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General: REGRESO A LA MONEDA , 40 AÑOS DESPUÉS
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De: Ruben1919 (Mensagem original) |
Enviado: 08/09/2013 07:23 |
Regreso a La Moneda, 40 años después
El aniversario del golpe de Pinochet coincide con la publicación de libros con nuevos detalles sobre los últimos días de Allende
Puntualmente cada 11 de septiembre, la historia regresa al palacio La Moneda de Santiago de Chile, donde Salvador Allende se suicidó hace 40 años con un fusil regalado por Fidel Castro. La aviación golpista y la traición demolían el edificio de la calle Morandé cuando el presidente se sentó en un sofá palaciego, apoyó la barbilla sobre la bocacha del arma, apretó el gatillo y saltaron por los aires el cráneo de un hombre decente y una democracia revolucionaria. Llovía sobre mojado. No era la primera vez que Estados Unidos había promovido en América Latina el derrocamiento de presidentes insumisos: dos rebeliones militares alentadas por la CIA derribaron a Jacobo Arbenz, en Guatemala, en 1954; a Juan Bosch, en República Dominicana, en 1963, y un año después al brasileño João Goulart.
Consumada la vileza del general Augusto Pinochet y la deslealtad de los temerosos, a las 11.50 de aquella jornada fatídica, dos aviones abrieron fuego contra La Moneda con cohetes que perforaron los muros del edificio neoclásico y quebraron las paredes de salones y despachos. Los gases lacrimógenos asfixiaban a medio centenar de fieles. Entre cascotes y gritos, se cubrían como podían. Sin suministro eléctrico, ni esperanzas, con el palacio en llamas, el presidente se despidió de sus colaboradores y amigos. No tenía sentido su inmolación. Pero otras eran las intenciones del generalato insurrecto. “Tenemos que matarlos como ratas, que no quede rastro de ninguno de ellos, de Allende”. La criminal iracundia del almirante Patricio Carvajal fue conocida al quedar inadvertidamente abierto el sistema de comunicación entre el puesto de mando de la sublevación y las unidades asaltantes.
Aquel cuartelazo reunió todos los ingredientes de las tragedias griegas: traiciones, cobardías, intrigas, asesinatos y muerte, según el cardiólogo Óscar Soto Guzmán, sobreviviente de La Moneda, médico personal del presidente y autor del libro Allende en el recuerdo, que se publica en el 40º aniversario del golpe. Relata las reacciones de Allende ante los acontecimientos que le tocó vivir. También Soto debió reaccionar. “Hablo con mi esposa Alicia; ella me dice: ‘Se anuncia por radio que van a bombardear el Palacio’. ‘Así es, le respondo’. ‘¿Qué vas a hacer?’. ‘Me quedaré aquí, en el Palacio’, le dije. Alicia calló, pero entendí que compartía mi decisión”. El golpe le cambió la vida. La salvó, pero en el exilio de México, Cuba y España, donde reside con su familia.
“Misión cumplida. Presidente muerto”
Los primeros soldados entraron por la puerta de la calle Morandé y detuvieron a varios de los defensores, entre ellos al doctor Óscar Soto, a quien ordenaron que avisara a Allende y a sus acompañantes de que tenían diez minutos para salir desarmados. “Presidente, la primera planta está tomada por los militares. Dicen que deben bajar y rendirse”, le informó. “Allende nos pidió que nos entregáramos”, señaló el doctor Patricio Arroyo. “Entendí claramente que esto corría para nosotros y no para él. No recuerdo si lo dijo o no, pero todos entendimos lo mismo: él no saldría vivo de ahí...”.
“Se improvisó, con un delantal médico, una bandera blanca; atada a un palo, fue sacada por la puerta de Morandé 80. La Moneda estaba rodeada por todos lados. Los militares aceptaron la rendición y exigieron que bajáramos en fila india y con las manos en la nuca”. Con el palacio semidestruido, en llamas y sin suministro de electricidad, Allende se despidió personalmente de cada uno de ellos y detrás de Óscar Soto, empezaron a salir. El presidente regresó al salón Independencia.
