrones son tan materiales como el papel. Pero podemos aprovecharnos de la navaja de Occam para prescindir de una discusión inconducente. Interesante es, más bien, la oposición que Negroponte ha establecido entre bits y átomos (cf. entrevista con Nicholas Negroponte en la revista electrónica Meme 1.07, octubre de 1995). Los bits son la porción inteligible de lo material —el átomo—, engastado en el sistema de representaciones que se ha ido construyendo en Internet y en la cibernética en general. El bit, como unidad mínima de información, es una metáfora de la representación mental del átomo.
Nadie en este salón objetaría la biblioteca pública. Son buenas para nuestros hijos, el país, las comunidades. ¿Pero por qué funciona una biblioteca pública? Funciona porque está basada en átomos en un 100%. Cuando pides prestado un libro el estante se queda vacío. Convirtamos esta biblioteca de átomos en una de bits. ¿Qué ocurre? Dos cosas. Primero ya no llevamos nuestros átomos a la biblioteca. Pero, más importante aún, cuando tomamos prestado un bit siempre queda un bit. ¡Bingo! Ahora veinte millones de personas pueden tomar prestado ese mismo bit, y nada más cambiando los átomos en bits violamos la ley de derechos de autor y en países sin leyes de derechos de autor violas un sentido de la propiedad intelectual (Nicholas Negroponte. Citado por la revista electrónica Meme 1.06.
There is not a person in this room who would argue against the public library. They are good for our children, they are good for the country, they are good for our neighborhoods. But why does a public library work? It works because it is based 100% on atoms. When you borrow that book the shelf is then empty. Now, we take the library made of atoms and we convert it to bits. What happens? Two things. First we don’t have to take our atoms down to the library anymore. But more importantly, when you borrow a bit, there is always a bit left. So bingo! You now have 20 million people who can borrow that same bit, and just by changing the atoms into bits you violate copyright law, and in countries without copyright law, you violate a sense of intellectual property.
El libro en Internet está hecho de bits, mientras que el de papel está hecho, además de bits, de átomos. Hay una pesantez aditiva del libro de papel, que no tiene nada que ver con su naturaleza, que son los signos, que es lo que ha vehiculado precisamente su explotación comercial memex.org/meme1-07.html. Cuando pago un libro de papel pago principalmente eso: papel, un objeto de átomos que sirve de soporte a la especulación que se hace con los bits creados por otros, lo que Ludovico Silva llamaba ‘plusvalía ideológica’, en este caso más bien plusvalía intelectual (Silva, Ludovico, La plusvalía ideológica, Caracas: Universidad Central de Venezuela-EBUC, 1970). De otro modo sería, en el marco del ejercicio actual de los derechos de autor y de propiedad intelectual, imposible especular con esa creación del autor. Escribo una novela y me la publica un editor de papel. Lo que él vende por mí es papel manchado de tinta y encuadernado, amén de la gestión literaria. A mí me paga un porcentaje por cada ejemplar, si es que me paga. El papel, que no es el libro sino su soporte, deja constancia de ese movimiento comercial.
En cambio si vendo el libro por Internet, desaparece este componente mecánico de átomos en tanto pesantez. Los electrones viajan convertidos en bits, de una computadora a otra, de un rincón a otro del universo mundo, hogaño llamado aldea global. El lector paga ideas, no papel. Pero esos bits están preñados de materia: sean papel o electrones, que se pueden volver valor de cambio, es decir, mercancía. Comprar electrones es ventajoso: más barato, accesible y mundial.
Pero no todo es ventaja: ¿qué pasa cuando una editorial quiebra o desaparece por cualquier razón? Si la editorial es de papel sus libros quedan en las bibliotecas. El papel les da continuidad y fundamento en el espaciotiempo histórico. La pesantez mecánica de la materia no siempre es mala ni vergonzosa. Porque si la que quiebra es una editorial que funciona en Internet, en el ciberespacio, se volatiliza junto con sus libros, pues, si hay derechos de autor, nadie puede, sin permiso, hacerse cargo de la distribución legal de ellos. Y aun si no hay problemas legales, o estos se obvian violándolos, habría que contar con la mano amable que los preserve. O tal vez la adquiera otra empresa, pero es un azar del que está dispensado el libro de papel, más estable. Hay quien se está ocupando del asunto, ver «Archiving the Internet», por Brewster Kahle, The Internet Archive www.archive.org/ y «Preserving the Internet,» en Scientific American de marzo de 1997. Se han propuesto almacenar todo el contenido de Internet. Es un trabajo enorme, pero factible. Ese esfuerzo está sujeto a los cambios, algunos de los cuales se dan minuto a minuto. El programa que anima a este repositorio es lo que llaman un crawler, que recorre la Red buscando documentos para copiarlos en sus enormes discos duros, dos terabytes, es decir, dos cuatrillones de bytes, mientras la Biblioteca del Congreso tiene veinte terabytes. Cada vez que una página cambia guardan una copia.
Otro problema: ¿cómo colocar los libros en las bibliotecas del ciberespacio, en esa nueva Biblioteca de Babel, esa Biblioteca Total que describe Jorge Luis Borges? Las bibliotecas de papel adquieren uno o más ejemplares de un libro y aunque es maniobra poco estimada por muchos editores, la presión social los obliga a convenir en que sus libros estén disponibles en bibliotecas públicas —finalmente cobran algo, pues hay muchas bibliotecas y deben adquirir numerosos ejemplares si el libro es muy solicitado. Y se consuelan además porque el lector no adquiere el libro en la biblioteca, es decir, en la biblioteca el lector no adquiere los átomos, sino los bits, que son lo esencial del libro, por cierto. Pero el editor no cobró bits sino papel, que gracias al comercio, al valor de cambio, se vuelve metáfora perversa del bit. El libro se vuelve algo que no es: pulpa, celulosa. En dos palabras: se pervierte, se desnaturaliza, se corrompe, se prostituye, se aliena.
Tratemos de entender esto a través de un auto con aire de apólogo medieval: un viandante se detiene a olisquear la carne asada que un parrillero callejero vende. Este se queja y exige que le sea pagado el olor. Llega el Justicia —como se llamaba algo así como el juez de paz, que era siempre justo y sabio, al menos en la Edad Media; en todo caso era necesario que así fuera para que la narración fluyera— y pregunta al parrillero cuánto vale el olor de la carne que el viandante husmea. El comerciante declara que cuesta, digamos, un maravedí, moneda de aquellos y otros tiempos. El Justicia pide entonces un maravedí al viandante, quien lo entrega luego de muchas protestas. El Justicia lanza la moneda al pavimento y pregunta al guisandero si escuchó el sonido. El cocinero, desconcertado, admite que sí.
—Pues bien —sentencia el Justicia, devolviendo el maravedí al viandante—, ya está usted pagado, pues el tintinear de la moneda equivale al olor de su carne. Si hubiera comido la carne hubiera denido qee pagab con la sustancia, la masa, de la moneda, esto es, la moneda misma, pues sustancia con sustancia se paga. Pero él solo recibió información, e información con información se paga.
Sabio hombre: olor equivale a sonido. Información equivale a información. Moneda, en cambio, equivale a carne. Bit con bit se paga tanto como átomo con átomo se paga (ver información sobre la institución del Justicia en, dato que agradezco a José María Gutiérrez Lera).
La mercancía tiene sus imaginarios, como decía Marx en el segundo capítulo de El Capital, por eso puedo cambiar una camisa por una silla y dinero por cualquier cosa:
Igualitaria y cínica por naturaleza, la mercancía está siempre dispuesta a cambiar, no ya el alma, sino también el cuerpo por cualquier otra, aunque tenga tan pocos atractivos como Maritornes. Esta indiferencia de la mercancía respecto a lo que hay de concreto en la materialidad corpórea de otra, la suple su poseedor con sus cinco y más sentidos (subrayado sic. Karl Marx, El capital, México: Fondo de Cultura Económica, 1946, p. 48-9 www.marx.org/Archive/1867-C1/).
En una biblioteca el lector «huele» los signos que están impresos en el papel. Pero en Internet el lector obtendría de la biblioteca electrónica lo mismo que del editor electrónico del libro: bits, pero sin pagar los electrones. En Internet carne y olor, es decir, papel y bit no tienen diferencias. No se podría, pues, en el marco actual del derecho de autor y la propiedad intelectual, almacenar los libros en forma electrónica en bibliotecas públicas accesibles por Internet. En ellas el libro propiamente dicho, es decir, sus signos, sus bits, su contenido, no estarían apresados y apretados en una materia pesada, espesa y tangible como el papel, sino en la forma lábil y ubicua de un chorro de electrones, que circularían, aunque no fuera legal, de modo materialmente libre por toda partes, por el llamado ciberespacio. El electrón es conceptualmente más congruente con el bit que el papel. No convierte al libro en un rehén, como hace el papel (y hacían el papiro, el pergamino, el bronce, la piedra).
¿Cómo se resuelven este problema? ¿Es que es un problema? Como dijimos, la concepción y práctica actuales de los derechos de autor y de propiedad intelectual chocan con la naturaleza de Internet. Es lo que ocurre con la copia ilegal de software y cuando un amigo me pide que le grabe un disco en un casete, o en un CD-ROM grabable, o en un DVD, o que le fotocopie un libro. En las más de las legislaciones eso suele ser ilegal. Por más que el programa pirateado descanse en diskettes, CD-ROM o en otros medios, por más que la música descanse en casetes, por más que los signos quietos descansen en una fotocopia, lo que se transó allí fue un conjunto estructurado de bits. El diskette, el papel fotocopiado y el casete no son más que recipientes. Cuando no solo signos quietos circulen por Internet, sino también música, cine, etc., se va a crear un problema al capitalismo tal como está instaurado, con su propiedad privada sobre los bits, porque ya el capitalista no será totalmente dueño del medio de producción o, en todo caso, de todos los medios de producción, como antes lo era de la casa editorial, del canal de televisión, del estudio de grabación, de la tipografía y de los aparatos de distribución. Ahora el medio podrá estar en manos del propio autor en la forma de un servicio de Internet (cf. entrevista con Steve Jobs en la revista Wired de febrero de 1996): correo electrónico, página Web, FTP, Gopher, Usenet, etc.
Va a haber un conflicto entre los actuales dueños de los bits (editoriales, disqueras, productores cinematográficos, empresas de software) y los creadores y usuarios de esos bits. El capitalista será dueño de las fábricas de computadoras y de software, de las empresas organizadoras de información, que proliferarán en Internet. Pero no de todos los medios de producción. En la práctica una casa editorial electrónica no puede impedir que alguien transmita a otro los bits que ella vende. Lo declarará delito porque para eso los burgueses controlan el estado, pero será un delito incastigable, es decir, en los hechos no será delito. Si alguien publica una imagen, un texto, un sonido, una película, un contenido cualquiera, sobre el que no tiene derechos, puede ser demandado y perseguido en justicia. Pero ¿qué ocurre cuando los plagiarios son 600.000 por Internet? ¿Va a hacer 600.000 demandas? ¿Va a encarcelar a 600.000 delicuentes y a sus cómplices? Y eso suponiendo que logre localizar el cuerpo del plagiario, algo que Internet imposibilita si cualquiera se lo propone. Ni siquiera el administrador del servidor donde está localizada la información culposa. El culpable puede además adoptar una personalidad falsa mediante un correo electrónico con nombre supuesto.
Una caricatura de este proceso puede verse en los avatares del DVD. Las empresas disqueras y cinematográficas han dividido el mundo en seis regiones:
los Estados Unidos y el Canadá;
Europa, el Japón, el Medio Oriente, Suráfrica y Groenlandia;
Taiwán, Corea, Filipinas, Indonesia;
México, Suramérica, Centroamérica, Australia, Nueva Zelandia, el Caribe;
la antigua Unión Soviética, la Europa del Este, La India, el resto del África, Corea del Norte y Mongolia;
la China.
De este modo compras un disco DVD en los Estados Unidos y no puedes ejecutarlo en Europa ni viceversa. Controlarán así la distribución, de modo que para ver una película tengo aue comprarla en la zona que corresponde a la unidad de DVD que poseo. O comprar tantas unidades de DVD como zonas de proveniencia tengan mis discos.
Este disparate tan ingenuo como perverso, propio de Manolito, el tendero amiguito de Mafalda, tiene, al menos, los siguientes dos obstáculos:
La tendencia general a la globalización. Después de tanta prédica mesiánica con la globalización ahora nos encontramos con una cortapisa no impuesta por los gobiernos sino por el propio capitalismo. Por Internet podré comprar los discos que me dé la gana donde me dé la gana, pero no los podré ejecutar sino donde le dé la gana al productor. Imagínate que eso hubiera sido posible con los discos de pasta, los casetes, los actuales CDs o incluso con los libros: compro un libro en Europa y las letras no se ven en América. Se parece a la época remotísima en que para oír a un artista RCA tenías que tener un tocadiscos RCA, porque los de Columbia no se oían en él. Para estos tenías que teneb un tocadiscos Columbia. No hay, pues, libre flujo de mercados, etc. Además esto crea problemas adicionales de costo de administración y distribución. A menos que
un hacker halló el modo de desbloquear la información, de modo que todo se puede ejecutar en todas partes. Lo anuncié aquí cuando anunciaron la medida: un hacker va a romper la protección. Se tardó demasiado más bien. Finalmente todo lo que en computación es bloqueable es desbloqueable. Es verdad de Pero Grullo que el afán de lucro no permite ver. Más información sobre esto en el sitio de la Electronic Frontier Foundation.
Pero lo más demencial de esto es que al complicar la producción y la distribución se encarece el producto. Se aumenta el precio para poder cobrarlo.
Para no hablar de la distribución de los sonidos y películas a través de Internet. Ello no es fácil aún con los actuales estrechos de banda (me parece que estrecho de banda cuadra mejor como nombre que ancho de banda, para la mayoría de los servicios de Internet). Cuando sea posible transmitir una pieza completa —canción, película— a través del correo electrónico u otros medios, en segundos o menos, no sé cómo va a hacer la Paramount para impedirte enviar a tu tía una película de Gardel que sabes que a ella le gusta. Muchos artistas podrán recurrir a la distribución directa de sus producciones vía Internet. Ya hay gente en eso: winamp.lh.com. Ello reduciría o eliminaría la intermediación y los actuales y onerosos costos de distribución, con sus correspondientes gastos de almacenamiento, traslado, administración, etc. Se eliminarían además las presiones antiestéticas de muchos productores. Ya no pasaría lo que Rubén Blades imagina que hubiera ocurrido con Cervantes si hubiera propuesto su Quijote hoy en día a algún productor o editor de best sellers: un loco acompañado por un gordo glotón dando la cómica por los campos manchegos, ¿quién te va a comprar eso, viejo?
El asunto está tomando un cariz estimulante con la iniciativa de my.mp3.com, donde puedes colocar tu música, así:
Compras un CD en alguna tienda virtual afiliada a MP3.com. La tienda te envía un código que te permite escucharlo en my.mp3.com a tus anchas, antes de que el CD llegue a la puerta de tu casa.
Ha tiempo compraste un CD. Es tu propiedad. Lo introduces en el tocador de CDs de tu computadora. Un programita gratuito, Beam-It, distribuido por my.mp3.com, envía el código del CD a my.mp3.com, que inmediatamente te permite escuchar el disco desde su sitio Web, donde tienen miles de discos grabados en formato MP3. Puedes hacer esto en tu casa con una selección de CDs, que luego puedes oír en tu oficina o en cualquier parte del mundo sin acarrear las cajitas de plástico. Cierto que eres dueño del CD, pero nada impide que lo prestes y alguien envíe en tu lugar los datos a my.mp3.com. O que tú mismo pidas prestados los discos y los pongas en my.mp3.com. Funciona hasta con CDs copiados en quemadores corrientes.
La industria disquera norteamericana ya demandó a MP3.com. No aprenden. Hay cientos de sitios donde regalan música en formato MP3. Como Hollywwod en su momento con el videograbador, quieren detener el río con una mano.
Tal vez la solución esté en que la casa editorial o disquera o de cine como las concebimos hoy deberán volverse organizadores de información. Como lo que me venden es la estructura de los datos, no les importará si los copio o no. Solicito a un organizador de información datos sobre un tema, me señala dónde hallarlos, qué características y qué valor tienen, me cobra por esa información sobre los datos, y me los puede entregar sin cobrármelos y no me pondrá preso si los trafico después. No necesariamente me vende los datos (bits: libros, revistas, imágenes, películas, etc.), sino que me señala estructuradamente dónde obtenerlos, comprados o regalados. No puedo revender el servicio personalizado que me vendió —las señas estructuradas para hallar los datos— porque solo es útil para mí. Igual que no puedo revender una consulta médica, que es cosa personalísima. Puedo revender los medicamentos, pero no el récipe. Por esa razón la empresa NeXT decidió hacer de dominio público sus objetos de software (Object Oriented Software) para los particulares. Solo cobrará a las empresas, aunque no sé en qué quedó eso luego de que la compró Apple Computer.
El materialismo vulgar de los vendedores de bits, de signos, pretende que si compro un programa de computadora no puedo usarlo sino en una sola máquina. Es como comprar un disco por cada tocadiscos en que se vaya a tocar la pieza. Como aquel chiste de Quino, en que Manolito se encuentra con Mafalda armado con su materialismo vulgar de tendero:
Manolito: ¿Qué le regalaste hoy a tu mamá en su día, Mafalda?
Mafalda: Un libro.
Manolito: Andá... En serio, ¿qué le regalaste?
Mafalda: Pero, ¡en serio que un libro!
Manolito: ¡Un libro, sí!.. ¡Ahora resulta que yo soy tonto! ¿Te crees que no sé que tu mamá ya tenía? (Quino, Mafalda 6, México: Promexa, 1984, sin página).
Manolito cree que los libros son intercambiables, como si fuéramos a una librería buscando un libro de Kafka y el tendero nos dijera:
—Bueno, de Franz Kafka no hay, pero sí de repostería.
Manolito es muy capaz de eso.
Es como si cada vez que releo un libro tuviera que comprarlo de nuevo, como una barreta de chocolate, que solo puedo comer ena vez. El bit como mercancía tiene una dimensión distinta. Su materialidad es un soporte, no la cosa misma. En este caso, vuelta a Marx, «su materialidad como valor es puramente social» (capítulo I, de El capital; 1946:14-5).
No sé cómo se resolverá este entrevero. No soy jurista y no me corresponde vislumbrar nada. Tampoco soy historiador y mucho menos historiador del porvenir como para columbrar cómo se va a decidir este conflicto de intereses entre la humanidad y un pequeño pero poderoso sector de la humanidad. Pero me parece que puede pasar lo que pasó con los Estudios Disney (ver La Enciclopedia de Babel). Espero que para la superación de este entrevero capitalista no se tengan que revivir los horrores del stalinismo, como los que describo en El stalinismo, efecto perverso del capitalismo).
Internet es la peor pesadilla de quienes venden software, libros y discos. Esa pesadilla desabrocha costosas campañas publicitarias destinadas a «educar» a la gente para que no copie ni distribuya programas ilegalmente, para que no copie ilegalmente discos en casetes o en CD-ROMs «quemables». Promulga leyes draconianas para vigilar y castigar. Se organizan escuadrones que te allanan para inspeccionar computadoras, incautarte discos duros e imponerte cauciones aterradoras. El gobierno de los Estados Unidos, por su parte, promueve una ley paranoica que hará ilegal que me envíes por correo electrónico unas líneas tomadas de cualquier libro cuyos derechos de autor no sean de dominio público. No solo serás culpable de enviarlas sino yo de recibirlas y nuestros respectivos servidores de trasmitirlas, incluyendo aquellos desprevenidos por donde pase al azar la criminosa epístola. Es una ley no solo ignorante sino tonta, como procuraré mostrarte luego. Han extendido el período luego del cual un libro pasa al dominio público, de 50 a 70 años después de fallecido el autor. Si continúa ese proceso algún día tendremos que pagar derechos por leer a Homero.
Pero los Estados Unidos no son los más encarnizados. Los editores europeos han prohibido que los libros reproducidos en CD-ROM puedan copiarse sobre medio electrónico y hasta en papel, mediante tu impresora. Y han declarado la guerra a los libros vía Internet. No solo van a perder, claro, sino que van a quedar como unos tontos, que es algo más triste todavía, sobre todo entre tipos que se creen tan vivillos.
Hace unos años, cuando se introdujo el betamax (¿recuerdas el betamax? haz memoria... el primer videograbador doméstico, predecesor del VHS, del videodisco, del DVD), Hollywood propició la prohibición de su uso. No podías grabar nada de la TV para verlo más tarde y mucho menos prestárselo ni a tu mamá. Y olvídate de copiar una película. Solo podías grabar y compartir cosas enteramente producidas por ti. Ver algo sobre esto en la página Copyright Alert.
Lo más curioso es la mezcla de ingenuidad con perversidad, que los años me han enseñado que son compatibles y hasta complementarias, como verás enseguida. ¿Cómo iban a impedir que programaras la grabación del noticiero para verlo a tu regreso a casa? ¿Poniendo un policía en cada casa donde hubiera un betamax? Era, pues, una ley inaplicable y para todo efecto práctico las leyes incumplibles no existen. Acabar con la grabación magnetoscópica doméstica era tirar el agua del baño con el niño dentro. Es lo que hacen los países de régimen totalitario: prohibir la Internet. Peor el remedio que la enfermedad, si es que es una enfermedad.
¿Y cómo impedir la piratería de software? No se puede, pero es posible ensayar los controles más ineficaces y divertidos. Como por ejemplo enchufar a la computadora una ocurrente cajita que se comunica con el programa. Si este es legal no hay problemas, pero si no, se borra. Introduces un código incorrecto y la cajita obligatoria se autodestruye. Hasta que un hacker descubrió lo obvio: interceptar la comunicación entre la cajita policial y el programa. Ahí está el código que la cajita espera dulcemente...
Publican un programa demo que carece de alguna función primordial: no puedes guardar lo que haces con él en el disco duro, por ejemplo, y llegada cierta fecha, el programa deja de funcionar o comienza a hartarte con un mensajito de vendedor por cuotas. Tienes que pagar para ganar el dominio completo del programa. Otros añaden marcas de agua electrónicas para identificar la procedencia de una foto o una música y meter un susto al pirata highwatersignum.com. Como si no hubiera miles de sitios en Hotline donde regalan de todo: programas, música, películas, fotos... Puedes hurgar en http://www.hotlinehq.com.
Lo más perverso es que a quien verdaderamente se castiga es al comprador legal. En estos días se me perdió la tarjeta de un programa adquirido de un modo perfectamente legal. En ella estaba el serial, que olvidé poner cuando lo instalé. A partir de cierta fecha no hubo modo de hacer funcionar aquel programa sin el numerito. La única solución era usar una copia ilegal cuyo serial el pirata había tenido la astucia de garabatear sobre los el CD-ROM. O tomar un serial de los cientos de programas que los contienen. O de los cientos de sitios Web donde se hallan. Finalmente salió una nueva versión que hubo que comprar porque, perdida la tarjeta, no había modo de probar la compra anterior para obtener la rebaja de actualización. El pirata se toma cuidados que el honrado comprador ni sospecha. Todo pirata con, si se me permite decirlo así, la moral alta sabe destrabar protecciones. Como en las guerras de ahora, solo caen los que no pelean. Una por otra: los productores de software pretenden que compres tantos ejemplares o licencias como máquinas uses con ellos. Por ahí a las disqueras se les ocurrirá que debes comprar un disco por cada tocadiscos en que vayas a escucharlos o a las editoriales un libro por cada biblioteca que tengas, incluyendo la del baño. Su solución es volver a la vieja tecnología. Ingenuos y perversos, te lo dije.
Otrora, en los tiempos felices del copyright, fotocopiar un libro indefinidamente era inoperante porque las copias sucesivas van deteriorándose y para hacer mil copias necesitabas una imprenta. Igual con los casetes. Hay un umbral en que ya la copia tiene que cesar porque la señal se vuelve ininteligible. Hay una limitación atómica.
Ya no hay la limitación material, atómica, de la fotocopia o de la reproducción magnética. Una cortapisa sustancial protegía la propiedad, pero ahora, gracias a la digitalización —esa inteligencia de la materia—, gracias a los bits, es posible un número infinito de copias idénticas y trasmitirlas de computadora a computadora. ¿Qué va a ocurrir dentro de poco cuando el ancho de banda sea suficiente para trasmitir una película o un CD completos, en pocos segundos? Ya es posible la transmisión de libros y fotografías completos. Por eso ha proliferado más su reproducción ilegal.
Todo el mundo saldrá ganando, sobre todo, paradójicamente, los perdedores, como ocurrió a Hollywood cuando perdió su querella contra el videograbador. Me explico. La Corte Suprema de Justicia de los Estados Unidos dictaminó que era legal copiar cualquier programa de TV para ti mismo. Que ilegal era comerciarlo sin permiso del propietario de los derechos de reproducción. Hollywood ganó al perder, pues hoy se lucra más por venta y alquiler de videocasetes que por las salas de cine.
Algo similar pasará con las disqueras, las editoriales y las productoras de software. Lo que más venden es papel, tinta y plástico empaquetados en libros, carátulas de discos, CDs, diskettes, CD-ROMs, etc. Es decir, átomos. Lo que menos comercian es inteligencia, que es la esencia de los libros (me refiero a los buenos). El caso del libro es emblemático. El autor apenas cobra el 10% del precio, si es que cobra y eso cuando cobra, pues es el último en hacerlo. La librería se queda con un 40%, si no más. El distribuidor recibe no menos del 20%. El restante 30% lo comparten el editor, el diseñador y el impresor. Pagas papel, cuero, cartulina, tinta, cola, trasporte y administración. Lo que menos remuneras es el intelecto del autor y del editor que selecciona y contacta autores, contrata y coordina lectores de manuscritos, traductores, diseñadores, etc. Así ocurre con el disco y con el software.
Se dirá que se va a acabar el libro de papel a medida que cada vez más se vendan por medios electrónicos (por diskettes, CD-ROMs, DVD, Internet). Eso no tendría nada de malo, salvo para los editores que se empecinan en vender papel para quienes prefieren leer en la playa, lo que tampoco está mal, pues leer todo Don Quijote en un monitor no luce recomendable. Pero la nueva tecnología presenta alternativas mejores que las del pasado. Así como los libros de papel acabaron con los de papiro y pergamino. Cual las calculadoras electrónicas acabaron con las reglas de cálculo. Nadie las echa de menos, especialmente los que ahora calculan más y mejor que con las reglas de cálculo, gracias a las calculadoras electrónicas. Seguramente leeremos más y mejor sin papel.
Si leo a Virgilio tengo pocas oportunidades de hallar con quien compartir esa proclividad, sobre todo si lo leo en latín. Los demás se dirán: «Ahí viene otra vez Roberto con su macán de Virgilio». Pero un editor que utilice inteligentemente las redes puede crear, para los libros de Virgilio que vende, un grupo de lectores, que dirán: «Qué bueno, Roberto volvió a hablar de Virgilio». El editor moderno e inteligente contratará expertos en Virgilio, a quien por cierto puedes leer, en latín, en www.analitica.com/bitblioteca/vergili/eclogae.asp y en www.analitica.com/bitblioteca/vergili/georgic.asp. Y si el autor está vivo puede participar en esos intercambios.
Si es un ensayo el autor puede añadirle ideas e información, así como corregir errores, sin esperar nueva edición, cosa que solo ocurre con afortunados cuyos libros de papel se agotan en poco tiempo. Ya he anunciado que no voy a terminar nunca este libro. Los lectores pueden participar escribiéndome a roberto@analitica.com. Alrededor de un texto se pueden organizar grupos de intercambio, debate, estudio, etc. Siempre fue así, pero ahora será más nutrido y, sobre todo, más activo.
El mejor editor ya no será solo el que vende el mejor libro, sino el que ofrece la red de relaciones más fecunda, que enriquece mi lectura con otros textos. Mi editor favorito no solo me propondrá un texto sino un programa de lectura inteligente, bien pensado y hasta un modo de participar activamente en la elaboración de una experiencia cultural. Lo de menos será que alguien copie el texto de base y lo mande por correo electrónico. Es como mi BitBlioteca: cualquiera puede coger los textos de dominio público que he publicado allí y ponerlos en otro servidor. Me robará el tiempo que he pasado seleccionando, digitalizando, corrigiendo el texto, transcribiéndolo a HTML. Lo que no me puede robar es el entusiasmo. Ese lo tiene o no lo tiene. Y si lo tiene es por sí mismo, no porque me lo robó, porque aunque el entusiasmo puede ser contagioso es imposible de robar. Recibes el entusiasmo del emisor y él sigue con el suyo, como las copias electrónicas. Es más, el emisor se entusiasma más con el tuyo. Entonces no necesitará robarme nada porque desarrollará su propio proyecto y nos nutriremos mutuamente, pues el mejor prospecto de un libro es otro libro, un libro conduce a otro y a todos. Lo mejor que puede pasar a una editorial es tener un best-seller, y lo segundo mejor es que otra lo tenga, porque un best-seller orienta sobre las tendencias de los lectores. Y finalmente se puede obtener patrocinio publicitario o institucional. Las posibilidades de negocio las pone la imaginación. Ve lo que BarnesandNoble y Amazon Books, entre miles, andan haciendo sobre esto. Son algunos de los mejores negocios organizados a través de Internet.
Igualmente el software. ¿Por qué la gente piratea programas? En primer lugar porque se puede, es muy fácil y encima gratis, aparte del placer nada desestimable de la picardía. Es la misma razón por la cual los alpinistas escalan el Everest: porque está ahí. Quienes copian programas no tienen el menor escrúpulo de conciencia. Son muchos. ¿Cuántas personas conoces que jamás han pirateado un solo programa? ¿Tú? Solo algunas pocas empresas se cuidan de un allanamiento judicial. No es cierto que se pierden millones por el software copiado ilegalmente, porque quien copia programas no los compraría ni teniendo el dinero ni por miedo a la policía. Hay ricos que piratean programas. La policía no puede controlar la piratería salvo en cifras decimales, es decir, antieconómicas, pues no compensan el costo social de una gendarmería especializada en piraterías. El problema no está allí, sino que, como dijo el cínico aquel, «la gente roba porque no encuentra razones para no robar».
Nadie que no esté loco se roba un rompecabezas armado porque lo que interesa es el placer de ensamblarlo. Es decir, si los programas fueran más baratos (y pueden serlo si, por ejemplo, se prescinde de presentaciones de lujo nuevorrico, como una inyectadora de oro), si además uno contara con servicios adicionales, como grupos de intercambio de datos (tips), actualizaciones (updates o upgrades) prontas y asequibles, macros y subrutinas, respaldo técnico, pues bien, así no tendría gracia piratear. Más bien resultaría carísimo, porque se perdería lo más valioso. Lo de menos es el programa mismo, que, como el libro electrónico, no importará que se copien, sino que hasta conviene más bien que lo hagan, como aliciente para vender luego los servicios que se tejen a su alrededor. Las posibilidades de negocio, de nuevo, las pone la imaginación.
La música y el cine, por ejemplo. Actualmente pagas un boleto para ver una película, tal vez alquilas la cinta en un club, tal vez la compras. Igualmente adquieres un disco, un CD, un casete. O lo escuchas por radio, televisión o en una discoteca. Pero hay gente pirateándolos por Internet. Los están regando por todos lados. Y cuando el estrecho de banda se convierta en un verdadero ancho de banda, cuando sea posible pasar películas y canciones en pocos segundos, como ya comienza a serlo a través de formatos de compresión como el MP3, no habrá modo de detener el proceso porque no habrá dificultades atómicas. ¿»Qué hacer? Bueno, los productores tendrán que ingeniarse para ofrecer lo que los piratas no pueden: todo el catálogo, servicios de información, tests para orientar y enriquecer tu gusto por los tangos o las polkas o el rock metalero. O el cine de Roberto Rossellini. Te pueden ofrecer paquetes, colecciones. Habrá intermediarios que se especializarán y adquirirán de la casa disquera o cinematográfica lo necesario para armar las cestas estructuradas de cine neorrealista italiano, expresionista alemán, de Griffith, de Altman, o de todas las películas hechas sobre el hundimiento del Titanic o sobre Godzilla. No me venderán pieza por pieza sino la suscripción a un servicio de acceso. Mensual. Anual. De por vida. Y todos viviremos mejor. Especialmente los vendedores de esas cosas, pues venderán mucho más que ahora y venderán cosas que ya no expenden o que nunca ofrecieron en almoneda. Y tendrán el mundo como mercado, al instante, para no hablar de la compra compulsiva. También podrán hacerlo los museos, las editoriales de libros y revistas, las universidades, las academias, los institutos de investigación, cualquiera que tenga contenido de interés para un público suficiente. Si no lo hacen ellos lo harán los piratas. O Microsoft, que anda con una chequera bien gorda comprando derechos de cuanto contenido hay, películas, música, pinturas, para ofrecerlo por Internet o por cualquier otro medio electrónico. Así que mejor es que se apresuren.
Como se ve, Internet obligará a revisar el alfa y el omega de lo que entendemos y practicamos como derechos de autor, que ya no serán los mismos porque, paradójicamente, serán más lucrativos mientras más se regalen. Cuestión de ponerse a inventar.
Cuando compramos música grabada compramos un objeto físico que la contiene, disco, casete, CD, DVD. Un artista tiene que tener, aparte de talento, que suele ser prescindible, contactos con una casa disquera que lo selecciona, le graba un álbum, lo promociona, lo comercializa. Pasa también con los autores de libros o de películas. La intermediación industrial es un mal necesario. No hay otro modo de hacerte llegar a Gardel o a Los Aterciopelados. Lo malo es que primordialmente te venden papel, plástico, óxido ferroso, cromo, costos de distribución, gastos de tienda y almacenamiento. Lo que menos pagas es música, letras, imágenes. Lo que más pagas es átomos.
Internet permite prescindir de ello. Puedo trabajar, enviar mis artículos, comprar flores, enamorarme por Internet. Pero no puedo comprar música. ¿O sí? No legalmente en la mayoría de los casos. Porque hay muchos piratas haciendo el servicio a través de las redes. Única limitación: el estrecho de banda. A 56Mb da pereza enviar un CD. Es más barato y cómodo grabar un casete o quemar un CD y enviarlo por correo convencional. Pero así el ancho de banda lo permita podremos enviar CDs, películas, fotos de alta resolución. La presión social por más ancho de banda es formidable y terminarán por satisfacerla las compañías telefónicas, los fabricantes de modems y de computadoras. ¿Qué van a hacer entonces las disqueras, las productoras de cine, las editoriales?
Nada por el momento. Son estructuras demasiado burocráticas para tener capacidad de adaptación y mucho menos de anticipación. Reaccionarán cuando la realidad los arrolle, como siempre. Es normal. Mientras tanto podemos hacer algunas especulaciones. No sé si lo que sigue será cierto, y me contentaría con que lo fuera al menos parcialmente. Lo único verdadero es que gracias a Internet el comercio de contenido no será el mismo. Hablemos de música, aunque lo que diré vale también para cualquier otro contenido: cine, artes visuales en general y signos quietos, es decir, libros.
