La sorpresiva divulgación en los medios
oficiales de algo que ha ocurrido silenciosamente en ocasiones anteriores
(envenenamiento por etanol), pudiera responder a varios factores relacionados
entre sí: la conveniencia de cumplir la orientación gubernamental a la prensa
acerca de dar cobertura informativa a la “lucha contra la corrupción”, el
interés de ofrecer la imagen de un gobierno sensibilizado con lo que acontece en
la sociedad, mostrar la presunta efectividad de las instituciones de la salud y
del orden interior para enfrentar estas adversidades , aprovechar los hechos
como escarmiento moralizante, entre otros motivos que seguramente se me
escapan.
Por supuesto, noticias como éstas deben divulgarse siempre en la prensa, amén de segundas o terceras intenciones relacionadas con las coyunturas políticas y estratégicas del gobierno, solo que sería mucho más efectivo hurgar en la esencia del asunto y no solamente en su efecto externo e inmediato. Porque de lo que se trata aquí no es del simple caso de personas inescrupulosas que trafican sustancias tóxicas para el consumo de algunos grupos de individuos de los sectores menos favorecidos de la sociedad, sino de la conjunción de muchos males de la realidad cubana actual, expresados en una situación de la cual autoridades y medios oficiales son también parte y corresponsables.
Este suceso ocurrido en un barrio habanero nos coloca ante la punta de un iceberg de una crisis generalizada por el descalabro económico, el fracaso de la utopía, la ausencia de perspectivas, la desesperanza y la pérdida de valores. La descomposición general del sistema se refrenda en todas las esferas y niveles de la vida nacional, superando con creces la capacidad gubernamental para enfrentar la crisis. Es la metástasis de un “modelo” mortalmente enfermo, imposibilitado de curar la insalubridad moral de la nación.
Esta vez se combinaron la corrupción galopante, la extendida adicción al consumo de alcohol y el bajo poder adquisitivo de sectores muy humildes de la población, factores todos que favorecen el tráfico de diversas sustancias tóxicas, así como de otros productos de índole tanto o más macabra, como el conocido caso del tráfico de grasa humana sustraída del crematorio de Guanabacoa y comercializada como grasa comestible en el mercado ilegal, ocurrido pocos meses atrás, o de la venta de carne de animales robados de laboratorios y portadores de diversas enfermedades. Solo en las deterioradas condiciones de Cuba o en sociedades tan deformes como la nuestra se podrían producir hechos similares.
El comercio ilícito de alcohol está ampliamente extendido en la Isla. En la capital, casi la totalidad de los barrios populares cuentan con uno o varios expendedores de estas bebidas, procedentes tanto de alambiques clandestinos como del robo de las redes legales de almacenes y comercios. El gracejo criollo ha bautizado estos brebajes con diferentes nombres que traducen en la norma del lenguaje marginal los efectos de su ingestión: mofuco, risa e’tigre, el hombre y la tierra, chispa e’tren, y otros similares. Se trata de un tráfico y consumo que, si bien siempre han existido, se expandieron a partir de la crisis de la década de los 90’, cuando incluso la cartilla de racionamiento, incapaz de mantener los relativamente considerables subsidios de años anteriores, garantizaba una cuota de ron mensual para cada núcleo familiar.
El alcohol afecta la memoria
Por eso, pocos cubanos recuerdan aquellas reuniones semanales de los dirigentes del Partido y del Poder Popular, televisadas cada martes, a las que el ingenio popular bautizó como “Reunión de los Gordos” debido al rozagante aspecto de sus protagonistas en contraste con la población enflaquecida y hambrienta, en una de las cuales el entonces Primer Secretario del Comité Provincial del PCC, Jorge Lezcano, expresó cínicamente que “lo que no podía faltar a la población era el ron”. El consumo de alcohol fue, pues, una política oficial destinada a embotar el pensamiento de las masas: alcohol para olvidar las frustraciones en medio de las peores carencias que recuerda la historia cubana de la última centuria.
Con el paso de los años no han mejorado las expectativas sociales y se ha incrementado el consumo de alcohol, a la vez que ha disminuido notablemente la edad promedio de sus consumidores. En un país donde la vida ofrece más frustraciones que expectativas no es de extrañar que el alcoholismo haya alcanzado niveles francamente alarmantes.
Por ahora, el caso de los beodos de La Lisa ya ha salido de los medios y pronto será olvidado entre efluvios etílicos y otros imperativos. No sabemos si las víctimas sobrevivientes serán los cornudos y apaleados del momento, y como tales, inculpados por el delito de receptación. Tal vez los trabajadores que sustrajeron el alcohol metílico de un almacén propiedad del Estado y los encargados de la dirección y administración del mismo serán los chivos expiatorios más castigados en esta ocasión. Las responsabilidades serán depuradas solo hasta un nivel razonable. De cualquier manera, cada quien volverá a beber lo que pueda y la saga de ilegalidades continuará su marcha indetenible, mientras los máximos culpables de tanto desastre continuarán impunes.