El único testigo de su muerte es el doctor Patricio Guijón. Mientras sus compañeros iban bajando hacia la puerta de Morandé, a Guijón se le ocurrió regresar a buscar su máscara antigás para llevársela a su hijo como recuerdo. “En un momento determinado me encuentro frente a una puerta ubicada en ese pasillo, la que por lo general se mantenía cerrada, no obstante en esta ocasión estaba abierta e instintivamente miré hacia el interior de esta habitación, observando que al fondo de esta, en la muralla que daba hacia Morandé, a seis o siete metros de distancia, estaba el presidente Allende, sentado en un sofá con una metralleta en sus manos, instante en que escuché y vi que se disparó, saliendo eyectado parte de su cráneo y masa encefálica, en dirección al techo de la habitación y la pared posterior. Instintivamente me acerqué a ver cómo estaba y le tomé el pulso. No había nada que hacer”. El doctor Patricio Guijón permaneció al lado del cuerpo inerte unos diez o quince minutos, hasta que llegaron primero dos militares y después el general Palacios, quien comunicó a sus superiores: “Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto”.
Extracto de Allende, la biografía, de Mario Amorós (Ediciones B), que se publica el 11 de septiembre.
El 11 de setiembre de 1973 terminó a sangre y fuego el Gobierno de la Unidad Popular (UP), una coalición de izquierdas que pretendió construir, quizás con demasiadas prisas, una sociedad más justa en un país profundamente injusto. Chile era entonces una nación parlamentaria, pero de oligarquías poderosas, reaccionarias, y multinacionales con derecho de pernada: la norteamericana ITT (International Telephone & Telegraph) era dueña del 70% de la telefonía chilena. El poder económico y mediático y la cruzada internacional de Estados Unidos contra el peligro comunista quedaron definitivamente hermanados con la aceleración de las reformas de la UP. La agraria levantó ampollas.
El historiador español Mario Amorós, que ha publicado Allende, la biografía después de 18 años de investigación sobre su figura y trayectoria, sostiene que la “vía chilena al socialismo” fue derrotada por una agrupación de causas: la estrategia de la oposición de bloquear cualquier iniciativa gubernamental en el Congreso, en el que tenía mayoría absoluta, el fomento de la crisis económica y del desabastecimiento, y la movilización anticomunista de las clases medias y sectores estudiantiles; incluso de la aristocracia obrera. La agresión de Estados Unidos y la derrota de los sectores constitucionalistas de las Fuerzas Armadas completaron la pinza, según Amorós, cuya obra, redactada desde la militancia política del autor, ligado al PCE, es imprescindible.
Pero algo mal debieron hacer el presidente y su Gobierno para que fuera posible tal coalición de fuerzas opositoras. Conmovido por su muerte, el secretario del Partido Comunista Italiano (PCI), Enrico Berlinguer (1922-1984), llegó a una lúcida conclusión: las transformaciones pretendidas por Salvador Allende, que había ganado las presidenciales de 1970 con el 36,3% de los votos, eran de tal calado que una mayoría simple no era suficiente para aprobarlas, ni siquiera con el presidencialismo consagrado en la Constitución de 1925. Los cambios exigían mayorías parlamentarias cercanas al 70% y amplios consensos sociales. Esa ecuación, sin embargo, era casi un imposible en el Chile de las injusticias distributivas y la guerra fría entre Estados Unidos y la URSS. Cuatro decenios después, el golpe cívico castrense de 2002 en Venezuela, y su actual atrincheramiento, las intermitentes sublevaciones criollas en la Bolivia indigenista o incluso el conflicto egipcio parecen resucitar aquellas reflexiones eurocomunistas.
“El golpe contra Allende, que crecía en cada elección, lo dieron las clases altas, las oligarquías, con la ayuda de un Henry Kissinger (secretario de Estado de Richard Nixon) muy inteligente y con dinero. En una redada de camioneros en huelga, y les pillamos ¡con billetes de 1.000 dólares en el bolsillo!”, recuerda Danilo Bartulín, médico personal y amigo de Allende, cuyo cargo oficial era médico jefe de la Presidencia de la República. Bartulín durmió en una habitación contigua el año de la crispación, y respondía las llamadas telefónicas del gobernante durante su descanso. Le acompañó en viajes y en horas cruciales y solía jugar al ajedrez con el mandatario hasta las dos de la madrugada. “Déjate ganar para que se vaya a dormir”, me decía. Fue torturado y encarcelado durante dos años tras su detención en La Moneda.