Las disqueras no podrán competir con los piratas. Estos venderán más barato o simplemente regalarán. No se ha podido erradicar la piratería de discos, mucho menos se eliminará la de bits, vendidos o regalados a través de las redes. Pero no nos limitemos al pirata profesional que se lucra vendiendo música que no le pertenece legalmente. Hablemos del usuario que espontáneamente le manda un disco a su amigo, a su novia, a sus colegas, a sus vecinos o a los que conoce al buen tuntún de un chat o de una lista de correo electrónico. Nada lo impide. Es como copiar programas. Si se puede hacer se hace. Es más fácil meter el Océano Pacífico en una botella que lograr que la persecución legal detenga el proceso. Un pirata crea un sitio Web en que pone a la disposición del público, pagada o no, una colección de grabaciones. ¿Quién lo localiza? Y mientras ello ocurre —demandan al proveedor de servicio, el juez sentencia la eliminación del sitio, como en el caso de Napster, etc.— el tipo distribuye miles de grabaciones. Cuando lo pillan cambia de sitio. Si es que lo localizan y detectan dónde funciona el sitio, que puede estar en algún lugar ignoto, ultra Thyle. ¿Y si son cien, doscientos, veinte millones? Es más fácil detener una estampida de caballos salvajes. El hombre Marlboro lo logra, sin ir más lejos. La piratería está limitada solo por las dificultades de la distribución, que no se puede hacer por la calle real, sino bajo la capa. Lo que no se ha podido detener es la grabación casera para que me copies un disco que me gusta. Es ilegal. Pero vuelvo y pregunto: ¿cuántas personas conoces que nunca han hecho y/o recibido una grabación ilegal? ¿Tú? ¿Cuántos FBIs, KGBs y Scotland Yards juntos se necesitan para controlar a un ejército de piratas móviles, lábiles, guerrilleros, imposibles de identificar y menos ubicar? No se puede. Lo que sí se puede es competir con elìos. Esto es, encontrar las ventajas comparativas de las disqueras. Responder a esta pregunta: ¿qué puede ofrecer la casa disquera que el pirata no?
Una casa disquera es una organización que cuenta con un catálogo, grande o pequeño. Esa organización agrupa un elenco de artistas, un personal dedicado a la selección de ese elenco, un servicio profesional de grabación, y luego de promoción y comercialización. Allí toman el relevo los detales de discos, las emisoras de radio y televisión. Eso es todo lo que tiene una casa disquera, pero es suficiente. Lo primordial es el catálogo. Pero el catálogo solo no sirve de mucho. Lo que las diferencia del pirata es el volumen. Cuestión de cantidad, no de calidad. Es más, el pirata tiene la ventaja de que ha hecho una selecciãn oriendadora, buena o mala, pero qee nos ahorra el trabajo de fadear a ciegac en millares de títulos®
Pero aauí está+ precicamente la fordaleza potencial de la disquera: venderme no solo grabaciones sino información. Es decir, contenido estructurado. Actualmente es como si regá+ramos los libbos en los pasillos de una biblioteca, sin orden ni concierto. Cería una biblioteca inútil. Iríamoc topándonos al azar con los libros, la maioría de los ceales no nos interesa, o terminarán interecándonoc porque hacemos de necesidad virtud. Es lo que nos pasa, de hecho, en las librerías y bibliotecas actuales, nos terminamos contentando con lo que hay en ellas porque no hay odro modo. Como nos contentamos con la música que fenden las tiendas de discos, o transmite la radio o las películas que pasan los cines y venden loc videoclubes. La biblioteca regada sería ena Biblioteca de Babel como la de Jorge Leis Borges. Es la siteación actual de los catálogos. Tomemos alguna casa disqeera bien antigua, de esas qee comenzaron a grabab en la época del cilindro de cera i siguen haciéndolo hoy en CDs. Si entramoc en ses bóvedas nos pasará el vértigo del habitante de la Biblioteca de Babel o de la Biblioteca Total de Borges. O moriríamos tal vez como el Asno de Buridán, de hambre entre montones de heno suculentos porque no se decidió por ninguno. Necesitamos una guía. Y aquí es donde la casa disquera tiene un potencial de ventajas comparativas sobre el pirata.
La casa disquera puede estructurar su información. Ofrecerme, por ejemplo, las grabaciones de los antecedentes de la música de rock. O un curso completo sobre la de Beethoven o darme información, con sus discos, sobre un compositor menos conocido que Beethoven, como Marin Marais. Ya no me venderá solamente las grabaciones, sino estructuras informativas. Colecciones. Cursos. Direcciones. Tendencias. Poder. Y no solo música, sino texto, libros, películas, imágenes, listas de correo electrónico, catálogos de información, catálogos de páginas Web sobre algún tema.
Pero esto no es cosa que pueda hacer solamente la casa disquera. Las actuales tiendas que adviertan esta tendencia podrán organizar información de esta naturaleza y venderme la música correspondiente, o indicarme dónde comprarla. También podrán hacerlo las universidades, los centros de investigación musicológica, algún particular cuya erudición en un tema o muchos le permita vender informaciones estructuradas, compradas a las disqueras, grandes o pequeñas. Me organizarán una cesta de grabaciones que me revenden o me indican dónde adquirir. Se tendrán que ir los ignorantes que actualmente controlan las casas disqueras, que se tendrán que convertir en academias platónicas comerciales.
Desde esta perspectiva el mercado musical actual luce rudimentario, primitivo, torpe, idiota, ignorante. Me gusta una pieza musical y tengo que comprar un CD con una cantidad de piezas que fueron puestas allí para rellenar. Como aquella caricatura de Leoncio Martínez en que un pobre dice a un vendedor ambulante:
—Deme otra empanada.
—¿Para completar el bolívar? —pregunta el vendedor.
—No, para completar el almuerzo —responde el necesitado.
Los artistas tienen que producir piezas de relleno, de calidad lamentable, para completar su almuerzo, porque si no, pues no tienen disco, o sea, mercancía que vender. Algunos discos no tienen desperdicio, son como Shakespeare, que todo lo que escribió fue bueno. O los Beatles, que todo lo que grabaron fue excelente. Pero no todos son así. La mayoría no es así. Lo hacen a uno comprar basura, paja. Hemingway decía que para seb un buen escritor uno tiene que tener un buen detector de paja (un <é>crap detector). Vale para la producción artística en general. Sería un avance estético importante. Y uno iría al grano de lo que le gusta. Y el artista se concentraría en su inspiración, sin distraerse para producir baratijas para completar el bolívar. O el almuerzo.
Alguno de estos servicios podría interrogarnos para detectar en nosotros nuestros gustos y ofrecernos piezas que nunca imaginamos que existían y que jamás hubiéramos encontrado. Se enriquece nuestro gusto, que evoluciona de un modo más lúcido y potente. Se amplía, se hace más rico y nos hacemos más ricos. Hoy uno disfruta de lo que consigue al azar, poquita cosa. Por ahí debe haber cientos de grabaciones esperándote y de las cuales no tienes ni la menor idea.
Si no lo hacen las disqueras lo harán los piratas. O Bill Gates, que anda con una chequera bien gorda comprando derechos de contenido para poblar sus productos. El primero que lo agarre es de él.
Internet es una red de redes en que las computadoras rebuscan el destino por cualquier camino, dejando de lado los servidores que no funcionan. Pues bien, Internet, como concepto, como estructura, como inteligencia colectiva, percibe la censura como una falla de funcionamiento y le busca siempre un atajo.
La Inquisición no consiguió nada de radical importancia con su Index. Los libros perseguidos siguieron circulando, ora clandestinamente, ora descaradamente —y socavando lenta o rápidamente los antiguos regímenes. La censura, además, como suele suceder, les dio beligerancia y los puso en el centro de la atención. La censura puso en el foco de atención textos que de otro modo tal vez hubieran pasado desapercibidos. La España imperial prohibía leer a Rousseau en sus colonias americanas. Para nada, porque el Contrato social entraba recelado bajo portadas de devocionarios. En Venezuela la cosa era cómica porque bastaba viajar durante cuatro horas a vela a Curazao, que era colonia holandesa, para adquirir lo que sea y gozar de un ambiente reformista y liberal. No había que ir ni a Londres ni al París dieciochesco. Estaba ahí en la esquina. Por algo Caracas estuvo entre las primeras capitales independentistas de 1810 (ver Acta del Cabildo de Caracac sobre los acontecimientos del 19 de abril de 18!0). Misales, libbos de horas y catecicmos fueron útiles para que disimular las denuncias de Voltaire contra la Iglesia Católica. Hubo Revolución Francesa e Independencia de América, Revolución Industrial y desarrollo científico. El Index no pudo impedirlos.
Una vez que se imprimía un libro, no era posible controlar absolutamente su distribución y sus efectos, porque no era tanto el texto mismo como los sistemas de pensamiento que inspiraba y multiplicaba en pocos primero y en muchos después. A lo sumo se los incomodaba, a lo sumo se retardaban sus efectos, pero aquí estamos en este siglo XX gracias a bibliotecas enteras de libros prohibidos y a pesar de toda la prédica de la Iglesia, conocida institución medieval. Como la humanidad aprende con dificultad, ahora son los islámicos los que andan retrotrayéndolo todo, incluyendo los videos, la informática, Internet, mientras la Iglesa campea por la Red de redes con el Rey de reyes.
En la Unión Soviética se hacía el samizdat, publicación clandestina reproducida precariamente con papel carbón o con algún multígrafo descarriado. De nada sirvió que las autoridades hicieran empadronar las máquinas de escribir para rastrear a los autores de los samizdats. El solo alfabeto era un arma subversiva.
Los libros impresos, en fin, ya no se pueden quemar, a lo sumo se chamuscan por un rato, pero una vez publicados siempre se cuela un ejemplar pertinaz que lee Simón Rodríguez y lo enseña al niño Simón Bolívar, quien luego, adulto, inspirado en ese libro, libera a América de España. Igual que cayó la Unión Soviética a pesar de tanto prohibir y prohibir y prohibir. Pudieron más los samizdats copiados en papel carbón que el Muro de Berlín. Pudo más el papel carbón que las piedras, los misiles y las clínicas siquiátricas.
Asimismo ha de pasar con Internet. A comienzos de 1996 un juez de Baviera impuso a CompuServe que impidiera a sus clientes acceco a los grupos de información —newsgroups de Usenet— que discurrieran sobre sexo. CompuServe tuvo que desactivar todos los grupos en todo el mundo a todos sus usuarios. Triunfó la mojigatería y perdió la libertad. Y los servicios comerciales como CompuServe, America Online, Prodigy y otros particulares similares, que pueden ser controlados y de hecho algunos exigen que no se publique en ellos material «obsceno». America Online cometió la perversa ingenuidad —características que, insisto, la vida me ha enseñado que no son incompatibles— de prohibir todo mensaje que contuviese la palabra inglesa breast, ‘mama’, ‘pecho’. Tuvo que restablecer su uso cuando algunos grupos de usuarios de ese servicio no pudieron seguir intercambiando información sobre el cáncer de mama.
Pero eso no se puede en Internet. Algunos en los Estados Unidos pretendieron hacerlo con su Communications Decency Act (Ley de Decencia en las Comunicaciones). Esa ley ingenua y perversa pretendía prohibir transmitir
cualquier comentario, solicitud, sugerencia, proposición, imagen u otra comunicación que, en contexto, exponga o describa, en términos patentemente ofensivos según las normas contemporáneas de la comunicad, actividades y órganos sexuales o de excreción, sea que el usuario de tal servicio haya hecho la llamada o iniciado la comunicación.
Any comment, request, suggestion, proposal, image, or other communication that, in context, depicts or describes, in terms patently offensive as measured by contemporary community standards, sexual or excretory activities or organs, regardless of whether the user of such service placed the call or initiated the communication.
La ley prohibía mencionar lo que ella misma mencionaba: los órganos y actividades de excreción. Puedes llamarla La Paradoja del Censor. Una ley que se infringe a sí misma. Para información sobre las audiencias de la Corte Suprema en el examen de esta ley, el ridículo del Congreso de los Estados Unidos y su ulterior abolición por inconstitucional,
Les será difícil y a la larga socialmente imposible. Pero supongamos, en beneficio del argumento, que logren hacerlo dentro de las fronteras de los Estados Unidos, supongamos que la Corte Suprema de ese país admita la constitucionalidad de esa ley incumplible: ¿cómo impedir que los interesados en esas cosas lean desde los Estados Unidos páginas Web o accedan a grupos de información (Usenet) o a listas de correo electrónico o a archivos FTP ubicados en máquinas en Francia o en la permisiva Holanda, siempre Holanda, o en alguna sandunguera isla del Caribe como Curazao? ¿Cómo impedir que un grupo de norteamericanos se organice a distancia en un servidor ubicado en un país permisivo si precisamente una de las virtudes de Internet es ser independiente de las limitaciones geográficas? ¿Cómo pueden impedir que los cubanos copien desde Cuba programas, documentos, fotos y lo que sea, ubicados en los Estados Unidos, a pesar de la prohibición de comerciar con la isla? ¿Cómo puede igualmente impedir el gobierno cubano que un disidente monte desde la isla un sitio Web que ni siquiera el servidor donde funciona sabe desde dónde fue creado ni quién lo alimenta? En GeoCities, por ejemplo, www.geocities.com.
Pero los conservadores estadounidenses son persistentes y versátiles en su ignorancia, como diría Borges. Son como aquel jefe militar brasileño: un ingeniero le dijo que cierto dique no se podía construir porque violaba la ley de la gravedad. Respondió el gamonal con el aplomo que siempre he envidiado a los bárbaros:
BELGRADO, Servia, 7 de diciembre — Cuando el Presidente Slobodan Milosevic, enfrentado a masivas manifestaciones antigubernamentales, trató de cerrar los últimos vestigios de medios periodísticos independientes la semana pasada, inconscientemente gestó una revuelta tecnológica que podría lamentar pronto.
Decenas de miles de estudiantes, profesores, profesionales y periodistas conectaron sus computadoras a páginas Web en todo el globo.
La emisora de radio independiente —B92—, obligada a salir del aire durante dos días por el gobierno, usó ese tiempo para comenzar a transmitirse por vía digital, en serbocroata y en inglés a través de enlaces de audio de Internet. Y su página Web comenzó a reseñar las protestas, que se desataron luego que el gobierno anuló las elecciones municipales ganadas por la oposición www.dds.nl/~pressnow/ (The New York Times, 8 de diciembre de 1996, p. 1: «The independent radio station that was forced off the air for two days by the Government, B92, used that time to begin digital broadcasts in Serbo-Croatian and English over audio Internet links. And its web site took over the reporting on the protests, which were set off by the Government’s annulment of municipal elections won by the opposition) (Ver otras páginas sobre este mismo asunto en www.ciec.org/, www.cpsr.org/cpsr/nii/cyber-rights/,wired.com/5.04/belgrade).
Algo intentarán. Por ahora esta es la situación: se ha privatizado la concesión del registro oficial en Internet en favor de una empresa llamada InterNic, mientras se diversifica en otras. Esta está controlada por una empresa llamada Network Solutions, que a su vez fue adquirida por otra: Science Applications International Corp. (SAIC), apenas unas semanas antes de que se anunciara la privatización. Casualidades. SAIC deriva el 90% de los dos mil millones de dólares de sus negocios de contratos de defensa, seguridad e inteligencia. La junta directiva de SAIC es como para una novela de espionaje: Bobby Inman, antiguo jefe de la Agencia Nacional de Seguridad y subdirector de la CIA; Melvin Laird, ministro de defensa de Richard Nixon; el general Max Thurman, comandante de las tropas que invadieron a Panamá; Don Hicks, antiguo jefe de investigación y desarrollo del Pentágono; Don Kerr, ex jefe del Laboratorio Nacional de Los Álamos. Hasta hace poco pertenecieron a esa junta Robert Gates, ex director de la CIA; John Deutch, así como William Perry, el ministro de la defensa de Clinton (Wired, febrero de 1996, p. 72). No sé cómo van a hacer para controlar a Internet. Algo inventarán. Pero dudo mucho que logren más que la Inquisición cuando estableció el Index.
No solo son ignorantes sino miopes: Hollywood introdujo una demanda para impedir que la gente usara videograbadores, pero cuando perdió esa acción salió ganando: hoy Hollywood gana más con la venta y alquiler de videos que mediante las salas de cine.
La Britannica no está condenada. Ha comenzado a adaptarse, como harán las editoriales que no quieran perecer como reglas de cálculo. Comienza a convertirse en una cosmopedia, es decir, en un grande orientador en esta inmanejable Biblioteca de Babel que es Internet—encontrar el nuevo oficio de librero, de Gran Bibliotecario del Mundo, el Archivero de la Atenas Global. Aquel amable y sabio consejero, que en los estantes polvorientos nos orientaba y auxiliaba en la localización del legajo que buscábamos y nos convenía, será ahora más sabio, más paciente, más potente y deberá y podrá estar más pendiente de su oficio desde y hacia cualquier parte del mundo. La edición de 1996 de la Grolier Multimedia Encyclopedia en formato CD-ROM entabla vínculos en línea con fuentes informativas constantemente actualizadas de un servicio privado y limitado: CompuServe. No está mal, pero mejor será en Internet, que es infinita. Es un deber. Ya vendrá. Ya comenzó a venir: lo hace la enciclopedia Encarta de Microsoft, lo hacen casi todas.
Hugo, Paco y Luis, los sobrinos del Pato Donald, pertenecen a un club de niños exploradores que posee una enciclopedia infinita: el Manual de los Cortapalos. Este es ilimitadamente pequeño porque cabe en un bolsillo e ilimitadamente grande porque es omnisciente; es como Dios, está en todas partes y todo lo sabe. Un día, explorando una montaña arcana a donde ningún forastero había accedido, Tío Rico, Donald, Hugo, Paco i Luis encuentran a unos indígenas de lo más ocurrentes, los Gubis, que comían oro y jamás habían visto a otros humanos que ellos mismos —mucho menos unos patos parlantes, dato impertinente en el mundo surreal de Disney. Los patos parlantes y pensantes necesitan comunicarse con aquellos indios, y hallan en el Manual una gramática y un diccionario completos de la lengua de aquellas apartadas personas. Hubiera tenido Colón tal manual para comunicarse con los indígenas... Es la irrisión del proyecto totalizante de la enciclopedia: una ventana sobre la realidad sin intervención del hombre: ¿quién pudo escribir esa gramática y ese diccionario de unos hombres a quienes nadie, aparte de ellos mismos, conoce? Es, pues, una cosmopedia, un producto congruente con el cosmos, como lo señala Pierre Lévy, pues la enciclopedia es lineal, circular, y por tanto cerrada sobre sí misma:
Enciclopedia significa «círculo de conocimientos», enciclamiento del saber o de la instrucción. El círculo es una figura que, aunque cerrada y a pesar de que da una cierta imagen de infinito, no es menos unidimensional. Es una línea. Esta figura refleja, pues, un saber mayoritariamente expresado bajo forma de texto. Pues el texto, también, es físicamente lineal (aunque su estructura semántica sea mucho más compleja). El cierre de la línea (su enciclamiento) connota la operación de remisiones indefinidas característica de la enciclopedia. [...] (Pierre Lévy, l’Intelligence collective. Pour une anthropologie du cyberespace, París: La Découverte, 1997, p. 203).
Encyclopédie signifie « cercle des connaissances «, mise en cycle du savoir ou de l’instruction. Le cercle est une figure qui, bien que fermée et donnant un certaine image de l’infini, n’en a pas moins qu’une seule dimension. C’est une ligne. Cette figure reflète donc bien un savoir majoritairement exprimé sous forme de texte. Car le texte, lui aussi, est physiquement linéaire (même si sa structure sémantique est beaucoup plus complexe). La fermeture de la ligne (sa mise en cycle) connote l’opération de renvoi indéfini caractéristique de l’encyclopédie. [...]
Mientras la cosmopedia se surte de cosmos para armar su estructura, es decir, se concuerda con el mundo:
[...] junto con Michel Authier, hemos llamado cosmopedia un nuevo tipo de organización de los saberes, sostenida en gran medida sobre las posibilidades abiertas desde hace poco por la informática de representación y manejo dinámico de los conocimientos. ¿Por qué decir la suma de conocimientos organizada por el cosmos y no ya por el círculo? Más que a un texto unidimensional, o incluso a una red hipertextual, estamos frente a un espacio multidimensional de representaciones dinámicas e interactivas. En el encaramiento de la imagen fija y del texto, característica de la enciclopedia, la cosmopedia opone un gran número de formas de expresión: imagen fija, imagen animada, sonido, simulaciones interactivas, mapas interactivos, sistemas expertos, ideografías dinámicas, realidades virtuales, vidas artificiales, etc. En último término, la cosmopedia contiene tantas semióticas y tipos de representación que se pueden encontrar en el mundo mismo. La cosmopedia multiplica las enunciaciones no discursivas (Pierre Lévy, l’Intelligence collective. Pour une anthropologie du cyberespace, París: La Découverte, 1997, p. 204).
[...] nous avons nommé, avec Michel Authier, cosmopédie un nouveau type d’organisation des savoirs, reposant largement sur les possibilités ouvertes depuis peu par l’informatique pour représentation et la gestion dynamique des connaissances. Pourquoi dire la somme organisée des connaissances par le cosmos et non plus par le cercle ? Plutôt qu’à un texte à une seule dimension, ou même à réseau hypertextuel, nous avons affaire à un espace multidimensionnel de représentations dynamiques et interactives. Au face à face de l’image fixe et du texte, caractéristique de l’encyclopédie, la cosmopédie oppose un très grand nombre de formes d’expression : image fixe, image animée, son, simulations interactives, cartes interactives, systèmes experts, idéographies dynamiques, réalités virtuelles, vies artificielles, etc. À la limite, la cosmopédie contient autant de sémiotiques et de types de représentations que l’on peut en trouver dans le monde lui-même. La cosmopédie multiplie les énonciations non discursives.
La cosmopedia es la que contiene toda la información existente sobre todo y se escribe a sí misma, a través de la inteligencia colectiva, de que también habla Pierre Lévy. La cosmopedia está enterada de todo, de la Teoría de la Relatividad y del incidente del borrachito en el bar de la esquina, pues puede volverse un panóptico universal, al poder colocar cámaras en todas partes. Pero no será un Big Brother sino más bien un Little Brother, hermanito porque todos podemos ver todo y vernos todos, o no dejarnos ver si no queremos. Es, insistimos, Dios, porque conoce todo lo conocible aun antes de ser conocido por mortal alguno. El Manual de los Cortapalos es su caricatura —o su premonición, como tantas caricaturas. Las enciclopedias verdaderas, circulares, tienen que seleccionar la información y dar datos fijos sobre realidades cambiantes. La enciclopedia ideal, la cosmopedia, cambia con la realidad. Es como aquel mapa del Imperio, que cuenta Jorge Luis Borges, el más genial caricaturista de todos los tiempos:
...En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisfacieron [sic] y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los desiertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Mapa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.
Suárez Miranda: Viajes de varones prudentes, libro cuarto, cap. XLV, Lérida, 1658 (Jorge Luis Borges, «Del rigor en la ciencia», in El Hacedor, in Obras completas, Buenos Aires: Emecé, 1974, p. 847).
Para ser exacto tenía que ser del tamaño del Imperio, porque la reducción a escala es ya, aunque congruente, una primera distorsión de la realidad. Pero era un mapa estático: no reflejaba los cambios continuos del tiempo. Su exhaustividad era solo espacial, no temporal. Era un mapa sincrónico, no diacrónico. Si fuera diacrónico sería la realidad misma, pero ese mapa perfecto no es útil; para eso se han desarrollado precisamente los instrumentos del saber, esa síntesis inteligible de la realidad, a la que debe fidelidad incondicional. Nuestro conocimiento no debe ser la realidad misma sino una síntesis de ella, es decir, una distorsión pertinente y útil.
Internet ya comienza a acercarse al mito del Manual de los Cortapalos, pero sin la caricatura: el reflejo abrumador y revuelto de la realidad, con sus contradicciones, trivialidades, glorias, complejidades, controversias, enigmas, miserias y engaños, como una gran Biblioteca Total. Pronto estará todo allí, y el mapa del Imperio terminará siendo no solo más grande que el Imperio, sino más real, porque Internet, como todo conjunto de signos, no será un reflejo de la realidad del hombre, sino parte estratégica de ella, es decir, contendrá no solo las verdades del Imperio, que son de su tamaño, sino que tendrá que agrandarse para contener también sus falsedades y fantasías. No tendrá la forma de un mapa cartográfico, pero longitudinalmente será su fantasma, su delirio, su estructura profunda, su manual de instrucciones y su negación, todo junto, incluyéndose a sí misma. Será una duplicación de la realidad en sí, por sí, dentro de sí, fuera de sí, cabe sí y sobre sí.
Los editores de la Britannica son sabios, ya encontrarán la vuelta. Por ahora está en Internet, gratis. Será más fuerte que nunca. Como el libro.
La lectura no es actividad obvia. Durante millones de años la humanidad vivió sin lo que hoy conocemos como escritura. Conocía sí el ritmo poético, la métrica, que de algún modo ayuda a inscribir en mente lo que hablamos, porque facilita el recuerdo. El registro permanente, fuera del cuerpo, fuera de la mente, tampoco fue tarea obvia y no nació de una sola iniciativa. Fue una deriva que duró milenios, hasta que se llegó a los alfabetos mediterráneos, asiáticos y a los medios de registro precolombinos.
La escritura, esa voz sin boca, se instala en lo comercial, pero también en lo sagrado y en lo legal, que muchas veces son la misma cosa. Lo primero que se escribe es lo que se ha de recordar: negocio, liturgia, ley, mito, profundidades. Como business are business, como los negocios son impersonales, se recurría a la instancia externa de los signos inertes para dar fe del carácter objetivo del negocio. Allí se llevaban las cuentas y tal vez los primeros contratos. La escritura servía para tomar la palabra al otro: «Aquí dice que tú dijiste». Escribir servía, además, para invocar las entidades superiores; Dios se dirigía a nosotros por escrito. Moisés hacía constar en tablas la palabra escrita de Dios, que era eterna, permanente, precisa, inamovible, como la escritura —como en los mitos, lo escrito era prueba de que la palabra divina era eterna y recíprocamente esta era prueba de que lo que se escribía era hasta el fin de los tiempos, con la perpetuidad de la piedra o el bronce. Tan fuertes eran las palabras sagradas que podían horadar la piedra y el bronce para grabarse allí para siempre. Sin alfabeto no hubiera habido Tablas de la Ley. Y, en fin, consecuencia del primer contrato, la escritura servía para hacer constar las normas comunes que regían la vida social, eso lo dice lo escrito, de modo que no hay modo de recusarlo, quia verba volant, scripta manent (‘pues las palabras vuelan, los escritos quedan’).
La escritura era constancia, veridicción, de allí el prestigio de lo escrito, que era lo permanente, lo eterno, lo que trascendía a la muerte, al individuo y atravesaba y enhebraba los tiempos, Herodoto no era posible sin escritura, la historia pasó de ser conseja, chisme, leyenda, mito, terror de los arcanos, para devenir crónica laica, referenciación independiente. Porque la palabra tiene esa doble potencia: una sacraliza, fija la palabra de Dios; la otra laiciza, entonces la historia dejó de ser épica y comenzó a ser la reseña sin solemnidad de la crónica hasta volverse periodismo, cotidiano y cordial.
Y fue posible también la ciencia, el saber que se asentaba para que perdurase, como joya ensartada en la línea de la escritura, que era sabiduría trascendente en el espacio y en el tiempo. La ciencia se escribe; la superstición se dice. Cualquiera compra un tratado de biología molecular; nadie un manual de supersticiones, pues la superstición no osa decir su nombre. Se lo dan quienes no la creen. Las supersticiones se oyen, de boca a oreja, sin prótesis sígnicas. No tienen el privilegio ni el prestigio del signo milenario que nos informa de la redondez de la Tierra o de la estructura química de las gonadotrofinas.
Las primeras palabras escritas, inscritas, en piedra, bronce, pergamino, papiro, papel, debieron ser mágicas. Escribir era volver a aprender a hablar, cuando el niño descubre un día la magia de decir «agua» y que le entiendan que tiene sed y le den, efectivamente, agua. Cuando alguien escribía algo, le imprimía el cariz de una proclamación, de una instancia superior, imparcial, externa, trascendente —inhumana en suma—, era otro el que hablaba. Escribir era inscribir. Faltó mucho para que aprendiéramos que «papel aguanta lo que le pongan», así como descubrimos que cualquiera puede decir misa o que el hábito no hace al monje, que fue averiguación anterior.
Mahoma respetaba a los judíos y a los cristianos porque tenían sendos libros. Los llamaba «los hombres del Libro», que en gran parte era el mismo. Los respetaba porque él mismo tenía uno, el Corán, que le había revelado el propio Alá en persona, a él, su profeta. Si no hubiera tenido escritura, hubiera tenido que inventarla o, formulado de otro modo: Mahoma fue posible porque había escritura. De otro modo la palabra de Alá se hubiera atascado en los oídos de unos pocos prosélitos que hubiesen andado al alcance de la voz de Mahoma. Con libro, en cambio, la palabra de Alá circulaba por el mundo conocido: los dioses hablaban con tecnología de punta. Ahora hablan a través de Internet, donde hormiguean todas las sectas. Cristo, dicen, solo escribió unas palabras enigmáticas en la arena de la playa, que pronto se borraron, pero tuvo apóstoles que fueron pródigos en el manejo de los signos quietos. Tuvo la misma suerte de Sócrates, que tuvo discípulos que escribieron sus decires —reales o convenidos— para que trascendieran el espacio y el tiempo hasta Internet, donde hablan Platón y hablarán todos los que escribieron y escriben.
La escritura, pues, nos dio comercio de alta mar, religión, ley y ciencia. Era cosa tan seria que Platón se escandalizaba de ella, en primer lugar porque sus signos eran demasiado quietos, en segundo lugar, paradójicamente, porque eran móviles y podían deslizar las ideas que invocaban hacia personas que no gozaran de los privilegios bien ganados del saber, como se lo hizo saber a Fedro (Platón, Fedro, § 275d, Obras completas (traducción de Juan David García Bacca), Caracas: Universidad Central de Venezuela-Presidencia de la República, 1981):
Terrible cosa, Fedro, es esa semejanza tan verdadera que se da entre escritura y pintura que las creaturas de esta preséntanse cual cosas vivas, mas si se les pregunta algo se callan con grande y venerando silencio. Lo mismo hacen las palabras escritas: creyeras que entiendes lo que dicen mas si, con intención de aprender, les preguntas algo de lo que dicen, indican por signos una y la misma cosa siempre. Y una vez escrita, toda palabra rueda en todas direcciones, hacia los entendidos exactamente lo mismo que hacia los que en nada se interesan por ella, y no sabe a quiénes debe decirse y a quiénes no. Si se la trae a despropósito, si contra justicia se la calumnia, necesita siempre de paterno socorro, porque ella de sí no puede ni defenderse ni ayudarse.
La palabra necesita, pues, de marcos institucionales que la defiendan y la interpreten: academia platónica, liceo aristotélico, iglesias, sanedrines, partidos políticos, sectas, universidades, tribunales, registros mercantiles, notarías, bibliotecas, que se hacen cargo de los signos detenidos. La escritura está, pues, en el asiento del poder. Quien tiene los escritos en su poder sujeta las palabras claves que rigen y enhebran su hacienda, su fe, su saber, su legitimidad. Había, ¡hay!, quienes almacenan los escritos en su mente escolástica, y entonces se aprenden de memoria los textos trascendentales, los signos exánimes. Eso les da poder, pues por su boca circulan las palabras más pudientes. Son las «divinas palabras», preferiblemente dichas en latín, que es lengua exánime que no se puede conocer sino por escrito, que nadie platica ya en esquinas, peñas y corros de comadres. Pero si no son latín, han de ser «palabras murciélagas», como las nombraba Quevedo, es decir, palabras sacadas de libros, y entonces se habla de implementar los planes contingentes, que la contracción del mercado se debe a una inelasticidad de la oferta, que los programas residentes tienen conflictos en la memoria RAM alta, o que a menos que sea ab intestatum nadie puede ser desheredado del todo, pues aún tiene derecho a la legítima. Son palabras generalmente incomprensibles para quien no ha leído los libros adecuados, son del poder y cada quien tiene su poder según su acceso a los libros o a las personas que han tenido acceso a ellos. Cuentan que el dictador venezolano general Juan Vicente Gómez era hombre de pocas lecturas y escrituras, pero que sabía muy bien a quiénes recurrir para que le hicieran las que él llamaba «escribantinas», es decir, José Gil Fortoul, Manuel Díaz Rodríguez, Pedro Manuel Arcaya, César Zumeta , Teresa de la Parra, José Antonio Ramos Sucre... Eran los que sabían de las escrituras que había que oponer a las de José Rafael Pocaterra y Pío Gil, también hombres de libros. Por eso había que ponerlos bajo el resguardo del poder: a unos en Palacio, a otros en la tenebrosa prisión de la Rotunda, a otros en el exilio, a todos bajo control. Que tenerlos usando sus palabras libremente por ahí callejeros era jugarse el poder y con eso no se juega.
Más tarde la escritura, que se hacía con letras —con literæ—, se volvió, precisamente, literatura, y todavía estudiamos «letras» en algunas universidades, es decir, el dominio de la palabra escrita con fines estéticos. Primero fue mera transcripción de las viejas locuciones primordiales, y Per Abat transcbibe el Poema de Mío Cid y así se asientan romances y consejas. Así algún copista hizo también con La Ilíada y La Odisea. Luego fue oficio del mismo escritor, que ya no escriba o scriptor, sino auctor, auctoritas que se asentaba ante su escritorio y componía sus propias palabras para contarnos cuentos o dictarse a sí mismo los poemas de su inspiración.
Finalmente, ahora, la lectura es también intrascendencia: Gaceta Hípica, prensa farandulera o deportiva, crucigrama, chiste desabrido, muñequitos de Superman (que en paz descanse), novelitas de relajo (como llaman los cubanos a las pornográficas), todo lo cual, como dicen los Rolling Stones y Willie Colón (a través de Héctor LaVoe en la canción de Tite Curet Alonso), es periódico de ayer. Son escrituras que desafían e indignan a los intelectuales, porque son la negación de la trascendencia de la palabra, que es la esencia de la escritura, de la cual los intelectuales son depositarios, custodios y curadores, a pesar de que esa palabra baladí está ahí almacenada y fijada en las hemerotecas para siempre. Ese es en todo caso nuestro propósito, to the last syllable of recordèd time, ‘hasta la última sílaba del tiempo registrado’, decía Macbeth. O tant que la langue vivra, ‘mientras viva la lengua’, como decía Flaubert.
Qué es leer
Leer es, pues, cuando nos recuperamos de la palabra fatua, constatar entidades altas, trascendentes, monumentales. Figúrate: de Dios para abajo. Lo que cuenta (comercio), lo que se profesa (religión), lo que se sabe (ciencia), lo que consta (ley), lo que es bello decir (poesía, literatura). Leer es comunicarse con grandes mentes, lanzarse cuesta arriba hacia destinos que recorren tiempos perennes y espacios vastos.
Es entablar una comunión con la humanidad más grande posible, la que vivió hace miles de años, la que vive al otro lado del planeta, la que vivirá en el futuro, ese tiempo que nos azora y nos agobia con su estruendoso silencio. A esa humanidad futura queremos dejar el testimonio de nuestra expectación, nuestra versión de la vida para orientarla y para que nos releve en la búsqueda sobresaltada del sentido supremo. Leer es descifrar y apropiarse de lo más distante, de lo más compuesto, de lo más ambicioso.
