1. Se acabó la diversión...
El 6 de enero de 1959, día de Reyes, el Diario de la Marina publicó el siguiente anuncio: “La Unión Nacional de Empresarios Cinematográficos de Cuba ha acordado [...] abrir las puertas de todas nuestras salas, absolutamente gratis, a todos los miembros de las valerosas tropas que integran el Ejército de la Libertad, para que disfruten de nuestros espectáculos mientras estén acampados en La Habana”.
El negocio del cine se unía así al fervor generado por aquella revolución que prometía devolver las libertades políticas perdidas siete años antes, con el golpe del general Fulgencio Batista. La Habana era por aquel entonces una de las capitales mundiales del séptimo arte. La ciudad, alardeaban los cubanos, tenía más cines que Nueva York: 135 salas para una población que no llegaba al millón de habitantes. Grandes estudios como Warner, Twenty Century Fox, Columbia o Metro habían abierto centros de distribución y talleres donde se formaban decenas de técnicos. El cine no era sólo un motor cultural sino una industria de primer orden.
Pero resultó que los dirigentes revolucionarios no supieron apreciar el apoyo del gremio. Resultó, incluso, que eran alérgicos a esa forma de entretenimiento burgués. Y aquellas salas, las señoriales y las modestas de barrio, fueron sucumbiendo a la construcción del socialismo. Hoy apenas sobrevive una veintena, para una población que rebasa los dos millones. Las demás, enmudecidas, están cayéndose a pedazos, como todo en esa ciudad. Y en la isla. La Habana, dicen ahora pesarosos los cubanos, es un cementerio de cines. Como también es un cementerio de librerías, de mercados, de comercios... De esperanzas. Sobrevive algo de humor, cada día más negro, en espera de la muerte del caudillo, ese desenlace biológico que nunca llega. “Lo tienen apuntalao –comentan–, como los edificios de La Habana Vieja.”
Calle Diez de Octubre con Santos Suárez. El imponente cine Apolo se erige frente a la parada de la guagua. ¿Qué dan ahora? La pregunta desencadena una cascada de reacciones. “¡Uyyy, no! –dice un mulato–. ¡Hace años que está cerrado! Se rompieron las máquinas y más nunca lo abrieron. Un cine hermoso era, con fuente de soda y rositas de maíz.” “Y tenía aire acondicionado –interviene una señora canosa–. Lo dejaron morir, como a todos. Sólo han mantenido los de la calle 23 y la Rampa, en el Vedado.” Y las vecinas, entre suspiros, hacen un repaso de las salas que había en la colonia donde nació la inolvidable Celia Cruz: “El Moderno, el Dora, el Atlas, el Fénix, el Santos Suárez...”, mientras señalan a todos los puntos cardinales. “Ya no hay ni cartelera en el periódico.”
Algunos blogueros cubanos documentan con fotos el triste destino de los cines más emblemáticos: el Cuatro Caminos es un aparcamiento, como el Shanghai. El Majestic, un almacén. El Rex y el Dúplex, prodigios de la tecnología en los cuarenta, se hunden “en aguas albañales”. El Capitolio es un almacén de construcción. El Campoamor, un estacionamiento de bicicletas. El Cerro Garden, un taller mecánico. Cuatro celebradas salas art decó han corrido suertes dispares: el Infanta se incendió, el Manzanares se vino abajo, el Astral es utilizado por la Unión de la Juventud Comunista, y el América ofrecía, cuando pasamos ante él, un espectáculo humorístico titulado La esquina de Mariconchi.
El cine había llegado a Cuba con la Guerra de independencia y el estreno de la República. La primera sala abrió sus puertas en el Paseo del Prado en enero de 1897. Durante cinco décadas los habaneros devoraron filmes estadounidenses, italianos y franceses, en doble sesión. Las estrellas internacionales se paseaban por la ciudad. En el barrio de Colón, el de los grandes estudios, los niños recogían del suelo los descartes de las películas para fabricar petardos. Y los vendedores esperaban con sus cestos de comida a la salida del pase de medianoche. El cine era parte indisoluble de la vida de La Habana.
Hasta que “se acabó la diversión, llegó el comandante y mandó a parar”. Tenía razón el cantante Carlos Puebla. Se apagaron los proyectores. Se confiscaron las películas. Las productoras abandonaron la isla. Las salas fueron intervenidas por el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC). Casi un tercio cerró los primeros años. El nuevo gobierno se encargó de seleccionar las películas en función de criterios ideológicos. Cintas soviéticas, checas y polacas subtituladas se adueñaron de las pantallas, aunque nunca se prohibió del todo el “decadente” cine capitalista. El público desertó. Sin mantenimiento de ninguna clase, el deterioro de las salas fue imparable.