La última intentona para evitar el cuartelazo se desarrolló la noche del 17 de agosto en casa del cardenal Silva Henríquez, anfitrión de una cena entre el presidente y jefe de la Democracia Cristiana Patricio Aylwin, que acusó a Salvador Allende de destruir la democracia y conducir a Chile hacia la ruina económica y la dictadura del proletariado. “Yo le esperaba en el coche”, recuerda ahora Bartulín. “Al llegar, hacia las dos de la madrugada, me dijo: “No quieren nada. Nos niegan el pan y la sal’. Entonces yo le dije: ‘Vamos a la Cumbre de Argel (del Movimiento de Países no Alineados, del 5 al 9 de septiembre de 1973), pero usted pasa por el Vaticano y le pide una audiencia al Papa para que la democraciacristiana se ablande’. Le parece bien la iniciativa y se prepara un avión para unas veinte personas. La idea se mantiene, pero hubo voces que alertaron: ‘¿Y si dan el golpe cuando estemos fuera?’. Finalmente, Allende no fue ni a la Cumbre de Argel ni pidió audiencia a Pablo VI porque los acontecimientos se precipitaron”.
La subordinación de las Fuerzas Armadas al poder civil durante cuatro décadas había contribuido a asentar el mito de su “profesionalidad”, asumido de manera acrítica por Salvador Allende y amplios sectores de la izquierda, según explica Amorós en su libro. En el caso de un golpe de Estado, la Unidad Popular confiaba en que una parte significativa de los militares cumpliera con sus deberes constitucionales, pero no ponderó adecuadamente la vinculación técnica, económica e ideológica del estamento castrense chileno con Estados Unidos, que se remontaba a 1947, año de la firma del Tratado Interamericano de Mutua Defensa. “Por otra parte, el Informe Church reveló que, entre 1966 y 1973, 1.182 oficiales chilenos se adiestraron en centros militares de este país, donde les inculcaron la anticomunista Doctrina de Seguridad Nacional y les enseñaron terribles métodos de tortura que se pusieron en práctica a partir del 11 de septiembre de 1973”.
Sobran las pruebas sobre la cobertura norteamericana del golpe. Peter Kornbluh, director del National Security Archive’s Chile Documentation Project, consiguió que se desclasificaran más de 24.000 documentos secretos de la CIA y la secretaria de Estado. Los más importantes se reproducen en el libro Pinochet: los archivos secretos, ahora reeditado y ampliado (Crítica). La participación de Estados Unidos en la asonada fue tan determinante como la derechización de la Democracia Cristiana, muy cercana a la UP bajo la dirección de Radomiro Tomic. “Desgraciadamente, desde la fecha de la elección de Allende, la actitud del expresidente Eduardo Frei fue la de un energúmeno, que hizo suyo todo el discurso anticomunista y antipopular de la extrema derecha chilena y de los círculos del Gobierno norteamericano, sensible a las posiciones de sus empresas transnacionales. Se olvidó del socialismo comunitario”, señala Óscar Soto.
La Democracia Cristiana perdió su sensibilidad social y Salvador Allende, la vida. ¿Hubiera podido conservarla? “Yo le tuve preparado dos operativos para que saliera vivo de La Moneda”, recuerda Bartulín. “Teníamos casas clandestinas para esconderlo. Propuse su salida en una pequeña reunión. Todavía no habían bombardeado. Hablé con gente del Ministerio de Obras Públicas que es donde estaban los coches y había un montón de gaps (Grupo de Amigos del Presidente). Ellos dijeron que podíamos salir cuando quisiéramos porque todavía no había toque de queda y los coches podían circular. Allende me dijo: ‘Bien, ten preparado el operativo’. Entonces algunos dijeron que no, que había que resistir hasta el final, hasta la muerte. Yo decía que mejor un Allende vivo que muerto, y que yo me quedaba. El plan era que tres coches salieran de La Moneda con Allende en uno de ellos, sin que nadie pudiera identificarle. Los que se quedaran seguirían disparando para disimular la salida de Allende. Si hubiera seguido vivo podía haber cambiado la historia”.
Pero el ánimo de Allende y sus leales sufrió un bajonazo cuando Augusto Olivares, director de la televisión nacional, se pegó un tiro en la sien. El abatimiento de La Moneda contrastó con la satisfacción de los jefes golpistas con el desenlace de su bombardeo y asalto al palacio presidencial. Carvajal informó sobre la muerte de Allende a Pinochet y Gustavo Leign, comandante de la Fuerza Aérea, en esta grotesca comunicación: “Hay una información del personal de la Escuela de Infantería que está dentro de La Moneda. Por la posibilidad de interferencias, la voy a transmitir en inglés: ‘They said that Allende committed suicide and is dead now’. Díganme si entienden”. Pinochet: Entendido. Leigh: Entendido perfectamente”.