Es religión, en su raíz latina religio, ‘religamiento’, ‘atadura’, como de naves amarradas a un puerto común. Por eso la religión es con frecuencia autoritaria y mortífera, de pura ansiedad de ver a los herejes alejarse hacia otros modos de la fe o a los paganos empecinarse en no aceptar mi convenio con mi Dios, sea el que sea, ese aferramiento a un sentido grandioso y por tanto irrecusable. Así sean unos pocos herejes y paganos que persistan en no vivir sin vivir en mí a mi Dios. He allí la raíz histórica y perpetua de toda lectura: voluntad de religio total con la humanidad total, entera, integrada en un religamiento uno y único. Cuando leo me enfrasco en la cópula completa y definitiva, por eso me alarman y execro los libros que encuentro falsos, equivocados, porque siento que descaminan a la gran humanidad que quiero conmigo, para apechugar juntos, sin esa soledad aterradora ante el vasto silencio del universo, esa máxima crueldad de la existencia. De allí mi ubérrima alegría ante el libro que hallo acertado, porque me emparienta en una cópula feliz, definitiva, completa, con otro espíritu que halló la verdad para mí y para todos. Me entra esa «gana ubérrima, política» de Vallejo de amar al que dice verdad, al que luchó y venció por todos. El libro que hallo verdadero me hace sentirme menos solo.
No importa equivocarse así. Aunque nos equivoquemos en grande al leer el libro malo y disparatado, lo cierto es que optamos por lo grande, lo resonante, lo amplio, lo espléndido, lo magnánimo. No nos conformamos con ser lo que éramos, como Faetón, como Ícaro, que quisieron volar con el Sol y hasta el Sol, respectivamente. Quizás profesemos una doctrina errónea, una teoría equivocada, un principio descaminado... pero si lo hallamos en un libro ha de tener alguna grandeza, que compartimos. No perecimos en la esquina de la cuadra familiar; perecimos en los Mares del Sur, en el Mar de los Zargazos, en el Yukón, perecimos, sí, pero anduvimos lejos, como Ícaro, como Faetón. No fue con una idea de sobremesa que nos equivocamos, con un habla de esquina y bar soñoliento, sino con índices analíticos, ilustraciones, citas en latín y en francés y con ideas altisonantes, largamente meditadas. Ahí está aún intacto el prestigio del libro de papel para respaldar lo que sea que lo rellene.
Pero... ¿y qué tal si acertamos? ¿Y si el libro que leemos dice la verdad? Es el enigma de la Biblioteca de Babel o en la Biblioteca Total de Borges: en algún libro puede estar nuestra personal piedra filosofal, en algún pasaje recóndito de los millones de libros ha de haber un concepto que nos dé vueltas en redondo, que cambie el curso de nuestra vida o de muchas o de todas: «Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo», «Dejad que los niños vengan a mí», «El buen sentido es la cosa mejor compartida del mundo», «Dios ha muerto», «Españoles y canarios, contad con la muerte», «Salve, fecunda zona», «Porque esta gran humanidad ha dicho basta y ha echado a andar»... Son los grandes decires y los grandes temas, los grandes instantes de lectura que un día pueden repetirse, quién sabe en qué dirección, en qué destino definitivo. Y, ¿por qué no?, tal vez los esotéricos tengan razón, a lo mejor hay una palabra o una combinación de palabras definitiva, la que encierra la clave de bóveda del universo, tal vez el nombre de Dios, o del Demonio, o tu nombre secreto y verdadero.
Tipos de lecturas, tipos de lectores
Podemos, pues, leer para informarnos, para distraernos, para conocer la palabra divina, para comprender la naturaleza íntima del universo, para saber las noticias de mi prima, para enterarme de la vida privada de María Conchita Alonso, para saber desarmar un carburador, para programar mi computadora, para enterarme de qué me acusan, para saber si mi amada me aceptó, si firmo este contrato, si llorar por María o reírme de Tartarín, para saber qué hablan los dioses.
Leer leemos todos, hasta los analfabetas. Pero para ellos leer es cosa «natural», es decir, no pasa por ningún esfuerzo artificial: no leen letras, pero leen como leemos todos, como leyó la humanidad iletrada durante eras: leen rostros, apariencias, gestos, vestidos, vestigios.
Nosotros, lectores de signos quietos, sabemos que cuesta trabajo, que hay que aprender a quedarse inmóvil durante horas, ¡goce insólito este que requiere de la inercia! Por eso piensan los santos que la lectura es cosa espiritual, que exige la desmovilización corporal para hacer reinar sus signos en nosotros. Hay que aquietarse como los signos. El analfabeta cree que eso es magia, como el indio aquel que se puso una Biblia en la oreja para oír la palabra divina y la tiró porque no ocurrió lo que el cura le anunció (John Wilkins, Mercury. The Secret and Swift Messenger, Londres: Nicholson, 1707, p. 3-4). También está referido por Ángel Rosenblat en Sentido mágico de la palabra. Hubo una señora analfabeta, el oculista le dijo que le iba a poner lentes «para leer», es decir, para la presbicia de su edad. Al día siguiente se presentó a devolverlos.
—Estos lentes no sirven, doctor. Traté de leer el periódico y no entendí nada.
Es anécdota significativa, como la de uno que me dijo: «No aprendí a leer de muchacho porque no entendí que una letra le habla a la otra». Tal vez hubiera sido poeta este analfabeto que discurría con tanta belleza sobre su propia incompetencia —poeta por escrito, quiero decir, que de puro fetichismo de la letra he terminado por creer que la poesía es solo letra y tinta.
Pero los lectores pueden ser muy diversos. Es decir, entre el que lee cómo desarmar un carburador y el que lee cómo despierta el alma dormida, hay abismos incalculables. Por eso los lectores se clasifican según sus lecturas: dime qué lees y te diré quién eres. Y dime qué no lees y también te diré quién no eres.
Cierto que podemos leer muchas cosas, pero cierto también es que nos especializamos en leer principalmente ciertas cosas. Principalmente, no importa que no sea exclusivamente. Por eso somos abogados, médicos, poetas, mecánicos. O ignorantes sin afiliación profesional. Porque siempre habrá no solo un libro, no millones de libros, sino muchos tipos de libros que jamás leeremos. Sean termodinámica, cultos de Osiris, historia de algún falansterio insondable, historia sin fin o libro que vendrá. Libros cuya existencia jamás conoceremos y cuya trabazón nos permanecerá oculta para siempre. Porque leer no solo es recorrer las líneas de signos quietos de un libro cualquiera, sino entablar su trabazón con tantos otros y por eso los libros se remiten unos a otros, se hablan unos a otros, como las letras. Por eso son religio.
Los libros siempre fueron hipertexto porque nunca se conoció un libro aislado, un libro solitario es impensable. Por eso vivirán sus anchas plenas en Internet. Es lo que podríamos llamar la triple articulación, análoga a la doble del lenguaje, primero la de las letras entre sí, luego la de las palabras entre sí y finalmente la articulación entre los libros, esas colecciones de palabras, ideas e imágenes. Porque no se llega a un libro así por casualidad, siempre hay un itinerario entre libro y libro, por tortuoso y precario que sea, como el del «poeta malo imprescindible», que decía José Lezama Lima (La expresión americana, en El reino de la imagen, Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1981, p. 418. También en Madrid: Alianza, 1969:
Este poeta malo imprescindible, que asciende hasta una frase, o aportada palabra, es también hombre aposentado en un solo libro, que lo vio por todos los días, que sin ser lector, cuando se ve obligado a lecturas, tiene que marchar hacia ese libro uno, que lo espera, que se constituye en silencioso monstruo que espera las migajas de un ocio que le pertenece. Surge de esas casas sin libro, de esa cuartería muy nutrida de loros, pianos viejos y fundas con letras inexplicables, donde de pronto asoman ediciones de baratillo de Quevedo, con mitad de chiste desabrido y su otra mitad para los sueños; un Espronceda para el suicida y el anarquista, el amargo, el desaprensivo, que se retira de la insignificancia de todos los días con un pozo para la maldad que se acumula y se arrincona; un Bécquer que provoca la mariposa y el pintiparado, las ventanas con tiestos hormigados. Conocemos una persona casi analfabeta. Nos acercamos por la sorpresa de que portaba un librejo. Leía dificultoso y como a sílabas, pero ¿qué es lo que leía? El progreso del peregrino, de Bunyan, edición gaceta, sin consignar el traductor. El itinerario de este libro hasta llegar a la analfabeta no mostraba capítulos complicados. Lo había heredado de una cuñada espiritista también en él casi analfabeta. El progreso del peregrino, de Bunyan, recostado y apretado en una biblioteca de tres mil lomillos, puede bostezar y justificar caprichos. Bunyan había cultivado el difuso espíritu, no el espiritismo, pero por haber fundado sectas religiosas, cultivado persecuciones, se le emparejaba en aquel brumoso sector. La cuñada espiritista cuya muerte tan solo había hecho posible el donativo del libro único, había llegado a la tesonera sentencia de que «el espiritismo es la esencia de las religiones». Pero las conclusiones son obvias, la obra de Bunyan en una biblioteca, naufraga, se entrelaza en un ordenamiento cultural, donde se diluye. Su único en manos de un silabeo sin rectificaciones, asciende hasta la sentencia entrañable. Un idiota puede tener un día genial, y decir buenos días. Pero en ese día él es confiadamente terrible.
Ese ordenamiento cultural en que se entrelazan los libros ha de ser nuestro propósito cuando enseñamos a leer al artista adolescente, al liceísta, al que llega desprevenido al plantel o a Internet sin saber que tenemos para él esta batería de saberes y de recursos, para organizarlo como lector, para que se afilie a un mundo de lecturas, y para que sepa apreciar los sentidos más puros de las palabras de la tribu. Los que leen sin tener claro ese itinerario, leen en corto circuito y por eso no entienden nada. Pero los libros se hablan y se explican unos a otros, así como también se ignoran, se niegan y se refutan unos a otros. Esa gran multitud de voces, ese coro altisonante y a veces cacofónico nos arrastra de salto en sobresalto desde las cuevas de Altamira —ese primer intento de aquietar el flujo de la realidad mediante signos quietos— hasta los procesadores de palabras. Hay en la entrada de la Biblioteca de la Universidad Central de Venezuela un gran petroglifo en que algún indígena ignoto grabó signos que nadie ha descifrado. José Vicente Abreu escribió un texto sabio y hermoso en que designa a esa enorme piedra como el primer libro de esa biblioteca, expuesta allí a su entrada para esperar la mirada lúcida que algún día, ojalá, descifrará para todos lo que quieren significar esos trazos y los religue al resto del torrente verbal de la humanidad. Ese libro es indescifrable porque no está enlazado con ninguno; es, pues, un texto sin hipertexto. Ante esa roca indescifrada todos somos románticos.
El futuro es de la escritura. La idea de lo audiovisual en expansión, que lo abarcará todo y lo ahogará todo en un infierno de televisión idiota y videojuegos desesperantes no es el horizonte único que se nos ofrece. Tampoco es inexorable. Ni siquiera probable. La palabra, y la palabra escrita, sigue siendo el destino humano, que, si no está en el papel, estará ahora en las pantallas de las computadoras y los terminales. Nunca como en esta época fue tan necesario leer. Nunca se leyó tanto. Nada más en Inglaterra se publican cuatro mil novelas nuevas cada año. Se necesita una vida para leer solo las novelas nuevas que editan los ingleses en un solo año. En la Edad Media bastaba que un grupo de especialistas fuera capaz de leer para que el mundo marchara. Hasta el rey podía ser analfabeta. Pero hoy, con la expansión del sector terciario de la economía, donde se ubica la producción, circulación y consumo de información, todo eso está en la escritura. No sabemos cuánto vivirá el libro de papel, pero sabemos que será por poco tiempo, y también que ya no es posible el mundo humano sin libros, aunque no sean de papel.
Pero ¿por qué tienen que ser libros? Cierto que un libro es una colección fija de signos quietos anterior al alfabeto, el papiro, la imprenta, Internet. Que antes de las letras la gente se los escribía en la memoria. Que todos son libros, desde el volante callejero hasta la Enciclopedia Espasa. Pero entre uno y otro y por el torrente electrónico puede haber una miríada de virutas, de limaduras de texto, de invenciones, de otros modos del verbo y del hacer signos del hombre, que no todos son libros —como piensan los intelectuales, fetichistas del papel que han hecho de la inteligencia una estupidez. Esas cosas pasan. El hombre es capaz de mucho más y refugió la poesía y todo decir y casi todo significar en papel manchado porque no pudo encontrar, hasta Internet, otro modo más digno y duradero. El papel ayudó a cerrar el libro. Antes de la escritura debe haber sido difícil saber qué cerraba el libro, qué textos lo componían. Porque no es cosa evidente. A la Iglesia le tomó enorme tiempo saber qué libros componían la Biblia. Hay dificultades para establecer el texto de una pieza de Shakespeare. El pergamino, el papiro, el papel obligaban a un cierre y a un volumen. De otro modo un libro es algo indefinido, variable, plástico, sin dimensión precisa. Nadie publica un libro de una sola página ni tampoco de treinta mil —hay que fraccionarlo en tomos. Internet reabre el asunto y ya no importa la dimensión ni la heterogeneidad del contenido porque ya no estamos delimitados por la tinta y el papel, ahora el libro suena y hace bailar las imágenes. También hay pintura, fotografía, cine, tapiz, afiche, mural, ánfora, valla, linterna mágica, sombra chinesca, mímica, indumento, ceremonia, teatro, ritual, gesto —hay un mundo de signos fuera del papel. Cada vez que encontramos una nueva tecnología para montar un sistema de signos, abrimos un nuevo horizonte expresivo, desde las cuevas de Altamira hasta los multimedia. Unos inventaron el tapiz, otros el esmalte, otros las pirámides, otros la fundición en bronce y el tallado de las piedras y hubo uno que imprecó a la piedra convertida en Moisés: Allora, parla! Fue así como las piedras aprendieron a hablar. No todo es, pues, libro en la vida. Hay otros modos y medios de decir y en el campo expresivo ningún lance de dados abolirá el azar. En la palabra misma hay otras posibilidades, que ahora vislumbramos, correo electrónico, página Web, por ahora. Y habrá mucho más en los multimedia y los diccionarios y enciclopedias electrónicos. Es cuestión de que la imaginación no se encierre en libros, que se vuelven cárceles del pensamiento cuando los fetichizamos. Un libro es un recurso formidable para ampliar el pensamiento, no una fatalidad, no una condenación inapelable.
Cuando apareció la imprenta los que hacían libros a mano pusieron el grito en el cielo. El conocimiento se iba a trivializar, clamaban. Tenían razón, tanto se trivializó que aparecieron cosas como el libre examen y el Renacimiento. Las tendencias totalitarias tuvieron que hacer grandes esfuerzos para mantener su presión sobre el pueblo para que no circularan ideas que no les convenían. Las consecuencias de la imprenta eran tan comprometidas que no les convenía la divulgación ni de sus propias ideas, porque todo el mundo podía conocerlas y usarlas a su manera, que no es precisamente lo que cuadra a un sistema totalitario.
Ya lo decía el aristócrata Platón, a quien alarmaba que el alfabeto podía poner las grandes ideas en la frente del vulgo:
Terrible cosa, Fedro, es esa semejanza tan verdadera que se da entre escritura y pintura que las creaturas de ésta preséntanse cual cosas vivas, mas si se les pregunta algo se callan con grande y venerando silencio. Lo mismo hacen las palabras escritas: creyeras que entiendes lo que dicen mas si, con intención de aprender, les preguntas algo de lo que dicen, indican por signos una y la misma cosa siempre. Y una vez escrita, toda palabra rueda en todas direcciones, hacia los entendidos exactamente lo mismo que hacia los que en nada se interesan por ella, y no sabe a quiénes debe decirse y a quiénes no. Si se la trae a despropósito, si contra justicia se la calumnia, necesita siempre de paterno socorro, porque ella de sí no puede ni defenderse ni ayudarse (Platón, Fedro, § 275d, traducción de Juan David García Bacca).
Los humanos somos celosos, tal vez está en los genes. Acopiamos bienes e ideas. Una vez que tenemos dominio sobre algo no queremos que nadie lo toque, como a un niño su juguete. Pasa con los privilegios de clase, pero también con los de cada gremio. Cuando Platón se encontró con que la gente podía llevar y traer lo que estimaba era función exclusiva de los filósofos, se sintió invadido y atropellado por el vulgo parlero. El primer sindicato filosófico se llamó la Academia Platónica.
Mucho antes de eso las pasó negras Prometeo, que se puso de demótico y atrevido a revelar el dominio del fuego divino a los hombres, «esos seres efímeros». El cuento es machista, así que estás advertida si sigues leyendo. En plena creación del mundo, Epimeteo (cuyo nombre significa ‘el que lo piensa después’) repartió desigualmente los atributos de los animales y dejó al hombre de último, por lo que este quedó desvalido, sin garras, sin colmillos fuertes, sin una piel gruesa, sin fuerzas descomunales. Era un ser inerme y casi inválido. Iba a extinguirse cual dinosaurio. Entonces su hermano Prometeo (‘el que lo piensa primero’) decidió robar el fuego de los dioses para que el hombre compensara sus carencias con inteligencia y tecnología. Los tres pecados capitales en aquella Grecia eran 1) dañar a un niño, 2) ofender a un huésped o a un anfitrión y 3) desafiar a un Dios. Prometeo los desafió a todos, nada menos. Debía ser castigado de modo ejemplar. Zeus, el caudillo de los dioses, lo encadenó a una roca donde diariamente un águila devoraba sus entrañas, que se renovaban cada mañana. El castigo duró 30.000 años. Se dice fácil. De allí lo liberó Hércules. No fue el único castigo. También estuvo el que recibieron los hombres. He dicho hombre hasta aquí no solo porque hombre es término genérico para nombrar al ser humano, sino porque en aquel entonces solo había varones. Para castigar y compensar el poder que habían adquirido gracias a Prometeo, los dioses, celosos, decidieron enviar a Pandora (‘la que acarrea todos los dones’), con su cajita, la primera mujer humana (ya había diosas). Prometeo hizo solemnes advertencias a Epimeteo sobre esa Eva griega. Pero los dioses fueron astutos, Atenea la cubrió de joyas, Afrodita le dio belleza, las Horas le dieron inconstancia, Hermes la dotó de astucia y estupidez. La carne es débil, sobre todo la de Epimeteo, que sucumbió. Si un titán sucumbe, qué quedará para uno. Epimeteo le prohibió, sin embargo, que abriera la caja. Fue lo primero que hizo Pandora, con lo que regó por el mundo pestes, envidia, sediciones, ambiciones, etc., que salieron de la caja. La Esperanza fue la última en escapar. Desde entonces los hombres son mortales. Te advertí que el cuento era machista.
La imprenta no hizo sino agravar la tendencia. Todo el mundo podía leer todo y Don Quijote se volvió loco de tanto leer. Cualquiera podía montar tienda intelectual, iglesia, secta, escuela, sanedrín, taguara y coquetear ante la humanidad entera para imponer su visión del mundo. Hubo libros que derribaron regímenes, imperios y varios reyes que perdieron el trono con cabeza y todo.
Y para que el daño sea hogaño más grave, vino Internet a traernos la parte del fuego divino que aún no nos había llegado. Por eso el gremio intelectual, o al menos una parte de él, anda celoso. El vulgo parlero le está tocando su juguete: la información. Platón resuena en sus argumentos: el saber se está trivializando. Todo el mundo tiene acceso a todo lo que se sabe sobre todo, bueno y malo. Igual que arremetieron contra los medios de comunicación, ahora lo hacen contra Internet, que es peor. Antes de la imprenta y de la radio y la televisión, los intelectuales tenían la exclusiva de las grandes ideas y de los medios de producción y reproducción de las ideas: cátedra, púlpito, pupitre, pluma. Pero ahora cualquiera va y ve The Matrix y se familiariza nada menos que con el idealismo solipsista, que solo los intelectuales sabíamos que eran cosas del obispo Berkeley, ¿verdad? Ya el mal está hecho, ahora cualquier parroquiano sabe que la realidad está en nuestra mente. El Dr. Johnson dijo que las ideas de Berkeley eran irrefutables, pero que no producían la menor convicción. No me interesa dilucidar aquí si Berkeley tenía razón o no, aparte de que no sé tanto. Lo que me interesa es que ya la idea se regó.
Por primera vez en la historia todos podemos hablar a todos todo el tiempo. Todo está revelado. Fernando Savater ha dicho que la televisión contó el cuento completo. No hay saber que los niños no conozcan. Antes ciertas cosas se ocultaban a mujeres y niños. ¿Te das cuenta de por qué ahora no se puede ser misógino en público? Las mujeres están leyendo todo lo que uno escribe y hay que tener cuidado de no ofenderlas. Eso no pasaba cuando Platón, que podía ser machista sin sobresaltos porque solo los hombres leían. Una de las pocas mujeres que se pusieron a estudiar, Hipatía, fue lapidada. Por eso los griegos decían de lo más pierna suelta: «Gracias doy por ser griego y no bárbaro, libre y no esclavo, hombre y no mujer». Los judíos dan gracias a su versión Dios el haberlos hecho hombres y no mujeres. Ahora no se pueden decir cosas así, al menos sin riesgos, porque todo se sabe y si no, cualquiera lo puede averiguar. Las técnicas de Monica Lewinsky, la vida sexual de Buckingham, los rejuegos de las amantes presidenciales, que Mitterrand tenía un ménage à trois con su esposa y su amante en pleno palacio presidencial. Larry Harlow reveló al mundo que «las maldades de este mundo son cosas correlativas». Pero ahora por Internet puedes leer el informe de Starr sobre las preferencias eróticas del hombre más poderoso del mundo. No hay censura, no hay límites, no hay respeto. Esas cosas antes las sabían solo los poderosos, los cardenales, los duques, los caudillos, los reyes. Ahora las sabes tú, las sé yo, las sabe tu hija. ¿Cómo ocultárselas? Y, con el perdón, ¿para qué ocultárselas?
Y no solo eso informa Internet. Sino cómo se hacen bombas, cómo se especula en la bolsa, cómo se hicieron las pirámides, cómo se puede violar la seguridad electrónica de un banco, qué se discute en la Asamblea Nacional Constituyente, quién dijo, quién calló y quién cayó. Internet es un proyecto prometeico. Cualquiera echa el cuento entero para que cualquiera lo oiga. Ahora el Papa ha autorizado el uso de Internet en los conventos de clausura. Ya no hay inocencia.
El argumento central es que el conocimiento se trivializa. Pero ¿por qué es malo eso? Ah, claro, que ya los intelectuales no tenemos el privilegio del saber. Pero ese lo perdimos tiempo ha; yo no sé cuál es la alarma ahora. En primer lugar no sé a qué conocimiento se refieren, porque si es que E = mc2, ó que la existencia precede a la esencia, o que cogito ergo sum, o que el sueño de la razón produce monstruos o que el corazón tiene razones que la razón no entiende, bueno, todo eso se sabe desde hace años y en algunos casos siglos. El kit básico de cualquier intelectual desde Vladivostok hasta Capacho Viejo, en el corazón del Los Andes venezolanos, viene siendo el mismo, más o menos. Las variantes son más bien de énfasis en ciertas cosas. Y eso no se logra sin masificación. Todos sabemos que cogito ergo sum porque los libros de Descartes se venden igual en las librerías de Vladivostok y de Capacho Nuevo. O sea, que el kit de ideas de todo intelectual es un producto masivo. Lo que preocupa a los chicos del intelecto no es la masificación, sino la exclusividad gremial. No les importa que un filósofo vladivostokense use las mismas ideas que un capachero, sino que en uno y otro lugares no son intelectuales los que saben esas cosas, sino también fontaneros, albañiles, sastres y que Internet acentúa y acelera el proceso.
Yo lo siento y hasta me da mucha pena con estos intelectuales, algunos de ellos amigos míos, pero a mí eso me parece bien bueno.
La superautopista
El vicepresidente de los Estados Unidos, Al Gore, ha dicho que la actual política de información es como la que hubo una vez para la producción agrícola, que se podría en grandes silos mientras en otros lugares la gente pasaba hambre. Actualmente hay grandes repositorios de información que no llegan a los interesados. En algunas áreas, dice Gore, la información se duplica cada seis meses. Por eso propone llamar exformación esa información sin destino. No está mal para un vicepresidente (Al Gore, «Infrastructure for the Global Village», Scientific American, setiembre de 1991).
Internet es la primera institución anárquica exitosa de la historia. Esta red mundial de redes de computadoras no tiene gobierno. No se puede, además. Basta que dos computadoras se conecten para que armen una red incontrolable. Y en Internet hay cientos de miles más cada mes.
Paradójicamente Internet surgió como un proyecto del Ministerio de la Defensa de los Estados Unidos para el caso de un ataque nuclear: necesitaban una red comunicacional sin centro, modo de seguir operando desde varios puntos a la vez luego de destruido el comando central. Una institución anárquica originada en los cuarteles. La dialéctica existe.
Uno puede trabajar en su casa y con compañeros de trabajo que estén siete en Singapur, dos en Cochabamba y cuatro en Caracas. Las restricciones de inmigración no tendrán sentido en esta red internacionalizada. ¿Cómo exigirle permiso de trabajo a un traductor hindú que labora para una empresa en París, contratado por un intermediario en Haifa, vía Internet? Ello se debe, además, a que ya la mayor parte de la economía está vinculada a la información. La manufactura y la agricultura emplean, juntas, menos personas que las actividades que producen y manipulan información.
Internet: provincia latinoamericana
No es accidental que el primer hipertexto sea latinoamericano: la novela Rayuela de Julio Cortázar. Ella presenta dos itinerarios de lectura, con sendos sistemas de conexiones internas. Algo similar ocurre en Último round, del mismo autor. Era el mejor hipertexto que podía hacerse en papel. ¿Qué hubiera hecho Cortázar con un programa electrónico de hipertexto como HyperCard o Netscape?
La América Latina es la región más universal. En vez de decir qué culturas se anidan aquí, sería más fácil decir cuáles no han hallado en este lugar su más vasto territorio de mutua fertilización. En su música mestiza se aman todas las raíces en la cópula más cosmopolita desde que el hombre apareció en las praderas de Kenya. Cuando un latinoamericano quiere adentrarse en casi cualquier cultura solo tiene que mirar hacia dentro. «Homo sum; nihil humani a me alienum puto», decía Terencio: ‘Hombre soy; nada humano considero extraño’. Podría ser nuestra divisa. Aunque no somos españoles ni africanos ni indios, sino «un pequeño género humano», decía Simón Bolívar. Somos más que la suma de nuestras partes. Europa y los Estados Unidos son provinciales, como ha observado Gabriel García Márquez. Los norteamericanos viajan a los lugares más desatendidos del planeta buscando un McDonald’s. Habla uno con un francés culto y fuera de dos o tres nombres universales —Shakespeare, Cervantes, Dante— no habla sino de escritores y pensadores franceses. En cambio hablas con un latinoamericano culto y encuentras una encrucijada ecuménica. Piensa en el mismo Cortázar, en Jorge Luis Borges, en Alfonso Reyes, en Alejo Carpentier, en José Lezama Lima. Nada humano les es extraño. Son intelectuales universales. Como era un político universal Francisco de Miranda. De esto hablo en Latin America: An Impractical Handbook.
Así, podemos especular que tal vez Internet es una provincia latinoamericana porque las conexiones que permite asaltan toda frontera y ubican en todas partes y en ninguna. Normalmente no sabemos si la persona con quien intercambiamos correo electrónico es rubia, joven, gorda, afganí. A veces no sabemos ni su sexo. Hay grupos racistas en Internet, ciertamente, pero no sé cómo pueden impedir que un judío guasón o un negro echador se les cuele entre los mensajes.
Hay limitaciones, generalmente de carácter económico. Según las Naciones Unidas la mitad de la humanidad jamás ha intercambiado una llamada telefónica. Según la misma fuente solo en Italia hay más teléfonos que en toda la América Latina. Así y todo, el bajo costo relativo de Internet permitirá seguramente que la América Latina ingrese en ella con toda su fuerza para retomar su carácter de «raza cósmica», de espacio para todos, para dar a la humanidad lecciones de humanidad —eso sí: una vez que la América Latina descubra y asuma esa universalidad, superando sus actuales atascos, que derivan precisamente de no haber sabido percibir su especificidad que, paradójicamente, es la universalidad. Perdimos el tren de la Revolución Industrial. Pero esta vez podríamos conducir el de la próxima aventura humana. Europa enseñó a la humanidad a ser como Europa; América Latina puede enseñar a toda la humanidad a ser como toda la humanidad.
Un lugar sin espacio
Las redes digitales de comunicación han producido una implosión del espacio, ese ámbito físico en el cual se desplazan cosas y personas y que permite la localización y la contextualización. Desplazarse en el espacio significa instaurar una relación otra entre las gentes. Estoy en mi casa o en mi trabajo o en el estadio o comiendo un perro caliente de esquina. Son lugares que determinan contextos sociales diversos, lo que implica cambios de cultura a veces radicales, pues no me comporto en la sala de mi casa del mismo modo que en un bar o en un andén del Metro. Las reglas que me rigen no son iguales ni lo son las perspectivas y expectativas que desarrollo cuando estoy en cada uno de ellos. Un lugar, pues, es un conjunto de condiciones que implican un cambio de personalidad, esquizofrenia diacrónica y diatópica, porque voy cambiando de personalidad en el tiempo y en el espacio.
La especificidad de las funciones y papeles obligaron a segmentar el espacio en lugares impermeables, cada uno con sus propiedades y doctrinas. Era una de las bases de lo que llamamos cultura o civilización (ver Arturo Úslar Pietri, «Los cacharros de la civilización» en Las nubes, Caracas: Monte Ávila Editores Latinoamericana, 1998. «Cada espacio tiene su axiología, su sistema de valores o de medidas particular» (Pierre Lévy, l’Intelligence collective. Pour une anthropologie du cyberspace, París: La Découverte, 1997, p. 142). Las funciones y papeles de los lugares no suelen ser compatibles: prueba llevar un bebé a una oficina o poner allí una hamaca. Cuando estás en un lugar ganas sus ventajas pero se te imponen también sus restricciones. No puedes desnudarte sino en tu recámara privada. No puedes hacer el amor en la acera sino arrostrando graves consecuencias. La excreción es igualmente relegada a lugares sigilosos. Las ventajas te expanden unas facultades mientras las impedimentas te mutilan otras. Todo lugar implica una decisión de Sofía y una pequeña muerte. O grande. Todo lugar nos obliga a abultar parte de nosotros y a renunciar a casi todas. Aquí eres espontáneo y allá forzado a todo comedimiento. Las facultades mutiladas se vuelven potencialidad y a veces impotencia. Conocer a una persona en un solo lugar es conocerle solo una fracción. Por eso tus compañeros de trabajo te suelen sorprender tanto cuando convives con ellos en la cotidianidad de un día de playa o de unas vacaciones.
Los lugares imponen vestimentas, modales, actitudes, conocimientos. En ellos cumplimos vidas distintas, al mismo tiempo expandidos y delimitados, hipertrofiados y mutilados. La cárcel castiga porque fuerza a una sola vida, a una mutilación radical de casi todo el espectro de tu humanidad. Es el necrosamiento de la mayor parte de lo que eres o hubieras llegado a ser y a hacer, sin contar los espantos específicos de esa vida unidimensional. En ella tu personalidad compleja se dispersa y simplifica en mil amputaciones que insisten en ignorarse mutuamente. Algunos, sin embargo, prefieren esa cortapisa y se hacen monjes de clausura, cristianos o budistas, para desarrollar facultades que la mundanidad impide y suprimir otras que el siglo exige. Otros se retiran a una casa de playa, donde no hay teléfonos, portero ni vecinos conocidos, para escribir un ensayo o terminar una novela o pintar un cuadro o escribir un programa de computadora. Dicen que son «los pocos sabios que en el mundo han sido» (ver Vida retirada de Fray Luis de León). Las vedettes son contrarias: prefieren el panóptico del mundo y ser observadas en permanencia por la abigarrada multitud, llena de fisgones espontáneos o profesionales como los paparazzi (ver «Ser paparazzi en la vida»). Están en el mundo para ser vistas: reinas de belleza, actores, políticos, peloteros, que viven de exhibirse y para exhibirse. Su existencia depende de la multiplicación máxima de las miradas. Otros tienen tal poder que modifican los lugares que pisan, en vez de lo contrario, que es lo habitual. Entra Madonna en tu oficina y ese lugar trillado se vuelve escenario del mundo y te vuelves audiencia, olvidando tu papel y tus papeles. Entra tu persona amada y es lo mismo. El centro de la mesa es cualquier puesto que el señor ocupe.
Por eso luchamos por el espacio, en guerras, migraciones, invasiones. Damos la vida por el suelo patrio porque en ello nos va la identidad, que los humanos llaman vida. Y por eso también las mujeres suelen disputarse el espacio, porque se discuten la convergencia de las miradas. Una mujer bella produce una polarización de las contemplaciones y se vuelve centro, sección áurea, celada de voluntades ajenas. Por eso no hay peor rival de una mujer que otra mujer, porque se disputan el mismo espacio vital. Hay también hombres que hablan alto para marcar territorio, igual que ciertos animales dejan el olor de su orina en su hacienda. Unos son acústicos, otros bioquímicos. Se sienten machos así. Mientras más libertades tienes en un lugar, más tuyo es. Porque en el espacio hay tuyo y hay mío. Por eso lo peleamos con tanto encarnizamiento, a muerte a veces. O con frecuencia. Búscalo en el periódico de hoy.
El espacio virtual es del otro mundo
El ciberespacio nos inaugura otro diseño, con lugares más integrados, menos incomunicados. El monitor de la computadora empuña el mundo, con o sin itinerarios, pero sin espacio, sin desplazamiento del cuerpo. No habiendo espacio, o mejor dicho, siendo impertinente el espacio, los lugares se superponen, en implosión. El espíritu corre solo por todos los lugares sin estar en ninguno. El espíritu se desplaza resumiendo el espacio a topología pura. El espacio virtual no tiene dimensiones. En ese espacio anadimensional —si tal cosa es pensable— vivimos sumergidos en la totalidad, sin salvedades de pasaportes ni miradas extrañas que compitan con nuestro dominio del ámbito que recorremos. Las mentes, como dice Lévy, colaboran en una sola inteligencia colectiva en donde el individuo guarda la plenitud de sus fueros y comparte sus facultades con todos. No habiendo dimensiones, la materialidad se vuelve pura virtualidad y el espíritu ya no vive embarazado por las restricciones de la materia. La mente no está sujeta a distracciones impropias de su seso ni a las limitaciones del cuerpo. Cuando una mente cesa en su oficio, porque duerme, se divierte o descansa, otras toman el relevo y siguen alimentando la inteligencia colectiva. El espacio virtual no tiene dimensiones, al menos las de la topología de este mundo.
Ya no importa dónde te encuentras, al otro lado del tabique o del mundo —o de lo que llamamos tal. Lo que importa es la pertinencia de tus cualidades específicas para colaborar o discrepar, aplaudirse o refutarse, congeniar o injuriarse, en una tarea común, cualquiera que ella sea.
Pero además no importa lo que estoy haciendo. Ya no tengo que renunciar a divertirme mientras trabajo; a enamorarme mientras me impongo de lo que es un neutrino; a escribir poemas mientras cebo una computadora; a perder el tiempo mientras hago amigos a siete leguas o a mil. Y algo mejor aún: puedo emulsionar esas actividades en una sola integrada de ellas y muchas más. Internet es una enciclopedia de funciones. Infinita.
Los lugares ya no me mutilan ni hipertrofian. Ya no hay callejón, zaguán, comedor, playa, mercado o sala de fiestas. Todo está en todas partes porque no hay dimensiones que alejen los lugares. Todo es regional y universal, la comarca es metrópoli y la capital provincia. La patria es una elección, no un albur involuntario. Si soy eslovaco puedo leer diariamente la prensa de mi paraje sin aferrar allí mi cuerpo, o no hacerlo nunca aun viviendo en él porque prefiero los diarios de Madagascar. O consultar las noticias de mi parroquia sin deambular por sus plazas y extraviadas capillas. Y desde mi arrabal conocer las del universo mundo como si fueran murmullos de esquina. Los saberes y sabores se vuelven plenarios, pues no se fraccionan en regiones desvinculadas. El proyecto cosmopolita de Marco Polo y de Cristóbal Colón ya está realizado. Polo comunicó las antípodas y Colón contaminó las humanidades que no se conocían desde la primigenia diáspora de Kenya (ver Internet: provincia latinoamericana).
