Por Carlos Cabrera Pérez
Domingo 24 de noviembre; llego a La Habana con menos olor a azufre que recuerdo; está nublado, no hace calor y el cielo presagia aguacero de mayo.
El joven inspector de Inmigración hace su trabajo con rigor y cordialidad. Repara en la aparente contradicción de que vaya en visita familiar y me aloje en un hotel; pero no me dice nada; solo traza una delgada línea de su bolígrafo que une Familiar con Hotel 5ª Avenida.
Aduanas. Como no tengo nada que declarar, enfilo el nuevo Carril Verde y en dos minutos estoy con mis dos maletas, 28 kilogramos en total, en la calle, donde aguarda la gente a la intemperie debido a obras que se ejecutan en la Terminal 3.
Llego al hotel y mi habitación aún no está lista; la entrada es a las 4 p.m., me recuerda amablemente la recepcionista; pero si espera unos minutos, se la preparamos. Así que me voy a la cafetería a entretener la espera con un café muy bueno y la sonrisa de la camarera.
A esa hora, media mañana, el hotel está casi vacío. Una mesa más allá, un brasileño conversa con dos cubanos: una joven y un travesti. El brasileño emplea ese lenguaje ortopédico de muchos aliados circunstanciales del castrismo, pero asegurándose de elogiar al mismo tiempo el new deal raulista y sugerir un sitio para ir a bailar en la noche.
La joven intenta desterrar la política de la conversación, pero el travesti coge el pie forzado y resume su punto de vista: Sí, aquí todo va a cambiar, hasta los semáforos. La roja será para seguir, la verde para parar y la amarilla, la quitan para ahorrar luz, pero si hiciera falta la vuelven a encender, pero solo para los yumas.
Me avisan que la habitación está lista y subo a dejar mis cosas y agrupar en una maleta lo de mis padres. Entonces reparo en cómo ha cambiado el equipaje con el paso de los años. En el inventario, guantes quirúrgicos, jeringuillas desechables, una linterna, un hule, crema para prevenir escaras, medicinas para casi todo, pañales desechables para día y para la noche… detalles varios para médicos y enfermeras y las revistas del corazón españolas que salen los jueves.
Mi madre me recibe con los ojos llenos de agua; mi padre no me reconoce y me alarga su mano; mientras balbucea, se deja besar y se queja porque no ha comido y me recrimina porque siempre vuelvo tarde del trabajo. Me impresiona su delgadez etíope y su mirada perdida, pero me tranquiliza que no se entera.
Mi madre estalla y le grita que soy yo. El dice que no tiene dinero y se sumerge en su atonía de enfermo crónico neurológico. Salgo al balcón, caen las primeras gotas. Mi madre me exige: ¿se va a morir? La tranquilizo diciéndole que no de inmediato, y ella me dice qué cuándo. Le aclaro que no se ha inventado, aún, el muertómetro.
Llaman a la puerta y es una vecina nueva que reclama el Hola para entretener su domingo. Dice que viene de arreglarse las uñas y que mi madre la ha contratado para que cuide a mi padre unas horas.
¿Tú eres su hijo? -me pregunta. Mi padre hace por levantarse. Lo sujeto y ayudo, y me presenta, sonriéndole a la recién llegada: Es mi papá, que vino ahora del trabajo, dice, y tose. Mi madre viene corriendo desde la habitación porque piensa que le he dado algo de comer. El sigue hablando con la vecina sobre mis habilidades como chofer de alquiler y que tengo buenos clientes que me dan buenas propinas.
Mi madre grita que él no puede comer nada que no sea pasado por la batidora. Me pongo a ordenar las cosas que traje y ella se sienta en la cama, a mi lado; no se atreve a decirme nada; pero intuyo que no quiere ir a almorzar, como habíamos pactado dos semanas antes. Está en un aprieto, pero se anima y me dice: vamos, pero volvemos rápido. Asiento.
Ella elige almorzar en Amelia, un pequeño restaurante de Miramar, con buen servicio y buena comida. Relee la carta de arriba a abajo por la parte de los precios. Le pido que coma con tranquilidad y que no se preocupe por el precio.
Me dice que ella no puede abusar de mi economía, que siente que me roba cuando tiene que pedirme algo y se afana en narrarme que está consiguiendo detergente y algunos medicamentos en la Casa del Combatiente de la Revolución Cubana para evitarme más gastos.
Me alegra saber que te ayudan, le miento. Ella se crece y me dice que mi padre tiene todo el respeto porque siempre fue un hombre de principios y que ella no va a renunciar a nada, porque cree que es una obligación del Estado.
Su angustia la atropella y me hace una síntesis apretada: Raúl Castro deja el poder en el 2016 y va a hacer una Reforma Constitucional; los del ICRT desfalcaron 300 millones; el dengue está acabando; yo misma tengo las plaquetas al límite; dile a tu prima que te enseñe el vídeo del tipo de Comunales; los peloteros ya pueden jugar allá y aquí; ¿viste la onda de las cooperativas?…
Apenas comemos y pido que se lo envuelvan todo para llevar. Es la primera vez que salimos sin él a comer, me dice. Paramos en una dulcería que a ella le gusta y elige.
Volvemos a casa, la vecina que lee el Hola se sorprende de que hayamos vuelto tan rápido, pero mi madre la tranquiliza diciéndole que puede seguir leyendo el Hola, pero sin sacarlo de casa.
Mi padre me pide que lo lleve al baño y que lo acueste. Refunfuña porque no hemos conseguido nada; mi madre me alerta que no debe saber que trajimos comida y dulces porque no puede comer. Qué más da, le digo. Pero ella no cede.
Ya en la cama, le leo un trozo de un libro que cogí al azar de la pequeña biblioteca familiar. Dormita con una respiración ronca que atemoriza aún más a mi madre.
Vuelvo a besarlo y me voy al salón, donde la vecina (que trabaja como enfermera y padece de anemia ferropénica) peroratea sin piedad:
-Óigame, Carlos, ¿cómo está la crisis en España?, la gente comiendo de la basura; eh… vamos, lo que se ve aquí en la televisión… a mi me gustaría viajar; un tiempito y luego regresar