“Bajen todos. Yo seré el último”
Bruscamente, la puerta de la calle Morandé 80 (del Palacio de la Moneda) es derribada y unas dos decenas de soldados invaden el vestíbulo. Llevan fusiles y se identifican con un paño en el cuello de color naranja. Violentamente nos golpean en los costados del cuerpo y nos arrojan uno encima del otro en la vereda inmediata a la puerta de Morandé. Desde el Ministerio de Obras Públicas no dejan de dispararles y nos encontramos en un fuego cruzado, con serio peligro de ser heridos. Un suboficial, que porta lentes ópticos con la mitad de uno de los cristales roto, me coge por un brazo y me levanta. “¿Quién es usted?”, me pregunta. “Soy el doctor Óscar Soto”, respondo de inmediato. “Doctor, suba a la segunda planta y dígale a sus compañeros que tienen diez minutos para rendirse, que bajen desarmados”.
Subo la escalera y cuando me faltan aproximadamente unos diez escalones veo al presidente Allende rodeado de mis compañeros. Me ve aparecer y me dice: “¿Qué pasa doctor?”. Respondo: “Presidente, los militares han invadido ya la primera planta y nos dan diez minutos para bajar”.
Durante un instante me mira profundamente desde lejos y siento que será definitivo, se acerca el final. Le escucho: “Bajen todos. Dejen las armas y bajen. Yo seré el último”. En fila india, mis compañeros bajan, yo sigo mirando al presidente que se escurre en dirección al salón Independencia. Al atravesar la puerta de Morandé 80 soy empujado, con las manos detrás de la nuca, a apoyarme en el sólido muro del palacio. Detrás de mí, alguien solloza. Es Enrique Huerta, el intendente de palacio. “¿Qué pasa, Enrique?”, inquiero. “El presidente ha muerto”, me dice desolado. Ha entrado al salón Independencia, se ha sentado en un amplio sillón de tapiz rojo, y se ha suicidado. Ha estado solo. Ningún militar ha llegado aún a la segunda planta.
El doctor Rogelio de la Fuente Gaete, en su libro Detrás de la memoria (México, 2008), resume con acierto la llamada batalla de La Moneda: “Políticamente, una traición. Humanamente, un genocidio. Éticamente, una ignominia. Militarmente, una inepcia”.
Extracto de Allende, en la memoria, de Óscar Soto (Ediciones Sílex), ya está a la venta. 16 euros.
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Ricado Lagos: “En Chile, la dictadura nos robó lo mejor de nuestras vidas”
El próximo 11 de septiembre se cumplen cuatro décadas del golpe de Estado en el que el general Pinochet se hizo con el poder en Chile
El expresidente Ricardo Lagos repasa en sus memorias su lucha contra el hombre “que nos robó 17 años de nuestra vida”
Es un político Ricardo Lagos. A veces parece que los políticos son siempre cuadrados e imbatibles, seres que no se manchan por fuera, persuasivos y locuaces, pendientes de su imagen impecable, ayudados por infalibles guardaespaldas.
Este chileno de 1938 es extraño en esta especie de los que ejercen este oficio. Por ejemplo, publicó unas memorias (Así lo vivimos, Taurus, que ahora se edita en España) que redactó él mismo, y eso, que redacte unas memorias un mandatario o un ejecutivo de cierto rango, resulta raro en su universo. No son, además, las memorias del poder y de la gloria, sino de la resistencia y de la vida, del dolor, del fracaso y de la acción de gobernar y de la acción de oponerse a una dictadura. Y Lagos es raro también porque cuando toca llorar llora y no lo hace sin querer.
Al hablar de su experiencia en la lucha, clandestina o abierta, contra el dictador Pinochet, que sacó del poder por la fuerza bruta a Salvador Allende, este hombre sollozó, luego se contuvo, se ayudó de las manos para precisar una idea en el aire, como si quisiera atajar la lágrima, y ahí quedó el sollozo, lo atajó en el penúltimo segundo. Ese detalle no es habitual.
Ese sollozo seco fue en México, en la última Feria Internacional del Libro de Guadalajara. Y se produjo en el instante en que explicaba esto acerca del libro en el que cuenta su vida, con énfasis en los años en que Pinochet le hizo la vida imposible a los chilenos: “El libro tenía como título Así lo viví. Cuando lo terminé me pareció muy injusto porque el plural reflejaba mejor a todo ese pueblo que se atrevió a ponerse de pie. Así lo vivimos me pareció que daba mejor cuenta de lo que ocurrió en un momento de la historia del país, un momento muy épico, muy especial, que no se va a volver a reproducir. Y no se ha vuelto a reproducir”. Chile era un pueblo en plural.