Internet realiza plenamente esa implosión de los linajes porque nadie puede verificar si soy rubio o esquimal o gordo o varón o narizón o adolescente. Cuando fuera de Internet me juzgan así, o por ingeniero o por árabe, me juzgan en bloque, masivamente, me muelen en un molde y filtran mi individualidad. Mi idiosincrasia inconfundible se confunde en una estadística enteriza que me desmorona. Un ingeniero vale como otro cualquiera, no importa si lee poesía medieval o come parchitas sin azúcar o ama ciertos abetos. Es un ingeniero y no se espera nada más de él en su vida cotidiana. Pero cuando me conocen por Internet me juzgan exactamente por lo que muestro. En Internet las apariencias no engañan porque todo es apariencia. Puedo adoptar un alter ego o muchos al buen tuntún de mis virtualidades. Puedo ser niña virginal —de las de antes— y al otro flanco del monitor Rambo implacable o ancianillo sabio. Necio. En Internet los llaman avatares, porque lo son. Todo depende de mi facultad para trasmutarme y volverme demiurgo de mí mismo. La esquizofrenia es sincrónica y sintópica porque puedo tener todas las personalidades al mismo tiempo y en el mismo lugar sin espacio. Internet es una sana esquizofrenia.
Puedo hacer todo en el mismo lugar, porque todos los lugares se conjuntan. No tengo que coger autopista, porque todo está allí al alcance de mi ratón y mi teclado. Puedo, más que laborar, colaborar con todos, no importa si duermen mientras velo o si no cumplen horario o tienen carta de trabajo: ya no habrá inmigrantes ilegales porque todos seremos nómadas inmóviles. Las migraciones no ocuparán el tiempo histórico sino que ocurrirán en tiempo real, bajo nuestras narices, en segundos, para asistir a un concierto de los Rolling Stones en Nepal o nadie tiene por qué saber dónde. Tal vez ni ellos mismos porque es una retransmisión desde quién sabe qué lugar o porque es un montaje. O una síntesis de sus imágenes y sus voces.
Esta implosión del espacio implica un nuevo horizonte de lo concebible, en cambio de paradigma. El hombre ya no será el mismo. Usar una computadora portátil, o una de redes, ubicua, es poner la oficina en cualquier lugar, en la terraza, en el Metro, en la playa. Allí investiga, se comunica, ama, odia, se divierte, juega, cambia de opinión, se empecina, reflexiona, aprende, calcula, dice estupideces, favorece a un candidato, vitupera a un escritor, escribe poemas, compone, pinta, hace dibujos animados, programa, planifica una obra de teatro, compra y vende en la Bolsa de Tokio, asume personalidades divergentes, monta una película, se ríe, fomenta rebeliones, adopta doctrinas, se enamora , lee El Quijote. Ninguna de esas actividades desplaza u obstruye otras. No solo conviven sino que pueden integrarse en una sola, enriqueciéndose todas. El juego y el trabajo dejan de ser incompatibles, puedo llenar un balance en pantuflas, hablar en piyamas con mi profesor, comprar acciones mientras compongo un bolero; escribir poemas mientras sopeso un informe.
¿Qué consecuencias culturales, históricas, políticas, laborales, civilizatorias, sexuales, ergonómicas, filosóficas, tiene todo esto? Apenas podemos vislumbrarlas. Me lucen tan radicales como la revolución neolítica. Modestamente. En todo caso cuando lleguemos a ese puente lo cruzaremos. Aunque como que estamos en él desde hace días.
¿Cuántos habitantes tiene Internet? El carácter anárquico de Internet hace relativamente más fácil averiguar cuántos automóviles hay o incluso cuántos habitantes somos que escrutar cuántos internautas hay. Casi nadie aclara dónde obtiene sus cifras —yo tampoco— como que hay «alrededor» de sesenta millones de internautas en el mundo. Entendiendo por «alrededor» extremos que van de treinta a noventa millones, un margen de error bastante holgado. Dicen que las páginas Web se duplican cada 53 días, que cada segundo se crean cuatro nuevas, etc. No se dice por cierto cuántas desaparecen. La cifra que se citan para Venezuela está entre treinta y sesenta mil —algunos estiman en 300.000 la cifra para fines de 1998. Nunca he visto esos números sustentados en un método científico. Hago esta advertencia para despejar mi conciencia al citarlas.
En todo caso son pequeños, 60.000.000 contra la población total del planeta, 60.000 contra la población venezolana, ó 150.000, tal vez 600.000, contra todos los chinos es una gota en el océano —o el desierto. Sin embargo, algunos datos nos dicen que más de la mitad de los usuarios de Venezuela tienen menos de un año en Internet, lo que nos cuenta que su crecimiento es exponencial. No son muchos pero crecen inmensamente más rápido que el incremento vegetativo de la población. A ese paso en pocos años habrá más usuarios que habitantes... No es cierto, claro, o tal vez sí: algunos usuarios tienen más de una cuenta o más de una dirección de correo electrónico, lo que puede inflar las cifras. ¿Qué detiene ese crecimiento? ¿Por qué no es más explosivo? Creo en dos causas al menos: una económica y otra cultural.
Conectarse requiere una inversión de no menos de mil dólares para una computadora y un módem, y unos ciento veinte mensuales entre compañía telefónica y proveedor de servicio Internet, para dos horas diarias de conexión, excluyendo fines de semana. No son muchos los capaces de ese presupuesto. Los usuarios se restringen a los menos alcanzados y a los que se conectan en su trabajo o su centro de estudios. De allí la necesidad de ampliar estas soluciones colectivas.
Algunas iniciativas de proveedores de servicios, vendedores de hardware y software, así como otros participantes del negocio, han comenzado a sugerirse. Unos se proponen conectar escuelas y liceos. Otbos piensan en la creación de salas de computadoras en las bibliotecas públicas y privadas, cibercafés, salas administradas por municipios, clubes, centros deportivos, asociaciones de vecinos, gremios, cooperativas... El punto común es compartir los costos colectivamente para que el peso individual sea más llevadero.
A mediano plazo es fácil predecir que los costos serán cada vez menores. Los primeros radios y televisores eran solo para una élite. Hoy cualquiera tiene una calculadora de bolsillo. Las computadoras valen menos y son ferozmente más potentes que hace diez años, disposición que tiende a acelerarse. Las conexiones telefónicas propenderán a hacerse más baratas a medida que se amplíe la oferta, hoy monopólica en casi todo el mundo, incluyendo a Venezuela. Más baratas y también más rápidas, así que se vaya incorporando la fibra óptica que ya ha comenzado a instalarse en las calles para vendernos televisión. Esos mismos hilos servirán para darnos conexiones de Internet a costos bajos y con un ancho de banda enorme, permitiendo de paso la integración de la red con la televisión. Cada quien podrá tener su propio canal.
Si la causa económica es difícil de salvar, la cultural pudiera ser infranqueable. Casi cualquiera puede comprar un periódico, pero solo pueden leerlo los alfabetizados. Y no todos, sino en muchos casos los que tienen la formación suficiente. Hay, sin embargo, para todos los niveles, desde los tabloides hasta las revistas especializadas. Desde la prensa de chismes hasta los libros de física cuántica, la imprenta abarca, como Don Juan, toda la escala social. Internet puede llegar a eso porque es sorprendentemente fácil de usar. No se necesita ni siquiera saber leer y escribir, pues su interfaz gráfica permite a un analfabeto navegar haciendo clic sobre iconos... No es necesario ni siquiera ver la pantalla. Una vez di una conferencia sobre Internet a un grupo de ciegos. Los llevé a una sala de computadoras y no había pasado media hora cuando ya estaban dirigiendo a los asistentes en la navegación. No está allí el problema cultural.
Está en la resistencia de la generación mayor. Siendo un instrumento tan nuevo, la gente ha desarrollado mil renuencias. Hay dos percepciones de la computación: la leyenda dorada y la leyenda negra. Según la dorada la computación será la solución de todos los problemas humanos. Según la negra la computación traerá todos los males. Ambas parten de una premisa falsa: la computadora puede hacerlo todo. Pues no, la computadora no puede sino lo que se le manda y a veces ni eso. Son brutísimas. Un bebé sortea obstáculos, deduce soluciones por su cuenta; una computadora se encuentra con un obstáculo y allí permanece por la eternidad. Son modestos los avances de la inteligencia artificial. Es aún más artificial que inteligente.
Para la gente que las vio nacer, las computadoras lucen amenazadoras, enigmáticas, uno les pulsa un botón y hacen cosas que hacen parecer que están pensando, más rápido y con más precisión que nuestro cerebro, como decía Pascal de su máquina de sumar, su «máquina aritmética». Nos ganan al ajedrez, nos vencen en dominó. Son el Diablo, claro. Como son las primeras máquinas que reproducen procesos mentales, causan estupor e inquietud.
Pueden rehabilitarse, pero, como suele suceder, raras veces la recuperación es total. Cuando uno aprende un idioma después de viejo difícilmente lo habla sin acento. Mientras no pierdas el miedo al agua no aprenderás a nadar. Hay gente que nunca lo pierde y permanece en tierra toda su vida.
No será así con los niños cuyo primer contacto con la cibernética fueron los videojuegos. Para ellos una computadora no tiene mayores enigmas. Es un instrumento como cualquier otro. Que haga cosas propias del entendimiento humano no les causa perplejidad. Para ellos es tan sorprendente como que un perro recupere una pelota. Saben exactamente en qué son potentes: en la fuerza bruta, si se me permite la expresión, con que hacen miles de cálculos instantáneos. Saben que no pueden deducir lo que está fuera de su programación. No les tienen ni miedo ni exceso de confianza. Pueden ayudarlos a hacer la tarea, pero no hacerla por ellos. Por eso en algunas escuelas han optado por que sean los muchachos quienes instruyan a los maestros en el uso de las máquinas.
Un día la conexión a Internet será comparable al servicio de teléfonos públicos. Probablemente se impondrán las computadoras de red (las network computers, o NC para los enterados), que no tienen disco duro y no necesitan instalar programas porque uno usa los de su servidor, en donde también guarda sus documentos y accede a los programas. No será necesario siquiera tener computadora, porque desde cualquier terminal podrá uno tener la suya, que no será propiamente la computadora de uno sino el espacio de trabajo que uno ha desarrollado mediante muchas computadoras instaladas en la casa o en la oficina, pero también en la calle, el restaurant, el café, la habitación de hotel, el aeropuerto. Las NC serán viables cuando se cumplan dos condiciones: su precio sea asequible a la mayoría y las líneas de comunicación más rápidas. Guardar un documento de un gigabyte a 28,8 baudios, aun al doble, da por lo menos flojera, para no hablar del costo en tiempo de conexión.
Además la nueva generación ya habrá desarrollado una nueva camaradería con las computadoras, sin el sobresalto de los que las vimos irrumpir, alarmados porque nos iban a reemplazar o a sojuzgar como la HAL de 2001 Odisea del espacio. Los chamos ya saben que no será así.
Entonces Internet cumplirá lo que hoy promete: la inteligencia colectiva que avizora Pierre Lévy, la expansión de lo que prometía el alfabeto, esa sinapsis ya no entre las neuronas sino entre los cerebros. Internet no inventa nada que no hubiese estado ya en germen en la Biblioteca de Alejandría: la conexión y el acceso a todos los saberes de todos los hombres. Y también la participación activa de todos, no la mera contemplación de las inteligencias privilegiadas que por su talento y a veces solo por su poder tenían el privilegio de publicar un libro. Ya hay lugares donde puedes poner tu página Web gratuitamente (www.geocities.com y mil y un otros). Más fácil que imprimir un libro. Otros ofrecen correo electrónico regalado (www.yahoomail.com, http://www.hotmail.com, www.altavista.com y un creciente etc.). Día llegará en que los patrocinantes nos darán la conexión sin cargo. Quizás hasta nos paguen. No será mañana probablemente, pero sí pasado mañana.
Por la mañana.
Internet cumple hasta lo que no promete
Una vez a un pintor le preguntaron porqué había pintado cierto cuadro de la manera en que lo hizo.
—Porque no lo pude bailar —respondió.
Cada medio prodiga recursos e impone restricciones. «Una imagen vale mil palabras», dicen los chinos, con razón. Una vez preguntaron a Umberto Eco si la versión cinematográfica de su novela El nombre de la rosa respetaba el texto. No, respondió, porque no es posible. En la novela, dijo, nunca se menciona el color del cielo, de aparición inexcusable en la película. El libro no dice que el protagonista es igualito a Sean Connery.
«¿Va a desaparecer el libro?», nos preguntamos diariamente con sobresalto variable. Los libros recogieron lo más noble y elevado de nuestro pensamiento y de nuestro arte literario, lo que los dotó de un prestigio tal vez desmesurado. Nos preocupa que los jóvenes ya no leen como antes. No sé hasta qué punto ello es cierto; me faltan estadísticas. Es muy fácil resolver estas cosas «al ojo por ciento» simplemente para satisfacer el eterno prejuicio de que «la juventud está perdida». Probablemente lo está desde el hombre de Neanderthal. Lo que sí es obvio es que nunca como en este siglo tanta gente leyó tanto. Pero despejemos ese problema, que me parece de escasísima cuantía.
En primer lugar un libro de papel no puede propalar imágenes animadas ni tocar música. Apenas puede reproducir imágenes fijas y eso con dificultades que las artes gráficas han ido resolviendo con más pena que gloria, es decir, como un «peor es nada». El libro está hecho para exponer palabras y aun en eso falla porque expone de ellas una versión empalidecida que carece del tono, el calor y el color de la voz. Por eso Teresa de la Parra, ya lo decíamos, proponía en sus Memorias de Mamá Blanca que los diálogos de las novelas estuviesen acompañados de una partitura para que uno supiera la entonación que usaban los personajes. Lo ideal sería escuchar la voz.
Como los únicos modos de almacenar información eran el libro y las artes plásticas hubo expresiones que no tuvieron manifestación posible hasta el siglo XX. Apenas se podía montar una obra de teatro escrita en un libro. El cine, la radio y la televisión suministraron lo que el libro no podía. La pintura y la escultura, por su parte, eran la única oportunidad de detener el flujo visual de todos los días. Tanto el libro como las artes plásticas, sin olvidar el teatro, brindaron sus recursos e impusieron sus restricciones. Ambas condiciones fueron el punto de apoyo para el desarrollo de artes admirables. No siempre las delimitaciones son de lamentar: escribir un soneto obliga a restricciones que son precisamente uno de sus atractivos: ver cómo cada autor va salvándolas. Así nacieron la literatura, las artes plásticas, el teatro. No fue poca cosa.
Con la fotografía, el cine, la radio, el gramófono, el teléfono y la delevisión se desarrollaron nuevos modos de expresión. Solo estos dos últimos no desarrollaron artes. Es difícil imaginar qué clase de arte pueda expresarse por teléfono. Si algún Eisenstein del auricular se inspirara... Tampoco parece haberse inspirado para la televisión, cuya mayor realización estética son la serie enlatada y la telenovela, que, con excepciones, no merecen grandes elogios (ver Para comprender la telenovela de una vez por todas). Y no solo sirvieron para reproducir las artes tradicionales; lo más interesante es algo que tiene dos semblantes: en primer lugar esos medios se volvieron instrumentos artísticos por sí mismos. En segundo la fotografía no arrinconó la pintura, el cine no apartó el teatro, el gramófono no sustituyó la música. Más bien les abrieron nuevas perspectivas.
Razones técnicas impedían, además, que esos medios, junto con los tradicionales, se integrasen. No podíamos hacer hablar un libro, cantar una pintura, bailar una escultura. Ahora sí, y más, porque, me han asegurado, el todo es mayor que la suma de las partes. Mediante una computadora, a través o no de Internet, podemos crear un producto multimedios en el que se integren desde la palabra literaria hasta la producción plástica, pasando por el sonido, la música, la voz, el arte dramático. Todo eso puede ir junto en una combinación que dará resultados inesperados.
Cómo se puede ser internauta
Cuando navegamos las páginas Web sufrimos —o gozamos— una transformación radical. Similar a la que vivieron los espectadores de las primeras películas en un café de París hace un siglo —y un mes después en Maracaibo a donde las llevó un maracucho emprendedor y viajero. El mundo ya no fue el mismo. Internet trasmuta el espaciotiempo en algo irreconocible. Todavía estamos embelesados con el rebasamiento del espaciotiempo cuando visitamos una página ubicada en Singapur y de ella saltamos a una en Caucagüita, en las afueras de Caracas, Venezuela —si es que sabemos en qué lugar del globo están. Aún nos parece abismal que recibamos un mensaje desde el Japón en unos pocos segundos. El espaciotiempo se volvió virtual y ya no somos los mismos cuando podemos intercambiar con personas que nunca hubiéramos conocido. «Yo soy yo y mi circunstancia», decía José Ortega y Gasset. Y, claro, cuando al habitante de Catia le pusieron el Metro de Caracas, le cambió la vida transitar hasta el distante Petare, en la antípoda caraqueña, en media hora y no en tres; el mundo se le amplió, fue más rico. Cuando encuentro once mil páginas sobre la toxoplasmosis, Kurt Cobain, el Poema del Cid, la holografía, la biología molecular, soy más libre y más formidable. Mi padre se enteró de la existencia del avión por unas estampitas que llegaron a la Uracoa, Estado Monagas, Venezuela, de principios de siglo. Pero mi abuela Marcolina Zambrano gritó fin de mundo al ver el avión de Lindbergh sobre los llanos monaguenses. Y eso que había estado en París por la época de Lumière.
Ya está pasando así también con Internet. No solo se quedan fuera de ella los que le atribuyen los peores peligros, que nunca logran explicarme bien o yo entender, sino aun aquellos a quienes conviene su desarrollo. Así, con excepciones, la industria de la computación, el mismo Bill Gates y la vanguardista Apple Computer, perdieron el primer autobús de la superautopista y ahora están haciendo contorsiones desesperadas para coger el próximo.
Para leer una página Web hay que tener una condición diferente a la que se requiere para un libro. Es una «inmovilidad activa», si se me permite expresarlo con un oxímoron. Ante un libbo solo se moviliza una fisiología espiritual imperceptible salvo para el que vive su intimísima introspección. No está mal. Pero la página Web no solo moviliza la fisiología espiritual, sino que genera una interacción que no se conoce con el libro. Julio Cortázar, en expresión por cierto bien poco politically correct, criticaba al que él llamaba el «lector hembra». Yo, respetuoso de las lectoras, hablaré más bien de lector pasivo, que puede ser varón o hembra, ese que espera que todo se lo cuenten y que el autor decida quién es el asesino y se lo informe generalmente al final. No tiene nada de malo leer así. El problema es que el libro hace obligatoria esa estructura. Cuando lo compro el nombre del asesino ya está escrito inexorablemente en el último renglón. Platón decía que los libros repiten su caletre de modo inapelable. Para conjurar esa limitación, Cortázar escribió la primera novela en hipertexto: Rayuela. El lector puede tomar dos itinerarios diversos. Al final de cada capítulo aparece el número del que debemos leer a continuación. O leerlo de un tirón de la página 1 a la n, sin tantos brinquitos. Pero la imprenta es muy precaria. Con Internet don Julio hubiera podido desplegar su espléndida inventiva con libertad entera. Nos hubiera podido dar la opción de escribir uno mismo los capítulos que hubiésemos querido. El novelista norteamericano John Updike anduvo en esas faenas por Internet recientemente.
Lo que cumplirá Internet es hacer prosperar una nueva definición de ‘libertad’. Desde los tiempos de la Revolución Francesa se viene prometiendo «libertad, igualdad, fraternidad». Pues bien, por primera vez estamos ante la perspectiva de cumplir con el proyecto de Robespierre. Él no pudo porque la estructura política exigía una centralización incongruente con esos ideales, por lo que terminó ahogando la Revolución en un sistema autoritario en lugar de libre, jerárquico en lugar de igualitario y suspicaz en lugar de fraterno, porque las decisiones de estado tenían que ser coherentes y únicas. Se aplastó la libertad en nombre de la libertad, como Stalin. Robespierre y Stalin acabaron ellos mismos con lo que más querían. Todo era tan nuevo que tenía enemigos encarnizados. El único modo de defender la Revolución era acabando con la Revolución violando sus ideales. Lo mismo pasó al marxismo: quiso el reino de la abundancia y creó la penuria; quiso acabar con el estado e instauró el más poderoso estado que se conoce desde la teocracia egipcia; quiso la camaradería y creó la KGB.
Internet, en cambio, no impone autoridad. Es la primera institución anárquica exitosa de la historia. Si creo una lista de intercambio por correo electrónico y quiero que participe la mayor cantidad de gente posible no puedo ni cerrarla ni censurarla porque entonces la gente no participa, que era precisamente la idea original. Pero lo mejor de todo es que no hace falta. ¿Para qué censurar mensajes? ¿No es mejor refutarlos y que cien flores florezcan?
Otra promesa a cumplir es una sinapsis entre cerebros, más nutrida que la que consumaban los viejos medios desintegrados. Antes yo leía un libro de un autor húngaro contemporáneo y no podía comunicarme más que con su libro. Enviarle una carta a la editorial era casi casi lanzar una botella al mar, invocando al dios de las palabras. Con Internet puedo entablar ese intercambio de un modo inmediato. Y conectar, casi literalmente, su cerebro con el mío y muchos más, en lo que Pierre Lévy llama ‘inteligencia colectiva’.
Y finalmente cumplirá promesas que no podemos anticipar, tanto como nadie anticipó en aquel café de París que el invento de los hermanos Lumière permitiría a Rambo y a Bergman. Los Lumière mismos no le veían más perspectiva que una mera curiosidad, una conversation piece. No sabemos qué consecuencias pueda tener esta nueva tecnología en el modo en que la gente que aún no ha nacido tramitará su relación con el mundo y con sus semejantes; qué nueva sociedad, qué nueva política, qué nueva estética, qué nueva filosofía emergerán de los teclados y los monitores, digo, si es que la cosa va a tramitarse a través de medios que al parecer serán pronto obsoletos como las teclas y las pantallas. Digo, si es que podremos hablar de sociedad, política, estética, filosofía.
La inocencia de los niños y la necesidad de preservarla a todo trance son invento moderno. Se lo debemos a Jean-Jacques Rousseau y a Walt Disney. Antes los niños eran adultos comprimidos, con responsabilidad, imputabilidad y poca inocencia. «Dejad que los niños vengan a mí» no fue más que lucubración magnánima que vino a moldearse mucho después. Cuando era muy chiquito era apenas infante, palabra que viene del latín infans, que significa ‘el que no habla’. Había que amamantarlo pero sin esmero profuso, total no había que cogerles demasiado cariño si las malas condiciones higiénicas los mataban en masa. Ser niño no era un estado especial que requiriera preocupación muy distinta a la de otras edades. El esmero por la infancia es producto de la burguesía, empeñada en encarecer a sus críos para la valía social, especialmente el pequeño burgués que, como dice Pierre Bourdieu, es un proletario que se hace pequeño para ser burgués.
De allí esa efusión por la infancia, colocada en la cima de todo como un absoluto. Lo que no significa respeto objetivo, porque, desde los campos de exterminio nazis hasta la infancia abandonada en nuestro rededor, mírala, sin contar los cotidianamente golpeados, los niños merecen bien poco. Tan poco, que se les asignan instituciones como el venezolano Instituto Nacional del Menor (INAM). Eso es lo objetivo, porque en el campo de los programas y las declaraciones, claro, los niños lo merecen todo. Por supuesto, frente a un micrófono o ante una hoja en blanco pocos hay dispuestos a sincerarse y declarar que a los niños hay que darles palizas desmedidas y abandonarlos a su suerte por estas calles. Son acciones que se ejecutan sin discurso, por la fuerza de las cosas: el padre que no tiene materialmente cómo atender a su niño, la madre que abandona a su recién nacido en un pote de basura. Son maniobras que recomienda la desesperación, la situación límite. No son actuaciones que se conciben en paz. Pero ahí están, señalándonos la bobada taimada de nuestras declaraciones y buenos propósitos.
He allí el problema: se declara, se hacen ademanes, se programa, se planifica, se escriben graciosos documentos y se llenan graves volúmenes. Y como toda propuesta moral es difícil de cumplir, pues va y no se cumple y ya está. Simplemente. Ocurre con la lujuria, la envidia, la pereza, la avaricia, la ira, la gula, la soberbia; con los siete pecados aquellos
Cuando yo era niño solo algunos adultos muy audaces tenían acceso a los horrores que cualquier crío de hoy presencia en los Simpson o en Ren & Stimpy. Eran crudezas que uno leía en Balzac, en Sartre, en Genet, en Quevedo. Ren y Stimpy son más disolventes que todos estos autores juntos: una pareja homosexual, un perro y un gato, uno de los cuales, el félido, sufre en un episodio una prolongada depresión porque pierde una ventosidad, que «huele muy raro». La busca como un hijo pródigo y finalmente la recupera en medio de todos los lugares comunes del melodrama. Difícil encontrar ironía más desastrosa contra la sensiblería. Pero el Congreso estadounidense pretende controlar el acceso a la pornografía en niños que han tenido que madurar para asimilar las sordideces de los Simpson. Esa ley, por cierto, ya lo decíamos, vale solo para los niños que viven de la clase media hacia arriba, pues los de los barrios marginales ven a cada minuto el esperpento moral en tiempo real, sin Internet pero con multimedia. Lo llaman fariseísmo.
La mente perversa juzga por su condición. Lo que suele ocurrir con los niños que ven imágenes osadas es que la primera vez les atraen, como a todo el mundo, y luego pierden esa primera curiosidad, como todo el mundo. Salvo aquellos a quienes, precisamente, se prohíbe ver esas cosas. Entonces tienen una relación sobresaltada con el más leve picón y prohíben a sus hijos ver la desnudez del planeta. Ellos a su vez formarán a sus hijos del mismo modo. Así se reproduce el puritanismo.
Jon Katz ha escrito un extenso trabajo en el número de julio de 1997 de la revista Wired, titulado «Los derechos de los niños en la era digital». Sostiene que es inevitable que los niños accedan a información hasta ahora vedada no solo a ellos, sino a todo el mundo. Si no la obtienen desde su casa la obtendrán desde la escuela o la biblioteca pública o el cibercafé de la esquina. Ante esa realidad solo queda dotarlos de recursos intelectuales y emocionales en cantidad suficiente para entender esas cosas y darles su justo valor. Pero el censor es el mejor aliado del pornógrafo. Nadie había notado El último tango en París en la Venezuela de la década de 1970, hasta que salió un bobo a prohibirla. Entonces el que no pensaba hacerlo vio la película y el que no la vio se imaginó cosas más audaces que las que se mostraban allí. Así pasa en el liceo. Tratan a los adolescentes como párvulos y entonces, sorpresa, los adolescentes se comportan como párvulos. Los preparan para un mundo que ya no existe. La inmadurez de los adultos es más dañina que la de los muchachos.
Un estudio reciente encontró, aplicándoles el mismo test, que los jóvenes veinteañeros de hoy son más inteligentes que los de 30 y 50 años atrás. Y, mira tú, se sospecha de la televisión. Yo sospechabía también de los Beatles y de sus empresas filiales. Porque la diferencia entre un adolescente de hoy y uno de hace medio siglo va de la cotidianidad de los video-clips hasta la primera exhibición escandalosa de la madre de todos los video-clips: El perro andaluz. Como dice Fernando Savater, la televisión lo delató todo. Lo que antes se disimulaba ante niños y mujeres, lo saben niños y mujeres a veces primero que los adultos o los varones. Hoy Panchito Mandefuá, nuestro Gavroche, nuestro viejo gamín de Caracas, es un sicario que maneja una metralleta Uzi y tiene varios muertos en su inconsciencia. ¿Vamos a impedir ver pieles descubiertas a niños que se ríen de un muñeco gay que busca lloriqueando a su hijo vaporoso por las calles de Nueva York? ¿Con qué ingenuidad o con qué cinismo vamos a ocultar gentes desnudas a niños que viven las calles del Bronx o de cualquier barrio de Calcuta o de Rio de Janeiro? ¿Es acaso peor ver una página porno que ser violado en un callejón de Ciudad de México? ¿Y qué decir de la televisión dominical venezolana? Ahí no hay censura, especialmente para la violencia, que tiene sin cuidado a los puritanos. Estos prefieren que los niños vean un descuartizamiento antes que una pareja disfrutando de la vida.
Por eso pienso que la resolución esa que en la televisión venezolana recomienda que ciertos programas sean vistos por los niños acompañados por sus padres, para que los orienten, debe ser invertida: los adultos no deben ver ciertos programas sin un menor que los encamine. No creo que un adulto pueda entender más fácilmente que un joven o un párvulo a Ren & Stimpy o a Beavis & Butt Head o a los Garbage Pail Kids o a los Simpson, tanto como los mayores de otra época no entendían a los Beatles o a los Rolling Stones. Ni los entendieron nunca. Solo los jóvenes de entonces los entendieron y tan difícil fue, que ya han comenzado también a dejar de comprenderlos. Hay rebeliones que solo las captan quienes las emprenden. Consisten en ser ininteligibles y esa es su fuerza. Hay una libido de lo indescifrable. Siempre fue así: los románticos, los impresionistas, los modernistas, los dadaístas, los surrealistas. Nadie los entendía y a veces me pregunto cuántos los comprenden aún y no hacen un mero saludo a la bandera porque ahora están en los programas de enseñanza, ese modo de condenar algo a no ser comprendido sino por muy pocos, es decir, aquellos que no obedecen. Y es que tampoco es fácil entender esas cosas. Siempre me he preguntado hasta qué punto las entiendo, si algo entiendo.
Apenas Internet se convirtió en una fuerza, los censores se alarmaron. No se trata simplemente de unos señores severos y barrigones, que los son, sino de la necesidad ciega de las sociedades centralizadas, de religión monoteísta y con fuertes tendencias totalitarias de origen judeocristiano y que suelen contar entre sus paradigmas las teocracias egipcia, medieval, islámica o socialista.. De esto no escapa el capitalismo liberal con su sistema industrial serializado y enterizo, esto es, totalitario, en el cual puedes comprar un automóvil del cualquier color siempre que sea negro. ¿Se ha visto centralismo democrático más tiránico que el de las empresas privadas? Cualquier manifestación de autonomía individual, sea inspirada por Rousseau, Montesquieu, Jefferson, Hamilton o los Beatles es un escándalo que pone en peligro el orden social, que tiene prioridad sobre cualquier otro valor. En este contexto la censura es un requisito indispensable. La anarquía de Internet es intolerable por los intolerantes en la medida en que el individuo gana una soberanía altamente peligrosa para la estructura enteriza que promueve la sociedad centralizada. Ella responde no solo a un orden céntrico sino a la condición monolítica del sistema en general. En él no cabe la soberanía del individuo, aplastado y extorsionado por un inexcusable requerimiento de adaptación a la norma universal promovida por una figura central, faraón, papa, rey, zar, emperador, máximo líder, presidente de nación o de empresa. Un público que soberanamente intercambia información, opiniones, pareceres y decisiones no es manipulable por el poder central, cuartelero, de los tiempos modernos que inspiraron a Chaplin su obra maestra.
Este nuevo producto que amenaza la vieja estructura tenía que engendrar una reacción. Reaccionaria ella. Pero, claro, no era posible argumentar contra los principios de open society de los padres fundadores, que instauraron la nación estadounidense sobre la soberanía del individuo frente a las tendencias totalitarias connaturales al estado. No era posible sostener abiertamente que el individuo no tiene derecho a la información y a la libre expresión, etc. La nación capitalista moderna se ha instalado sobre un discurso contra el régimen absolutista. La sola excepción ha sido el nazifascismo, de breve duración, que abiertamente alimenta un discurso en el cual no tiene cabida la soberanía del individuo sino todo lo contrario. Pero aun en el modelo más liberal se conservan tendencias objetivas contrarias a esa soberanía. La industria moderna, anterior a Internet, la que Pierre Lévy llamaría molar porque muele la materia siguiendo organizaciones enterizas en las que cada individuo es un número que cumple una sola función, esa industria de inspiración fundamentalmente decimonónica no puede tolerar que un individuo díscolo acceda al universo simbólico sin supervisión. ¿Cómo puede esa tendencia cuartelaria argumentar contra el individuo sin atentar contra los principios liberales que sustentan la mitología del estado no solo respetuoso sino garante del derecho individual? Hay un modo.
Usando a los niños como rehenes conceptuales. Apenas germinaron las primeras páginas Web, el paradigma totalitario se aferró a los supuestos peligros de la pornografía para justificar el control de la red de redes: es el argumento izado por la China Popular, el Vietnam, Corea del Norte, algunos países islámicos, Singapur y otros ambientes totalitarios para impedir o restringir la existencia de Internet. Se escoge a un número de individuos fieles al régimen enterizo, y se les prohíbe navegar con libertad a fin de protegerlos de contenidos «sucios». Se argumenta principalmente la pornografía, pero sabemos que se trata de prolongar en la Internet el mismo clima de vigilancia y castigo que reina fuera de ella. Y si la pornografía falla porque ya ha sido generalmente admitida por la tendencia liberal, entonces se usa el espantajo de la pornografía en la que participan niños o al del acceso de ellos a la obscenidad. Hay que preservar la inocencia a como dé lugar. Y, claro, no se ocupan de los niños abandonados reales, de los niños explotados en minas o que venden drogas o se prostituyen en los barrios de las grandes ciudades. Son demasiado reales para el discurso farisaico. Este prefiere concentrarse en el niño imaginario que recorre las redes y se topa accidentalmente con Kim Basinger desnuda o con otro niño en acciones sexuales explícitas o con un adulto enfermito. Para impedir que ello suceda es necesario controlar la totalidad de la Internet y decidir qué puedes ver antes de que lo veas, como hacía la Iglesia o como hacía Stalin.
Inútilmente, pues, como he dicho, Internet es la primera organización anárquica exitosa de la historia, aunque suene a contradicción eso de «organización anárquica». ¿Cómo controlar el acceso a cien millones de páginas Web? Puedes impedirme llegar a unas cuantas, las que en tu espaciotiempo limitado puedes captar como inconvenientes y bloquearlas en mi servidor. Pero por cada página que me aherrojes hay miles que se te escapan, sin contar con las nuevas que brotan como hongos minuto a segundo. Un procedimiento más viable es vigilar qué lugares visito, algo factible, pero solo para pequeños grupos dentro de una empresa, una escuela, una organización con un servidor central. Pero ante miles y miles de pequeños proveedores de servicio ese control de mi navegación se hace impracticable.
Esa imposibilidad provocó el guiñol de la Ley de Decencia en las Comunicaciones promulgada por el Congreso y la Presidencia de los Estados Unidos, posteriormente abolida por la Corte Suprema de ese país. La Corte no solo halló que era contraria a los principios de la nación, sino que era inaplicable.
Los niños son los más aptos para la computación. Han sido protagonistas de la revolución informática. Son los que mejor la entienden y por ello mismo esquivarán las censuras con una sonrisa fastidiada. Será un videojuego más. Basta verlos evolucionar en el teclado y con el ratón, instalar sistemas operativos, desinstalar recursos, reconfigurar dispositivos, desentrañar enigmas, rescatar archivos extraviados, agotar los «mundos» de un juego. Los adultos buscamos sabiduría para resignarnos a la derrota.