Nada queda del eje cinematográfico por excelencia, Paseo del Prado y Parque Central, jalonado por el Fausto (tan caro a Cabrera Infante), el Galatea, el Capitolio, el Montecarlo, el Niza, el Sevilla o el Royal. Han sobrevivido al cinecidio el Yara, el Payret o la gigantesca sala del Karl Marx, antiguo Teatro Blanquita, todos construidos antes de 1959. El régimen revolucionario los ha convertido en una vitrina internacional donde se celebra desde 1979 el festival anual del Nuevo Cine Latinoamericano. El principal responsable de esa estrategia ha sido Alfredo Guevara, el gran santón de la cultura oficial cubana y censor implacable desde la presidencia del ICAIC, que ocupó durante más de cuarenta años. Guevara pasará a la posteridad por el demoledor retrato que de él hizo Guillermo Cabrera Infante en su relato Delito por bailar el chachachá.
2. El Carmelo de Cabrera Infante
Guevara vino a interrumpir una tarde las ensoñaciones de Cabrera Infante, que imaginaba entre el humo de su tabaco casamientos inmediatos con cuanta hembra jacarandosa entraba en El Carmelo. En aquella cafetería, toda una institución habanera, el escritor barruntaba lo que se avecinaba en Cuba, mientras observaba las idas y venidas de egregios miembros de la nueva casta política, que acababan de salir de un concierto en el Auditórium, rebautizado Amadeo Roldán tras la revolución.
Entre ellos estaba ese comisario de las artes y las letras, que se abrió paso hasta él “como Bette Davis en Now Voyager”, con su traje de seda y su corbata francesa, con su sonrisa gelatinosa, derramando efluvios de L’Air du Temps. La Dalia, le había apodado Néstor Almendros. De cara a la galería, Guevara ejercía de comunista virtuoso, al que disgustaba sobremanera un Cabrera Infante fuera de su control. Quería, le dijo, unirlo a su causa. Necesitaba su inteligencia. Y que dejara esa revista cultural, Lunes de Revolución, que difundía contenidos inapropiados como el arte “akstrakto”, la literatura “biknik” o el jazz, productos todos del imperialismo. La escéptica respuesta del escritor fue su sentencia: seis meses después, el aparatchik cerraba la revista.
Cabrera murió en el exilio y es hoy uno de los muchos autores proscritos en Cuba. Guevara es un anciano al que pasean bajo palio y que se lamenta de que “La Habana está sumergida en la chusmería y en la vacuidad”. Y El Carmelo languidece en la misma esquina de Calzada con la calle D, víctima del perverso sistema de la doble moneda.
(Aquí se impone una pequeña digresión técnica para explicar la insólita política del Banco Central. Los cubanos reciben sus salarios en pesos (veinte dólares mensuales en promedio), pero la moneda nacional sólo sirve en las bodegas de alimentos básicos subsidiados por el Estado, en algunos restaurantes baratos, en lo que queda de los cines, en el transporte público o en las tiendas de ropa reciclada. En cambio, la carne de res, la mayoría de las medicinas, la ropa decente, los televisores, los teléfonos celulares y un sinfín de productos se pagan en CUC o peso convertible, también llamado dólar cubano o chavito, en alusión a los billetes del juego del Monopoly. El caso del pollo es de lo más ilustrativo. El gobierno lo trae congelado de Estados Unidos y lo descuartiza con criterios clasistas: manda los muslos a las bodegas en pesos, y destina las pechugas a las tiendas en CUC (oficialmente, “tiendas de recuperación de divisas”; popularmente, chopin). Y sólo los cubanos que reciben remesas de sus familiares exiliados, los empleados de empresas mixtas o los que tienen contactos, formales o informales, con el turismo tienen acceso al CUC, que fue creado en 2004 y equivale a 24 pesos nacionales. El resto de la población, incluidos médicos y maestros, sólo dispone de moneda nacional y pasa verdaderas carencias. La brecha social es cada vez más evidente: hay una nueva clase de cubanos, vinculados al establishment, que gastan en un solo almuerzo en restaurantes de lujo lo que otros ganan en varios meses.)