Hubo un tiempo en que Ricardo Lagos tuvo una buena pelambrera. Ahora se podría peinar con dos dedos de una mano. Con aquella pelambrera aún abundante se le puede ver en Youtube, en una imagen de 1988; está de corbata y chaqueta, enérgico y desafiante, y en ese momento protagoniza un programa de televisión en el que tiene unos minutos para pedir el no al referéndum que significó entonces el principio del fin de Pinochet. El dictador había pedido el sí y Lagos era un socialista empeñado en la lucha por derribar al hombre que “nos robó diecisiete años de nuestra vida”. En un momento determinado, consciente de que lo estaba viendo todo Chile, y de que también lo estaba viendo Pinochet, se dirigió a la cámara que le tocaba, levantó el dedo acusando y desafió al dictador. La conductora del programa hizo esfuerzos por devolverlo al redil, pero ese dedo dio la vuelta a Chile y al mundo y ahora ese dedo (el dedo de Lagos lo llaman) es un momento en la historia de cómo al fin cayó Pinochet, que ahora hace cuarenta años, y por la fuerza bruta, derribó el Gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende. Ahora, cuando los nietos de Lagos y seguramente muchos otros nietos chilenos ven esa imagen del dedo yendo directo a la mirada del sátrapa, dicen: “Abuelo, no es para tanto”. Entonces fue una temeridad que fue carcomiendo (como en un célebre cuento de Saramago) la silla del golpista.
Doce años después de aquel desafío, este hombre fue el primer socialista que llegó a la presidencia de Chile. La historia está contada, y él está en la historia. En la historia chiquita, sin embargo, queda su definición, su retrato. Él era un niño “más bien tímido, muy delgado”; ahí, ante la tele, levantó el dedo, pero de chico, “cuando se trataba de demostraciones de fuerza con compañeros, no era de los mejores para pegar con el guante”. Tenía, dice, los peores temores de quedarse siempre con la peor parte. “Y añadiría algo que era grave: no era muy bueno para el fútbol. Se repartían los jugadores en dos equipos y al final alguien preguntaba: ‘Bueno, ¿y Lagos?’, y otro respondía: ‘Ah, pues llamamos a Lagos’. Era obvio que estaba muy lejos de ser Messi. Pero no era muy honroso que me despreciaran así. Ja, ja”.
Ahora bien, en carreras de fondo ganaba; y así es, una persona de fondo, paciente, explicativo. Sus padres vienen de la educación, él fue secretario de Educación; en Londres, hace más de un año, en conversación con su amigo el escritor mexicano Carlos Fuentes, estuvo dos días explicándole a su interlocutor los entresijos de la política internacional que vivió como si estuviera preparando a un amigo para un examen final. Con paciencia infinita, sin que el tiempo le importara. Le pregunté de dónde viene esa paciencia. “Me entretiene explicar; trato de expresar las cosas más difíciles con claridad para que parezcan simples”. Es un pedagogo, llegó al poder explicando y se defendió de la dictadura explicando, alzando el dedo además. “Creo que la actividad pública es un diálogo en el que es muy importante estar o ponerse a la altura del otro”.
Es afable, camina con esa lentitud que se puede ver en los políticos veteranos o en los veteranos poetas; Neruda caminaba así, como si el tiempo viajara en barco. Le impacientan, lo dice él, la deslealtad y las imperfecciones, que las cosas salgan mal. Pero él mismo no es perfecto, claro, y sus hijos se ríen cuando se enfurece ante la estupidez humana. “Yo siempre metiéndome y yo soy el primero que rompe cuatro copas de un golpe, mientras celebrábamos mi cumpleaños. Entonces mis hijos se ríen: ‘¡Eh, la estupidez humana, la estupidez humana!”. María, la señora que sirvió en su casa toda la vida, le explicó un día, siendo él presidente, que se es presidente en La Moneda, “pero en la cocina mando yo”. En la casa nunca fue presidente, “en las comidas mis hijos se dedicaban a reírse de los cuentos de Lagos que corrían por ahí. ¡Y a veces yo creo que eran ellos los que se los inventaban!”.