Hay dos razones para ello: los niños actuales nacieron con la computación, los adultos la vimos nacer y es difícil que deje de ser para nosotros un cuerpo extraño, una intrusión en nuestro equilibrio cultural, habituado a medios de comunicación que nos paralizan como receptores, sean prensa, radio o televisión. Nuestra máxima libertad era el teléfono, pero nos liberaba solo de dos en dos. Podíamos comunicarnos con cualquiera, pero siempre que fuera un solo individuo. Para los niños la computadora, Internet, etc., son parte del paisaje, ni los intimidan ni los excluyen. La otra razón es que los niños tienen tiempo para fatigar los microprocesadores hasta agotarles el último bit. No están distraídos por el trabajo y pueden concentrarse en la máquina por sí misma. Gratuitamente, libremente.
Por ello no hay que extrañarse de que sean ellos quienes eventualmente tomen la delantera no solo en el control técnico de la Internet, sino de su contenido. Esto último de dos maneras: como demandantes y como productores de información. Si creo un servicio Web y descubro que hay una masa crítica de niños visitándolo tenderé a actuar para ellos, dando prioridad a los contenidos que ellos demandan. Si verifico esa tendencia en mi BitBlioteca ella podría convertirse en una colección de textos principalmente para niños y jóvenes, lo que, por cierto, no me importaría. De hecho ya creé una página para ellos y vienen otras. Se ha comentado mucho que por primera vez estamos ante un medio que no nos deja varados como espectadores pasivos, sino que nos permite convertirnos en productores. Leer será escribir y viceversa.
Desde el comienzo Internet divulgó pornografía. Es un medio ideal, pues el anonimato desinhibe. Libera del bochorno de comprar la revistica chillona o el librito nefando. En Internet pulsas www.persiankitty.com y ahí está el catálogo completo.
Bueno, casi completo. Porque hay catálogos y catálogos, como en cualquier biblioteca borgiana. Así como Persian Kitty instiga a visitar, otros lo impiden. Hay unos dañaditos que se ganan la vida catalogando sitios pornográficos. No solo pasan ocho horas diarias visitando cuanto sitio desnudo hay para meterlo en la lista aborrecible, sino que crean unos modos ingenuos de bloquearlos. Así, no hay modo de entrar a ninguno que contenga ciertas palabras: deseo, coger, culo, etc., y en varios idiomas. Pero las lenguas son activas y aparecen sinónimos todos los días, que son precisamente los que usan las páginas Web, siempre al día con la última jerga. Así, en vez de seno (breast) dicen boob (algo así como lola). Entonces las personas que disertan sobre cáncer de seno denominan su sitio «cáncer de lola» para no ser bloqueadas. Miserias de la censura. Léelo en «Block That Site!», en Yahoo! Internet Life de noviembre, p. 92.
El caso más miserable de censor de toda la historia ha sido Kenneth Starr. Se ha dicho que puritano es quien teme que otro la esté pasando bomba. Pues bien, con tal de castigar al bacán de Clinton, Starr se convirtió de hecho en el autor de pornografía más exitoso de la historia. Su informe causó congestiones intransitables en Internet. Te garantizo que es el más puro hard core porno de la Red y que no pasa por ninguno de los filtros de pornografía.
Para nada, porque hay unos tipos como Bennett Haselton que andan desarmando esos programas. Incluso ofrecen el catálogo escondido de las páginas bloqueadas, entre las cuales hay algunas de muy sabia y necesaria educación sexual, prevención de enfermedades venéreas y de embarazo indeseado. Puedes encontrar uno en huizen.dds.nl/~klaver/cybersitter.html.
Insisto: estamos en una nueva situación. Ni los niños son tan inocentes, ni su inocencia es ahistórica. Hay sociedades asiáticas en que las niñas son entrenadas para dar placer sexual. Lo único que les critico es que esa educación no sea impartida también a los varones. En nuestra sociedad judeocristiana el sexo es una histeria que conduce a estos filtros inútiles, que los niños desbloquean con una sonrisita fastidiada. Lo que hay que hacer es dotar a los críos de los recursos intelectuales y emocionales para que enfrenten el sexo con serenidad y como lo que es: un medio de reproducción, un modo de manifestar amor y una fuente de placer como cualquier otra. Hay cosas peores, de las que poca gente habla y que sí debieran preocupar, como las películas de violencia de la TV dominical y los videojuegos de brutalidad que se alquilan en esa esquina. A ignorar cosas así conduce la histeria sexual.
Y si son los niños quienes van a controlar la Internet, ¿cómo vamos a censurársela? ¿No serán ellos más bien quienes nos censurarán? Pero, en fin, &iquesd;tienen acaso necesidad de instaurar censura? ¿No nos darán tal vez lecciones de libertad cuando al fin la Internet les permita recuperar la libertad y la soberanía que les habíamos confiscado en nombre de su inocencia?
Internet no solo implica un nuevo modo de socialización, sino un nuevo modo de usar el lenguaje y el pensamiento, es decir, la cultura.
En cada generación se dice que los jóvenes no leen, no estudian, no piensan, no tienen gusto y no sirven para nada, que el mundo no pasa de la presente juventud, la peor de la historia desde la invención del fuego hasta la Macintosh G3 y la Pentium III ó la que acaba de salir esta mañana. No sé en verdad cómo la humanidad ha sobrevivido a cada nueva generación, que más bien, según eso, debiera llamarse degeneración. Supongo que mis padres habrán dicho eso de la mía y mis abuelos lo mismo de la de mis padres. La primera generación perdida debe haber ocurrido inmediatamente después de la aparición primer homo sapiens. Claro, no fue así, homo sapiens apareció gradualmente, pero si no fuera necesario hacer esta aclaración para la gente tonta, sería rico imaginar el primer conflicto generacional entre hachas de sílex y dominio del fuego. Seguramente la primera generación que controló la candela fue tildada de perdida precisamente por eso. Y no te digo de estos jóvenes de ahora que son tan estúpidos que andan jugando con ruedas en lugar de dedicarse a cosas serias. Y dígame usted, doñita, estos mozuelos que usan ahora arcos y flechas para cazar, en vez de hacerlo a palos como hacíamos los hombres de verdad, los de antes. Es que la juventud está perdida. Y otras idioteces por el estilo. Aunque no debiéramos quejarnos tanto, tal vez el vituperio de los jóvenes está inscrito los genes de homo sapiens, quien como dice Edgar Morin, no solo es sapiens sino también demens e hystericus.
En fin, la presente no es la primera generación acusada de boba. Pero veamos más de cerca en qué consiste esa bobería. En primer lugar se dice que la juventud no sabe hablar. Claro, uno oye a un chamo de 15 años y lo compara con Alexis Márquez y piensa que ese chamo es un estúpido porque no usa las oraciones subordinadas del modo impecable en que lo hace Alexis. No hacen las citas cultas de Arturo Úslar Pietri, ni las digresiones de García Márquez. Y, claro, tampoco resuelven ecuaciones de segundo grado ni diseñan rascacielos. No saben. No tienen edad para saber esas cosas. Ya vendrán. Pero saben otras que causan envidia a los que les llevamos varias décadas. Manejar una computadora con la destreza que derrochan desde apenas dos años de edad no es menos mérito ni menos provecho que manejar un bisturí, un sextante o la prosa de Jorge Luis Borges, cosas que, por cierto, no todo el mundo maneja (yo, por ejemplo, no manejo ninguna).
Los jóvenes no leen, ese es otro cuento. Aparte de que tampoco son muchos los adultos que leen, los jóvenes sí leen. Ah, no leen la Crítica de la razón pura, ni La comedia humana, que tampoco es que las lee mucha gente. Y es eso precisamente sobre lo que quiero prosar estas líneas. Leer ha sido siempre ejercicio aferrado al medio en que es posible inscribir las letras. Piedra, bronce. Luego papiro, pergamino. Hoy papel, y más hoy todavía pantalla cibernética. Para no hablar de vallas, carteles, grafitti, tan viejos y tan nuevos. Me cuesta imaginar que antes del papel fuera posible exponer ideas largas. La Lógica de Aristóteles no podía transmitirse en un mural tallado a cincel, como sí se podía con el Código de Hamurabí. Era costoso, incómodo de leer, inapropiado. Eso fue posible cuando se adoptó el papiro. Entonces era posible discurbir sobre esas cosas en metros y metros de papiro enrollado. Ya entonces el medio era el mensaje.
Lo era además porque el rollo determinaba una detención casi secuestrada. Había que tener esclavos que te sacaran el rollo del jarrón donde usualmente se guardaba, lo montara en un bastidor y comenzaran a extenderlo a tu vista. Por esclavos que fueran no era práctico pedirles a cada rato que te buscaran otro rollo para verificar una cita. Podías hacerlo, pero la limitación práctica lo hacía poco recomendable. Podían importarte poco los esclavos, esas cosas que trabajan, mas era fastidioso desmontar el rollo, montar el otro, para verificar una cita escondida quién sabe en cuántas vuelta de manilla. Tenías que resignarte a leer y leer a aquel autor, porque después de tomarte tanta molestia no era como para tirar el libro así en una mesa de noche y no ocuparte más de él, como nos pasa ahora con un libro mal querido. Es algo parecido a la diferencia que hoy existe entre el casete y el disco. Para buscar una canción en un casete tienes que hacer avanzar y retroceder la cinta hasta encontrar el punto exacto. En un disco es más fácil. Por eso se nos hace fastidioso el casete, cuyo único mérito es que es grabable a bajo costo, mientras aparecen los grabadores de CD de bajo costo y tan fáciles de usar como el casete.
Ese modo de leer fue superado por el libro encuadernado tal como lo conocemos hoy. Era más fácil, no hacían falta esclavos, que podían ahora holgar u ocuparse de labores más interesantes. Uno tomaba un libro del estante y verificaba la cita. La lectura se hizo más saltarina, más interrumpida, más fragmentaria, más irresponsable, más frívola. Ya no era el acto solemne de sacar el rollo para que un lector leyera aquello en voz alta, ah, porque Platón leía en voz alta. San Agustín cuenta que el primer hombre que leyó sin mover los labios fue San Ambrosio de Milán y por eso fue de los primeros que leían solos. Así era de tonta la cosa. El libro encuadernado hizo posible leer sin ceremonia, fue un paso hacia la secularización de la letra. El siguiente paso fue la imprenta, que inundó al mundo de papel garabateado y entonces leer se hizo común y Alonso Quijano podía volverse loco creyéndose Don Quijote a fuer de leer tantos libros de caballería. Pero eso no acabó con la lectura solemne y de ideas largas. La gente siguió leyendo la Metafísica de Aristóteles, pero mejor, más barato más masivamente. Ver Los signos quietos.
Con el hipertexto tenemos un nuevo salto categorial. Leer es experiencia más saltarina. El libro de papel no compite con el libro electrónico. No se disputan el uso porque son cosas distintas. Algún día tendremos papel electrónico para podernos llevar la versión electrónica de Los hermanos Karamazov para la orilla de la piscina, pero mientras eso llega, es mejor llevárselos en la versión de papel que en una PowerBook o incluso en una Palm Pilot. En la computadora el libro tiene otra utilidad, la del hipertexto precisamente, para hacer búsquedas rápidas, para hacer consultas apuradas, más rápido que en el libro de papel y más aun que en el rollo de papiro.
Los jóvenes son expertos en esa lectura saltarina. Ese es el asunto. No suelen leer Los hermanos Karamazov, al menos en masa como hacíamos antes cuando no teníamos computadoras y, quién sabe, hacíamos de necesidad virtud, ganábamos a Dostoyevski, pero perdíamos lo que hoy ganan los párvulos. Ahora leen páginas Web, sin papeles, leen chats, leen emails, leen los mensajes de los juegos, leen mensajes de ICQ, leen mucho. Me refiero a los que tienen Internet, no a los que la penuria subdesarrollada (o desarrollada, porque all&aacude; también la gente pela) impide tener una computadora o a aquellos venezolanos a quienes la falta de una fortuna formidable impide pasar horas navegando, teniendo que pagar luego las tarifas telefónicas más altas del mundo.
¿Qué consecuencias tiene esta lectura saltarina, espasmódica, fragmentaria, molecular, enciclopedia, de diccionario, de directorio telefónico? No lo sé. Para mí es tan nueva que apenas comienzo a darme cuenta de lo que significa. Pero en mí es distinta que en los chamos, porque yo aprendí a discurrir por las ideas largas, las que se exponen en cientos de páginas y aún leo esas cosas, novelas, ensayos, tratados, manuales, crónicas. De modo que esta nueva lectura se enfrasca dentro de aquella vieja manera de leer. Si me meto en un chat dedicado a Shakespeare veo que los participantes hablan en inglés isabelino y sé que lo es porque he leído los libros en que está escrito Shakespeare en inglés isabelino. Pero los chamos tendrán que buscar los libros del Bardo para saber por qué en ese chat los tipos escriben un inglés tan raro. No todos los chats hablan en inglés isabelino y los más usan un lenguaje más extraño aún, lleno de alusiones insólitas, de signos nuevos, los llamados emoticones :-), ;-) y otros miles. Pero eso no es lo más importante en un chat, ni siquiera que los jóvenes tienen que desarrollar cierto nivel de buena ortografía en la medida en que leer cozaz mál ezcritaz puede cer imcomodo y zovre todo lento.
Lo más importante del chat es la capacidad taumatúrgica. Cierto que puedes entrar al chat con tu nombre y apellido y hasta dar tu número de identificación. Pero no solo no hace falta sino que la tentación de inventarse una máscara es incitante. Si nos las inventamos fuera de los chats y es raro quien no lo haga con frecuencia o siempre. Cuando voy a enamorar a una chica me ofrezco de un modo distinto a como me le ofrezco cuando estoy casado con ella. Lo mismo hace ella, claro, que favor con favor se paga. Parecido hacemos cuando vamos a una entrevista para conseguir empleo. Nos comportamos allí distinto a como hacemos cuando estamos en una fiesta entre amigos. Son máscaras, los sociólogos las llaman roles, y cada rol tiene su guión. Pero no podemos, salvo con mucha dificultad, travestir el sexo, la edad, la raza, la contextura. Las más de las veces es imposible. Con esta barba difícilmente alguien me crea mujer, y mucho menos que estoy bien buena. Pero en Internet puedo ser Rambo, quinceañera, budista, asesino a sueldo, monja, terrorista, chacotero, cobarde, putañero, fabricante de bombas atómicas. Y si me las arreglo para ser convincente la gente me lo cree, algunos hasta querrán creerlo. Se me diversifican las máscaras y la imaginación se pluraliza más allá del delirio.
La molecularización de la lectura se nutre de mil enlaces inesperados. Comienzo buscando en Yahoo! o en Auyantepui la palabra cohete y termino leyendo un ensayo sobre chupetas de chocolate de Chuao. También pasa con los libros, pero menos. Tenemos que ir a la biblioteca, internarnos en ella, buscar los libros o pedirlos, lo que se tarda a veces tanto como se tardaba el antiguo esclavo en localizar y traer el rollo de papiro. Ahora salto como un conejo de un lugar a otro del universo mundo y del universo de signos. Ya no me interesa en qué sitio del planeta está ubicada una página Web, basta que me interese. Uno se extravía en el laberinto y tiene dos opciones: se arma con el hilo de Ariadna para no perderse o se deja llevar por la perdición deliberadamente, en esa borrachera de signos, conceptos, imágenes y aparece la serendipity, esa capacidad de encontrar lo que no se te ha perdido, como cuando uno anda buscando una cosa y encuentra otra que tal vez era más interesante. Buscas aguja y encuentras paja, que es más útil, sobre todo si crías caballos. En Internet uno, como en la ranchera, se tira a la borrachera y a la perdición, pero sin peligro ni daño y sin pasar vergüenza. Cuántos descubrimientos se hicieron así, cuánto debe el conocimiento al azar e incluso al error, como dice un libro reciente de Umberto Eco, precisamente titulado Serendipity. A errores así debemos el descubrimiento de América, porque Cristóbal Colón pensaba que iba para Cipango o Catay, como entonces llamaban al Japón y la China. Nada menos que América, un continente, una humanidad, el lugar donde la humanidad se encontró con la humanidad. Por serendipity. Colón es el gran maestro de la serendipity.
Internet es multifocal, poliédrica, delirante, libérrima. En ella el conocimiento no tiene aduanas ni paga peajes. Cualquiera puede comunicar cualquier cosa a cualquiera. Es imposible resumir aquí las consecuencias de las mutaciones culturales que deberemos a Internet. Además para decírtelas tengo que esperar que yo las pronostique sin error o que aparezcan por ahí y yo las vea. O que otro más hábil las pronostique. Mientras tanto vamos a aprender de la joven generación, creo que tiene mucho que enseñarnos porque solo los que aprenden sin cesar pueden enseñar.
Las condiciones de la educación moderna determinan la prolongación de la dependencia económica y jerárquica de los infantes hasta la graduación universitaria o profesional en otros niveles no universitarios, el posgrado y cada vez más hasta el posdoctorado. La adolescencia es también un fenómeno posterior a la revolución industrial, cuando los muchachos comenzaron a retardar su ingreso al campo laboral en razón de la necesidad de una formación en conocimientos mínimos, alfabetización alfanumérica, nociones de historia, biología, etc., imprescindibles para la mayoría de las labores. Solo una porción pequeña de la economía moderna no exige ser alfabetizado y saber cómo se llena una planilla del Impuesto sobre la Renta o planificar un itinerario aéreo. Por esa razón una inmensa cantidad de gente en los países del Tercer Mundo está excluida del torrente principal de la vida económica. Son los que llamamos marginales, aunque sean mayoría. Marginales porque están al margen de la vida económica dominante. Se dedican entonces a la economía informal, al borde o de lleno dentro de la delincuencia. Antes de la revolución industrial no era necesario saber tanto. Un agricultor podía limitarse a unas cuantas habilidades recibidas de padres a hijos. No había que saber leer ni sacar cuentas complicadas. Hoy no. Por eso aparece el adolescente como nueva figura socioeconómica, sociocultural, sociopolítica en algunos casos, con sus propias áreas de intereses y de incumbencias, con su propia jerga, vestimenta y consumo cultural. No oyen la misma música ni leen los mismos signos. Curiosamente el período de la adolescencia coincide con la culminación de ciertos procesos biológicos. Aunque no es estrictamente cierto, pues la pubertad es un lapso cuya culminación podríamos hacer coincidir, a voluntad, con dos eventos: la facultad de reproducción o con el fin del crecimiento, que es un momento que no sé si los médicos tienen claro. En todo caso socialmente, que es lo que interesa para esto que vengo prosando, no está claro.
Si la formación necesaria para entrar al mercado laboral se extiende hasta el posdoctorado, algo que los conocimientos qee se requieren exigen a su vez cada día más, la adolescencia podría prolongarse hasta bordear los treinta años. Quién se hará cargo de financiar ese prolongado proceso es asunto que desborda el foco de este artículo y por eso lo dejo pendiente.
El niño y el adolescente se convirtieron en el «menor de edad», que en términos legales no vota, no contrata, no se casa ni trabaja sin permiso, etc. En términos de su desarrollo emocional se supone que no debe frecuentar experiencias escabrosas en lo que respecta a su vida sexual, por ejemplo. Hay películas que le están vedadas. Hay sitios que no debe frecuentar. Hay saberes que deben dársele ad usum delphini, aquellos datos que se daban al delfín de Francia, al futuro rey, para que no se impresionara mal con las durezas de la vida adulta. De modo que el jovenzuelo no debe saber crudamente las maldades de este mundo. Viven una vida de invernadero, protegida de la intemperie social.
No es cierto. Todo eso es desiderátum, wishful thinking. La realidad es otra, contraria. Los jóvenes consumen las formas más crudas de la producción cultural. Ya hemos hablado de Ren & Stimpy, pero no de los grupos de rock, Marilyn Manson, Rammstein, Nine Inch Nails, KMFDM, que expresan con toda aspereza las manifestaciones más brutales, que ni William Blake ni el Marqués de Sade osaron declarar. Las imágenes que desfilan en sus video clips, y las letras de sus canciones son como para escandalizar al poeta más maldito. Rimbaud es Walt Disney en comparación. Los chamos se ríen de Las flores del mal, que prohibieron a Baudelaire en su entonces. El amante de Lady Chatterley no puede ser más ingenua novela comparada con los consumos habituales de muchos jóvenes. Un millon y medio de niños trabajan en Venezuela (El Nacional, domingo 30 de mayo de 1999). Los menores hacen la guerra en Centroamérica, en el Medio Oriente, en cualquier parte. Los sicarios colombianos son en su mayoría adolescentes muy bien entrenados y, como se sabe, altamente competentes en su menester. En Caracas deambulan niños traficando drogas, porque es más seguro para las bandas de mercaderes de sustancias tan prohibidas como habituales en ciertos medios. Últimamente, en los Estados Unidos, masacran a sus compañeros y a sus maestros en las escuelas. No multiplico los ejemplos para no ponerme demasiado fastidioso. Pero asómate a la ventana no más de cinco minutos y verás más de uno.
Con todo y eso los jóvenes no tienen acceso a las grandes tomas de decisiones. No dirigen el Banco Central, pero participan en la producción y conforman un mercado inmenso que consume discos, cine, ropas que les son propios. No son generales, pero empuñan fusiles. No son rectores, pero estudian. No son presidentes de repúblicas, pero integran grupos insurreccionales o apoyan gobiernos. No son obispos, pero integran grupos de catequesis. No dirigen canales de televisión, pero actúan en programas, ven esos programas, tocan en bandas de rock, componen canciones y plenan los conciertos..
¿Va a ser siempre así? No siempre lo fue. La Guerra de Independencia de Venezuela la dirigían chamos. Sucre entró al ejército a los 15 años y dirigió la Batalla de Ayacucho a los 29. La de Pichincha, que liberó al Ecuador, la libró a los 27. Cuando se declaró la Independencia de Venezuela tenía 18. Eran unos chamos. Eran otros tiempos, no había revolución industrial, no hacía falta esperar tanto, no se tenía que postergar el ingreso al torrente de la vida. Hubo santos niños. Hubo héroes niños. Hubo poetas niños. Y no todos eran prodigios como Mozart. Era normal. Las cosas cambiaron.
Pero en eso llegó Internet. Y antes de ella la computación. Es lugar común la evidencia de que los niños manejan las computadoras con más familiaridad que los adultos. Es más, mientras mayor es el usuario más crecida es su perplejidad ante el monitor. La cosa comienza con los videojuegos, que familiarizan y quitan el miedo al medio. Luego viene la pericia que puede y suele llegar a maestría. La mayoría de los hackers son muy jóvenes. La idea de controlar a Internet para los infantes es ingenua porque es inviable. Los jovencitos saben cómo reventar las protecciones o saben dónde se averigua ese conocimiento. No solo no es posible, sino que más bien son ellos quienes van a controlarla y ya la controlan en gran medida. Crean y administran sus propias páginas web, «hackean» páginas, crean y difunden virus, controlan máquinas ajenas, saben cómo violar el correo electrónico de cualquiera. Enseñan a padres y maestros el uso de las computadoras. Se invierte la relación, antes eran los adultos quienes enseñaban, ahora son los mayores quienes aprenden de los menores, quienes con mayor o menor paciencia se sientan a instruir a su mamá o a su papá o a sus tíos en el manejo de un nuevo programa o cómo destrabar una computadora testaruda. Se entienden con ella y con los equipos y recursos como el agua en el agua.
Se dice que estamos en la Era de la Información, pero, que yo sepa, no se reflexiona demasiado sobre sus consecuencias en este aspecto específico. A medida que aumenta la importancia estratégica de la información y que esta circule cada vez más por los medios electrónicos, aumentará el poder de hecho que los críos van a tener sobre su administración y hasta su creación. Es sorprendente cómo un niño puede madurar en situaciones extremas. Un jovencito que vende drogas en una calle de Latinoamérica no es menos maduro que un jefe de banda. Tal vez tenga menos experiencia, pero no menos madurez. Asimismo un jovencito puede manejarse con sorprendente comodidad en el control de recursos informativos, mayor en muchos casos que sus mayores. Tal vez no sea físico nuclear o experimentado traductor de lenguas clásicas, pero puede aprender a navegar en esos océanos con gran holgura.
El poder lo tiene quien controla los recursos estratégicos de una sociedad en un momento dado. Sean económicos, militares, ideológicos o una combinación de todos ellos. A medida que los pivotes troncales de la vida social estén en manos de los recursos electrónicos (información, comercio, producción, política, acciones militares), el poder se concentrará en quienes los controlen. ¿Estamos ante la perspectiva, en las próximas décadas, de una efebocracia, es decir, un gobierno de jóvenes?
La idea no luce descabellada, me parece. En este momento los jóvenes siguen tutelados y por eso mismo tienden a ser remisos y a veces abiertamente rebeldes. De allí sus travesuras y hasta cosas peores en sus acciones en las redes. Pero a medida que vayan sintiendo el ejercicio del poder en sus dedos (es un poder digital en más de un sentido) no cabe extrañarse de que desarrollen la responsabilidad que el ejercicio del poder exige.
Una vez más no me atrevo a predecir el futuro, pero recapitulando el razonamiento que me ha llevado hasta aquí, no puedo eludir la conclusión: que en el futuro todo el poder, o gran parte de él, estará en manos de los niños.
Cuánto sabe Internet
Alguna universidad de los Estados Unidos exige a sus alumnos que en sus trabajos pongan referencias «de papel», es decir, libros y revistas de papel, a fin de evitar que pongan solo URLs, es decir, direcciones de Internet. Los papers de los estudiantes se han llenado de paths de UNIX.
Pero, ¿es eso realmente un problema? Ciertamente descuidar toda fuente de información que no sea Internet suena a error. Suena a exceso. Pero en este caso estamos ante una situación similar a la que seguramente enfrentaron quienes usaron los primeros libros impresos: dejaron atrás los manuscritos como antigualla inoperante, costosa de reproducir, de trasladar, de almacenar. El único derecho a la vida de un manuscrito era su belleza, si la tenía. Pudiera pasar así con el libro de papel, hasta arribar a un mundo solo digital, como lo sueña y prefigura Nicholas Negroponte. El estudiante encuentra más expedita la referencia a Internet, menos engorrosa que acudir a una biblioteca, perquirir en el fichero, esperar a que aparezca el libro, que quien lo tiene ocupado lo devuelva, o que se lo busquen en otra biblioteca, luego rastrear el dato y la cita en las páginas del libro, copiar las palabras mediante el teclado o a través de un escáner; finalmente acudir al edificio a devolver el fajo de papeles encuadernados que llamamos libro (ver Los signos quietos ). En cambio la información obtenida mediante Internet está a la mano do quiera que haya una computadora en red, se rastrea el texto con facilidad electrónica, se selecciona la cita, se copia, se pega en el texto del trabajo, se calca el URL para la bibliografía y listo. Es tal vez demasiado fácil para un sistema como el pedagógico que complica lo simple y simplifica lo complejo (ver Internet maleducada).
Sin embargo, alegan las autoridades, la información obtenida por Internet no es confiable, hay mucha barredura, mucha piratería, mucha superficie. Como en todas partes, claro. Pero tal vez en Internet, que no es selectiva, que excluye la exclusión, que prohíbe prohibir, se presenta un problema que no existía antes. Cuando uno acudía a un médico tenía constancia de que estaba graduado y posgraduado en ciertas universidades reconocidas. Así constaba en el diploma pegado en la pared. Lo mismo con arquitectos, ingenieros y biólogos. No exigía uno tanto de un Licenciado en Letras o de un filósofo, porque esos no demuestran su competencia dando a ver papelitos sino nada más actuando. Ningún rector garantiza poesía. Pero de todos modos un diploma siempre daba cierto aval. Hoy han proliferado todas las formas de consulta profesional por Internet y uno no siempre tiene la competencia para discernir entre quienes saben y los charlatanes. Y aun teniéndola no siempre es obvio. Se ha dicho que la inteligencia artificial ocurre cuando uno no puede advertir si la máquina con la que se comunica es un humano o es una computadora perspicaz (ver La inteligencia artificial es más artificial que inteligente). Los gramáticos cartesianos decían que el modo de distinguir entre un autómata y un humano es la capacidad de lenguaje. Pero en este caso ¿cómo saber que alguien es competente para curarme la vesícula o para darme estadísticas de criminalidad en Guatemala entre 1934 y 1950?
Ciertamente uno debe referirse solo a páginas de instituciones y personalidades reconocidas, siempre que eso sea confiable, que no siempre lo es. Pero al menos hay la probabilidad bien estadística de que sí. También queda intentar verificar la información en un sitio alternativo de Internet, indagar en listas de usuarios (Usenet) o de correo electrónico, acudir a expertos, de viva voz o por correo electrónico, etc., señalar esos abrigos intelectuales en el trabajo, etc.
.&iquesd;Cuándo llegarán a tener ese problema por cierto las universidades venezolanas? ¿Cuándo habrá abundancia suficiente de computadoras en red como para tener que enfrentar a los alumnos que solo dan URLs como referencias en sus trabajos?
Decía Gregory Bateson que «la información es la diferencia que hace la diferencia». Cuando sabemos algo lo distinguimos de otro algo. Uno aprende a distinguir, son las «ideas claras y distintas» de René Descartes. En Internet, sin embargo, todo es diferencia y todo igualdad. Basta hacer una indagación en cualquier motor de búsqueda para que emerjan cientos, miles de páginas con más o menos la misma información. Con pequeños matices en la mayoría de los casos. A veces algo, cada cien documentos, resalta, pero hay que tener paciencia y una chequera generosa para pagar el tiempo de conexión. Se ha dicho profusamente de Internet:
la cantidad de información abruma,
su baja calidad es tumultuaria y fatigosa,
es necesario refinar las búsquedas,
hay que tener suerte para encontrar información valiosa,
mientras más información tenemos menos información queremos (Eco).
No es tan difícil y, sin embargo, encuentras siempre menos y más de lo que buscas. Menos porque con frecuencia sorprende la escasez de información sobre ciertos temas. Y más porque a veces encuentras lo que no se te ha perdido, es decir, información mejor que la que buscabas. E información pertinente que no sabías que existía.
¿Cómo discernir esas cosas? Antes de Internet recurrías a dos expertos básicos: el librero y el bibliotecario, aparte de los especialistas en la materia. El librero te orientaba sobre las publicaciones vigentes, es decir, los libros y revistas no agotados, que había disponibles en los estantes o que se podían encargar. El bibliotecario conocía como nadie el catálogo y también los libros que podían servirnos, aunque la información que los representaba en el catálogo no declarase que podía servirnos. Tal vez queremos saber sobre la esperanza cierta cosa que está en un libro que habla de la siembra del coco. Eran los baquianos. Pero hoy ese librero y ese bibliotecario están condenados a ser más sabios, más ágiles, más juveniles y al mismo tiempo más reflexivos. Debiera haber, tal vez ya hay desde esta mañana, servicios que desbrocen previamente las fuentes de información para tenernos al tanto de lo que vale y lo que no en Internet. Sería inestimable que algún médico nos atendiese por Internet para decirnos qué páginas visitar entre las miles que mientan nuestra enfermedad. Las Ariadnas de Internet deben tener hilos más largos que la que guió a Teseo en el Laberinto de Creta. Otra tejedora, Aracne, desafió a su amiga Atenea en un torneo de tejido. La chica derrotó a la diosa, con lo que perpetró uno de los tres pecados capitales áticos: querer igualarse con un dios. La deidad, con lágrimas en los ojos, dice la historia, la tuvo que castigar porque así era de legalista la justicia divina que ni los dioses infringían las leyes que los mortales burlamos cada minuto. Y así convirtió a Aracne en araña, que desde entonces teje sus telas en los rincones. Nuestra Ariadna-Aracne de fin de milenio no solo debe tener hilos más largos, sino más complejos, es decir, telas de araña, que es propiamente la traducción del World Wide Web, ‘la telaraña mundial’.
He comparado la Red de redes, Internet, con la Biblioteca de Babel de Jorge Luis Borges (ver La Enciclopedia de Babel). Pero debo refinar la metáfora: la Biblioteca de Babel es ininteligible, pues estando en ella todos los textos posibles en todos los lenguajes posibles, la cantidad de libros es tan extenuante que la probabilidad de hallar uno legible «es computable en cero», según palabras de Borges. En cambio en Internet todo texto tiene una legión de intérpretes. Más bien estamos en el caso contrario: en lugar de tener pocas probabilidades de tropezarte con un libro descifrable arrostras anaqueles y bibliotecas enteras de libros inteligibles. Entiendes demasiados y demasiado. Y terminas como dice Umberto Eco: mientras más información tienes menos información quieres. Ver La Biblioeca Total de Borges en lenti.med.umn.edu/~ernesto/Borges/LaBibliotecaTotal.htm.
La memoria humana es diferente a la de la computadora. No es posible comparar la capacidad de un disco duro con la del cerebro. Ni operan del mismo modo. Buscas una información en tu disco duro y si tiene forma de texto bastará escribir una cadena para que la máquina te halle los documentos que la contienen. Mucho más de lo que tu cerebro hace cuando cierta frase «te suena» y atinas —o no — con el documento que la entraña. Pero la miseria de la información digital se expone cuando tratas de buscar imágenes o sonidos. Si no tienen una metadescripción textual, la máquina no puede hacer nada. «Foto del picnic en la montaña», «Primeros gorgoritos del bebé». Con esas metadescripciones cualquier máquina te ayuda. Pero qué hacer cuando la metadescripción no es suficiente, cuando en el picnic había un girasol y andas buscando girasoles. La máquina no sabe de girasoles, no los reconoce a la vista, hay que nombrárselos. Su lucidez es ciega. No entienden lo que ven ni lo que oyen. Para eso estamos nosotros, que podemos reconocer rostros, sonidos y bailarlos si tienen compás que cogerles. Las máquinas no bailan.
Tu memoria trabaja por analogías, mientras la de tu computadora es digital, racional, numérica, discreta. Nuestro pensamiento, hasta donde se ha entendido, opera por retratos hablados, por patrones difusos que el cerebro organiza de un modo tan complejo que ni todas las computadoras de la Tierra trabajando en tándem podrían describir el proceso que te permite recordar tu primer beso. Estás en una fiesta, oyes cien voces simultáneas, pero solo atiendes la de la persona que tienes enfrente. Alguien detrás de ti profiere tu nombre y tu cerebro, que tiene un modo de rastrear permanentemente lo que oye y no escucha, desengancha la atención que prestabas al interlocutor, y oteas la voz que te pronunció. Por eso la mamá duerme entre varios ruidos y solo la despierta el llanto de su bebé.
La interfaz ideal ha sido descrita como el espejito mágico de la madrastra de Blanca Nieves. Prefiero la bola de cristal porque te tiene informaciones más variadas e importantes que saber quién es la más bonita, que todos sabemos ya que es Irene Sáez. La bola de cristal en cambio me dice todo, aparte de quién es la más sensual, que todos sabemos que es Rudy Rodríguez, porque las bolas de cristal lo saben todo, incluyendo cosas tan subjetivas como la belleza o la sensualidad. Pero Internet es como Funes el Memorioso, de nuevo cito a Borges, que todo lo recordaba, cada latido de su corazón, cada forma caprichosa de las nubes de cierto día de marzo de 1931. Pero Internet es un Funes demente, que recuerda al capricho las memorias más triviales. Quieres saber de zapatos y te informa desde cómo se hacen hasta los tacones de Marilyn Manson y cierto grupo de rock venezolano que se llama Zapato 3. Tienes que refinar, excluir a Marilyn Manson, a Zapato 3, escribir en AltaVista algo así como «+shoec-marilin-manson-zapato-3» (el signo menos excluye la cadena que le sigue; las mayúsculas no hacen falta). Pero si refinas demasiado echas por la borda tal vez la aguja del pajar, tiras el agua del baño con el niño dentro. Las computadoras nunca se equivocan, porque no hacen inferencias y no conocen la duda. Ven una palabra mal escrita y no saben qué palabra es, porque no coincide con la lista que se les suministró. Puede que sí, pero porque se le instruyó que funcionara por teoría de probabilidades, por eso los verificadores de ortografía (los spelling checkers) pueden sugerir alternativas a una palabra mal escrita. El cerebro la reconoce aun mal escrita y a veces la completa por Gestalt y no se da cuenta siquiera de que estaba mal escrita. Por eso los correctores de pruebas no leen, sino que más bien deletrean. La computadora encuentra la palabra tundra donde el sentido que da el contexto dice que debiera ser tunda, pero no la corrige porque ambas están en su diccionario. El corrector de pruebas humano sabe que a nadie le dan una tundra, sino una tunda. Y si le dan una tundra, sabe que es en condiciones excéntricas, como en alguna extraña herencia, ponle, o en expresiones como «darle a alguien a ver una tundra». Al cerebro lo ayuda el sentido de las palabras, mientras la máquina solo tiene las cadenas de caracteres, que para ella en realidad son números. El sentido no es digital, es analógico. Opera buscando patrones difusos y cada palabra es un prisma que enfoca un área difusa de la realidad, por eso es posible encontrar la inesperada vinculación de sentido que virtualmente encerraban palabras como jabón, lucha, delfín, salto, y que actualizan estos versos de Federico García Lorca:
¿Qué hacer? ¿Esperar que las máquinas se vuelvan inteligentes algún día con su noche? No es mala expectativa, pero por el momento, que tal vez será duradero, como quedó dicho, debiéramos comenzar por dotar de Internet a todos nuestros estudiantes, desde el preescolar hasta el posdoctorado. Solo entonces tendrá sentido averiguar cuánto sabe Internet.
Internet maleducada
Educación y obediencia
Los maestros son mandones. Hace años Chumy Chúmez hizo una caricatura en que un escolar decía a otro: «Creo que estoy estudiando para obediente». No digo novedad con esto. También, y por los mismos motivos, son autoritarios los cuarteles, los hospitales, las empresas, las iglesias. Tal como existe, la sociedad toda tiende a ello. Foucault habla de eso por ahí. No pudieron contra tal ni los Beatles ni Mayo del ‘68. El asunto está, pues, pendiente.
La versión bonita dice que se debe a que el maestro sabe más, tiene más experiencia de la vida y una grave responsabilidad cuando le toca formar a críos inmaduros y arbolarios. La versión real es que la educación es autoritaria porque es el trasunto de una sociedad
imperial, pues se impone sobre vastos espacios geopolíticos que trata de emparejar, por cuanto es
uniforme, pues dicta contenidos y procedimientos talla única.
El alumno tiene un margen de maniobra prácticamente nulo en la medida en que lo que se considera «buena conducta» es precisamente la falta de conducta. La «verdad» emerge de los labios del docente solo porque él la pronuncia. Para el pedagogo dicción es veridicción. No hay verificación ante terceros, lo que en la ciencia se llama replicación de los experimentos, ni confrontación de fuentes. Magister dixit rezaba el adagio medieval: ‘El maestro dijo’ era suficiente para que algo fuese verdad. Y, claro, se trata de un dogma, como el de los textos sagrados. Lo que el maestro pronuncia ningún alumno ha de osar poner en duda, así las evidencias empíricas o las fuentes documentales desmantelen el aserto magistral. Lo importante no es el contenido sino el continente: lo cardinal no es el mensaje que se enseña sino la autoridad docente, que es apriorística e intransigente, amén de paranoica, como el gobierno.
El carácter despótico de la educación descuella en la «tarea para la casa». No basta la tortura del pupitre, hay que prolongarla en casa, donde debiera haber sosiego y reposición de tanto estrés. Es como si a uno le mandaran tareas en la oficina para hacerlas en la casa. El domingo, en lugar de ir a la playa. La escuela invade el horario de la cena, asalta el esparcimiento, irrumpe en el fin de semana, sienta sus reales en la hora del sueño, en ocasiones arrolla las vacaciones. Y ¿qué es lo que piden como tareas? Dibujar el mapa Venezuela sería al menos provechoso; el aparato digestivo también. La cosa es que mandan principalmente pruebas de obediencia, como tales inútiles e inconcebibles, con materiales remotos y enigmáticos. Un papel lustrillo que solo se halla en cierta papelería que queda en un rincón indescifrable de tu ciudad, únicamente quince días antes de la temporada de lluvias; o un alfiler que solo fabrican ciertas artesanas albinas, castas y enanas de Madagascar cada veinte años durante las fiestas de la fertilidad del fin de milenio. Los deberes tienen además el efecto perverso de provocar conflicto entre padres e hijos porque aquellos se vuelven gendarmes al servicio de la escuela para perseguir al crío en cualquier intersticio del hogar en donde este sensatamente se escurra para eludir el suplicio. Con lo que de paso el maestro endilga a otros parte de su trabajo. La tarea escolar es tan perversa que hasta el mismísimo Marqués de Sade la pasó por alto en sus nutridas y fatigosas descripciones de toda imaginación de torturas y trastadas.
Tan perverso es el sistema educativo que ha convertido en tortura una hermosura embriagante como las matemáticas y la literatura en un fastidio, algo que precisamente se inventó, entre otras cosas, para conjurar el aburrimiento. La imaginación del Divino Marqués no era tan viciosa como para concebir aberraciones tan repugnantes. Es una educación bárbara porque invalida el conocimiento, sacrificado a los pies de la autoridad. Es fascista.
Y en eso llegó Internet
La educación es radicalmente vertical así como Internet es radicalmente horizontal. En Internet nadie tiene autoridad a priori. Eres Premio Nobel, mas eso no basta como aval para lo que tu boca pronuncia. Nadie te cree nada por tu cara bonita, y tu Nobel es una recomendación que queda pendiente de verificación. Nadie sabe si eres negro, gordo, mujer, shintoísta o si crees en los platillos voladores. Cada palabra que dices ha de tener su propio respaldo porque nadie te mira desde abajo. Ni desde arriba, por cierto. Si escribes en la prensa de papel la gente tiende a considerarte distante, y a pensar que tu autoridad es descollante. Tal vez no sea cierto pero nadie te aborda, aparte de que es físicamente engorroso. Te encuentras a alguien en un pasillo y te dice «siempre leo tu columna» y no sabes si es realidad o fórmula de cortesía. En Internet la gente puede besponderte de inmediato y sabes cuándo y cuánto y si de verdad te leyeron, pues puedes tener un vivo intercambio con tus lectores.
Los alumnos de cierta escuela que participa en el llamado Jason Project, manejan un submarino en Australia desde una página Web. Estudian así la ecología del fondo marino. Pueden mover los periscopios para otear el paisaje abisal. ¿Qué cuento inepto les puede narrar su profesor de biología sobre los Mares del Sur si ellos seguramente saben más que él sobre tal? ¿Con qué autoridad se le viene encima un catedrático a un párvulo que puede ver las pirámides por Internet; asistir al nacimiento de un clon; ver una operación de corazón abierto en tiempo real; preguntar a un escritor si lo que el maestro dijo sobre su vida es verdad. No hay modo de seguir contando embustes sustentándose en la sola institución y del magister que dixit. Si Internet se sienta alguna vez en el pupitre la autoridad del maestro se limitará a la de un navegador con más experiencia y discernimiento, pero no como atributo a priori, sino como calidad que debe demostrar paso a paso. El maestro debe, además —¡qué buen negocio—, estar dispuesto a aprender él también. En ciertas escuelas escandinavas se resolvió el entrenamiento en cibernética invirtiendo la relación: los muchachos instruyen a los maestros. Qué bueno, ya no les enseñan MS-DOS o Logo, ese modo perverso que tiene la escuela de desbaratar la computación, así como arruinó las matemáticas y asoló la literatura.
Los jovenzuelos están mejor construidos para Internet y la computación. Tienen el cerebro despejado de atavismos y por tanto gozan de una ignorancia productiva. Un chico que tocó su primer videojuego cuando tenía año y medio y una niña que cogió su primer ratón cuando tenía tres no sienten ese temor pomposo del adulto ante el monitor incesante. Para ellos el hipertexto es tan trivial como una chupeta. Como para los adultos el teléfono, el radio, el automóvil y la televisión. Son altas tecnologías que gracias a un modo ingenioso de traducir sus funciones al uso corriente, lo que otros llaman interfaz, es posible ponerlos a tu alcance. Lo que hizo Steve Jobs cuando desarrolló la interfaz gráfica de la Macintosh, for the rest of us, como decía el lema, para los que no somos computistas. Desde ese momento el autoritarismo tenía el enemigo más poderoso desde la invención del anarquismo, que fracasó reiteradamente en todos sus intentos. Pero Internet es la primera institución anárquica exitosa de la historia y no sé cómo va a hacer la escuela tradicional con ese problema. Imagínate qué haría la academia con Internet. No cantes victoria, la perversidad escolar tiene un talento infinito para inventar barbaries. Estudiemos sus opciones.
Educación y anarquía
Entre las propiedades que tiene Internet está su capacidad de liberarte de tu cuerpo. En el resto del mundo, que otros llaman «real», respondes con tu sangre por tus opciones en la vida. Naces o te haces musulmán y todo el mundo te tiene por tal en tu panorama, en tu trabajo, en tu familia, en tu escuela. Si eres inconsecuente te coge un ayatola y ahí te quiero ver. Cualquier gobierno te puede poner preso por tus criterios políticos, te encierra con cuerpo y espíritu en una ergástula y ahí se acabó tu criterio hasta que escapes o te libere algún lance político. En Internet no. Puedes ser musulmán en una lista de correo electrónico y judío en otra y nadie, aparte de ti, espero, tiene por qué saber que eres la misma persona, porque no eres musulmán o judío con tu cuerpo, circuncisión incluida, sino con tu espíritu precisamente incorpóreo, perfectamente libre para la coherencia tanto como para la incoherencia, si te da por ahí. Puedes dudar entre dos luces o entre dos sombras, como decía Calderón el de la Barca. Nadie te obliga a pronunciamientos solemnes. No haces votos de castidad intelectual mediante la presencia de tu cuerpo, como ocurre en el resto del mundo, fuera de Internet, donde tu cuerpo garantiza tus fidelidades para que mediante él cualquiera castigue tus infidelidades. Cuando haces profesión de fe religiosa o política en el mundo «real» entregas tu cuerpo como rehén, para garantizar tu fidelidad y tu consistencia doctrinaria. En Internet no, haces una página Web contra tu gobierno y ni él ni el servidor donde se halla tu página tienen por qué saber que eres tú, ni dónde estás. No estás comprometido con esa página con tu hígado y tus muelas. Puedes poner otra página que defiende a tu gobierno y tampoco tiene nadie por qué enterarse. Es una esquizofrenia controlada, confío, de la cual hablo en Habeas Spiritum.
Eso tiene consecuencias para la educación. Te inscribes en una escuela, en una universidad, y tienes que estar allí con tu hígado, con tus pulmones, aburriéndote en un pupitre; pasan lista y tienes que decir «presente» con tu viva voz, porque si no, pues no te dejan permanecer inscrito y no obtienes diploma ni nada. En Internet puedes estar donde te dé la gana cuando te dé la gana, si te la da. Asistes a lo que te interesa mientras te interesa, si te interesa. Tu asistencia puede ser diferida y puede hasta pasar desapercibida, si así lo prefieres. Nadie te puede rastrear. Husmeas lo que quieres sin consecuencias indeseables.
El saber, además, adquiere una libertad sin fianzas. Nadie te chantajea con el diploma, porque nadie te conmina a obtenerlo. Es una opción libre porque nadie te la impone sin apelación, como cuando tus padres te enviaron al preescolar hasta que tuviste que seguir estudios de posgrado. Es asunto que solo te incumbe a ti y a nadie más, no estudias para nadie sino para ti. Es un estudio desalienado. Como lo que dices se sostiene por sí mismo (o no), nadie cuenta solo con tus títulos como verificación a priori. Floreces o te hundes con tus signos, ellos te valen, no tú a ellos. El saber se vuelve gratis tanto para quien lo produce como para quien lo recibe y reproduce.
¿Quién le teme a Internet?
Los maestros brutos, hay muchos (Ver Qué hacer con un profesor bruto). Y los gobiernos bbutos, todos. Navegar sin prohibiciones tiene de cabeza a los estados. El de los Estados Unidos intentó una Ley de Decencia en las Comunicaciones, usando como rehenes a los niños que se pasean por Internet (ver La infancia abandonada a Internet). No hubo modo. La Corte Suprema de los Estados Unidos declaró constitucionalmente indecente esa ley. Pero algo intentarán. Al Gore, el Vicepresidente de los Estados Unidos, se ha propuesto defender la privacidad de los individuos. Es hombre inteligente, pero también político, y por eso no sé si es sinceridad o astucia para intentar decomisar la libertad que Internet asegura. Tampoco sé, ya lo decía, si la escuela castrará a Internet. Ni cómo. Ese es el punto, que no me figuro cómo se podría tal cosa, pero si pudieron con la belleza y con la ciencia, quién sabe. La gente bruta tiene mucha imaginación.
El hiperfuturo del texto
El concepto de hipertexto es una redundancia. Basta decir texto para decirlo todo: del término latino textum viene tejido, es decir, ‘tramado’, ‘malla’, palabras que sirven para describir cualquier discurso. Cuando decimos algo lo trabamos con mil y un ideas. Dices algo tan trivial como «hace calor» i tu inderlocutor, para entenderte, tiene que tener un concepto de calor y de clima, que aprendió de otras palabras que escuchó desde niño.
No puedo leer un tratado de biología molecular sin haber leído antes un montón de textos. Por eso es necesario encadenar las palabras en frases en las cuales adquieren sentido. Abre una puerta donde están varias personas, di: «Nieve» y cierra la puerta. Pensarán que estás loca. Haz lo mismo, pero di: «La nieve es fría». Pensarán igual porque ¿a qué viene eso? La frase sigue sin sentido porque no está encadenada con otras. Hablas, pues, como los locos que, como dice Andrés Eloy, renuncian a la palabra que su boca pronuncia, los locos no saben hilvanar sus palabras con las de los demás, por eso no los entendemos. O el texto uno y único de la gente que se aposenta en un solo libro, como «el poeta malo imprescindible». Tienes que responder a una situación, a, precisamente, un con-texto, a un texto que vaya con lo que dices.
Por eso cuando hablas con un extraño partes de una situación común, el estado del tiempo, lo que está pasando en ese momento, etc. Luego vienen los detalles sobre lo que uno piensa de la vida, si eres árabe, si te gusta el arroz con pollo, si bailas salsa, si navegas por Internet asiduamente, si te entristece comer solo. Una vez establecido ese con-texto tus frases se van hilvanando y adquiriendo sentido. Hablar es poner las cosas en su sitio, coser, pespuntear tus palabras con otras, entablar vínculos, enlaces, links. Hipertexto. Por eso digo.
Hablar es instaurar enlaces enciclopédicos con otras palabras. G. Pinson lo ilustra así:
En retórica esto tiene un nombre, la metonimia: beber una copa, beber el vino contenido en una copa, tragar el líquido alcohólico proveniente de la fermentación de la uva en un recipiente de vidrio, hacer descender por el gaznate el fluido condensado y alcohólico proveniente de la transformación producida por una enzima del jugo del fruto de la vid en el utensilio hueco hecho de una materia quebradiza y transparente compuesta de silicatos alcalinos, etc., etc.
De modo que puedes enlazar el mundo enciclopédicamente a partir de una frase tan elemental como «beber una copa». Todo lo que dices puede ser trascendente según como se enlace con otras palabras. Cada mente es una hacienda que su dueño enriquece como puede, y aun si no quiere. Cuando no entendemos una frase es porque desconocemos los enlaces que tiene con las palabras que conocemos. Si eres abogada comprenderás el lenguaje especializado de las sentencias, si eres médico entenderás lo que dice el informe del radiólogo, si sabes de beisbol no será difícil explicarte lo que es un triple-play sin asistencia, es decir, tu mente está poblada de las palabras que hacen falta para interpretar las nuevas que se te digan, discurran sobre leyes, medicina o beisbol. Interpretar no es más que alinear en un contexto.
Por eso los libros se recomiendan unos a otros. Llegas a un libro a través de otro, y el libro al que llegas a su vez te conduce a otros. Los libros, arman, pues, una trama. Mientras más lees, más tupida es esa trama. Los libros son un hipertexto.
¿Por qué entonces nos sorprende ahora Internet con el hipertexto, si eso ha existido desde que el primer homo sapiens habló y le entendieron? Porque por primera vez es instantáneo y sin límitec. Antec un autor citaba a otro y para verificarlo había que ir a la biblioteca, encontrar el libro citado, hallar la página, el párrafo, la línea. Si el libro citaba veinte o doscientos autores, había que hacer aquella verificación veinte o doscientas veces. Seguramente en varias bibliotecas. Inevitablemente había libros inaccesibles cuya cita no podías verificar. Y también había libros que el autor no pudo citar porque no estaban a su alcance. También había otras cosas que hacer que andar recorriendo anaqueles para verificar que un autor había hecho sus citas honestamente y recuerda que la pereza es un derecho.
En Internet tienes acceso a todo. Si no lo encuentras no es porque está lejos o difícil de acceder, sino porque no sabes dónde está o ignoras simplemente que existe. Y, además, no citas, estrictamente hablando. Más bien vinculas. Dices que alguien dijo algo y haces un hipervínculo en tu página Web. El lector va directamente al sitio Web que se cita. Al instante, sin límites geográficos, de tiempo, de costo. Simplemente pones tu «http» en lo que escribes y listo. Así es Internet. Verificas la cita en el acto mismo de leerla. Y es trivial, no tienes que abandonar tus pantuflas para dirigirte a una biblioteca de funcionarios de semblante adusto. Basta pulsar el botón del ratón. Las citas de papel son verticales mientras las de Internet son horizontales.
Esta forma moderna de hipervínculo tiene, me parece, varias consecuencias:
La expansión implosiva de las ideas
Citar en Internet es abolir el espacio. Citas al húngaro, al australiano, al sabio de tu parroquia, no te importa ni la distancia geográfica ni tal vez la cultural. No importan esas distancias porque no las hay o cada vez son menores, como las culturales, como las ideológicas. Te importa más si estás de acuerdo con una idea que si quien la dice es musulmán, albañil o gordo, porque esas cosas no son verificables por Internet. Se miente mucho en Internet sobre la propia identidad. ¿Quién entra en un chat con su verdadero nombre y características personales? ¿Tú? En ese caso lo único que tienes son las palabras del interlocutor, quienquiera que sea, y si esas palabras dicen verdad o no. Fuera de Internet tendemos a juzgar la veracidad de una afirmación según quien la emite. Si es de tu partido, hincha de tu equipo deportivo favorito, paisano tuyo, si estudió en tu misma escuela. No es que no pase así en Internet, sino que allí es más débil esa manera de juzgar porque nadie puede confiar en la identidad de nadie. Se tiende a juzgar las ideas por sí mismas, no por los prejuicios que las rodean. En Internet, como dice la caricatura aquí al lado, nadie sabe que eres un perro, si eso eres. Ni gordo, ni árabe, ni rubio, porque solo se ve tu mente.
Las ideas se medievalizan. En la Edad Media nadie reclamaba ser autor de una idea ni de una obra. Al mismo tiempo todos podían usar las creaciones ajenas sin pagar derechos de autor, ni temor al plagio. En Internet circulan ideas que nadie sabe quién creó ni importa mucho saberlo. Chistes aue proliferan en el correo electrónico, algunos muy buenos, que nadie sabe quién creó y poco importa. Son como los chistes fuera de Internet, nadie sabe quién los crea. Apenas uno sabe aproximadamente en qué época aparecen, pero siempre me he preguntado quién los inventa, aunque parte de su gracia consiste en esa ilusión de cosa increada, de cosa natural que existe porque sí, como el mundo. Tal ocurre con muchas cosas en Internet. Hay una página con una información que te interesa, una foto que te gusta, una canción que te hace bailar, y puedes copiártelas y hasta retransmitirlas, aun siendo ilegal, porque las leyes off-line se han hecho incumplibles en Internet y obligarán a promulgar leyes on-line, es decir, que se hayan percatado de que Internet existe (ver La tortura del copyright).
Siendo anónimas y estando en la vía pública sin limitaciones materiales, las ideas son más fácilmente accesibles y puedes recorrerlas con más comodidad y llegar a muchas más que antes. Puedes confrontar más puntos de vista. Fuera de Internet lees generalmente un solo periódico, pues no tienes ni el dinero para comprar ni el tiempo para leer veinte diarios todos los días, aparte de que solo puedes leer los locales, porque los de Austrialia tal vez estén al otro lado del mundo. Entonces confías y te confinas a la versión que él te da del mundo. En Internet, en cambio, atiendes más a las noticias que al medio que las transmite. Buscas nuevas sobre la integración económica europea en comparación con la latinoamericana, y no tienes que conformarte solo con lo que dice El País de Madrid o El Tiempo de Bogotá. Puede haber noticias sobre eso en muchos medios, a veces los más insospechados. Consultas tantos medios como tengas tiempo de examinar, así estén en Australia. Gratis. Enriqueces así tu visión con los enfoques más plurales y no te aíslas en un solo punto de vista. Es así como desaparecen las fronteras, tanto geográficas como intelectuales. Es así como se debilitan los sistemas totalitarios.
El metalenguaje del metalenguaje
El hipertexto, ya lo dijimos, es una aceleración de algo que ya existía en los textos de toda la vida, hasta en la plática cotidiana, cuando declaras: «Como ya te dije», «Como dice Fulano», etc. Un hipertexto, versión Internet, comprime la diferencia entre el lenguaje y el metalenguaje. Este es lo que se dice sobre el lenguaje, lo que es ya una paradoja, pero esa es otra historia —larga. Una operación metalingüística típica es, por ejemplo, la gramática, que es un lenguaje que habla del lenguaje. También lo es el titular del periódico, que habla del texto que viene: «Subió la Bolsa de Tokio» dice que el texto que sigue desarrolla ese tema. El hipertexto es una operación metalingüística de esta naturaleza, pero en él los textos son metalenguaje unos de otros. Fue así siempre, pero ahora los reenvíos son más nutridos, más veloces, más intensos.
La lógica corta de Internet
La posibilidad de remitir a otros textos instantáneamente puede producir otro sistema de razonamiento que se superpondría —espero que no lo sustituya, al menos totalmente— al sistema de razonamiento extenso. En este uno se sumerge en la Física de Aristóteles o en las Meditationes de prima philosophia de Descartes y acompaña al autor en una secuencia prolongada de proposiciones lógicas o en una narración —una novela, por ejemplo—, que es también un sistema de proposiciones lógicas, como ha revelado el análisis estructural. El sistema hipertexteal que propone Internet es más saltarín, menos prolongado en cuanto a que se puede precisamente saltar de un escenario intelectual a otro.
Ideas que se ven
Puede, además, incluir sonidos, imágenes fijas y animadas, lo que se llama multimedia, que nos pone a los contemporáneos ante un desafío creativo similar, o tal vez mayor, a los que aparecieron con otros medios, el lenguaje mismo, por supuesto, pero también alfabeto, poesía, teatro, imprenta, cine, teléfono, radio, televisión. Todos esos medios pertenecen a la prehistoria de las comunicaciones porque estaban aislados entre sí y no se aprovechaban unos a otros, como se lo permite y hasta impone Internet.
La posibilidad de ilustrar el texto verbal con recursos visuales y sonoros puede enriquecer muchísimo la experiencia comunicativa, cuyas consecuencias, a su vez, no sé cómo predecir.
El pensador francés Pierre Lévyha llamado ‘inteligencia colectiva’ la posibilidad de que una cantidad infinita de mentes colaboren en un solo cometido intelectual, que no tiene por qué ser único, es decir, no tiene que partir de un único sistema de premisas (l’Intelligence collective, París: La Découverte, 1997 —ver cita de Lévy sobre el hipertexto). La inteligencia colectiva —son muchas las cosas que se pueden decir sobre ella— no implica sino que más bien excluye el dogmatismo. Se suspende de ese cometido toda determinación territorial (nacionalidad, por ejemplo), de edad, de sexo, etc., sino que la mente copula libremente con otra mente y engendra nuevas ideas. El intercambio entre mentes tampoco es nuevo, pero ahora se encuentra con un contexto que no se había manifestado de ese modo nunca antes. La total extraterritorialidad, la suspensión del cuerpo como determinación fatal, la prisión en una individualidad, etc.
Tal vez es demasiado prematuro hacer especulaciones sobre las consecuencias de esto, al menos para mí, pero puedo avanzar, tímidamente, algunas ideas. La posibilidad de movernos horizontalmente entre una diversidad prácticamente infinita de escenarios intelectuales puede tener varios efectos: uno de ellos es debilitar, y quizás anular, espero, el dogmatismo y el totalitarismo que le es correlativo, también lo dijimos. Sumergirnos en un libro extenso es muy interesante, porque absorbemos sistemas intelectuales que pueden ser muy valiosos. Pero también puede conducir a sumergirnos en un sistema ideológico que no tolere la divergencia, la diferencia. De eso hemos tenido ejemplos aterradores en este siglo, que van desde la intolerancia religiosa hasta el fanatismo político, sin contar los genocidios. El hipertexto nos pone frente a la posibilidad de confrontar en un solo movimiento diversos sistemas de pensamiento y juzgarlos por lo que son, sin que nadie nos coaccione a ello, por totalitario que sea el país donde vives.
Vamos a celebrarlo navegando...
Rip van Winkle hoy
¿Qué tecnologías actuales eran desconocidas para un Rip van Winkle de la década de 1950? Hagamos el ejercicio, enumerémoslas apartando aquellas que solo mejoraron superficialmente, como el automóvil y los enseres domésticos (pasaré por alto los cambios etológicos, desde los Beatles hasta la minifalda, pasando por la literatura latinoamericana, la caída —tal vez no por mucho tiempo— del comunismo soviético y sus empresas filiales y la insumisión de los oprimidos (mujeres, minorías étnicas, jóvenes). Tales aspectos no forman parte de este trabajo porque no han sido provocados ni por Internet ni por sus desarrollos afines):
Anticonceptivos mejorados.
Artes gráficas: profusión y calidad del color.
Asistentes personales digitales (Palm Pilot o la Newton, fallecida y por resucitar).
Avión a chorro.
Calculadora electrónica.
Casetes de audio.
Celdas solares para generar electricidad.
Computadora personal y portátil —las mainframe ya existían.
Cinta digital de audio (DAT —digital audio tape).
Disco compacto digital para música (CD) e información (CD-ROM). Y su descendiente: el DVD.
Fibra óptica.
Fotocomposición y diseño gráfico electrónicos.
Fotocopiadora electrostática tipo Xerox.
Fotografía y pintura digitales.
Ingeniería genética.
Láser.
Naves espaciales.
Pantallas de cristal líquido.
Reloj digital.
Robótica.
Satélites artificiales, incluyendo el geoestacionario de comunicaciones.
Telefonía celular, contestadora telefónica y discado directo para larga distancia.
Televisión en colores.
Video-tape profesional, también llamado magnetoscopio, y videograbador y cámara caseros.
Las demás tecnologías son las mismas que Rip conoció antes de dormirse —salvo refinamientos y miramientos, casi siempre debidos a la electrónica:
Agricultura.
Albañilería.
Alfarería.
Ascensores.
Automóviles.
Carpintería.
Cine.
Comidas sintéticas.
Conocimientos y técnicas médicos.
Electricidad.
Electrodomésticos.
Escritura e imprenta.
Máquinas de escribir eléctricas.
Metalurgia.
Paños de vestir sintéticos.
Papelería.
Plásticos y otros materiales sintéticos.
Producción en serie.
Radiodifusión.
Sastrería y confección.
Salvo técnicas como los anticonceptivos, el color gráfico, el avión a chorro y algunas terapias, casi todo lo demás es función de la electrónica —y aun ellos mismos están influidos por esa tecnología. En cuanto a otros desarrollos: la ingeniería genética es aún proyecto esperanzador y aterrador. La energía nuclear es básicamente la que comenzó en Hiroshima y se fue haciendo más mortífera y a ratos pacífica durante la década cincuentona de nuestro Rip hipotético. Los progresos de las tecnologías no electrónicas son como los del telescopio de Galileo: sigue siendo el mismo, pero con refinamientos ópticos y mecánicos.
De los cuadro desarrollos científicos de esta segunda mitad de siglo (cibernética, energía nuclear, anticonceptivos e ingeniería genética —sobre el déficit teórico-doctrinario-deontológico ante estos cuatro desarrollos tecnológicos preparo un libro, cf. La ciencia ha muerto, ¡vivan las humanidades!), la cibernética ha sido la de progreso más acelerado porque ha estado jalonada por los avances de la electrónica, esa inteligencia de la electricidad, que es energía, que es masa, que es materia —como el cerebro. El transistor, los estados sólidos, los microchips han disparado un crecimiento exponencial del ingenio electrónico hasta llegar a estas prótesis cerebrales, como las computadoras, que nos asombran primero y luego nos hacen reír al mirar su estado apenas diez años atrás, como nos harán reír en un lustro las que hoy nos extasían. Aunque debiéramos ser nosotros mismos los objetos de ese risoteo, debiéramos desternillarnos de nuestra ingenuidad, pero siempre y solo desde hoy, desde cualquier hoy, desde este hartazgo de asombro cotidiano en que hemos vivido a partir del momento en que Steve Jobs y Steve Wozniak armaron la primera computadora personal práctica, la Apple I, allá en su garaje legendario.
La computadora personal ha cambiado el trabajo y promete cambiar la civilización: ciencia, información, medios de comunicación, narrativa, literatura, artes, socialización, relaciones personales, vida sexual, comercio, industria, entretenimiento, ciudades, educación, imaginación, inteligencia —los medios y modos de todo. El primer paso fue la primera computadora personal Apple I, el segundo Internet. Lo demás será ritmo cotidiano enfebrecido.
La masificación de Internet
Tres tiempos
Las nuevas tecnologías pasan por tres momentos:
curiosidad de laboratorio,
encandilamiento entre unos pocos entusiastas, que tienen cómo financiarse un hobby generalmente carísimo, y
masificación creciente. Esta etapa se sella con la trivialización, cuando, como se ha dicho, la tecnología se vuelve invisible de puro habitual.
Así ha sido con automóvil teléfono, la televisión, el cine, los electrodomésticos, todo, desde el laboratorio a su actual ubicuidad. Tal vez la rueda, el fuego, el arco y la flecha pasaron por etapas similares.
Internet salió hace tiempo de los laboratorios de Arpanet y de los gabinetes académicos para entrar en la etapa de los entusiastas. Todavía la población internauta es exigua en relación con el censo mundial. Internet sigue siendo huroneo de devotos como tú y como yo. Aún tiene pendiente la etapa de masificación y trivialización.
Ya llegará, pues otra característica de las nuevas tecnologías es su carácter arrollador. Al principio hay desconfianzas e incomprensiones, del tren se decía, por ejemplo, que, pasada la barrera de los 50 Kph, se congelaría la sangre de los pasajeros. Finalmente el público se acerca a las nuevas tecnologías con creciente familiaridad y hasta desparpajo. Las nuevas generaciones las funden con el paisaje y desde hace décadas nadie levanta la vista para ver un avión, desde que mi abuela Marcolina Zambrano salió disparada del río Uracoa cuando creyó que venía el Apocalipsis porque vio el avión de Lindbergh sobrevolando la sabana. Pero para esa familiaridad conceptual y práctica, es necesario que la nueva tecnología se abarate.
Ha ocurrido muy rápido con las computadoras. La Lisa, de Apple en 1983, precursora de la Macintosh, por ejemplo, costaba $ 10.000 y tenía una unidad de dickettes de 5» y 360 Kb (no tenía disco duro), una memoria ram de 1 Mb y un procesador Motorola 68000 de 8 MHz. En cambio las G3 de 1999, hasta el momento de escribir esto, tienen un disco duro de 9 Gb, RAM de 128 Mb y procesador Motorola G3 de 400 MHz. Cuestan $ 3.000. Parecido se puede decir de las basadas en procesadores Intel, es decir, las compatibles que corren —cuando lo logran— el sistema Windows, Linux, etc. Las computadoras ya no son un misterio como lo eran hace menos de un lustro. Han invadido de tal modo el mundo, se han hecho tan cotidianas, que estamos aterrados ante el llamado bug del año 2000, que pudiera paralizarlo todo. Uno de los sueños de los años ‘60 —«paren el mundo, que me quiero bajar»— está a punto de realizarse del modo más perverso, gracias a la trivialización de las computadoras, desde las mainframes que manejan los cajeros automáticos de los bancos hasta los relojes digitales de pulsera.
Pero todavía hay un gentío para quien la palabra Internet designa una entelequia y una agresión porque para llegar a ella se requiere
una computadora,
un módem,
un proveedor de servicio y
un dineral para pagar el teléfono.
Como para odiar a Internet, como se odia aquello de lo que uno es excluido. Pero de todas estas limitaciones la más dolorosa es la de la conexión telefónica porque es un gasto constante, considerable y creciente. Los otros gastos se hacen una sola vez y, por onerosos que sean, cesan algún día. Los equipos son cada vez más baratos mientras las tarifas telefónicas son cada vez más caras.
Coitus interruptus
El tiempo de conexión a Internet es cardinal. Una conexión de tiempo limitado es inútil, porque, como las guerras, se sabe cuándo comienzan las búsquedas fecundas, no cuándo terminan. Pueden incluso ser indefinidas para realidades cambiantes. Hallar un tesoro escondido o un continente perdido requiere de un lapso indefinido, dejarse llevar por las corrientes oceánicas y no temer extraviarse en laberintos. Tal vez no hemos descubierto la Atlántida y El Dorado por falta de tiempo. El suspenso de desconectarte ya ya ya, porque la cuenta sube minuto a segundo, distrae de un modo destructivo que por tanto obstaculiza el entendimiento de lo que estás haciendo, es decir, desnaturaliza la esencia misma de Internet porque la esteriliza y reseca sus jugos. No tiene sentido ese coitus interruptus que impide la concepción de ideas, informaciones, descubrimientos. Muchos hallazgos sobrevienen por accidente, por lo que en lengua inglesa se conoce como serendipity, es decir, tal como Colón llegó a América: por equivocación, por andar buscando lo que no se le había perdido. Para eso tenía tiempo y equipos, para eso lo financiaba una monarquía con un horizonte de grandeza: tú y yo somos hijos de esa grandeza. De una monarquía que promovió el cambio más radical del hombre mientras promovía la institución más retrógrada de la historia: la Inquisición. El ser humano, es decir, tú y yo, podemos ser paradójicos, asombrosos y capaces de pequeñeces y grandezas. La tarifa telefónica grande, por ejemplo, es hija de una pequeñez, porque reserva a Internet como privilegio de ricos y profesionales.
Pero Internet es también comercio y comunión con otras personas por correo electrónico, chats, Web, etc. Es juego, trabajo, lujuria, cometidos todos que necesitan maduración. No se teje una amistad entre desconexiones espasmódicas. Tampoco una enemistad. Ni el amob de tu fida. A lo mejor esa pasión está al otro lado de la línea y te la impide una tarifa, buen tema para la gran telenovela contemporánea.
Con tiempo limitado Internet es una caricatura. Pero ¿cómo financiar tiempo indefinido? No soy ni economista ni experto en comunicaciones, de modo que no puedo informarte ciertas cosas. Pero como usuario asiduo sé lo que es una navegación útil. Ignoro cómo se hace un disco duro más grande y más seguro, pero sé que hace falta. Igual desconozco cómo se hace una tarifa plana, pero entiendo que se necesita. Tarifa plana: dícese del pago fijo mensual por cualquier cantidad de tiempo de llamadas a teléfonos locales. Ideal para Internet. En los Estados Unidos cuesta menos de $ 20 mensuales. No es privilegio de países industrializados. En Panamá existe. No es, pues, un sueño delirante.