Mi madre quería que yo fuera un hombre culto que supiera servir a sus semejantes"
Así que ahora que ya ni es presidente ni puede aspirar a serlo huye también de la solemnidad que no tuvo. ¿Y no le picó ese gusano de la importancia? “Hay una tendencia a eso, porque se supone que el presidente no duerme, que está concentrado pensando. ¡Ja, ja! Es muy importante tener cables en la tierra. Es natural, lo entiendo: hay un cierto boato por ser jefe de Estado, pero tiene que entenderse que en democracia eso es algo transitorio”.
Su madre murió a los 108 años hace dos. Y su padre falleció cuando él tenía ocho años. “La etapa final de mi padre fue un poco triste porque tuvo un ataque cerebral y estaba paralizado, en cama. Mi relación con él era difícil y compleja; me producía un cierto temor entrar en su habitación y verlo siempre en la cama”. Un tío fue, por decirlo así, su padre, también en el nacimiento de la vocación política. Y su madre fue padre y madre a la vez, “recia siempre”. Bill Clinton lo llamó para felicitarle cuando accedió a la presidencia de Chile, y le preguntó por su madre. “Ahí está, haciendo de padre y de madre”. Cuando Pinochet lo encarceló, ella tenía 90 años. “Fue a verme y cuando le dijeron que no podía acercarse a donde yo estaba, les dijo a los guardias: ‘Bueno, yo voy a esperar hasta que pueda verlo’. No se puede quedar aquí, insistieron, y ella les soltó: ‘¡Atrévanse a sacarme!’. No se atrevieron. Al cabo de una hora y media me llamaron para que conversara con ella y lo primero que me dijo fue: ‘El mundo está preocupado por ti, no te vayas a quebrar, ponte firme’. Imagínate, con 90 años”.
Ella tenía un dicho, que le aplicaba al hijo: “Usted tiene casa, comida y ropa limpia. Su única obligación es estudiar”. Y tener un título, le decía, un cartón, como dicen los chilenos. Una carrera. Ella creía que nadie tendría por qué llegar a ser rico, “quería que yo fuera un hombre culto que supiera servir a sus semejantes”. Una actitud familiar. Una tía de Lagos estaba en la cabecera de las manifestaciones a favor del sufragio universal en los años veinte. Así se fue haciendo el subconsciente de Lagos. Acaso ahí estuvo el resorte que movió el dedo de este agnóstico librepensador en un país parroquial… “En el pasado había habido presidentes agnósticos, pero lo disimulaban. Fui el primer presidente divorciado, casado por segunda vez, y mi mujer también era casada por segunda vez. Nuestro hogar eran los tuyos, los míos y la nuestra, que era la perrita”. Acaso ese agnosticismo radical le abrió las puertas de las iglesias en la clandestinidad y en el poder. “Como se dice en Chile, éramos un poquito comefrailes. Y cuando llegó la dictadura ya no fuimos comefrailes, tuvimos muchas complicidades con ellos”.
11 de septiembre de 1973. Siete días antes, los funcionarios y la gente que quiso celebraron ante Allende el tercer aniversario de su llegada al poder. Lagos y el presidente se cruzaron las miradas ante la explanada de La Moneda. “Nos saludaba con la mano. Esa forma como nos saludó, ese gesto, ya parecía de despedida”. Una semana más tarde, el drama, los militares bombardean La Moneda, Allende se suicida. Cuatro décadas más tarde, esa dramática historia marca el corazón de Chile. La madre de Lagos había dicho que los presidentes leales con sus ideas terminaban suicidándose en Chile y que los otros eran traidores. Cuando eligieron a su hijo, en la toma de posesión misma, se llevó las manos a la cara, se le acercó al oído y le dijo: “¿Cómo vas a salir de esta?”.
–¿Siguió viviendo aquella expresión de su madre o Chile ya era otra cosa?
–No, todavía no era otra cosa. Recién iniciado el Gobierno, dije a mis asesores: Bueno, cuál es el propósito último cuando terminen mis años de gobierno. Uno de ellos me dijo: “Que usted salga caminando de La Moneda por su propio pie”. ¿Te das cuenta de lo que me estaba diciendo, ¿no?
Por eso levantó el dedo. “Nos robaron 17 años, lo mejor de nuestras vidas. Pero no nos pudieron quitar el privilegio de la ética. Hubo amigos desaparecidos, asesinados, otros que se fueron al exilio y otros que cayeron presos, pero fue la vida que nos tocó vivir. Ahora miras para atrás y, como Violeta Parra, puedes decir: Gracias a la vida, que me ha dado tanto”.
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