Hay otros obstáculos. Ya mencioné el costo de las computadoras. Sigue siendo alto, por único que sea. Pero mientras se abaratan los equipos, puede haber modos sociales de dar acceso a Internet. No puedes comprarte un avión —no creo que puedas—, pero sí alquilar un asiento en uno. No puedes poner un laboratorio farmacéutico, pero puedes comprar un frasco del remedio que necesitas. Hay formas sociales de acometer actividades costosas y hacerlas accesibles a la mayoría, se llama economía y se estudia en la universidad. En el caso de Internet hay componentes costosos que recaen sobre el usuario individual: el costo del equipo del consumidor final y el costo de conexión, cuyo mayor peso se desploma sobre el cliente, no sobre la telefónica y tal vez tampoco sobre el proveedor de servicio, que de todos modos es lo de menos en esta cadena de gente carera. Claro, estamos en la segunda etapa de los entusiastas que tenían cómo financiarse un automóvil cuando no había ni carreteras asfaltadas ni donde poner gasolina. Todavía Internet es privativa de ricohombres y ricahembras. Dejará de serlo cuando se cumplan, me parece, ciertos...
Usos comunales
En ellos pueden participar estructuras antiguas: escuela, concejo municipal, club, gremio, sindicato, gobierno regional, bibliotecas públicas, partido político, centro de estudiantes. Ya ha comenzado en muchos países, hasta en Venezuela existe, aunque de modo incipiente. Pero esta gestión sigue siendo obstaculizada por los costos, especialmente el de conexión telefónica. Tal vez cuando tengamos tarifas planas y fibra óptica podremos allanar el camino de Internet para todas esas instituciones.
Participará también el sector privado:
empresas que necesitan acceder a crecientes volúmenes de información,
cibercafés,
hoteles,
kioscos,
librerías,
centros culturales,
cooperativas, etc.
La imaginación es el límite, como tanto se ha dicho, y los empresarios imaginativos tendrán éxito inventando iniciativas inteligentes. Ha ocurrido con todas las tecnologías. Ferdinand Porsche abarató el automóvil cuando inventó el Volkswagen. Casio hizo baratos los relojes que los suizos hacían caros. Steve Jobs y Steve Wozniak desarrollaron la computadora personal útil, la Apple I, en el famoso garaje, y sin saberlo dispararon Internet y tantas cosas. Empresarios así hacen falta, no los que aumentan tarifas cuando las cuentas no les cuadran. Les convendría saber que parte del carácter arrollador de Internet está en su flexibilidad. Así como una conexión sortea los obstáculos dinámicamente, Internet es capaz de adoptar y adaptar muchas y dispares tecnologías y si el teléfono se opone, será sustituido por la fibra óptica, el satélite o lo que vaya apareciendo. Y así como la señal deja atrás servidores paralíticos, puede vadear tecnologías que se le atraviesen con intención de detenerla. Como el teléfono, por ejemplo, que si no se adapta a Internet puede llegar a ser desplazado enteramente por ella, pues ya es cada vez más viable la conexión por otros medios y la transmisión de imagen y sonido por medio de Internet. Muy pronto las telefónicas despertarán contemplando que ya no necesitamos el teléfono y entonces cualquier tiempo pasado les parecerá mejor. A menos que aviven el seso y se anticipen a las tendencias actuales. El que se va a caer no ve el hoyo. Ojalá se acuerden de los fabricantes de reglas de cálculo, que no estaban pendientes.
Aborto
¿Y si pasa con Internet lo que ha pasado con tecnologías de interés solo para un nicho de personas? Fue lo que ocurrió con los radioaficionados luego de una primera etapa de euforia, pues los obstáculos técnicos y económicos los constriñeron a una afición de grupo específico y no tuvo un uso generalizado como el teléfono.
Si ello ocurre con Internet, no será
por culpa de la tecnología que, a diferencia de la radioafición, es cada vez más simple y accesible (como el teléfono, el cajero automático, el automóvil). Las computadoras cada día refinan más su interfaz gráfica, sus medios de conexión son más sencillos para el lego, etc. Todavía falta mucho y lanzo imprecaciones cada vez que una computadora se rehúsa a conectarse. Es entonces cuando clamo que las computadoras están hechas para no conectarse y que eso solo se logra por accidente o haciéndoles trampas. No exagero demasiado, pero aun así, cada día las computadoras vienen más puestas a punto para conectarse entre sí y con la Red de redes. Los ingenieros que las hacen han ido comprendiendo que la mayoría de las computadoras no son manejadas por ingenieros.
Por el costo de los equipos, pues las computadoras no solo son cada vez más potentes sino cada vez más baratas, como señalamos arriba.
Por el costo del proveedor de servicio, cada vez menor y cada vez más indefinido, es decir, cada vez más adoptan tarifas planas.
Por falta de alternativas al teléfono, pues tecnologías cada vez más nuevas y eficientes despliegan cada día sus fibras ópticas por el subsuelo o levantan sus satélites más allá del aire.
Será en todo caso por culpa de las tarifas telefónicas, quizás por la ausencia de una tarifa plana. No lo lograrán, claro, Internet es demasiado potente para sentarse a esperar a empresarios inertes. Las telefónicas que se rehúsen a ese proceso formarán filas con aquel pobre presidente de Digital que preguntó una vez, ante la proposición de una computadora pequeña, creyendo que se la estaba comiendo: «¿Y quién necesita una computadora personal?». Dije pobre porque siempre se lo cita para hacer reír y poner un ejemplo perfecto de miopía histórica. Pobre tipo. No quisiera que pasara eso a las telefónicas porque no me gusta que le pase eso a nadie y porque tampoco me conviene. Ni a ti. Ni a ellas.
A pesar de sus presentes limitaciones, el cambio civilizatorio que promete Internet ya comenzó. ¡Cómo será cuando tengamos sus potencialidades completas rodando por el planeta de ancho de banda a ancho de banda!
Los celulares dejaron pronto de ser marca de status. En breve ocurrió también con los televisores. Ya comienza a pasar con las computadoras portátiles.
La aceleración tecnológica ha llevado de la recua al jet en apenas dos o tres generaciones. Mi abuela Eulalia Montoya, que murió de cien años en 1977, vio y vivió ese proceso y aprendió algo tan intrincado como el beisbol, por radio, cuando ya estaba casi ciega, a pesar de que jamás vio cómo era el campo de juego, porque las damas decentes no iban a los estadios. Tuvo que aprender a encontrar normales la falda talar y la minifalda. Vivir para la humanidad contemporánea ha consistido en gran parte en esa adaptación permanente y esa mutación tecnológica apresurada. Somos mutantes. Al menos desde el siglo pasado, cuando apareció la máquina de vapor sobre la cual se edificó la Revolución Industrial que hizo posible el capitalismo y que luego luego permitió templar el acero a los enemigos del capitalismo, que en ese momento estaba en ruinas después del Viernes Negro de 1929. Hemos curado enfermedades mortales pero también hemos exterminado a millones gracias a tecnologías que lo facilitan. Nada más en Europa ha habido en este siglo unos 100.000.000 de asesinatos, sin contar los del stalinismo. Se dice fácil. Y más fácil se dice que la humanidad puede arrasar con la vida en el planeta, apretando un botón.
Hemos hecho, pues, trivial la tecnología. Es sorprendente lo rápido que las tecnologías nuevas dejan de ser nuevas. El fax, el celular, Internet, que aún lo es y estoy impaciente de que deje de serlo lo más pronto posible, porque querrá decir que no solo llegó para quedarse sino que podrá cumplir sus promesas y hasta lo que no promete. Querrá decir, además, que será trivial para la mayoría de la gente y no un bien de élites como es ahora.
Esta innovación constante ha permitido incluso frivolidades irresponsables como la contaminación ambiental. Adoptamos los inventos sin atender sus consecuencias. No solo son resultados físicos; a veces son síquicos. No sabemos aún qué consecuencias tiene la saturación de asesinatos en la cabeza de un niño que los presencia por televisión durante varias horas cada día. Un joven de 15 años ha presenciado miles de asesinatos. Y eso por televisión, porque tampoco sabemos qué consecuencias emocionales puede producir la trivialización de la muerte en sus formas más crudas a través de los videojuegos. No creo que los recientes asesinatos en masa en los Estados Unidos hayan sido producidos por los videojuegos sangrientos que manchan de rojo millones de pantallas a toda hora, pero en todo caso tampoco creo que esos videojuegos hayan contribuido a disuadir a nadie de ponerlos en práctica en la vida real. Tal vez para ciertas mentes apretar un gatillo contra personas reales no sea muy diferente de accionar un botón en un joystick.
Ante ciertas innovaciones tecnológicas la humanidad se ha quedado sin doctrina. La poesía de Homero fue suficiente hasta el asalto a Normandía, pero ya es irrisorio para el apocalipsis nuclear. Tampoco acertamos qué pensar sobre la ingeniería genética. Antes atribuíamos a los dioses la capacidad de exterminio a través de diluvios y desastres telúricos como los que devastaron a Sodoma y Gomorra. La concepción era voluntad divina, ahora depende de que usemos una pastillita, un dispositivo intrauterino, una vasectomía o un trivial condón. Solo Dios lo sabía todo; ahora Internet está desafiando su omnisciencia. Con razón las iglesias ven con tanta alarma la ciencia y la tecnología. Algo se intuían los que obligaron a Galileo a abjurar de sus descubrimientos. Intuían que el poder de Dios iba a ser emulado con éhito. Igual que Prometeo entregó a los hombres el fuego, es decir, la cultura, la ciencia, la tecnología, así el Siglo de las Luces y luego la Revolución Industrial volvieron callejero el poder de Dios. Nos hicimos dueños del rayo, de la fuerza de los ríos y uno de nosotros holló el suelo de la Luna. El cielo, otrora poblado de dioses y demonios, ahora está trillado por aviones y satélites. No queda en el planeta rincón donde desplegar una aventura. No hay río del que no se sepa la fuente. La medicina ha prolongado la vida más allá del promedio de 40 años que desde el albor de la humanidad fue normal y quizás algún día nos asegure la inmortalidad. La sed unamuniana de ser Dios es cada vez más saciada.
El tiempo que tarda una innovación en abandonar el laboratorio de investigación y desarrollo y llegar a la calle es cada vez menor. A veces una tecnología inunda las calles por accidente. El casete estaba destinado originalmente a los dictáfonos. Las páginas Web iban a servir para intercambiar informes en un laboratorio de física, no para difundir poesía, gente desnuda, música, reflexiones filosóficas y noticias. El casete infló una industria y mutó el modo en que tratábamos la música, apretando un botón.
Dos muchachos de veinte años inventaron Apple en un garaje y desataron un proceso que no sabemos dónde va a parar. Cuando instalaron el primer microprocesador Motorola en una de aquellas primigenias máquinas no pensaron en Internet. Solo tenían el proyecto prometeico de dar el fuego a los hombres, “the computer for the rest of us,” ‘la computadora para el resto de nosotros’, era el lema cuando amabilizaron la interfaz. No fue trivial adoptar una interfaz amable; significó quitar las computadoras a los especialistas y prometerlas a la humanidad entera, que hoy se entiende mejor con ellas mediante la interfaz gráfica desarrollada por los laboratorios PARC de Xerox, popularizada por Macintosh y que hoy también rutila en las pantallas de Windows. En cualquier momento aparece una tecnología, lo que ahora llaman una “killer application,” como lo fueron en su momento el lenguaje HTML —que hizo posible el Web—, la hoja de cálculo, el procesador de palabras o la impresora láser, que cambiaron todo modo de hacer las cosas. Tanto es esto que cuando unos técnicos de Apple plantearon desarrollar una impresora láser, la directiva rechazó el proyecto. Querían una impresora de margarita. Aquellos genios de la innovación no comprendieron que la interfaz gráfica y la impresión láser eran hermanas. Querían competir con la máquina de escribir. Guy Kawasaki, entonces uno de los enemigos del láser, cuenta cómo los ingenieros trabajaron clandestinamente en la impresora. Cuando la presentaron junto con la máquina de margarita, la empresa las lanzó juntas. La impresora de margarita duraría en el mercado si acaso unos quince días y Kawasaki admitió su error, pues es hombre inteligente. La impresora láser lanzó la revolución de la autoedición y ahora la del “print on demand,” es decir, ‘impresión por pedido’, en que puedes imprimir y encuadernar un libro en cantidades pequeñas, diez, cien ejemplares, a un precio más que razonable. Con todo y ello me parece que la revolución de la autoedición quedó empequeñecida casi hasta el ridículo con las posibilidades aún inexploradas de Internet.
Que no ha dejado de asombrarnos. Cada día nos pasmamos ante una innovación. Desde aquellos primeros días en que Reacciun se llamaba Saicyt y era la única conexión a Internet, hasta hoy, hemos ido pasando de un proceso a otro con la boca abierta. Para los chicos neoliberales simplones que piensan que todo lo que hace el Estado es malo, debo informar que Indernet fue invento estatal en los Estados Unidos y que en Venezuela lo trajo el gobierno a través del Conicit, cuando ni se soñaba con el comercio electrónico. Comenzamos con aquellos modems de 300 baudios. De baudio en baudio crecimos hasta este aparente límite de 56K y ahora esperamos llegar al módem de cable y a otras tecnologías: ADSL, fibra óptica, conexión inalámbrica. Comenzamos con correo electrónico, Gopher, Telnet, FTP, Usenet, Finger. Nadie imaginaba que a la vuelta de la esquina el Web nos dejaría pasmados y los formatos MP3, QuickTime y otros iban a poner a la industria disquera al borde de la extinción de los brutos y la adaptación de los inteligentes.
Lo mismo han tenido que hacer las empresas de transmisión de datos. Teléfonos, televisión, radio, etc., están viviendo un proceso crítico y caótico de fusiones, dispersiones y mutaciones. Los que no entienden lo que está pasando se quedan en la carretera. Sobreviven los más aptos. La Encyclopædia Britannica pasó del papel al CD-ROM y ahora al Web gratuito. No podía ser de otra manera. Su servidor colapsó apenas anunciaron que ahora no se cobraba. Tal como yo lo vengo esperando desde hace años, cuando la Britannica quebró. Terminó adaptándose a los tiempos. Ganaron ellos y ganamos todos.
En Venezuela hemos topado un límite que nos mantendrá atrasados todavía un año, que en Internet es como un siglo. La manera como se privatizó el negocio telefónico nos condujo a un monopolio que ha dañado a todo el mundo, comenzando por la industria telefónica misma que debiera beneficiarse de ello. Pierden las empresas y perdemos todos. Nos ha dañado porque nos ha dado un servicio que no marcha con el ritmo de las innovaciones generales del medio y porque impone tratos y tarifas abusivos. Pero también ha dañado a las empresas porque no las ha conducido a comprender que el mayor capital de una compañía no son sus activos sino la fidelidad de marca. Apple Computer y Microsoft lo han entendido así y nos ofrecen lo mejor que pueden para mantenernos satisfechos y endeudándonos para comprarles sus productos. Por eso hay tantos temores con la monopolización hegemónica de Microsoft. Porque cuando una empresa se vuelve monopólica se vuelve despótica y negligente y acumula odios. Pero si bien ello puede ser viable cuando tu monopolio es eterno, se vuelve bobo cuando ese monopolio tiene un límite en el tiempo. O no entiendo o me falta información. Si las empresas telefónicas no se adaptan, quedarán en el camino apenas cese el llamado «contrato de concurrencia limitada», vulgo monopolio. En ese momento las empresas de cables, celulares, videoconferencia, satélites, entrarán al mercado con un huracán de soluciones. No sé si será por cierta cultura empresarial rentista, pero mientras la gente aprende a usar celulares en apenas minutos, muchos empresarios (no todos, Dios sea loado) nos venden dentífricos llenos de aire y nos dan cajeros automáticos que no funcionan. A veces pienso que ese tipo de empresas no tiene fines de lucro, porque instalar un cajero automático que no funciona por falta de mantenimiento es como si uno abandonara su automóvil porque se le desinfló un neumático o porque el radio no le funciona. Es tirar el dinero. No sé quién dijo que en Venezuela teníamos todas las desventajas del capitalismo y ninguna de sus ventajas. Quizás eso deje de ser así cuando la libre competencia campee en las comunicaciones y en el comercio electrónico. Entonces veremos si es verdad que la empresa privada es más competente que el Estado que trajo a Internet e construyó el Metro de Caracas.
Andrés Bello por estas calles
El siglo en que vivimos es un siglo de maravillas. La historia no nos presenta época alguna en que la marcha de la civilización y el cultivo de las artes y ciencias hayan hecho progresos tan rápidos como el presente. El honor de la nación y nuestro interés propio deben estimularnos a tomar parte de este movimiento general, que se deja ya sentir aun en países que parecían condenados a una eterna barbarie.
La ya vieja idea del viaje en el tiempo no es solo especulación ociosa para sobremesas o para novelas y películas, algunas muy entretenidas y que se adentran en profundidades exquisitas, desde la novela de Mark Twain, A Yankee in King Arthur’s Court, hasta la serie Back To The Future, de Steven Spielberg, sin olvidar The Time Machine, de H. G. Wells. Así como ha sido provechoso el método comparativo en otras ramas del conocimiento —comparación de civilizaciones, literaturas, discursos—, así puede ser también interesante el de comparar edades.
Siempre que atravieso la Plaza Brión, en Caracas, rumbo a mi oficina, me da por imaginar lo que allí vería don Andrés, que nació en 1781 y murió en 1865. Ver, vería mucho; reconocer, reconocería poco. Es una especulación —nada se puede probar—, pero no ociosa, o como para aplicarle la Navaja de Occam. Los ojos de don Andréc pueden ayudarnos a comprender mucho de lo que hoy vivimos.
Trataré de usar sus ojos, hasta donde se me alcanza el conocimiento de su obra monumental. Caminando por allí, bajando por la avenida El Bosque, donde está un terminal de metrobuses, don Andrés reconocería que se trata de una calle, recurso tan antiguo, pero resentiría el estruendo sin pudor de todos los motores. Tal vez no lo asombrarían los vehículos semovientes, pues ya conocía la máquina de vapor, que celebró en el artículo citado en el epígrafe. Le parecerían desmesurados, como desmesurados le parecerían los edificios, aunque no son los más altos de Caracas y menos del mundo, pero también los reconocería. Le serían solo bien familiares los residuos naturales que allí sobreviven: los árboles y el cielo contaminado, le extrañaría que tal vez no sea tan azul como el que conoció en su entonces. Más le sorprendería el Cerro del Ávila, a pesar de sus cicatrices y su Hotel Humboldt en la cima, pero se quedaría estupefacto de saber que está en Caracas y que ya no es su Caracas, porque las lozas que pisa ya no son monte y culebra como era Chacaíto en su época. Reconocería también estos restos de naturaleza que somos los seres humanos, vestidos según usanzas tan raras, sobre todo las mujeres, pues los varones no hemos evolucionado mucho en vestimenta, como en tantas cosas. Pero la insolencia de la falda remangada sobre las rodillas, los pantalones, tan cortos a veces, y los tacones vertiginosos y a veces descotados lo dejarían sin comprensiones cómodas, a él, que comprendió tanto, y a veces sin modos de distinguir entre los sexos, que suele hacer falta.
Pero apartemos las consideraciones de nuestro mayor humanista sobre los usos y costumbres de hogaño. Sería ejercicio más que interesante y algo esbozo más abajo, pero mi propósito aquí y ahora es especular a propósito de sus apreciaciones sobre la ciencia y la tecnología, pues en ellas don Andrés estaba bien al día y les dedicó abundantes, aguzadas y reiteradas reflexiones. Conocía y meditaba sobre medicina, física, química, matemática. Celebró la vacuna desde el primer día, hasta en una obra de teatro de lo más ocurrente. Su curiosidad no tenía límites. No era como esos intelectuales de este siglo —más avanzado que el suyo en ciencia y tecnología—, que despliegan en esas materias, orgullosos, una ignorancia sin lagunas. Don Andrés era distinto, don Andrés tenía vergüenza, don Andrés era inteligente.
Resumo, doy solo muestras porque el tema es largo. Don Andrés se preguntaría de dónde sacan el principio activo los bombillos eléctricos, se asombraría de las cajas que hablan y cantan, conocidas como radios, de las cajas que muestran imágenes en movimiento y también suenan y sueñan, llamadas televisión. Salvo que le pusieran música clásica de su época o de poco antes, don Andrés no entendería mucho la que escucharía en la Plaza Brión. Reconocería las mismas armonías y juegos orquestales, pero le extrañarían la sintaxis, los ritmos, la presencia de raíces que en su tiempo se desdeñaban, como las africanas o indígenas, tal vez diría como mi bisabuela Cacán, que eso lo bailan en Borburata, antigua cumbe africana. Pero tal vez le retumbaría algo de algunos sones que oyó oblicuamente en algún barrio caraqueño o algún puerto guaireño de entonces. Y probablemente no entendería nada posterior a los Beatles. No sería extraño porque no es fácil entenderlo, hay gente inteligentísima que no lo entiende. Yo a veces creo que no entiendo a los mismos Beatles, será por eso que los admiro sin condiciones. Pero más lo asombraría la capacidad de engastar una orquesta en una cajita y más que esa orquesta pueda susurrarle sones al oído mediante unos botoncitos asidos a un hilillo, que hogaño llamamos audífonos. Percibir sones en el aire, con músicos invisibles, lo dejaría sin referencias habituales. No solo lo asombraría lo visible, tal vez lo pasmaría más lo invisible.
Le costaría seguir una conversación, porque habría términos que no podría desentrañar: «Me clonaron el celular», «tuve que reformatear el disco duro», «la memoria RAM es insuficiente», «este carro es de inyección directa», «hey, mente, de pana que la iMac es burda de fina», «¿y dónde me dejas el Pentium III?», «energía es igual a masa por velocidad de la luz al cuadrado», «el ser precede a la esencia». Ni uno mismo entiende a veces. De resto, muchas expresiones cotidianas, «un cafecito ahí», «qué bonitos ojos tienes», «dime con quién andas y te diré quién eres», «esto se lo llevó quien lo trajo», «ese político es un inepto», resonarían con voces conocidas para él desde aquella Caracas de la quebrada Anauco, que él cantó.
Así, de susto en susto, de entusiasmo en entusiasmo, de desconcierto en desconcierto, de claro en claro y de turbio en turbio, don Andrés desembocaría en mi oficina, porque tengo la arrogancia de pensar que aceptaría sentarse a mi lado frente a las dos Macintosh que coronan mi escritorio. En su honor yo trasladaría allí también mi PowerBook. Y quizás, especulo, me sorprendería ver su falta de sorpresa. Sí, claro, ignoro si en su entonces había botones, salvo los de las camisas. Quiero decir, botones que activaran procesos, encienden luces, apagan radios, disparan guerras nucleares. O cosas más de su época aunque lo dudo. Y me impresionaría que ignoro más su época que él la mía. Pero, pasada la sorpresa del teclado y sus botones, donde sin embargo reconocería las letras que tanto enseñó y nos sigue enseñando porque para eso era bien moderno, pasada la extrañeza de la pantalla, que ya vivió cuando vio los televisores en la plaza, pasada, en fin, esa estupefacción, a la que ya habría comenzado a acostumbrarse, luego de que yo le explicare que todo eso tiene que ver con la electricidad que ya él conocía, luego de todo eso vendría mi mayor asombro: su falta de asombro.
En primer lugar el texto. Finalmente son palabras las que predominan en las pantallas. Y son imágenes, que tampoco tienen por qué asombrarlo, salvo el contenido, probablemente incomprensible en todo lo que vino después del impresionismo francés. Y también sonidos, que ya habría oído en la radio allá en la plaza. Pero que haya letras e imágenes no le sería extraño. Las letras quizás representarían ideas incomprensibles, como las dichas arriba, pero serían palabras, entendería que hay ideas nuevas que él no conoce y por eso no las asimila en un solo paso epistemológico. La sintaxis le sería habitual, eso sí, aunque no lo que expresa. Pero menos lo asombrarían los procesos lógicos. La computadora está sentada principalmente sobre la lógica aristotélica y no son competentes para la lógica difusa, por ejemplo, salvo las máquinas analógicas, que ya no pueblan nuestros escritorios. De modo que para saber que la computadora hace cálculos solo tendría que cambiar la escala de la «máquina aritmética» de Pascal, que rigió las sumadoras mecánicas hasta hace pocos años, y que ya tenía dos siglos cuando don Andrés la conoció. Le sería habitual la metáfora del escritorio que Apple desarrolló para la interfaz gráfica y que hoy predomina en todas las computadoras, Be, NeXT, Macintosh, Linux, Unix, Windows. Que una computadora se comunique con otras no le sería insólito, salvo por el modo de hacerlo. En cuanto a comunicación, ya conocía la viva voz, claro, pero también el correo, la plaza, el teatro, la prensa, el libro impreso y el telégrafo inventado en 1837, dos años después de que escribió el artículo que citamos en el epígrafe. Habría que explicarle el nuevo modo, pero el concepto de dos o más personas usando un medio para comunicarse no le sería desconocido y mucho menos enigmático. Escribir y luego imprimir mediante computadora e impresora le parecería asombroso, pero no esotérico por cuanto ya entonces no solo se conocía la pluma, sino la imprenta y le parecería fantasmagórico tener una tipografía en su escritorio. Tampoco lo escandalizaría la fotografía, ni siquiera la digital.
Quizás le sería tan desconcertante como para nosotros el efecto de la aceleración y la abundancia de información de Internet, que da la posibilidad de comunicarnos uno con muchos, muchos con uno y muchos con muchos. No tanto porque no hubiera visto eso, que ya hacían la plaza y la imprenta, sino dos aspectos: la velocidad y la interacción. La imprenta permitía una interacción pastosa, lenta, torpe. Ni siquiera el periódico diario permitía ir más allá de enviar por correo una carta de papel a la redacción, que era casi como lanzar una botella al mar. También le llamaría la atención la facilidad con que cualquiera puede montar su medio informativo en Internet, desde su casa, sin costos comparables a los del tiempo de don Andrés y aun los de hoy, a través de medios tradicionales, imprenta, radio, cine, televisión. Le atraería la libertad, decusada en su época, a pesar de la complexión republicana de don Andrés. Lo escandalizaría seguramente la soltura sexual, a pesar de haber visto ya en la Plaza Brión el desparpajo de los atuendos femeninos. ¿Cómo no lo asombraría si nos desconcierta a nosotros, hombres y mujeres de hoy?
Mi punto, pues, es doble. Don Andrés tendría que hacer un doble esfuerzo: comprender los cambios culturales, civilizatorios, sociales, en una palabra: humanísticos, que fueron su principal ocupación, por un lado, y los procesos prácticos, los conceptos científicos y técnicos, por el otro. Es decir el contenido allá y el continente acá. Y conjeturo —sabiendo el riesgo de tal idea, de la que no estoy rematadamente seguro y por eso la ventilo aquí contigo— que el continente, es decir, los procesos, le serían menos inauditos que el contenido, es decir, el modo de relacionarse la gente, los conceptos de vida, los paradigmas de la política, la religión, el arte, la literatura, las costumbres, las ideas, las actitudes, las relaciones de pareja, el comportamiento juvenil, la música, la demasía de las dos Guerras Mundiales, lo que dicen los periódicos y la inmensa mayoría de los libros. Puestos a comprar, esas cosas lo pasmarían más que la ciencia y la tecnología. Se conmovería de ver que se lo aprecia por todas partes, que hay una Casa de Bello en Caracas, que sus obras se leen (aunque no tanto como se debiera), que su Gramática es admirada y seguida por todo lingüista de hoy, que la última versión de la Gramática de la Real Academia, la de Emilio Alarcos Llorach, haya adoptado, entre tantos conceptos ineludibles, su sistema de tiempos verbales, que no ha sido superado por ningún sabio desde que él lo propuso. Y reconocería en esa gramática de la Academia muchas de sus propias ideas, que germinaron cien años después de que él las expuso. Comprendería, sin embargo, como buen sabio, que, aunque no todas, sus informaciones científicas y técnicas han sido superadas. Él era hombre de progreso y entendía que toda convicción científica es provisional. Pero las novedades que lo pasmarían hoy no estarían radicalmente alejadas de sus paradigmas básicos. Le tomaría tiempo, claro, su capacidad de asimilación, tan acombrosa, tenía límites humanos. Tendría que sentarse a pensar, y mucho, sobre muchas cosas.
Menos desconcertado estaría Julio Verne, que predijo casi todo, incluso inventos que todavía no han pasado. Verne —este Nostradamus de la ciencia, más eficaz que Nostradamus, cuyo lenguaje abstruso y oscuro da para todo— más bien quizás se reiría de nuestro atraso, comparado con su imaginación. Hay inventos de Verne que todavía esperan su inventor o, mejor dicho, su realizador. Verne predijo incluso la Internet.
Hay solución de continuidad desde Bello hasta hoy, la computadora, que le sería, no sé, más familiar que lo demás, es la confluencia productiva de la lógica clásica, las matemáticas, la electrónica, el alfabeto de base fonológica, todas cosas que él se sabía en modo tan superlativo que sigue siendo nuestro contemporáneo y lo seguirá siendo aún por mucho tiempo, tal vez para siempre, así era de básico don Andrés. Ha habido, cierto, cambios de paradigmas, asombros, Teoría de la Relatividad, cuántica, astrofísica, bioquímica, biología molecular, nanomáquinas, nociones que aún nos cuesta asimilar o están por desarrollarse. Pero en cuanto a Internet y la computación, don Andrés Bello, con un poco de adaptación, especulo, pasada la primera y necesaria turbulencia de las confluencias históricas, se movería como el agua en el agua.
Una idea habitual es que Internet está en todas partes. No es cierto. Todavía está solamente en parajes minoritarios. Se tienen que dar condiciones que, parece mentira, no son palmarias aún: una computadora adecuada, una línea telefónica, un presupuesto para pagar el teléfono. Se da en universidades, en ciertas empresas, en algunos hogares, en pocos cibercafés. Vente al Tercer Mundo y verás lo malo que puede ser lo malo, porque puede ser peor, incluyendo las dificultades de acceso a Internet. Aun en el mejor de los casos hay predominio de gente pudiente, blanca y de trato. Así vive Internet hasta en Suecia, así que saca la cuenta de lo que pasa en Cochabamba. O no pasa.
Si bien la limitación técnica contribuye a dificultar el acceso, el problema es principalmente socioeconómico, claro. Pero no te deprimas. Todo eso tiende a cambiar. El teléfono celular en Venezuela es un objeto popular, aun en medio de niveles de pobreza crítica. Invaden arrabales como otrora el radio de transistores. Hace mucho que el celular dejó de ser novedad y menos aún marca de status; ahora hay más celulares en Venezuela que teléfonos fijos. Las tecnologías exitosas, se ha dicho, desaparecen de la vista. A nadie sorprende ya un televisor al ir de visita a una casa. Internet no habrá tenido éxito mientras siga llamando la atención. Cuando triunfe, Internet se hará ubicua e invadirá sectores socioeconómicamente actualmente deprimidos.
En ello será decisiva la adopción de los PDA o Personal Digital Assistants (los asistentes personales digitales), como el Palm Pilot, el buscapersonas, el mismo celular. También el costo decreciente de las computadoras. Pero el caso de los PDA va a ser aún más concluyente, porque, como es la tendencia de todo producto electrónico, su costo va a reducirse aceleradamente, lo que permitirá que su aceptación sea masiva. Pero también ayudará la reducción del costo de la conexión celular, porque por definición estos aparaticos reqeieren movilidad. Allí está su esencia y allí está su impacto.
No es trivial tener toda Internet en la palma de la mano. El efecto no es meramente la posibilidad de consultar cosas en medio de una conversación de bar o en una reunión de oficina. Es que, al tener a la mano en todo momento la vastísima y creciente Red, toda persona tendrá esa erudición que antes apabullaba y ya no porque cualquiera podrá contar con ella. Así como el transistor divulgó la música más allá del alcance del radio primitivo de tubos, al que había que acudir porque era demasiado voluminoso, costoso y solemne, el PDA hará ubicua esa masa inmensa de información. La Biblioteca Total de Jorge Luis Borges se hará vagabunda y trivial. Ahí estará la fórmula de la bomba atómica, en la palma de tu mano, cualquier canción de Nine Inch Nails, todo chisme de Buckingham, toda película porno, el Lazarillo de Tormes, la deliberación parlamentaria, la conferencia del Premio Nobel. Una estudiante podrá tener todo allí, sus apuntes y el teorema de Euclides, las cartas de su novio y La Celestina. A medida que el ancho de banda se amplíe y la tecnología del PDA permita el color y el sonido estereofónico, la riqueza de información será infinita. No solo Internet es la Biblioteca de Babel sino que la formidable imaginación de Borges se volverá indigente para explicarnos lo que ha de venir.
Hasta aquí he hablado del consumo de información, pero no de su producción. Porque mientras vas en el tren podrás diseñar una página y publicarla. Podrás atender tu correo electrónico, dibujar, componer, escribir porque ya las máquinas reciben dictado, ya no es imprescindible este teclado en que te escribo estas ideas. Esta PowerBook es ya demasiado abultada. Pensar que cuando la compré lo hice porque la hallé cómoda y ubicua en comparación con las de escritorio. El problema de la pantalla reducida no será tal en la medida en que alguien desarrolle la posibilidad de proyectar imágenes desde cualquier PDA. No me digan que no se puede. Tampoco se podía tener computadoras en casa y ahora gracias a la G4 de Apple tenemos hasta supercomputadoras baratas. Otrosí harán las Wintel, cuestión de tiempo. Tampoco se podía ir a la Luna. El monitor será, pues, del tamaño que a uno le dé la gana y lo podrás proyectar en cualquier pared razonablemente blanca. No hablemos de las proyecciones holográficas porque esas sí me han asegurado que van a tomarse un tiempo un poco más largo. Pero ya vendrán, no te impacientes. Quién sabe si es cuestión de meses y no de años como me han asegurado.
Hasta aquí he hablado de consumo y producción, pero no de interactividad. Porque cualquier PDA en línea me va a permitir enviar mis reacciones doquiera que me encuentre. Hablé del tren, pero no de la escuela. La palabra magistral medieval que ahora oprime allí se volverá un ruido mientras interactúo con un amigo ucraniano y colaboro con él y una paraguaya en un proyecto común de inteligencia colectiva como la que mienta Pierre Lévy. Puedo trabajar y estudiar donde yo quiera. En un parque, en un bosque, en una playa del Caribe, en un fiordo, en una estepa, en Piccadilly Circus. Nadie me dictará dónde debo hacer lo que tengo que hacer ni a qué hora. Al poder interactuar en todo momento me acostumbro a tener mis ideas propias sobre todo al no tener que seguir mensajes que dicen siempre una y la misma cosa, como denunciaba Platón que hacían los libros. Oigo una canción y puedo cambiar sus armonías. Oigo a un senador y puedo responderle de inmediato. Veo una imagen y puedo redibujarla. Los signos escritos ya no estarán quietos y nos volveremos respondones.
Hasta aquí he hablado de consumo, producción e interactividad, pero no de ubicuidad. Apenas la enuncié y anuncié. La ubicuidad no será solo cuestión de poder ir doquiera, sino que no importará porque los ámbitos ya no serán lo que son, perderán su especificidad y cualquier lugar podrá ser cualquier lugar. Podrás estar en todas partes. El espacio físico, que hoy llamamos «real», no será raigal y todo punto será cardinal. No habrá templo ni plaza ni oficina ni hogar ni bolsa de valores, porque todo será todo. Hoy esos lugares determinan nuestro comportamiento, la actitud que tenemos, el estado de ánimo inclusive. No se siente uno igual en una discoteca que en un andén del metro o en una mezquita, sea uno fiel o no al mensaje del Profeta. Pero gracias al PDA uno podrá abolir esos espacios y poner en ellos lo que uno disponga. Uno sebá+ dueño del espacio que ocupa porque será un espacio plástico. Así como hoy ya podemos trabajar en cualquier lugar sin tener que fatigar autopistas ni ver caras indeseadas, así podremos disponer de nuestro espacio a voluntad. Sartre escribía sentado en el café Aux Deux Magots, en el Boulevard Saint-Germain, en medio de París. Era un exhibicionismo de la escritura, con pluma fuente y antes del PDA. Hoy podemos hacer como él, lo que sea donde sea, e ir de paso leyendo lo que va escribiendo. No importa dónde estés puedes transfigurar ese espacio en lo que dispongas con tu PDA. Navegar por las salas del Louvre sentada en una plaza de Cali. Presenciar un concierto de Pink Floyd en una parada de autobuses en Minas Gerais.
Hasta aquí he hablado nada más de consumo, producción, interactividad y ubicuidad porque me he limitado al PDA, la maquinita de palma de mano, que será televisión, teléfono, computadora, libreta, libro, cuaderno, pasquín, cine, radio, periódico y quién sabe qué más. Pero no he hablado de la ubicuidad de otros trebejos. El horno de microondas conectado a Internet para buscarme recetas para el momento y que toma en cuenta mi salud y las recomendaciones de mi nutricionista. El mingitorio que analiza mi orina. El zapato que me da los kilómetros y velocidades que camino. El automóvil que me dice la mejor ruta o prevé una falla y entonces me dice el lugar más cercano donde puedo hallar un mecánico recomendado por una encuesta de consumidores según cierto sitio Web interactivo y avisarle a través de su PDA, para que me espere con el repuesto requerido o me mande a buscar con una grúa y me alquile y envíe otro coche para resolverme mientras tanto, si la reparación toma mucho tiempo. Cualquier cosa podrá estar conectada a cualquier cosa. Mis lentes pueden ser una cámara de video que te transmite un juego de beisbol o una fiesta. Compartiré mis ojos con la humanidad. Cualquiera de esos aparatos puede identificarme de varios modos, por mi voz, mi iris, mi huella digital o mi clave secreta y darme acceso a todos mis datos y programas almacenados en un servidor remoto. No estoy obligado a comprar ningún aparato, porque serán más generalizados que los teléfonos públicos. Doquiera habrá un chisme intebactivo y en línea.
No, no soy delirante, más bien me estoy quedando corto. No solo porque mi imaginación es corta sino porque hay cosas que aún no se han inventado y que abrirán nuevos horizontes. Así como hace apenas unos años no se imaginaba nadie algo tan obvio como una página Web, así quién sabe qué inventos obvios esperan su genio de turno para invadir el mundo. Desde aquella primera transmisión hace treinta años, de las letras l y o, que terminó en un crash, no se podía vislumbrar esto que hoy es real (ver el cuento de esa primera transmisión en “Internet: Rocky Road To Information Superhighway”). La tecnología se ha acelerado, la diferencia entre hace treinta años y hoy será menor que la que habrá entre hoy y dentro de treinta años. El mundo está poblado de maravillas que no vemos, como los estereogramas. La primera vez que vislumbré uno me causó la inquietud de que hay cosas que veo y no miro, que están allí y no percibo, de ideas que me rondan y no cuajan porque no combino las nociones del modo adecuado, porque no soy un genio, ¡qué remedio! Asimismo debe haber posibilidades que mi flaco entendimiento me niega e informaciones que aún no han llegado a la pantalla de mi PowerBook. Ya vendrán y entonces volveremos a conversar, a través de mi reloj de pulsera, como un Dick Tracy cualquiera.
Nunca fuimos tan pequeños
Nunca como hoy los conglomerados industriales fueron tan grandes y tan intangibles. Ha poco hablábamos aquí del calibre de Microsoft, pensando que habíamos tocado un límite. Nunca pensé que mi inocencia pudiera ser tan inmensa como el acuerdo sorpresivo entre América Online y la Time-Warner. Cierto que sorprendió a todos. Cierto que una fogueada analista de Wall Street rompió a llorar cuando le preguntaron su pronóstico de la fusión. Pero perturba que lo agarren así a uno entre primera y segunda tan a descampado y sin derecho a pataleo. Hay noticias que parecen atracos.
Y ya no son productores de refrigeradoras y automóviles, de plásticos o de aluminio. Ahora, como decía el coronel Aureliano Buendía, se pelean por cosas que no se tocan con las manos. Programas de computadora o de televisión y radio; música, ideas, información, arte, dibujos, que no solo no se pueden tocar, sino que la mayoría de las veces son efímeros. Periódico de ayer. La película de moda será mañana un aburrido programa de relleno para las horas desganadas de la madrugada en la televisión. La revista vieja acaso servirá para forrar libros escolares o de cuña para una mesa mal equilibrada. Los viejos CDs servirán de frisbees o de espejo retrovisor para ver los cables de la parte trasera de las computadoras. No todo es así. También hay personajes que persisten durante décadas: el Conejo de la Suerte, el Ratón Miguelito, los que hogaño llaman Bugs Bunny y Mickey Mouse respectivamente. Pero la tendencia a lo fugaz es inherente a los medios masivos de comunicación.
La fusión que hablamos —y todo el mundo prosa— implica nada menos que, hasta donde estoy informado, a
¿Se me escapa algo? Seguramente. Cosas como el acuerdo de AOL con Novell para su sistema de mensajes instantáneos AIM. Detalles. En comparación con esa vastedad y bastedad Bill Gates es casi gente como uno. Tan grande es esta alianza que Warner despilfarró en 1999 quinientos millones de dólares construyendo un servicio de Internet que no logró. Se necesita mucha pericia para dilapidar ese dinero y no quedarse con nada. ¿Fueron asesorados por políticos y empresarios venezolanos? ¿Es esa la eficiencia de la empresa privada? ¿Qué es eso?
Hasta hace poco la Internet había sido principalmente como nació: a la vez pequeña y grande. Pequeña por sus protagonistas: individuos, diminutas comunidades, listas de correo para intercambiar recetas de tortas de manzana, grupos de investigación académica, clubes de admiradores de los delfines, sociedades de comedores de nabo, gente que se excita sexualmente contemplando las puestas de sol de Madagascar. Cosas de escala menor y de alcance larguísimo. Pero Internet también era grande porque cubría el planeta y cada vez más millones de individuos paradójicamente autónomos e interconectados.
Al principio Internet era un medio para académicos y aún recuerdo, cuando todavía no había Web, cuando el arco iris era en blanco y negro, que hacer publicidad comercial en Internet era tabú. Sí, niños, hubo una época en que Internet no tenía páginas Web, sino solo letras sobre fondo verde, negro o blanco. No había fotos. No había música. No había colores. Solo letras. La imaginación era obligatoria. Correo electrónico, gopher, finger, FTP, usenet, telnet, ping, talk; eso era todo. El lucro no solamente era mal visto sino que se invocaban vagas sanciones a los violadores. Tan vagas eran que, hasta donde sé, nunca se cumplieron. Tratándose de un servicio entonces subvencionado por los estados, no era ético usarlo para vender mercaderías. Entonces ni Microsoft ni Apple se habían dado cuenta de que Internet era el futuro del mundo y especialmente de ellas. No estaban pendientes. AOL era un servicio de interconexión cerrado, como CompuServe, que pretendía ser el mundo. En ese entonces, antes de la consolidación de Internet, la interconexión se repartía en servicios privados cerrados: AOL, CompuServe, Genie, eWorld, The Source, etc. En Francia estaba Minitel, que no llegó a convertirse en Internet porque Francia no es los Estados Unidos y porque por eso mismo no tenía la musculatura tecnológica de Internet. Esta arropó a Minitel. Pronto esos servicios cerrados se vieron desbordados porque lo que ofrecían era poco y caro comparado con la Red de redes. Tuvieron que abrir sus ventanas a Internet. Ahora AOL regresa por sus privilegios perdidos tratando de controlar a Internet. Ya controla una fracción bien grande, pues cuenta con más de veinte millones de usuarios. Ignoro qué los atrae hacia AOL. ¿Será el sentido de pertenencia a una comunidad, o que AOL ofrece cosas muy buenas, como informaciones que no están en ninguna otra parte? Lo dudo, pero algo debe haber. También me he preguntado eso a propósito del gregarismo que ha sido la fortuna de Microsoft. La gente prefería MS-DOS cuando había farias interfaces gráficas superiores en el mercado y decía que era mejor usar comandos de texto que jugar con iconos. Real men don't use icons, decían, ‘los hombres de verdad no usan iconos’. Solo aceptaron la interfaz gráfica cuando la instauró Microsoft con Windows copiada de ya sabes quién. Entonces ya la interfaz gráfica no fue un juguete. Tal vez algo parecido pasa con AOL.
Ahora AOL cuenta con contenido, para no hablar del que ya producen sus más de veinte millones de usuarios día a día, en sus foros, en sus páginas Web, en sus correos electrónicos mismos, en sus mensajes instantáneos, en una inmensa maquila de información. A ese contenido se añade el de la hidra de Time-Warner, que produce películas, distribuye música, revistas, noticias, libros. Para colmo Time-Warner tiene una red de televisión por cable que puede asegurar a AOL la red de fibra óptica por la que estaba luchando desde hacía tiempo, batallando con las telefónicas para que hicieran que el acceso a esas fibras fuera libre. Ahora tiene un conflicto de intereses radical con esa lucha. Ahora tiene lo que necesitaba y más de lo que quería.
¿Hace falta tanto? ¿Para qué ese tamaño? Será solo por el contenido y por la red de fibra óptica, porque si es por los costos de mercadeo Internet los ha reducido drásticamente. Si es por costos de producción, se puede decir lo mismo que del mercadeo: gracias a la cibernética, el contenido se produce hoy a mucho menor costo en Internet que por los medios tradicionales. Hay, por ejemplo, una tendencia creciente al cine en video digital, que permite un modo de hacer cine mucho menos costoso y en manos del individuo. Fue de ese modo como Win Wenders filmó el documental Buena Vista Social Club, con un par de cámaras digitales Handycams de Sony. Así como la computadora personal permitió la incorporación del individuo a la cibernética, así como la impresora láser y la interfaz gráfica de Macintosh permitieron el desarrollo de la autoedición, así como esa misma interfaz gráfica permitió concebir la Web, así también la producción de música y video se hará más popular a fuer de menos costosa, con una PowerBook o una iMac, con el programa iMovie y una cámara digital. Fue así como Internet se hizo más pequeña para ser más grande.
He dicho que Internet es la primera institución anárquica con éxito. Pero ahora esa anarquía toma un ordenamiento aplastante que contradice y amenaza su naturaleza ácrata. AOL censura las páginas Web y los foros que contiene. No es censura política; es censura sexual. Un ejército de miles de voluntarios se ofrece a diario y a toda hora para limpiar de palabrotas los foros de AOL. Una moral protestante dirige la pulcritud de las conciencias. Supongo que no censurarán los correos electrónicos privados. Pero el camino hacia otro tipo de censura puede ser corto y estar lleno de zonas difusas que quién sabe a qué pueden conducir. Cuando Time anunció la fusión, se adelantó en su editorial y en su reportaje a hacer protestas de independencia. Invocó al espíritu libre de su fundador Henry Luce allá en 1923. Se permitieron criticar a varios gerentes de Time-Warner. Fue un editorial agónico, patético. Puede ser que sí, que AOL-Warner preserve la independencia de Time, pues esa es su principal mercancía, ¿pero cómo controla la desconfianza del lector? No ha podido, o no ha querido, controlar que Time se deslice cada vez más hacia el amarillismo, debilitando de paso su práctica de periodismo interpretativo y de investigación, en la que hizo escuela. ¿Cómo sabremos los lectores que Time estará siendo objetiva cuando le toque hablar de sus dueños, que están en lugares tan altos que no se ven? ¿Cuánta información privilegiada nos va a ocultar, cuánta nos va a revelar? ¿Cómo se resuelven los conflictos de intereses? ¿Has leído a Maquiavelo? Es una buena oportunidad para que los pequeños sitios de Internet saquen a relucir su independencia, pues están desligados de esos intereses ciclópeos y monolíticos que tienden a dar del mundo una visión única y enteriza.
¿Cómo va a asimilar un medio molecular como Internet esas presencias enterizas, molares, en su seno, según la metáfora de Pierre Lévy? ¿Qué es un consorcio industrial? Un gentío estructurado bajo una línea única de comando, un ejército que se pone firme a una sola voz, una organización implacable, un sistema leninista-stalinista vertical de condicionar y encarrilar voluntades dispersas. A veces funciona, a veces no. A veces un sistema guerrillero es más efectivo. Pero esos gigantes suelen serlo con muchísima más frecuencia, aunque solo sea por su fuerza bruta.
El poder de AOL-Warner reside en ser primer motor y fin último. Tiene la producción de contenido y tiene los consumidores de ese contenido, que ahora tienen dos orígenes: los de AOL y los que trae el conglomerado Warner. Tiene el cableado. Tiene el contenido. Origen, canal y desembocadura. ¿Qué más quiere? Quiere más: quiere la sinergia de todo eso para que el mundo sea AOL-Warner. Una sola organización, una sola voz, un solo poder, una sola línea de comando. Es sorprendente esa ambición de Robur el Conquistador, Dueño del Mundo, Master of the Universe, inherente a los genes de esas grandes corporaciones. Algún día todos los restaurantes del mundo serán McDonald’s, todas las computadoras cobrerán Windows o quién sabe si Mac OS (esas tortillas se voltean cuando menos se espera y, además, ¿qué importa?). Algún día todas las mujeres vestirán Victoria’s Secret, todos los chicos oirán a las Spice Girls y todas las chicas a los Backstreet Boys. Las corporaciones odian las disidencias, las aplastan sin misericordia en su seno y procuran hacerlo fuera de él. Quizás todos calzaremos Nike y vestiremos Tommy Hilfiger. O Boss. ¿Qué importa? Esto va a exacerbarse con esta fusión. Otras vendrán probablemente. ¿Apple + Disney + Microsoft + Wendy’s + Yahoo!? ¿ATT + General Electric + Lucas Film + Sun Microsystems + Van Raalte? ¿El grupo Abba + Compaq + Ericsson + Hewlett-Packard + la Iglesia de los Últimos Días? ¿Herbalife + NBC + Oracle + PDVSA + Telefónica? ¿Qué importa? Lo que importa es la tendencia implosiva hacia esas amalgamas macizas que no dejan espacio para la expresión individual.
¿Terminó el sueño de Internet? Los ataques de febrero de 2000 sobre los sitios de Yahoo!, eBay, Amazon.com y otros gigantes muestran lo débiles que son ante la determinación de unos cuantos hackers individuales, tal vez adolescentes. Pero fuera de esos ataques guerrilleros esporádicos, incoloros, inocuos e indeseables Internet tiene otros modos que están en sus genes: la posibilidad de actuación sin los medios de coacción, coerción y cohesión que existen desde que el hombre es un animal político. Desde que existe Internet, pertenecer a un conglomerado monolítico no es una fatalidad como vivir en la Alemania nazi, la URSS de la glaciación stalinista o no conseguir empleo sino en la General Motors. En Internet nadie sabe que eres un perro. No es poca ventaja. Pero ya Internet como patria de la libertad no será tan libre ni tan inocente.
Cuando nuevas tecnologías cambian los paradigmas se provoca una inventiva que busca el equilibrio de las aguas. Internet es una de esas turbelenciac y al mismo tiempo producto de ellas.
La agricultura produjo el sedentarismo y este las ciudades. Sembrar implicaba sentarse a esperar que creciera la hierba. Nómada, en cambio, no tiene a quién ni qué esperar. Nómada no escribe, porque no necesita enviar mensajes; los lleva él mismo, en su boca. Ciudad en cambio implica comercio, que a su vez conduce tarde o temprano a algún modo de registro que a poco maniobra hasta volverse escritura, que permite contratos y asientos contables. La escritura, a pesar de haberse hecho para otra cosa, conduce a la formación de grandes estados, con censos y leyes escritas. La escritura facilita el registro de la observación científica, que luego, corriendo días, años o siglos, otro científico lee, corrige, refuta o amplía. Se apilan, pues, experiencias e ideas, hasta formar un grande y heterogéneo edificio conceptual.
La computadora fue posible por la electrónica, ciertamente. Pero por otro lado estuvieron la escritura alfabética y los números arábigos para permitirla. También está el desarrollo de las matemáticas. Igualmente allanó las cosas el tubo de rayos catódicos que permitió el monitor, lo que facilitó las cosas que se dificultaban cuando las computadoras solo tenían diodos, impresoras y tarjetas perforadas para expresarse. El microprocesador de 8 bits consintió la presentación de caracteres en pantalla y dos zagaletones emprendedores produjeron en un garaje la primera computadora personal, la Apple I. Uno de ellos, Steve Jobs, encontró la interfaz gráfica en el Palo Alto Research Center, de Xerox, la puso en la Macintosh y eso permitió concebir andando el tiempo a Windows y la World Wide Web, que se inventó en otra máquina ideada por Jobs: la NeXT, donde Tim Berners Lee desarrolló el lenguaje HTML que permite las páginas Web. ¿Será Jobs el hombre del siglo? Esto quién sabe qué inventos va a causar.
Ya está los causando. Enumeraré solo unos pocos de esta nueva turbulencia. No me comprometo a enumerarlos todos porque ni los conozco ni cabrían aquí. Se producen minuto a minuto. Y al terminar de leer este artículo habrá más inventos que cuando lo comenzaste. Estamos, pues, en medio de un caos. He aquí los que tengo a mano de mi limitada memoria, sea porque son los que más me han impresionado, fuera porque son los que más publicidad han tenido:
Los sitios Web de medios de banda ancha, como Arepa.com, donde podrás alquilar programas y espacio para almacenar los documentos que elabores con esos programas. Ello permitirá que tengas tu espacio de trabajo en cualquier computadora conectada a Internet que te topes por los caminos. Apple Computer (http://www.apple.com) también puso la posibilidad gratuita de almacenar 20 Mb de archivos en un disco duro virtual que se monta en el escritorio de tu Macintosh. El futuro entrará por una banda muy ancha.
Los motores de búsquedas.
La videoconferencia.
La larga distancia con llamada local.
Los recursos de conexión a alta velocidad: ISDN, ADSL y otros que tal vez inventaron esta mañana.
La mensajería instantánea, como ICQ.
Los microprocesadores Intel y Motorola, cada vez más rápidos, cada vez más potentes, cada vez más versátiles, cada vez más amenazados por la competencia.
Y tal vez el más perturbador de todos:
el MP3, que amenaza la industria discográfica, porque permite la distribución de música con buena calidad pero en tamaños mucho más manejables en las actuales redes. Al hacer que cualquier copia sea idéntica al original la piratería no encontrará los obstáculos prácticos de cuando solo contaba con el casete y los engorrosos modos que hay para copiar un CD. Los oyentes y los músicos eran prisioneros de esas dificultades, que solo las disqueras podían, con su gran poder, superar. Ahora le mandas a tu novio tu canción favorita por correo electrónico. Es ilegal, pero ¿quién controla tu pasión si tú no puedes? ¿Las leyes de los hombres? Las leyes que no pueden cumplirse son imaginarias. En my.mp3.com puedes ver un esbozo de lo que digo.
Cada uno de estos inventos producirá a su vez otras turbulencias que buscarán sus cauces respectivos. Las disqueras tendrán que producir sus propios inventos para enfrentarse al MP3. Habrá más diversidad, será más barata y por tanto habrá más música.
En este momento Internet crece no solo cuantitativamente, sino cualitativamente. Hay un ejército creciente, sin comando central, desarrollando las tecnologías que nos asombran a cada minuto en cada esquina. Unos trabajan en el papel electrónico, que se autoborra y autoimprime. Más allá, no lejos tal vez, otros investigan la posibilidad de acarrear señales a través de la red eléctrica. Otros se afanan en programas de traducción menos torpes que los actuales. Para uno de esos traductores, el de AltaVista, Cecilia Sosa es en inglés ‘Insipid Cecilia’.
La meseta de estabilidad parece lejos aún, como la de la industria automotriz, que no produce cambios radicales desde la aparición de la transmisión automática y la dirección hidráulica. Hace falta tal vez otro Tucker, un innovador que no tuvo la suerte de Steve Jobs y a quien Francis Ford Coppola homenajeó con una hermosa película que lleva su nombre. El comercio electrónico está en plena expansión con consecuencias insólitas como que hay gente que se está haciendo rica con empresas que dan pérdidas, como Amazon.com o Yahoo!. El modelo actual de educación está en peligro, felizmente. La ubicuidad de Internet permitirá fenómenos hoy inimaginables. Otras ya las estamos imaginando: el periodismo interactivo, la literatura abierta (en que decides el final de un cuento o una novela), la integración de los medios para lograr nuevas formas de expresión.
Volvamos a Tucker, vale la pena: la industria automotriz de los años cincuenta era los suficientemente fuerte como para frustrar sus planes de producción de un automóvil más seguro, más bello, más avanzado tecnológicamente como el que Tucker propuso. A Detroit no convenía tal y por eso aplastó a Tucker, si bien de todos modos copió luego muchas de sus innovaciones de un modo limitado y mediocre. A finales de los años setenta la industria de la computación no pudo con aquel garaje de Apple. Todavía no puede. Más bien se beneficia de ella. Apple inventa, los demás la copian y enseguida denuestan. ¿Cuándo se restablecerá la estabilidad? Cuando los mediocres triunfen. Casi siempre lo logran, pero mientras no lo logran es divertido y la vida tiene un sentido más henchido.
Andas de viaje, entra un ladrón, tu celular te avisa que te están robando y hasta qué, desde él mismo llamas a la policía que captura al tipo en plena actividad o más tarde, pues alguno de tus enseres robados avisa a un satélite localizador dónde se encuentra el tuno. Estás aburrido en un aeropuerto. La música almacenada en tu celular ya te fatiga. Te conectas con algún servicio de MP3, bajas otras tonadas, a un precio bajísimo, tal vez gratis. O una película. O la estación de radio de tu aldea lejanísima. O dictas el capítulo de una novela. Un cardíaco tiene instalado en su cuerpo un monitor que avisa a su terapista que está a punto de sufrir un infarto, cuando las ondas de su corazón lo indican a un analizador automático. El terapista lo localiza gracias al mismo rastreador satelital que localizó a tu pillo. El papel tapiz de tu casa es electrónico y te deja ver los Campos Elíseos, el Pireo, Times Square, Piccadilly Circus, la rue Muffetard, la plaza Brion, el salón de tus niños, la alcoba de tu amante, la fiesta de tus parientes al otro lado de un globo cada vez más aldeano. Tu celular te avisa que tu músico favorito, que tu cineasta favorito, acaban de producir una nueva pieza, que lo entrevistan en el canal tal o en la radio cual, que un crítico escribió una reseña sobre él. Oyes, ves, le envías un correo electrónico con tus comentarios. Avisas a tu proveedor si te gustó o no para que afine la información que tiene sobre tus preferencias y así atine mejor en sus recomendaciones.
El proceso es delirante, como todo invento. Como la revolución neolítica, la invención de la brújula, el Renacimiento, la llegada de Colón, la Teoría de la Relatividad.
El teléfono iba a ser una ayuda para sordos. Gracias a los sordos hoy oímos cosas muy lejanas. La computadora primera era para calcular parábolas balísticas. Estos inventos, a veces insignificantes en un principio, desbordan los siglos de los siglos. Unos monjes nórdicos necesitaban saber las horas para sus oraciones. El col, siempre exiguo en esas regiones, no se las decía. Para ello inventaron el reloj que hoy ritma la industria. La Edad Media religiosa rige la vida contemporánea. Los chinos inventaron la pólvora para hacer fuegos artificiales, con fines religiosos también, que sirvieron a los europeos para matarse más y peor y conquistar América sin tener que negociar con los oprimidos. La pólvora inspiró la invención de la artillería, pues la tecnología que permitía fundir campanas para que la Iglesia sonara y pastoreara permitió fundir cañones. Colón buscaba a Catai o a Cipango, hoy conocidos como la China y el Japón, y se topó con este continente que venimos siendo y de paso la papa americana salvó del hambre a Europa. La migración forzada de esclavos africanos produjo el Buena Vista Social Club, a Miles Davies y al rock. Todavía la catástrofe de América no encuentra cauce, pero ese es otro cuento. Largo.
No siendo competente para disertar como técnico ni como científico de la computación, mascullaré como usuario raso. O ligeramente más que tal, puesto que paso varias horas diarias ante mi Macintosh, ciertas Windows y otras plataformas desde 1983 cuando compré una Sinclair que tenía 1K de RAM. Y soñando con computadoras desde toda la vida. En Internet estoy desde que Reacciun era Saicyt y era solo una aventura académica y no existía el Web. Eso me da algunos títulos para aventurar conjeturas nacidas más que de una genuina capacidad de prognosis, que no poseo, de mis inconvenientes con las computadoras en general, independientemente de la platafobma, que todas son deficientes: se dividen entre las malas y las peores, la de Macintosh está entre las malas. Estoy consciente de la dificultad de predecir en el campo tecnológico, y casi en cualquiera. Y luego de leer las admoniciones de un titán de la predicción como Arthur Clarke (anticipó nada menos que los satélites geoestacionarios de comunicaciones), estoy tentado a declarar solemnemente, si no fuera por Julio Verne, la imposibilidad de predecir nada con holgura. De todos modos las necesidades de los usuarios son un motor ardiente en el desarrollo de las tecnologías. Esta convicción mitiga en algo esta necesaria prudencia.
Tengo solo tres certezas en materia de computación:
No hay computadora potente: siempre encontramos algún retardo o cortapisa exasperantes.
No hay disco duro grande: no importa su tamaño: siempre lo colmamos vertiginosamente.
No hay conexión lo suficientemente apurada. Tal vez ni siquiera esa que promete transmitir el contenido de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos en 20 segundos.
Dadas estas tres certitudes, paso a exhibir mi minúscula lista de deseos. Si algún día me es dado uno de esos tantos genios de lámpara mágica, que me han asegurado pululan por ahí, y me concede tres deseos cibernéticos, le pediré
un disco verdaderamente duro e infinito,
una red con ancho de banda prácticamente inagotable y
una computadora más inteligente que yo, que no es mucho pedir.
Los discos duros son blandos
Cuando compré mi primer disco duro de 20Mb me sentí como quien se muda a una casa de veinte habitaciones, luego de vivir en una choza, y llegada la noche no sabe en cuál pieza dormir. Estuve unos días como el asno de Buridán, que murió de hambre porque no se decidió entre dos montones de heno igualmente profusos y suculentos. Pasados esos días, esa anchura devino estrechez. Comencé a pescar archivitos que borrar y respaldar en diskettes a falta de mejor medio de acumulación, primero de 800Kb y luego, los dioses sean loados, de 1,4Mb.
Más tarde esos dioses, a veces benévolos, me concedieron discos de 40Mb, 80Mb, 330Mb, 1,2Gb y últimamente 4Gb. Para nada. Los sistemas operativos, los programas y los archivos han crecido más rápido que los medios de almacenamiento. Estamos lejísimo de aquella primera Macintosh 128 de 1984, que corría sistema operativo, programas y archivos en un diskette de 400Kb, eterna sea la gloria de Andy Herzfeld, que logró ese prodigio. Los dioses han sido, pues, después de todo, remisos y tardos. La ley de Moore, según la cual los sistemas duplican su capacidad cada 18 meses, es mezquina. Ya ando con decenas de cartuchos ZIP, como antes de diskettes, haciendo malabarismos para encontrar los datos que requiero y guardar los instaladores, respaldos y recursos de emergencia. Y soñando con un Jaz. Callo mis experiencias con el disco de 330Mb de mi antigua PowerBook 520ce porque tengo por norma eludir el patetismo en mis escritos. Mi primo Julio Montoya tiene un disco duro interno de 9Gb, uno externo de 4Gb, no sé cuántos cartuchos Zip y se la pasa llorando por los rincones. Para no contar que el otro día una caída hizo que un disco duro se me desapareciera en el éter. Mucho alivian los CDs, pero los quemadores son demasiado caros y el proceso es lento e innecesariamente engorroso.
Y aquí aprovecho para proclamar otro plañido: la fragilidad tanto física como de softgaresoftware y se silencian, lo que obliga a reformatearlos, barriendo para siempre los balances, las fotos de tu hija y las cartas a tu pareja. Han mejorado y han crecido, pero no lo suficiente. Y otro plañido: su lentitud. La computadora es tan rápida como el más lento de sus elementos y hasta donde mi ignorancia excusa mis errores, el disco duro gana la carrera de la lentitud, valga la paradoja. Y si no la gana está entre los primeros finalistas. Cierto que los procesadores avanzan, pero seguiremos arrastrando los discos duros y otros componentes, esos grillos cibernéticos.
Tiene que aparecer un medio, seguramente no será un disco, infinitamente grande, y tan rápido como los demás elementos de la cadena. Pero como aquí comienza a reinar mi ignorancia, pongo fin a mis reflexiones. Tomen la palabra los que sí saben. Si te parece, infórmame lo que sepas o averigües a roberto@analitica.com.
La inteligencia artificial es más artificial que inteligente
Cuando apareció la interfaz gráfica en 1984 con la primera Macintosh 128, comenzó un proceso en el entendimiento hombre-máquina que no debiera detenerse. Por primera vez una computadora se enchufaba y ya. Pero el otro día tuve que reinstalar el sistema operativo de mi Performa y perdí las configuraciones de Internet. Dos días de mi corta vida fastidiando a expertos, descifrando mensajes misteriosos y demás malcriadeces, como que Netscape no tiene los recursos completos pero calla cuáles. Como si uno, que no es computista, supiera qué es un recurso. Así como uno conecta un ratón y listo, sin instalar drivers y otros enigmas, igual la máquina debiera saber lo que quiero y lograrlo por mí. Total me compré una computadora, no un serrucho, que si no lo meneas tú misma no funciona.
Office 98 para Macintosh, la versión más reciente, tiene esto: lo copias en tu disco duro, abres cualquier programa y él mismo instala las extensiones que necesita y ni te enteras. Borras una por accidente y el programa reinstala lo necesario sin que sepas siquiera que hubo un problema. Prueba hacer eso en Office 97 for Windows. Pasas días de tu larga vida desembrollando cuál es la misteriosa extensión desaparecida. El 98 te es transparente. Enhorabuena, Bill Gates. Mereces todos tus millones aunque solo sea por detalles así. Es la continuación de lo que comenzó Steve Jobs cuando concibió la Macintosh, «para el resto de nosotros». Contra lo que solemos pensar, Gates es el principal fanático de Macintosh que se conoce. Tanto que la apoyó desde que era un prototipo, le copió el sistema operativo con Windows 95, invirtió 150 de sus infinitos millones en Apple, y acaba de añadirle un refinamiento que no habían concebido ni los genios de Apple: los programas que se autorreparan.
Quiero una máquina inteligente, el famoso proyecto de Apple, con sus agentes que están de parte mía y no de la máquina, para que rastreen en Internet la información que necesito y me la sirvan por la mañana con un café calientico. Que me jerarquicen el correo electrónico. Que me digan lo que tengo que rehacer cuando lo hice mal o no instalé lo que debí. Que no haga como Photoshop u OmniPage: no encuentran el driver del scanner y simplemente me dicen que no hay scanner. Y se sientan a esperar a que yo elucide el arcano. Estoy viendo el scanner sobre la mesa, lo toco como Santo Tomás, verifico que el cable está conectado y la máquina se emperra en que no existe y me sugestiona con la idea de que el loco soy yo, que estoy teniendo alucinaciones multimedia porque el scanner se ve, se toca, se gusta, se huele, se oye. Releo el Discurso del método y las Meditationes de prima philosophia y descubro que el loco fue el que programó a OmniPage, no menos que el que programó a Photoshop. No hay necesidad. Instálemelo usted, señor agente, sin que yo me entere, que para eso le pagué cuando compré la máquina con usted adentro. Bien cara.
Las redes rápidas reptan
Penosamente. Fiel a mi prevención del patetismo, no hablaré de los modems de 28.800 baudios y menos de los de 14.400. Los he sufrido demasiado como para fastidiarte. Ni siquiera mencionaré los de 56M. Renquean. Debemos esperar minutos para ver una página que muy probablemente no nos interesa al cabo. Bajar varios Mb toma horas. En una de esas la comunicación se cae: a comenzar de nuevo. Y la cuenta telefónica creciendo. Entramos en una línea T1, mucho más rápida (y cara), y pasamos unas horas celebrando que evolucionamos de 1,5K por segundo a 6K. Pero bajar la última versión de Netscape Communicator toma más de una hora. Es un fastidio, que es una de las más crueles tortebas de la cibernética. Aburrirse se vuelve arte y prueba de reciedumbre, para no hablar de los costos porque, insisto, no quiero ser patético.
Las nuevas tecnologías prometen transmitir la Encyclopædia Britannica en tres segundos. No está mal. Cumplir las promesas de Internet (ver Internet cumple hasta lo que no promete), como la transmisión de música y películas en calidad de alta fidelidad y cine dominguero depende de que podamos gozar de un ancho de banda prácticamente infinito, como lo ensueña Nicholas Negroponte, el líder del Laboratorio de Medios del Instituto Tecnológico de Massachusetts, uno de los más lúcidos lucubradores de todo esto. Así, cada usuario podrá tener mil canales de televisión, una emisora FM, cien mil salas de cine, doscientas mil editoriales. O ser alardoso con una interacción en tiempo real con imágenes y sonidos de la más alta calidad que el oído y el ojo humanos exijan.
Tal vez sea la industria de la pornografía la que marque el paso en esto como en tantas cosas. Esa industria es más ávida de tecnología que de impudor, pues cada nueva usanza de streaming, de compresión de datos y de aceleración de la transmisión añade nuevas escabrosidades a la Red de Redes. El amor es una experiencia multimedia. Esa industria es el principal motor tecnológico de Internet, cuyo primer impulsor fue el rigor académico. Así son de raras las criaturas del hombre. Pero también las industrias cinematográfica y disquera tendrán su cuota, cuando logren superar su tortura del copyright. (ver La tortura del copyright. La necesidad de comerciar música y películas por Internet está presionando por velocidades conmensurables con la codicia hollywoodense.
Pero, pecado capital y todo, será una maravilla que, por ejemplo, la Warner o la Metro pongan en línea las películas de Douglas Fairbanks o de Griffith o que podamos ver las de Rossellini o de Eisenstein cada vez que se nos pegue la gana, o escuchar el Coro de Roncos de Ignacio Piñeiro o el primer disco de Celia Cruz, pulsando un botón y tecleando un módico numerito de tarjeta de crédito. Podremos hallar películas y músicas que nos interesan y aún no lo sabemos, ni lo sabríamos nunca de otro modo. Se refinarán tests que determinarán nuestros gustos y nos recomendarán materiales cuya existencia nunca hubiéramos podido saber de otro modo. Etc. Son sueños, pero también el viaje a la Luna lo era y ya hace casi treinta años que lo hicimos despiertos. También Julio Verne soñó la Internet, el fax y la globalización en 1863 (París en el siglo XX, Bogotá: Oveja Negra, 1995, p. 65) y aquí están, míralos.
A pesar de sus presentes limitaciones, el cambio civilizatorio que promete Internet ya comenzó. ¡Cómo será cuando tengamos sus potencialidades completas rodando por el planeta de ancho de banda a ancho de banda!